
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
Alguna vez he hablado con poetas de puntos particulares de su creación, y he encontrado una impaciente pulsión explicadora referida a sus metáforas y alegorías. Y siempre acabo por pensar que aún peor que una obra de arte quiera decir algo, es que el artista lo diga. A los poetas y novelistas explicadores trato de explicarles que una obra ya dice, pero que si además quisiera decir, se trataría en todo caso de algo que no se puede definir ni acotar, sin ocasionar una pérdida estúpida y lamentable, porque ese algo ya no tiene que ver con el autor ni sus intenciones, no le pertenece ni le incumbe, por más sabedor y poseedor de las claves que sea. Lo más valioso de cualquier creación es precisamente su virtualidad de legitimar reverberaciones no escritas, pintadas ni explicadas. La mayor cima creadora es la alegoría que camina no vista, comprendida, ni sospechada por nadie. Por lo demás, todo es alegoría y es vano. Todo nos representa a nosotros y a nuestro destino inane. Estas líneas están sugeridas por el artículo de Patricio Pron, nuestro comentarista con más visión literaria, sobre la hipótesis alegórica. La discrepancia al fijar el sentido habla de una alegoría que no se deja fijar, una alegoría lograda, una que ya no lo es, su recto sentido tiene infinitas paralelas y está en todas ellas.