Félix de Azúa
Ahora los burócratas de Bruselas tendrán que soportar a Puigdemont. No saben lo que les cae encima
Esta columna sale los martes, así que mi última hora es el lunes a mediodía. La escribo, por tanto, sin poder demorarme en las estaciones del amor. Dicho en plata, saldrá despeinada.
El domingo no hubo apenas información. A las seis de la tarde se hizo pública la participación, pero era poco orientativa: había bajado respecto de las generales, pero superaba a las últimas europeas. La jornada apenas dio para más, una separatista catalana hubo de quitarse la camiseta porque mostraba publicidad de los golpistas. Lo hizo sonriendo y con gran placer. Claro que en Ceuta presidía una mesa alguien en burka que podía ser una señora o su abuelo.
A las nueve de la noche las encuestas a pie de urna, que se llaman, cantaban una victoria torrencial del partido sanchista. Y en Francia de Le Pen. Lo excelente sucedía en Barcelona, un duelo entre Maragall II y Colau. En ese momento me fui a la cama. Hice bien. La mañana del lunes, como siempre, ajustaba los resultados y permitía volver a creer en la política. Sánchez ganaba en todas partes, pero perdía Madrid y eso a los de aquí les duele una barbaridad. Había otras alegrías como que ahora los burócratas de Bruselas tendrán que soportar a Puigdemont. No saben lo que les cae encima. La otra curiosidad era que Maragall II y Colau empataban, de manera que comienzan los tratos entre dos figurantes habituados al navajeo, dos auténticos barceloneses, el uno burgués y veraneante, la otra lumpen y okupa. Una historia de los años treinta.
Lo mejor era que los partidos de extrema derecha y extrema izquierda no alcanzaban la mínima para incordiar. Los fascistas europeos no podrán romper la asamblea. Nuestros leninistas, chavistas y peronistas ni siquiera tienen fuerza para negociar. Y así, cuatro años.