Félix de Azúa
Gracias a una fatigosa mudanza he podido platicar con un selecto grupo de transportistas que no han interrumpido la faena ni siquiera para ver el partido de la copa europea, o como se llame. Caso extraordinario. A lo largo de dos días durísimos, cargando toneladas (no exagero: había que desplazar una enormidad de libros que han sumado casi tres mil kilos), subiendo y bajando muebles, pero también protegiendo delicadamente cada copa de cristal, sólo descansaban una hora al mediodía para dar cuenta de los bocadillos que ellos mismos se traían de casa. Es posible que la presente ruina general, muy darwinianamente, deje vivos tan sólo a los mejor preparados para la adaptación. Esta brigada, desde luego, me ha parecido que cumple exactamente lo que nos exigen la señora Merkel y asociados, es decir, arrojar al pasado el ídolo del haragán mediterráneo.
Les he manifestado mi admiración, sobre todo si los comparaba con anteriores mudanzas más, por así decirlo, castizas, y me han dicho que ellos trabajan a destajo desde hace años con excelentes resultados: no han tenido que parar ni un solo día. El jefe sonreía mirando a sus colegas y ha añadido: "¡Nos tendría que ver en Rusia!". El otro ha exclamado: "¡No, mejor en Kazajstán!". El meneo de cabezas y el intercambio de risitas irónicas recordaba el tiempo glorioso del servicio militar.
Esta gente trabaja mucho con países del este y diferencian entre Rusia y "lo que queda más allá" como los colonos americanos entre la costa más o menos civilizada y el lejano Oeste. En las fronteras rusas actuales tienen problemas cada tres o cuatro envíos. El más celebrado fue aquel, muy al principio, cuando les detuvieron con un camión cargado de cerámica valenciana y uno de los oficiales empezó a pasear por sobre las cajas y embalajes un extraño artilugio que emitía pitidos. "Esto es un radiaktifo", acabó diciendo con aire desolado. "No pasan. Muy radiaktifo". Los transportistas comenzaron a llamar a España, a Valencia, a los empresarios y a preguntar si la mercancía había sido sometida a un tratamiento químico especial etcétera. Dos días estuvieron con estupenda buena voluntad buscando una explicación, hasta que uno de los directivos de la empresa les preguntó si le habían dado al oficial los habituales trescientos euros. Cruzaron al instante, no sin que antes, con absoluta seriedad, el oficial ordenara que el camión fuera rociado con una espuma que olía a lavanda. "¡Limpio!, exclamó el aduanero con una sonrisa triunfal. ¡Eliminata toda radiaktifa! ¡Limpio como mirada de ninio!". Ahora cada vez que llegan a la frontera rusa preparan trescientos euros que se añaden a la factura.
Más allá de Rusia, sin embargo, las cosas no son tan simples. En Kazajstán ningún transporte viaja solo. Han regresado las caravanas medievales. Orugas de un kilómetro formadas por enormes camiones atraviesan el país con gente armada a comienzo y final del convoy. Han renacido las bandas de salteadores y forajidos y muchos camiones que se arriesgan a ir solos son abordados por bandidos que ya no atacan a caballo y espingarda sino en todoterrenos con una ametralladora atornillada al capó.
Como en los tiempos del feudalismo, allí hay que pagar cada vez que se cruza una ciudad. A veces incluso un pueblo. El soborno que en Rusia sólo se suelta una vez, puede llegar a pagarse hasta diez o doce veces en las antiguas repúblicas soviéticas, lo cual obliga a subir la factura del cliente, que es en último término quien alimenta a los corruptos. Son viajes azarosos, apurados, imprevisibles, que siempre han de hacerse en compañía de gente de la tierra, no sólo para labores de truchimán, sino también como guías en territorio comanche.
"A pesar de todo, me dice el jefe, sale a cuenta. Tenga usted presente que es ya la única gente con suficiente dinero en efectivo como para comprar un camión entero de mercancía que se haga diez mil kilómetros de una tirada. Hemos llevado cargas y más cargas de grifería de lujo, de muebles antiguos, de televisores carísimos, teléfonos último modelo, piezas de recambio de automóviles para millonarios, electrodomésticos, perfumería, y en una ocasión varios cañones de bronce con serpientes de adorno". Y añade: "Imitaciones, claro", como si cupiera otra posibilidad. "¡Ah, pues no lo dude! Conozco un amigo que llevó el camión repleto de bombas de la segunda guerra mundial para un coleccionista. Desactivadas, según parece. En ese viaje, milagrosamente nadie le cobró la mordida. Bastaba con mostrar el nombre del cliente para que abrieran paso a gritos, empujándose y soplando en sus silbatos como energúmenos".
En efecto, ya sólo hay dinero en los países intervenidos por las mafias de estado. Aunque quizás ya sólo tengan dinero los mafiosos en general, a la vista de lo que estamos constatando en nuestros bancos. No es que no tengan dinero, es que sus arcas están llenas de deudas. Parece lógico pensar que son las mafias las que ahora dirigen el mundo. Quizás no vaya peor, pero será duro adaptarse.
(Artículo publicado en Jot Down Magazine)