Félix de Azúa
Los estudios de la televisión catalana caen en las afueras, pero el terreno es amable y los céspedes, cosa rara, están cuidados. Hacía siglos que no pisaba un estudio porque suele ser un trago amargo, pero en esta ocasión el piloto del programa, Emili Manzano, era un buen amigo y con su equipo da gusto hablar, incluso bajo los focos.
Como temía, el paso por los sistemas de seguridad avivó la memoria de las fronteras de antaño, cuando cruzar a Francia era un albur. Ya podías ser Teresa de Calcuta, que si se te cruzaba un agente de aduanas mal dormido, lo pagabas. Como aquella vez (¡lo he contado tantas veces!) en que a Virginia se le ocurrió decir, «Bueno, llevo esto» a dos metros del primer control y esto era un pastillazo de resina marroquí de la mejor calidad. «Pero no os preocupéis porque tengo la documentación en regla, me la hicieron en Beirut» añadió. «¿Dónde?», exclamamos nosotros al unísono. Y entonces, con gesto de «hay que ver lo tontos que son los tíos», mostró un papelín un poco roto, escrito en árabe y con la foto medio despegada. Los nervios nos perdieron. De inmediato adivinaron que no éramos trigo limpio y el habitual índice fatigado nos ordenó aparcar. Nos preparamos para una sesión de masaje intelectual y corporal.
Por fortuna, al salir del coche me percaté de que habíamos aparcado sobre una alcantarilla de La Jonquera, tan holgada como las francesas. Le pedí con urgencia la pastilla a Virginia y me dio tiempo al bajar, apenas unos segundos, a colarla entre los barrotes de modo que entramos en comisaría muy aliviados, lo que desató nuestra euforia y aún resultamos más sospechosos.
Debo decir que razón, la había. Alberto, alias El Troyano, pertenecía al Partido Comunista. Fernando era Savater y la policía le tenía más ganas que a El Lute. En cuanto a Virginia, Dios me condene, ¿qué puedo decir de Virginia? Era más peligrosa que la Baader-Meinhoff, aunque, por fortuna, sin la conocida eficacia alemana.
Nos hicieron pasar uno a uno al despacho del comisario, tipo flemático y paciente, muy buena persona. Sin embargo, al comprobar que por nuestra estupidez era de todo punto imposible dejarnos marchar, se hartó (era sábado) y lo dejó todo en manos de un funcionario, hombre enjuto y con marcado acento de Girona. El interrogatorio se volvió tan insulso que nos aburrimos hasta nosotros. Supongo que estaban ganando tiempo mientras telefoneaban a Madrid para averiguar lo que allí tenían contra nosotros. De modo que el lance se alargó. Y eso fue lo malo. A la caída de la noche llegó el cambio de turno, entró un oficial de la guardia civil joven y vigoroso que se hizo con el mando al grito de «¿pero no hay aquí nadie con nerrrvio?». Daba gusto ver que por fin estábamos en manos de un profesional.
Nos desnudaron a los cuatro. Entramos sucesivamente en un cuarto cuyas losetas amarillas recordaré toda la vida, porque sobre ellas tuve las palmas de las manos durante horas. Era noviembre y no había calefacción. A Virginia, nos contaría luego, se la llevó una señora enorme y sentimental que la trató con dulzura porque, según dijo, tenía una sobrina emigrada en Ginebra y se quejaba mucho de la policía suiza de fronteras. «Aquellos sí que son malas bestias», le comentó familiarmente.
El guardia civil ordenó que volvieran a revisar las maletillas que llevábamos (eran breves porque iban preparadas para la subasta de Beaune que dura dos días), pero esta vez con nerrrvio. Como es lógico, no llevábamos nada, pero el guardia civil, después de hurgar en la maleta de Fernando, que era por quien tenía mayor aprecio, alzó la mano con gesto triunfal y agitando un libro gritó: «¿Eh? ¿Nadie lo había visto? ¡Pues aquí está! ¡Un panfleto de Klotroski!». Y dio un giro torero con el ensayo sobre Nietzsche de Pierre Klossowski a modo de montera. Nos quedamos paralizados ante la belleza de la escena y ni siquiera Fernando hizo un chiste.
Así pasamos la noche. Es de suponer que desde Madrid no llegaron órdenes muy rigurosas o quizá siendo sábado no había allí un retén ilustrado. Antes la vida era más llevadera. Nos devolvieron a España a pesar de nuestras protestas y lo celebramos como ricachos en el restaurante de Nestor Luján.
Todo ello me vino a la memoria cuando crucé la seguridad de la televisión catalana. Luego, avanzando por los pasillos, divisé una habitación con un cartel extraordinario. Decía: Distensió invitats. Fue como si me bañara una nube de felicidad. Solo en Catalunya se puede concebir una dicción tan de tía soltera, tan de beso húmedo. Me imaginé de inmediato en aquel cuarto, distendido como un lagarto, quizá pulido por una asistenta social de dulce acento mallorquín. Yo sabía que allí no podía pasarme nada malo.
En efecto, fue el programa más agradable de mi vida. Si algún día Laporta pone fronteras en Fraga, pensé, seguro que habrá una habitación para la distensió invitats en donde reposarán los Fernandos y los Albertos del futuro. Me juego 10 euros. Escritor.