Edmundo Paz Soldán
El pasado mes de noviembre, México se dedicó a celebrar por todo lo alto los ochenta años de su escritor más ilustre, Carlos Fuentes. Hubo más de setenta mesas de discusión de su obra, un Día Nacional de Lectura de la Obra de Carlos Fuentes, un ciclo de cine organizado por Monsiváis, un coloquio sobre La región más transparente, el estreno de la ópera Santa Anna (con libreto de Fuentes)… Entre los invitados se encontraban personalidades del mundo de la literatura (Piñón, Gordimer), el cine (Ripstein, Cuarón, Reygadas), el pensamiento crítico (Hopenhayn, Manguel), la política (Lagos, Iglesias, Sanguinetti). El lunes pasado, en el Auditorio Nacional, cuatro mil personas asistieron voluntariamente para escuchar a Fuentes durante una hora; en el escenario, el escritor apareció impecable, lleno de vitalidad, y contó, con gestos histriónicos dignos de un actor experimentado, cómo escribió algunos de sus libros (para Aura, hubo, como modelos, textos de Pushkin, Henry James y Dickens), y leyó fragmentos de sus novelas.
Lo hecho por México estos días para celebrar a un intelectual público sólo puede compararse a lo que hace regularmente Francia (que, la semana pasada, se volcó a conmemorar los cien años de Levi-Strauss). Los fastos continúan esta semana, en la feria del libro de Guadalajara, con mesas como "Los amigos de Fuentes" (García Márquez, Sergio Ramírez). Como me dijo un escritor mexicano, esto se asemeja mucho a una producción de Hollywood: Fuentes on Ice.
Resulta algo irónico que el escritor mexicano vivo más importante haya nacido en Panamá (11 de noviembre, 1928). En ese inicio se condensa su destino de escritor itinerante, capaz de aglutinar a su generación a la manera de Darío con el modernismo (como lo reconoce José Donoso en su Historia personal del Boom, este movimiento no se entiende sin los esfuerzos de Fuentes por articularlo). Hijo de un diplomático de carrera, Fuentes pasó los primeros quince años de su vida en, entre otros lugares, Quito, Río de Janeiro, Washington y Santiago. La vocación literaria comenzó a manifestarse en Chile: sus primeros textos datan de su paso por el colegio inglés The Grange en Santiago.
La clave de Fuentes se encuentra en la década del cincuenta. En esos años, se convierte en el principal aliado de Octavio Paz en su intento por desarrollar una literatura mexicana cosmopolita, dispuesta a romper con la ortodoxia nacionalista reinante. Entre 1955 y 1957, es uno de los editores de la Revista Mexicana de Literatura, que difunde la obra de autores que habían renovado las formas narrativas durante la primera mitad del siglo: Woolf, Proust, Faulkner. En 1958, publica su novela más importante, La región más transparente, en la que Fuentes ya tiene el aliento lírico que producirá sus mejores páginas ("Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, de sudor y pachuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas"), y los excesos discursivos que irán lastrando más y más sus novelas de la última etapa ("Los mexicanos nunca saben quién es su padre; quieren conocer a su madre, defenderla, rescatarla. El padre permanece en un pasado de brumas, objeto de escarnio, violador de nuestra propia madre. El padre consumó lo que nosotros nunca podremos consumar: la conquista de la madre").
El resto es historia. Llegarán el Boom, los reconocimientos (el Rómulo Gallegos, el Cervantes) y la canonización en vida. La obra de Fuentes es desigual: hay libros que se mantienen muy vivos (Aura, La muerte de Artemio Cruz), otros que se han convertido en libros para críticos y escritores (Terra Nostra) y otros que no están envejeciendo bien. Entre los escritores de las nuevas generaciones, están quienes lo defienden con firmeza (Juan Gabriel Vásquez), y los que lo rechazan con ardor (Antonio Ortuño). Si una de las mejores formas de medir la importancia de un escritor es su capacidad para provocar diferentes pasiones pero no la indiferencia, entonces Carlos Fuentes ha llegado a sus ochenta años de la mejor manera posible.