
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
La escritora mexicana Margo Glantz dijo alguna vez que su compatriota y colega Jorge Ibargüengoitia tenía el "don de la maledicencia, era terrible… Transformar esa maledicencia cotidiana, esa mala leche nacional en literatura era un gran mérito, su rasgo genial". Ibargüengoitia, uno de los "olvidados del Boom" según Jorge Volpi, ha quedado en el recuerdo como un humorista a tiempo completo, capaz de parodias magistrales (como en la novela Los relámpagos de agosto) y con una notable facilidad para rasgar el velo cínico de las costumbres mexicanas (ver la escalofriante Las muertas). Sólo eso podría ser suficiente para su incorporación al canon de la literatura latinoamericana del siglo XX. Sin embargo, hay más, mucho más, como se comprueba en Recuerdos de hace un cuarto de hora (Ediciones Diego Portales), la antología de sus "crónicas en primera persona" preparada por Rafael López Giral y con un prólogo muy útil de Álvaro Díaz.
Ibargüengoitia fue un especialista en la observación de la vida cotidiana elevada a la disección aguda de un carácter nacional. En Recuerdos de hace un cuarto de hora muestra, se muestra tan preocupado por entender la esencia de lo mexicano como el Octavio Paz de El laberinto de la soledad, sólo que lo hacía desde un ángulo más subterráneo, menos ampuloso: no quería elevar sus observaciones a una teoría general (aunque, claro, esa teoría general se puede deducir de sus crónicas). Por ejemplo, en "Lo cortés no quita lo valiente", Ibargüengoitia habla de la cortesía: para pedir un salero, un español diría "¡Un salero!", mientras que un mexicano diría: "Oígame: cuando tenga un ratito, me hace el favor de traerme un salero, si no le es molesto". De allí se deduce una conclusión: el mexicano "prefiere dar órdenes envueltas en paliativos". Pero Ibargüengoitia no se queda ahí, y señala que si la persona a la que se le pide el salero dice "ahora no tengo tiempo", el mexicano reacciona mal: "es lo malo de la cortesía mexicana, que es nomás de dientes para afuera".
Aunque le molestaba que lo describieran como un humorista (ver su crónica "Humorista: agítese antes de usarse"), lo cierto es que muchas de sus páginas hacen reír, incluso cuando tratan de temas como la muerte de su madre (en ‘No manden flores", escribe: "Nunca fue afecta a entierros, pero creo que el suyo no le hubiera parecido mal… Los empleados de la agencia, que la cargaron y la bajaron a la tumba, le hubieran causado muy buena impresión: ‘Muy limpios, muy bien rasurados, dos de ellos bastante guapos. ¡Pobres muchachitos, qué oficio tan terrible el de andar cargando muertos’"). Al escribir en un registro humorístico, "menor", como dice Álvaro Díaz en el prólogo, "en un continente que alaba la introspección, los barroquismos, el deber ser y todas las formas conocidas del aburrimiento", Ibargüengoitia se arriesgó a no ser tomado en serio. El problema fue otro: fue tomado tan en serio que se lo encasilló como un proveedor de risas fáciles.
Algunas crónicas se refieren a Londres y París, ciudades en las que vivió, pero en ellas México nunca está lejos: "Yo paso los días en París y las noches en México". Su mirada siempre está comparando actitudes, como en "Nota roja", un texto magistral sobre las diferencias entre periódicos ingleses, franceses y mexicanos en el reporte de la información criminal. También era capaz de indagar en otras realidades, y si bien se le reprochó la falta de compromiso en sus artículos, pocas crónicas hay más devastadoras de la revolución cubana que "Revolución en el jardín", escrita en 1964 a partir de un viaje a Cuba para recibir el premio Casa de las Américas. Sólo por ese texto descortés -un premiado que no habla bien de sus premiadores–, en el que en cada párrafo aparece convertida en literatura esa mala leche mencionada por Margo Glantz, habría que pensar en Ibargüengoitia como un gran crítico de la realidad social y política del continente.
(La Tercera, 24 de agosto 2013)