
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Hace algunas semanas una colega de la universidad me invitó a ver una rara versión de Drácula, la que se hizo en 1931 para el mercado hispano con el mismo guión del Dracula de Bela Lugosi de ese mismo año. En ese entonces todavía no se doblaban las películas, de modo que durante un tiempo los éxitos más grandes de Hollywood tuvieron diferentes versiones para los mercados más importantes (Europa y América Latina). Mi colega puso la versión hispana en su equipo de DVD y la vimos en la pantalla del televisor, sincronizada con la versión de Lugosi en su laptop al lado. Fue una experiencia fascinante ver cómo con el mismo guión y decorados el resultado podía ser dos películas distintas. En el Drácula hispano las escenas son más largas, los actores parecen pronunciar las palabras en cámara lenta para que los espectadores los entiendan (el cine sonoro acababa de ser inventado); Carlos Villarías, el actor que hace de Drácula, tiende a sobreactuar, es todo colmillos y gestos faciales que debían provocar susto pero hoy logran la risa; Lugosi, por el contrario, es un Drácula de gestos mínimos que no muestra una sola vez los colmillos. Su capa y su porte de aristócrata decadente le son suficientes para imponer su presencia.
Estas versiones de Drácula me hicieron pensar en el arquetipo poderoso del vampiro creado a fines del siglo diecinueve por Bram Stoker (con precursores notables como el de Polidori), tan vigente en la cultura contemporánea que hoy algunas librerías ofrecen secciones enteras dedicadas a ellos. La saga Crepúsculo, de Stephenie Meyer, es la más conocida, pero no están lejos las novelas de Charlaine Harris (adaptadas a la televisión como True Blood por HBO), Anita Blake, cazadora de vampiros creada por Laurell Hamilton, y House of Night, de P.C. y Kristin Cast. Junto a la moda de los zombies y los hombres lobo, estamos en un período en que lo sobrenatural manda en la ficción popular.
Cada época reinventa al vampiro a su manera. El Drácula de Lugosi en los años treinta captura, a decir del crítico James Hotte, los "miedos de Estados Unidos en plena depresión: las influencias extranjeras, apenas notadas o comprendidas, amenazan socavar los valores de una sociedad cristiana, buena y patriarcal". Este Drácula mantiene intactas las raíces góticas del mito de Stoker: castillos en ruinas, páramos desolados donde reina la superstición, magia negra, la seducción de lo satánico. Los elementos góticos estaban muy presentes en las novelas de Anne Rice, que, a partir de Entrevista con el vampiro (1976), creó la encarnación más popular del mito para nuestros tiempos. No era casualidad que Rice ambientara sus historias en Nueva Orleans, ciudad que, con sus casonas en ruinas como vestigios de la época de las plantaciones y la esclavitud, sus creencias espirituales africanas mezcladas con la tradición cristiano-evangélica, convoca fácilmente a lo gótico.
Quedan algunos elementos de lo gótico en las nuevas encarnaciones del mito, pero, a juzgar por lo que se lleva, queremos a nuestros vampiros más cercanos a nosotros (o, en todo caso, en escenarios más mundanos). Sookie Stackhouse, la camarera telepática de las novelas de Charlaine Harris, trabaja en un restaurante en Bon Temps, un pueblito de Louisiana alejado del Nueva Orleans entre opulento y decaído de Lestat; su mundo sureño tiene el corazón cerca a Wal-Mart y a los tabloides que siguen día a día a Angelina y Britney. Si Drácula era un aristócrata refinado, nuestros vampiros son entre clasemedieros y white trash.
En el mundo de Harris, los vampiros han decidido salir del closet hace dos años y luchan por sus derechos; defienden y argumentan su caso en los programas de entrevistas en la televisión. Es obvia la analogía a la lucha civil de los gays en Estados Unidos. Pero ahora que ya más de cinco estados permiten casarse a los gays, puede que Harris comience a sentirse un poco alejada del zeitgeist. No hay problema: seguro pronto habrá nuevas novelas de vampiros que nos digan de nuestro estado de ánimo.
(La Tercera, 1 de junio 2009)