Félix de Azúa
Como los peregrinos musulmanes a La Meca, así nosotros, cada año, a Zaragoza para el concierto del Grupo Enigma. No es que sólo den un concierto, es que siempre hay uno sobresaliente. El sobresaliente de este año unicamente se puede oír en el auditorio aragonés o en Bulgaria. Es menos aparatoso ir a Zaragoza en un AVE infectado de teléfonos móviles que a Sofia con este tiempecito. Por cierto, es una vergüenza que el concierto no viaje por España.
En la primera parte se estrenaba una obra de Jesús Torres, discípulo de Guerrero que no se parece en nada a su maestro. De "bella, generosa y luminosa" califica José Carlos Garvayo la música de Torres, pero la pieza de hoy, "Aquelarre", es oscura y tenebrosa como corresponde a un motivo goyesco. A Torres le acompaña la Sinfonía de Webern que es un mosaico de Wagner (Otto) cubierto de ópalos, plata y lapislázulis. Hay en efecto un aire de familia entre el español, el vienés y la segunda parte del concierto.
Cuando Mahler, aún sin cumplir los treinta, compone la sinfonía "Titán" es un ambicioso judío convertido al cristianismo con el propósito de ascender en la rígida sociedad vienesa, pero traumatizado por corrosivos fantasmas íntimos. O al menos así lo presentaba el psicoanalista Theodor Reik cuando escribió su ensayo sobre la neurosis obsesiva del compositor, aquella premonición de una muerte temprana y la ausencia de reconocimiento que torturaron su existencia. Obsesiones ambas, por cierto, que se cumplieron. No se equivocaba el desdichado Mahler: murió a los cincuenta años y sus sinfonías no comenzaron a ser populares hasta después de la segunda guerra mundial.
En el ensayo, Reik, también vienés, manifestaba candorosamente su mala conciencia. Él quería averiguar por qué oscuros motivos un fragmento de la Segunda Sinfonía le asaltaba en momentos delicados, pero calificar a su autor de neurótico obsesivo no ayudaba demasiado. Reik, que se estaba autoanalizando, chocaba con el problema más insondable de la música: ¿en qué consiste su significación? ¿Cómo debemos entenderla? ¿Es en verdad sensato imaginar escenas, acontecimientos, figuras, situaciones? ¿O debemos limitarnos a una audición pura en la que sólo el avatar de la propia sonoridad nos oriente sobre la "narración" musical? Eugenio Trías acaba de publicar un segundo volumen de sus ensayos sobre música ("La imaginación sonora", Galaxia Gutenberg, con saludables críticas a Adorno a propósito de Mahler) y en sus apasionados comentarios asoma este problema una y otra vez. ¿Cómo decir lo que se significa en el relato musical? Todo conspira para que hablar de música sea imposible. Los analíticos y formalistas no hablan de música, se limitan a describirla técnicamente, pero, ¿podemos hablar de música del mismo modo que hablamos de pintura sin saber una palabra de pigmentos, soportes y barnices? ¿O hemos de hacer un doctorado en armonía antes de abrir el pico?
Nos hemos distraído. Estábamos en Zaragoza. Este año el Grupo Enigma estrenaba en España la Primera de Mahler en la excelente reducción de Klaus Simon que permite comprimir los pupitres de ochenta a diecisiete. Juanjo Olives, el director del grupo y uno de los músicos más reveladores de este país, ha añadido timbales y arpa a la reducción. En verdad la célebre marcha fúnebre del tercer movimiento no se concibe sin esos golpes que acompañan a ciervos, osos y liebres, alegres portadores del ataúd del cazador, estampa magnífica. He aquí a las víctimas enterrando a su verdugo en un oficio de carnaval.
Sí, pero, ¿está permitido imaginar esta escena y entender la música como si fuera su ilustración? ¿Hemos de tener presente el grabado de Goya durante la pieza de Torres? El propio Mahler, en carta a Max Marschalk, dijo: "Si pudiera dar cuenta de una experiencia interior mediante palabras, no la escribiría en música". Y sin embargo, él mismo proporcionó a su amigo un programa de imágenes para "entender" la Segunda Sinfonía como la escenografía del funeral de un héroe. Es evidente que esas figuras, como la grotesca procesión fúnebre de la Primera que Hoffmann tomó de un grabado de Callot, no forman parte del entendimiento verdadero de la música: es literatura de inspiración musical, pero ¿acaso es prescindible? Si el propio músico tuvo en la imaginación esas figuras literarias mientras componía, ¿debemos nosotros borrarlas de nuestro cerebro al escucharlas?
Todas estas cavilaciones se disuelven como bruma al salir el sol en cuanto suenan los primeros y sorprendentes compases de la pieza. La pequeña orquesta aligera de tal manera la partitura que la música pierde toda su grasa y aparece como un cristal perfecto y translúcido. Cada uno de los pupitres actúa de solista. Son funámbulos jugándose la vida en la cuerda floja porque no pueden disimular sus errores. En una orquesta sinfónica siempre se puede contar con la ayuda colectiva, las cuerdas, las maderas, los metales forman un manto de protección para cada individuo que atenúa el despiste o la desafinación fortuitas, pero aquí cada uno de los músicos está solo y debe mantener la vida del texto a lo largo de una hora y pico sin distracción ni relajación. La orquesta wagneriana se ha convertido en un concierto de cámara con diecisiete solistas al borde de la extenuación.
La sinfonía avanza como un ser vivo y si en los primeros compases aún imaginaba yo el amanecer del mundo y el canto del cuco, ahora ya me he olvidado de todo. Asisto al baile del tiempo sonoro sin referencias externas y a sus infinitas combinaciones, sus juegos, podríamos decir, como juegos son las múltiples invenciones de la arquitectura, formas agudas, de medio punto, abovedadas, planas, en aguja, acebolladas, de muro ciego, de muro cristalino, independientemente de su función. Funerales venatorios y amoríos malherianos se han desvanecido. La música suena en y para sí misma. Es tiempo puro, pero está fuera del tiempo: es un objeto que flota en la nube de su inmaterialidad.
La conclusión deja el silencio en suspenso como último sonido que se apaga despacio. El silencio se prolonga de un modo extraordinario en el auditorio de Zaragoza porque en verdad "suena". Muy pocas veces he asistido a este recogimiento final sobrecogedor, un teatro entero y una orquesta todos detenidos y conmovidos por el silencio sonoro que se esfuma poco a poco. De pronto el público rompe a aplaudir con furia como si hubiera despertado súbitamente. Algunos oyentes, como yo mismo, nos hemos sorprendido en el último movimiento soltando unos lagrimones incomprensibles, monjiles, que tratamos de ocultar avergonzados. ¿Y por qué estoy yo llorando? ¿Por una cuarta descendente?
Cuando luego nos reunimos para cenar observo que, transcurrida más de media hora, el violín está tembloroso y ausente. Se percata de que le miro las manos y las agita ante mis ojos. "¡Aún estoy allí!", me dice. Allí, en efecto. Allí, donde la tragedia carece de palabras y sin embargo no es muda.