Edmundo Paz Soldán
Conozco a Rodrigo Hasbún desde hace más de diez años. Quería ser escritor. Era reservado, yo me enteraba de lo que pensaba y sentía sobre todo a través de los autores que admiraba (Coetzee, Piglia y Onetti, pienso en este momento). Leí un manuscrito de cuentos breves que me encantó pero que él sintió que no estaba listo para ser publicado y hasta ahora guarda con celo. Los escritores solían ser sus personajes principales, la vocación literaria y sus desafíos el gran tema.
Cinco años atrás, coincidimos en España: Rodrigo en Barcelona, yo en Sevilla. Me contó que estaba totalmente dedicado a la escritura y me envió algunos cuentos. Hubo dos -uno de ellos, "Carretera"– en los que sentí que Rodrigo había encontrado su estilo: ecos de otros autores, una intensidad sólo suya.
Luego leí el manuscrito de su primera y única novela, El lugar del cuerpo. El libro fue publicado el año pasado y volví a leerlo hace una semana. Esta novela corta es un despiadado análisis de un personaje, Elena, una mujer dañada desde los siete u ocho años, y que no encuentra consuelo a ese daño. Un texto lacerante, que sugiere, a contrapelo de muchas teorías psicoanalíticas y manuales de autoayuda en boga, que a veces no hay forma de superar los traumas de la infancia, y que hace pensar que vivir es más bien sobrevivir: "Era necesario que los que eran como ella estuvieran solos. Ellos, monstruos o dioses, debían romperse a solas. Nosotros, escribió en su diario, monstruos o dioses, debemos rompernos a solas, llorar sólo cuando no hay nadie más. Sobre todo después de la infancia. Ahí es bueno que haya gente aún". Pocas veces la literatura boliviana ha indagado tanto, y tan sin miedo, en la intimidad, en el dolor, en lo más profundo del ser.
El pasado viernes Rodrigo fue seleccionado por la revista Granta entre los mejores escritores jóvenes en lengua española. Me alegré mucho por él y también supe que la lista pasaría pero quedaría El lugar del cuerpo, quedarían "Carretera" y otros cuentos magníficos de Rodrigo.