
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
(The XX en la primera noche del festival)
Es la primera vez que asisto al Primavera Sound de Barcelona, y me asombran los números de este festival de tres días de duración: casi doscientas cincuenta bandas, cuarenta mil personas al día. No por nada el Ayuntamiento de la ciudad ha decidido darle todo el apoyo: el impacto económico en la ciudad será de alrededor de 65 millones de euros, una cifra impresionante en este período de austeridad. Barcelona está tomada por turistas con un brazalete amarillo, llave de entrada al Parc del Fòrum.
En el Fòrum hay ocho escenarios, desde pequeños para sesiones íntimas hasta los preparados para los grupos de cartel, y agota caminar desde el primero hasta el último. Una de cada tres personas ha llegado de otros países, la mayoría británicos, especializados en festivales de exceso como el de Glastonbury. Pero aquí se comportan bien, o quizás sea el espejismo de las primeras horas: para aguantar la maratón de tres noches, con doce horas diarias de música continua, hay que tomárselo con calma al principio. Huele a yerba y los vasos de cerveza se amontonan, pero no se ven borrachos ni peleas ni siquiera discusiones. Se equivoca el que pensó que cada festival es Woodstock. Las jóvenes no están interesados en convertir a los festivales de hoy en emblemas, gritos de guerra de una generación golpeada. Eso ocurre en las calles, y el festival discurre de puntillas, desconectado del mundo de los indignados.
El Primavera Sound comenzó como un festival con un toque algo conceptual, perfecto para la música compleja de grupos como Wilco o Spiritualized. En su nueva edición se ha vuelto más ecléctico, y admite todos los géneros: venir aquí es como darse un paseo por los últimos cincuenta años de la música. Escucho a Mudhoney, uno de los históricos del grunge, y su música furiosa me hace entender qué pasaba por el corazón de los noventa, pese a que este grupo no te deja himnos del momento, ese éxtasis crepuscular de Nirvana o Pearl Jam; me divierto con Lee Ranaldo, uno de los sobrevivientes de Sonic Youth; y llego al presente más actual (no es una redundancia), el de The XX, un grupo inglés que crea atmósferas susurrantes que privilegian los sintetizadores en desmedro de la batería, y que sabe que la música también es estilo: en The XX se reconocen los chicos post-emo minimalistas.
Cuando hay tantos grupos compitiendo por la atención de la gente, es normal que lo que suena trascendente para algunos resulte inane para otros: así como me fui a las tres canciones de Death Cab, dando la espalda a un público entregado que coreaba sus estribillos -esta es una noche lánguida, más de cantar que de saltar–, hay gente detrás mío conversando de frivolidades mientras yo disfruto conmovido del concierto de Spiritualized, una suerte de misa secular con resabios del gospel y blues. Jason Pierce entona "Life don’t get stranger than this," y yo asiento mientras veo una chica bailando con un hula-hula a mi derecha.
Pierce y compañía se despiden, son las tres y media de la mañana y una brisa fresca llega del puerto. Pasan a escena las nuevas estrellas de la música, los DJs y los genios de la electrónica, para quienes quieran quedarse hasta el final. Quedan más de dos horas de festival, pero es hora de volver a casa y cuidar las fuerzas para mañana: se viene The Cure, y también Rufus Wainwright, Beach House, Kings of Convenience, The War on Drugs, Big Star, The Rapture…
(La Tercera, 2 de junio 2012)