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Marsias despellejado

Por 3 de enero de 2011 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Deshacer una biblioteca, sea por traslado, sea por hartazgo, es una de las tareas más interesantes que puede acometer un humano que haya superado la edad de los asuntos importantes. Quiero decir que llega un bendito día en el que lo único importante es lo trivial debido a la presencia constante de un gigante que proyecta su sombra sobre todo lo que hacemos. Ese coloso es de tal monumentalidad que no podemos prestar atención más que a su amenaza, de manera que la vida se convierte en un paseo entre flores por siniestra que sea la calzada. ¿Huelga de rufianes aéreos? ¡Qué ocasión para perder el tiempo en un aeropuerto leyendo rostros! ¿El hundimiento de la banca mundial? ¡Extraordinario momento para averiguar cómo se sobrevive sin un céntimo! Incluso acudir a los comedores de caridad se transforma en un valioso experimento y la esperanza de hacer nuevas amistades: "Oye, qué gorro tan apañado". "Pues es tuyo". "¡No, por Dios, no faltaría más!". "Vale, te lo cambio por tu bufanda". El coloso es demasiado brutal, estúpido y omnipotente como para que le demos importancia a las cosas de este mundo. A su lado, todo es banal.

     Es el momento, por lo tanto, de expurgar la biblioteca que es lo que vengo haciendo desde finales de noviembre, una tarea que puede parecer ingrata, pero que bien entendida proporciona mucha felicidad. Por ejemplo, acabar de una vez con todos los volúmenes de Luckács tan bien editados por Grijalbo. O los ensayos sobre filosofía de la religión de Max Weber, por favor, fuera de aquí ese monumento a la grandeza moral e intelectual. ¿Y qué me dices de Lucien Goldman, aquel del "dieu caché" y la visión pascaliana de la muerte? ¡Que le corten la cabeza! ¡Althusser! ¿Cómo ha osado este botarate permanecer durante tanto años junto a personas educadas como Aristóteles o Adorno? Te llegó la hora, frustrado fraudulento francés.

     Luego vienen las dudas. ¿Realmente he llegado a tal punto de sabiduría que puedo tirar por la ventana todo Sartre? ¿O me voy a quedar con el volumen sobre la imaginación? ¿O el que dedicó a Flaubert y asombrosamente le gustó a Vargas Llosa? Ya en anteriores expurgaciones salió expulsada y llorosa de esta biblioteca su irritante esposa, Simone de Beauvoir. Creo que debo largarlo también a él. Y a Dilthey. Y buena medida a Feuerbach, a Fichte, a Kierkegaard, no por desagradables sino porque ya se me pasó el momento de aprender de ellos, son poetas para gente joven y aguerrida. No obstante la mano se detiene al llegar a Ortega. ¿Qué hacer con Ortega? Nunca fue una gran cabeza, pero posiblemente, como los críos en sus crecidas, dio la medida de hasta donde puede llegar la inteligencia española. Debería servir como unidad de medida: este señor mide un cuarto de Ortega, aquel no mide ni un décimo, en cambio seguramente Heidegger viene a medir cien Ortegas y Wittgenstein ciento diez. No, no lo voy a tirar. Es, Dios me perdone, un escritor. Refitolero, ciertamente, y te llega a estomagar con sus afectaciones, pero es un escritor y no de los peores que ha dado la lengua española en una de sus etapas más desdichadas.

     A medida que avanzamos van apareciendo entre las sombras libros más peligrosos. Aquí nuestro ánimo vacila, la mano tiembla, la mirada se entenebrece, una garra helada nos oprime el corazón. Son como pedazos de uno mismo que flotan en el océano de la desmembración. Hojeo ahora el García Morente con el que comencé a entender algo (poco) de Kant. Está lleno de anotaciones entusiastas que ya no comprendo. No me importa una higa la versión cristiana de Kant que sostenía aquel señor tan elegante, lo que me importa es el ejemplar en cartoné, de lomo azul, uno de los primeros libros que me arrancó de lo cotidiano y comenzó a pasearme por las estancias de los grandes muertos, de Shakespeare, de Sófocles, de Spinoza, haciéndome ver que no lo tenido por más real es más verdadero. El primero, por decirlo de una manera gráfica, que me hizo ver las ventajas de vivir a lo grande.

     No debemos vacilar en estos momentos. Estamos dando pasos por un tablón tendido sobre un río de fuego y cualquier distracción significaría nuestra aniquilación. O lo que es igual, nos convertiría en odiosos sentimentales. Y los sentimentales hacen la vida imposible a los demás. ¡Justo ahora que es cuando más amamos a los demás! Así que: ¡Muerte al sentimentalismo!

     Nada, nada. García Morente a la hoguera. Lo siento. Lo siento mucho.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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