Félix de Azúa
En abril de este año leí el pregón de la Feria del libro antiguo y de ocasión. Fue una ceremonia simpática y amistosa de un sector que me ha dado múltiples ocasiones de placer a lo largo de decenas de años. Incluyo el texto como homenaje a estos libreros.
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Es una tradición de estos pregones dar un apunte sobre la actividad personal en la rebusca libresca. Pues bien, todavía conservo el que, creo yo, debió de ser el primer libro de mi vida comprado en una librería de ocasión. Es un diccionario francés-español editado por la casa Garnier de París en fecha desconocida, seguramente a finales del XIX. Lo compró mi madre para ayudarme con la asignatura de Lengua Francesa que comenzaba a impartirse en tercero de bachillerato. No sé cómo se denomina ahora el tercero de bachillerato, el caso es que yo tenía doce años y corría el de 1956. Así que este librito y yo llevamos juntos nada menos que cincuenta y siete años. Hace ya muchísimo tiempo que no lo consulto, pero no he podido desprenderme de él. Algunos libros viejos guardan entre sus páginas una parte insoslayable de nuestra vida. En el caso del diccionario, mi juramento de sangre con la literatura francesa.
Desde aquel año de 1956, las librerías de viejo nunca me han abandonado. He comprado cientos de libros viejos en aquellos inolvidables comercios de la calle Aribau de Barcelona que no habían cambiado desde la construcción misma del Ensanche. En ellos solían despachar caballeros que entonces me parecían ancianos y que no debían de tener ni los cincuenta. Siempre estaban inclinados sobre ejemplares maltrechos, pasando páginas delicadamente, excepto algún que otro caso de sabio chiflado, como aquel señor Castro que llevaba veinte años escribiendo una cosmografía en la que demostraba, mediante la matemática y la geometría (eran sus palabras), que el sol giraba en torno a la tierra. Gastaba el peluquín más barato e inverosímil que he visto en mi vida. Era de cartón y medio pintado.
Las visitas a librerías de viejo solía yo hacerlas casi siempre en compañía, aunque sé que hay cazadores que sólo actúan en solitario por miedo de que el compañero aviste la pieza antes que él. En mi caso la compañía era importante porque tan satisfactorio era encontrar algo raro, o gracioso o interesante o curioso o portentoso, como comentarlo con el camarada. He tenido siempre en muy alta estima las inacabables conversaciones, disputas y desencuentros sobre libros. Especialmente sobre los no leídos. Son las mejores.
Durante años mi compañero de librerías fue Paco Ferrer Lerín, uno de los mejores poetas vivos de la actualidad. Era un caso patológico porque Paco no podía leer más que libros de viejo. No tenía ni un solo libro nuevo. Y no era por ahorrar o porque la pobreza le obligara a ello, sino porque sólo le gustaba un tipo de libro que resultaba inútil buscarlo en librerías normales. Tenía verdadera pasión por Guido da Verona, un discípulo de D’Anunzio aún más absurdo que el maestro. Había sido muy publicado en el primer tercio de siglo en España y no era difícil de encontrar en los montones de libros a una peseta. Sólo leía poesía francesa, inglesa o alemana en traducciones argentinas. Conocía perfectamente el francés y el inglés, pero le emocionaba mucho más la traducción argentina. Entre los clásicos sólo le vi leer las Odas de Ossian, que como todo el mundo sabe, son una falsificación. Ir con Paco de librerías era como ir con André Breton al mercado de las pulgas. Era asistir a un acto creativo. De pronto sacaba de un montón, entusiasmado y sosteniéndolo como un conejo muerto, una "Historia del plátano". Lo compraba sin regatear.
No vaya a creerse que en aquellas librerías sólo se encontraba lo antiguo y lo saldado. También era uno de los depósitos clandestinos donde podían comprarse libros prohibidos. Es casi imposible convencer a los actuales adolescentes de que entonces estaba prohibido leer, por ejemplo, a Albert Camus. Uno de los principales problemas de la política, tanto la de entonces como la actual, es que resulta de todo punto increíble, no por su maldad, su violencia o su talante represivo, sino por su completa estupidez. La estupidez es una de las potencias humanas más difíciles de explicar.
Los que teníamos manía galófila, en aquellos años sesenta y setenta comprábamos los libros de Camus, de Sartre o de Gide en las librerías de viejo. Y de vez en cuando, confundidos los libreros por nuestro interés, sacaban de los depósitos más recónditos unos ejemplares deslumbrantes que sólo podíamos comprar ahorrando durante meses, como el disparatado La Rome des Borgia, de Guillaume Apollinaire en la edición de la Bibliothèque des curieux de 1913. Les leo cómo se anuncia la reedición actual: "Protagonistas de este libro son el papa libertino Alejandro, entregado a los placeres mas abyectos en el Vaticano, el asesino y verdugo César Borgia, y la hermosa envenenadora Lucrecia". Irresistible.
El caso es que puedo confesar y confieso que he sido muy feliz en las librerías de viejo y que he pasado un sinnúmero de horas simplemente hojeando ejemplares y paseando por diez o doce librerías como quien pasea por los pasillos del zoco de Estambul curioseando y manoseando. De modo que en este cambio de era siento una extraña sensación, como si hablara de algo que pertenece a la edad media. Y sin embargo, creo yo que es todo lo contrario. El libro de viejo es el libro del futuro. Trataré de explicarlo muy resumidamente.
Aun cuando todavía no tiene una clientela mayoritaria, el libro electrónico no hace sino avanzar cada vez más deprisa, como les advertía el poeta Caballero Bonald el año pasado. Sin embargo, me parece que no son los lectores quienes piden a gritos leer en esas pantallas, sino los propios editores quienes tienen urgencia por dar ese paso, del mismo modo que son los directores de diarios los que están haciendo crecer de modo exponencial la consulta por Internet gracias a unos periódicos digitales cada vez más completos y mejor hechos. Aunque se quejen, tengo para mí que les fascina el nuevo soporte y les hace sentir más jóvenes y modernos. Ellos dicen que no tienen más remedio que lanzar la edición digital y que cada día ha de ser mejor porque la competencia es muy grande, etcétera. Lo cierto es que les encanta. Son como esos ciclistas que no pueden resistir la tentación de ponerse un nuevo casco en forma de melón rebanado, no porque sea mejor, sino porque es nuevo.
Suponiendo que la tendencia crezca (y serán los editores quienes la hagan crecer), en unos cuantos decenios podríamos estar realmente ante la desaparición del libro de papel. El propio Juan Luis Cebrián ha asegurado en público que a los diarios de papel les queda apenas una decena de años de vida. Démosle al libro tres decenas. Cuatro. ¡Qué más da! El horizonte que dibujan los expertos es el mismo: se acabó el soporte papel.
Si nos ponemos en el escenario de ciencia ficción (cada vez menos ficticio y más científico) de que desaparezca la impresión sobre papel, entonces no cabe la menor duda de que los libros, tal y como los hemos conocido, leído, amado y almacenado, los libros en papel, sólo se podrán comprar en las librerías de viejo.
De manera que todo aquel que haya acudido a esta Feria y se encuentre en las proximidades de este podio escuchando a un humilde bibliópata, que es como nos llama Trapiello, entérese de algo sensacional: está asistiendo a una Feria con un futuro glorioso y a un negocio puntero. Aquí no se vende el pasado, aquí se está anunciando un futuro que sólo se puede llamar de una manera: el monopolio del libro de papel.
Felicidades pues a todos los queridos libreros de viejo y celebren con júbilo encontrarse en la punta de lanza del comercio actual, con las mayores expectativas de crecimiento económico.
Muchas gracias.