
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Para mí, la mejor puerta de entrada al mundo de Marín ha sido El palacio de la risa (1995), una novela que me ha sorprendido por los paralelismos que se pueden trazar con el Nocturno de Chile (2000) de Roberto Bolaño. Tanto Marín como Bolaño utilizan una casa particular reconvertida en centro de torturas de la dictadura de Pinochet como escenario para hablar del destino fracturado de la gran familia chilena: no hay distancia entre lo privado y lo público, el Estado golpista se ha inmiscuido en la vida de sus ciudadanos, es esa misma intimidad. En esa fusión de espacios, hay poco espacio para la lealtad, para la resistencia.
En el caso de Marín, el relato de la decadencia de la lujosa Villa Grimaldi, desde su construcción a mediados del siglo XIX hasta su rebautizo burlón como El Palacio de la Risa y su posterior apropiación por parte de la dictadura, es el de la decadencia del país, una broma pesada de la historia: "Villa Grimaldi era la casa de Chile, donde nadie dejaba de reírse, ni de día ni de noche". La prosa elegante de Marín, de frases con complejas resonancias alegóricas, va cargando de significados esa degradación presente y no asumida, pues el país vive en un presente celebratorio, incapaz del enfrentamiento con la memoria y los recuerdos traumáticos: "Yo no venía del extranjero, sino del pasado, el que al parecer nadie quería, pues, de acuerdo a lo que había captado, aquel tiempo ya no representaba nada en la vida actual de los chilenos".
Hay en El Palacio de la Risa, a un nivel más básico de la trama, una intriga por resolverse, un intento de entender qué pasó con Mónica, una pareja del narrador, si es que son ciertos los rumores acerca de su complicidad con la dictadura. A un nivel simbólico, el narrador que regresa a país y va en busca de esa casona en la que pasó días felices durante la infancia propone su viaje como un acto de restitución. Ante la actitud colectiva de esconder la infamia, el narrador prefiere, en su viaje al corazón del trauma, el enfrentamiento con la verdad, por más que este termine llevándose por delante el mundo idealizado por la nostalgia; así la casona "impóluta" del recuerdo es devorada por "la pesadez corrupta e indecible de la basura".
Los últimos dos capítulos son maravillosos por su descarnada y a la vez poética crudeza. Para enfrentarse a lo atroz, hay que hacerlo así, con los ojos bien abiertos. "La literatura no es, si se observa, por completo inútil", dice el narrador al pasar, pero podemos entender estas palabras como el punto de partida para una poética: en Marín, la novela es el discurso crítico, necesario para una sociedad, que indaga en nuestras abyecciones -las privadas y las públicas–, que hurga en las heridas, que se niega a pasar página y celebrar reconciliaciones huecas.
(La Tercera, 7 de septiembre 2014)