
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Lépera, torzón, avorazó, desmuertadero, briagadales, desbalagadas, comolevar, primerodiosar, muyamabliar, buenosdiar, nalgasmeadas…
Hace un par de años entré al cuarto en el que se quedaba Yuri Herrera en mi casa -había venido a Ithaca a dar una charla– y lo encontré sentado frente a la computadora. Una lista de palabras aparecía en la pantalla. Me dijo que era una de sus maneras de componer una novela. No a través de la organización de la trama, que eso venía después, sino escogiendo primero cuáles eran las palabras que quería usar. Una vez que tenía una constelación adecuada, con ciertos centros de gravedad –jarchar, en Señales que precederán al fin del mundo–, todo se hacía más fácil. Posiblemente Yuri no me decía la verdad, pero quise creerle. Era la explicación adecuada para entender su obra, que hace del trabajo minucioso con el lenguaje una poética.
Más que un punto medio entre lo paisano y lo gabacho su lengua es una franja difusa entre lo que desaparece y lo que no ha nacido. Pero no una hecatombe. Makina no percibe en su lengua ninguna ausencia súbita sino una metamorfosis sagaz, una mudanza en defensa propia.
En Yuri está la calle mexicana, la oralidad norteña, pero también cultismos, neologismos y palabras conocidas que reaparecen desplazadas –en lugares tan extraños y a la vez usadas de manera tan precisa–, como si fueran nuevas. Yuri usa el lenguaje como si estuviera nombrando las cosas por primera vez. Una profunda carga simbólica hace que sus historias contemporáneas -narcos en Trabajos del reino, la frontera en Señales, una epidemia en La transmigración de los cuerpos– tengan una pátina inmemorial. Al lenguaje se le añade un trabajo con formas clásicas: en la obra de Yuri las viscisitudes del México del presente dialogan con la tragedia griega y el drama shakespereano.
El sabía de sangre, y vio que la suya era distinta. Se notaba en el modo en que el hombre llenaba el espacio, sin emergencia y con un aire de saberlo todo, como si estuviera hecho de hilos más finos.
Quedé tan deslumbrado con Trabajos del reino (2004) que de inmediato me puse a propagar la buena nueva. La novela era un prodigio de equilibrio entre la historia que contaba y el lenguaje utilizado para contarla. Herrera había logrado el difícil maridaje de dos estéticas aparentemente opuestas en la literatura mexicana: el lacónico lirismo de Juan Rulfo, el barroco del desierto de Daniel Sada. Trabajos del reino, además, decía cosas fundamentales sobre la compleja relación entre el comercio y el arte, un tema que, desde "El rey burgués" de Dario a Los detectives salvajes, ha atareado a la literatura latinoamericana moderna.
Al atardecer arreciaba con madre, al menos una brisa leve ya debía haber, y lo que había era un letargo sólido: las cosas se sentían mucho más presentes porque de verdad parecían abandonadas a sí mismas.
Señales es otra novela perfecta, tan elegante en cada una de sus frases como compleja en su manera de narrar la frontera, mostrando cómo esos inmigrantes al Norte desarrollan una identidad que, más que escindida, es doble ("son paisanos y son gabachos y cada cosa con una intensidad rabiosa"). Así llegamos a la tercera novela, La transmigración de los cuerpos, que acaba de publicar Periférica. Puede que esta vez a Yuri se le haya ido la mano y se extrañe el equilibrio de las anteriores novelas; puede que esta vez sea más el lenguaje preciosista que la historia que cuenta; puede que esta vez el personaje principal, el Alfaqueque, no tenga la maravillosa densidad de Lobo (Trabajos) o Makina (Señales); aun así, hay mucho para admirar. Por ejemplo: cada frase, cada párrafo.
Un zumbido; luego el compacto bloque de mosquitos maniatando un charco de agua como si lo quisieran levantar.
Valeria Luiselli, Julián Herbert, Carlos Velázquez, Alberto Chimal… En muy poco tiempo la literatura mexicana del siglo XXI ha levantado un edificio impresionante. Yuri Herrera es una pieza central de ese edificio.
(La Tercera, 9 de febrero 2013)