Félix de Azúa
Ha debido de ser un lugar común desde la aparición de las primeras aglomeraciones humanas, quizás en Babilonia, habrá que preguntarle a Gil Bera. Aunque el éxito internacional se lo lleve el Beatus Ille horaciano, seguro que le venía al latino de mucho antes. Ya debieron darle el peñazo sus abuelos y bisabuelos, ¡qué quietud, qué armonía, este fin de semana en la quinta de Etruria, qué aire finísimo, qué aroma a resina! ¡No entiendo cómo aguantas en la Urbs!
Será que es verdad, que para quienes vivimos en ciudades la vista del campo bien arado (no es necesaria la selva ni el espeso bosque), del firmamento un punto nuboso, de algo viviente que vuela, salta o se arrastra, nos apacigua. Y para el herido, no hay mejor bálsamo.
El mes de enero es el más admirable del año en esta parte. Duerme la dura tierra cubierta por una pelusa que cada mañana aparece escarchada, los escasos canales apenas mueven agua, en el valle hay siempre una columna de humo leve que se aplasta contra el suelo y forma cendales entre las cañas, las piedras lucen líquenes sulfurosos, todo está quieto, el silencio es absoluto, no hay nadie, ni labradores, ni turistas.
El caballazo del vecino se me acerca a curiosear cabeceando, seguramente muerto de tedio. Incluso se deja halagar los ollares, algo inadmisible en temporada, cuando los niños le atormentan con sus chillidos, pobres críos que no pueden entender la delicadeza de este bruto de orejas temblorosas. Al caminar vuelvo una y otra vez la cabeza por ver si me sigue el podenco. No hubo suerte. Ni siquiera puedo saber si vive o ya está en su paraíso, con las podencas, en beatífica contemplación del Supremo Can mirífico y compasivo. Me lo imagino coronado por un círculo con los colores del arco iris y el largo morro a modo de compás celeste, todo ello gótico.
Las urracas se dejan caer en el vacío dibujando perfectas sinusoides de Hogarth. En el tendido eléctrico, al gavilán de cada año se le ha añadido una pareja más pequeña que se mantiene a distancia de dos palos en estoica vigilancia sobre su parte de cuneta, cañada real de ratones, lirones, musarañas, topillos. Un brillo verde en el camino anuncia al pito real, ahora conspicuo gracias al escaso follaje. A veces baten alas los pinzones que levantan el vuelo siempre en grupo con gran alarma y cuando ya estás sobre ellos.
Y hoy, además, se puede oír el leve grito de la gran paridora: los almendros están echando sus primeras flores. Débiles, canijas, esmirriadas, dispuestas a morir con el primer frío, pero pugnaces e irredentas. A su llamada acuden unos abejorros gordos y eróticos que dan su toque bufo al inexorable mes de enero. Como en Shakespeare, los bufones admiramos embobados las tiernas criaturas del año. Nos costarán la vida.