Félix de Azúa
Un leve temblor en el calcañar me hizo temer algún terrible desastre orgánico. No era el roce del calcetín, tampoco el borde del zapato, era una palpitación espontánea de la carne en un lugar cercano a donde Aquiles podía ser muerto. Como si el tendón cantara con un exagerado trémolo que ya nadie usa, o como si me treparan hormigas desde el tacón.
¿No había sido un picor inexplicable, una comezón general de los muslos, antebrazos y plexo solar, lo que había conducido a Nani Moretti hasta el médico y la certificación de que padecía cáncer de sangre?
En la habitación silenciosa, la proximidad de la muerte y la presencia de los libros amontonados por las estanterías acusan una ligazón inexplicable, aunque incuestionable. Desde sus lomos me rocía la lluvia fina de la extinción. Cinco mil ojos distribuidos por los títulos verticales lloran levemente sobre mí. ¿No iba yo a abandonarlos? A los más amados y también a los desdeñados, a los leídos y a los que aún no han entregado sus páginas a mirada ninguna, libros cubiertos de sucias anotaciones y libros que iban a conocer el desamparo en una amarga virginidad, todos por igual. No por culpa mía. Obligado a desaparecer.
Así que fui hasta los anaqueles y cogí el primer libro que cayó en mi mano. Inesperadamente era de un autor condenado al más sordo olvido, Anthony Burgess. Abrí el segundo volumen de sus Confesiones, una mendacísima autobiografía, y leí hacia el final su alegato contra la muerte que ya sentía próxima (y no se engañaba),como arañándole los pulmones. Dice Burgess:
"No es por los libros que jamás escribiré, sino por todo aquello que ya nunca podré aprender. He comenzado a estudiar el japonés, pero es demasiado tarde. He tratado de leer en hebreo, pero mis ojos ya no divisan los acentos y las tildes. ¿Cómo va uno a esfumarse pacíficamente, arrastrando una monumental ignorancia hasta la ignorancia total?"
El agujero inconmensurable de la absoluta ignorancia es lo más fastidioso de la finitud. Aquello que no aprendas bajo la luz del sol ya nunca lo sabrás. Sin embargo, el dolor intenso no viene de no poder hablar en japonés, creo yo, ese es un dolor discreto, o de no saber leer en hebreo, dolor un poco más consistente pero baladí, sino de no saber si la flor del tilo saldrá más fuerte el próximo año o seguirá paliducha por falta de hierro. ¿Y quién barrerá las hojas de yedra que cada otoño alfombran la entrada de la casa? ¿Se pudrirán sin que nadie libere los terrazos del suelo, tan hermosos como humildes? Hay que juntarlas en un montón y prenderles fuego procurando que la espesa columna de humo no entre por los ojos. Ese es el saber que no tendremos ya nunca más. Serán asuntos que ya no competan a nuestro aprendizaje, hacer el montón, darle lumbre, oler el acre aroma del otoño, su especial calidad en este nuevo año incomparable. A otros pertenecerán, de ellos será este saber del tiempo sucesivo y sus repeticiones, el humo siempre igual y nunca el mismo.
Devolví el libro a su hueco. Burgess, casi olvidado, se fue de este mundo muy pesaroso por no saber japonés ni hebreo, pero libre de la negra desesperación, el viscoso líquido de la melancolía. Debía de importarle un rábano quién barriera las hojas de yedra al año siguiente de su entierro si no podía nombrarlo en japonés.