Félix de Azúa
Hoy llegó el temido septiembre con jirones de nube blanda sobre el Tibidabo. La irrupción de este mes, asignado al planeta Venus y de grave amenaza para las dolencias renales, me sigue produciendo un pavor atávico que viene de cuando el verano se caía a pedazos y amenazaba un nuevo curso. Lúgubres pozas infantiles de las que se alza la memoria invertebrada, la anélida memoria de las torturas, los fracasos, las humillaciones, la imposibilidad de entender porqué los frailes formaban aquel muro de cemento contra el que te estrellabas irremediablemente aunque sólo trataras de sortearlo. Vuelve en septiembre el hedor de las cocinas frías, los inacabables pasillos desnudos, las aulas de vidrios empañados, los patios sin vegetación.
El colegio tenía una entrada noble, un extenso parque que daba al paseo burgués jalonado al tresbolillo con chalecitos ajardinados, pero los alumnos entrábamos por la puerta trasera como borregos en aprisco, un portón de hierro al final de un callejón en pendiente que moría en tierra sin asfaltar. Años más tarde la Orden vendió medio parque y allí alzó un edificio para nuevos ricos. El parque es ahora la entrada de coches, con su aduana y sus guardias de seguridad barbudos, rapados y con piercing. Quieren dar miedo.
Veo en los informativos que el comienzo del curso se ha dulcificado y ahora los niños acuden con cierta alegría bullanguera, excepto los más pequeños, siempre en primer plano porque los periodistas no pueden evitar la atracción de un rostro deformado por el dolor y bañado en lágrimas. El espectáculo del sufrimiento es siempre bien cotizado. A su alrededor los adultos ríen como si oyeran los ladridos de una foca. Siento simpatía por ese niño escarnecido ante una gente segura de que el dolor infantil es cosa de risa.
No era así entonces, no había alegría alguna ni en pequeños ni en mayores. Cada año vivías un minúsculo momento de emoción cuando te adscribían al pupitre y constatabas que los nuevos compañeros no pertenecían a las más temidas mafias, pero de inmediato, como en el servicio militar, comenzaban los rumores. "Nos ha tocado el Hermano Clemente", y todos nos sentíamos reducidos a ceniza porque era notorio su sadismo y el reflejo mortal de sus gafas oscuras. "Tenemos al Julio en Historia". Y pensábamos, "bueno, no es de lo peor". El Julio era casi humano y quizás por eso acabó encerrado en una prisión religiosa del Pirineo. "Este año han puesto al Hitler de Prefecto". Y eso sí que era insoportable, la autoridad en manos de un psicópata.
Luego te ibas acomodando, como los cerdos en el camión, haciéndote hueco a empujones. Sorteabas como podías al Clemente, el Hitler tenía un desplome mental a medio trimestre y desaparecía. Los chulos de la clase te perdonaban la vida y torturaban a los más pequeños. Nos habituábamos, qué remedio. Acabábamos formando nuestras propias bandas, a veces muy agresivas, a veces incluso vencedoras y más detestadas que las anteriores. Así reptábamos, creciendo en virtud y conocimiento, hasta la llegada de los vencejos, otro momento espeluznante. ¡Ah, la memoria histórica! ¡La verdadera!
Hoy empieza el curso en esta provincia. Tenemos de Prefecto al Montilla, pero por fortuna durará poco, le han despedido. Los chulos de la clase parece que se van con él, contentos con lo que ya han robado. Probablemente quedaremos en manos de los Hermanos Julios, que son píos, pero no unos salvajes como los de ahora.
Septiembre me da pánico, aunque supongo que hay mucha gente contenta. A lo mejor creen que los Hermanos Julios les van a poner buenas notas. Aún no saben que en este Colegio sólo medran los delincuentes.