Félix de Azúa
Desde la terraza frontera a la catedral de Jaca se divisan bandadas de escritores cernidos sobre la Feria del Libro. Son abundantes, de buena calidad y casi todos amigos, tanto entre sí como de mí. Los escritores actuales cada día nos parecemos más a los filatélicos o a los taxidermistas. Nos conocemos todos, compartimos aficiones, nos caemos bien, competimos, pero de un modo humano porque hay poco que ganar. El oficio ha ido derivando hacia una artesanía de calidad, como la bisutería fina en la que caben grandes firmas, qué sé yo, Bulgari, y también pequeños talleres púberes e ingeniosos. Yo me alegro de formar parte de esta sección de la noble artesanía, tan amable como digna de cariño. Años atrás la literatura tenía achaques heroicos y los escritores (que no interesaban a nadie) eran individuos esquivos, alérgicos a la prensa, reclusos, secretos. Trabajaban en sus cubiles como alquimistas, sentados sobre enormes diccionarios, asfixiados en la niebla del lenguaje y el tabaco, los humos de la invención y la inminente explosión dipsómana.
Estos días entre colegas he releído, gracias a las gentiles bibliotecarias jacetanas, uno de los textos bíblicos sobre El Escritor. Determinó de modo fulminante a muchos de mis compañeros de generación. Era el sinuoso prólogo de Faux Pas en el que Blanchot analizaba la soledad del escritor para concluir que era imposible si no estaba muerto. El escritor vivía abducido por sus precursores y arañaba los confines del lenguaje para que entrara la luz. Aquel era el escritor heroico, el caballero de la fe que abría el verbo a dentelladas, el que moría cegado por la lumbre de una gramática satánica.
Mejor estamos ahora con nuestros buitres, ¿no es cierto, Lerín?