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Mis mejores derrotas

Por 12 de julio de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Edmundo Paz Soldán

            Tenía catorce años y jugaba en las divisiones inferiores del Wilsterman de Cochabamba. Había faltado un par de semanas a los entrenamientos y un sábado tuve el descaro de aparecer a la hora del partido. El entrenador Raúl Pino, un chileno que hizo escuela en Bolivia, me puso de suplente. Ingresé en el segundo tiempo. El partido estaba empatado a tres cuando el árbitro marcó un penal para nosotros en el minuto final. Me hice al desentendido, hasta que llegó la orden fatídica: yo debía patearlo. No había entrenado mucho y estaba falto de forma; hubiera sido de valientes reconocer que el miedo me consumía y que era mejor pedirle al entrenador que se buscara otro. No lo hice, y me acerqué temblando al punto del penal. Creo que cerré los ojos a la hora de patear. La pelota tocó en el punto en el que se unían el travesaño y el poste derecho y se perdió fuera de la cancha. Terminó el partido. Lo peor fue el silencio del profesor Pino. Jamás pensé en tatuarme ese penal, pero sí lo recuerdo hasta ahora con una claridad inaudita, mucho más que aquellos penales que convertí.

En general fui afortunado en mis equipos en Bolivia, porque conocí más la victoria. Las derrotas comenzaron a llegar a cantidades cuando me fui a los Estados Unidos con una beca de fútbol, a jugar por la universidad de Alabama. El equipo de la universidad estaba en la segunda división y no era de los mejores. Tenía dos buenos jugadores ingleses, pero el resto andaba en la medianía. Tampoco ayudaba el entrenador, un ruso que te sacaba de la cancha apenas hacías una gambeta (en las ligas universitarias se permitía que un jugador entrara y saliera cuantas veces quisiera). El segundo del entrenador, un chileno llamado Carlos que un año después se haría cargo del equipo, era de pocas palabras y solía dibujar en una pizarra diagramas que no entendíamos.

En la primera práctica metí un gol de cabeza y el entrenador me puso de titular para el partido inaugural, contra un equipo de Georgia. Hice dos pases-gol ese partido y me sorprendí al ver que mis compañeros me felicitaban como si hubiera metido los goles. Me sorprendí más al descubrir que los tackles de los defensas eran más aplaudidos que cualquier desborde genial de un atacante. Pese a los pases, deambulé por la cancha sin encontrar mi ubicación. No entendía el estilo del fútbol que se jugaba por allá, en el que se corría tanto, y menos que me hubieran dado una beca tan buena por un deporte que no convocaba a multitudes: los estadios deslumbraban, tan nuevos, pero las tribunas solían estar vacías.

Hicimos una gira por la Florida y perdimos tres partidos al hilo por goleada. Uno de los equipos contra los que nos enfrentamos era de escandinavos que nos sacaban una cabeza; otro era de latinos apabullantes. En el entretiempo, entrenador pronunciaba perlas de sabiduría del tipo "nos metieron cuatro; ahora es asunto de meter cinco". Las universidades no tenían reparos en alinear equipos con once extranjeros conseguidos a través de becas; Alabama confiaba más en el talento local, que por entonces era más físico que técnico, y los extranjeros reclutados tampoco éramos una maravilla. Así nos iba: nos entusiasmábamos a la hora de la charla técnica y nos prometíamos que para ese partido todo sería diferente. Al final, en el vestuario, escondíamos las caras, vapuleados.

Mi segundo y tercer año jugando por la universidad fueron incluso peores. Dicen que la derrota templa el alma. Pues no. A mí me la hundía semana a semana. Trataba de encontrarle el lado bueno y me decía que poder estudiar con la beca al menos justificaba tanto fracaso. Entendí que yo había vivido equivocado en Bolivia y que el fútbol era eso: un deporte que jugábamos muchos y que perdíamos casi todos. 

 

 

 

 

 

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Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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