
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Hubo una época en que leía muchísima literatura clásica. Estudiaba en Buenos Aires y quería ser escritor; en mis tiempos libres me dedicaba a leer a Faulkner, a Stendhal, a Dostoyevski. Esas lecturas tenían que ver sobre todo con una idea tradicional de la formación del escritor. Sin embargo, sospecho que había algo más: no vivía tan esclavizado al presente. Leía a algunos de los autores de moda -Eco, Kundera-, pero mis ritmos de lectura no estaban tan en sincronía con los del mundillo editorial, con la tiranía de las novedades.
Ahora se apilan los libros en mi mesa de noche, algunos comprados y otros enviados por amigos y editoriales; casi todos son libros contemporáneos de ficción narrativa. Lo más antiguo que he leído este año son los cuentos del galés Arthur Machen, escritos a fines del siglo XIX y principios del XX. De pronto descubro que he dejado atrás los clásicos y me he reducido a leer lo que se publica estos días, que, por ser mucho, da la impresión de una enorme variedad.
Soy uno más de esos seres enfermos de lo que él crítico Douglas Rushkoff llama "presentismo" en su libro El shock del presente. Según Rushkoff, "nuestra sociedad se ha reorientado al presente. Todo se muestra en vivo, en tiempo real, y está siempre conectado. No se trata sólo de un aceleramiento de las cosas, por más que nuestro estilo de vida y tecnologías hayan acelerado al ritmo al cual tratamos de hacer las cosas. Es más una disminución de todo lo que no está ocurriendo ahora -y la embestida furiosa de todo lo que supuestamente está ocurriendo".
En mi caso los libros son un síntoma, pero es suficiente ver ciertas prácticas cotidianas para entender que son pocos quienes se salvan del "presentismo": no podemos estar una hora sin revisar el correo electrónico, nos preocupamos a la noche si alguien no nos ha contestado un e-mail enviado durante el día, y desarrollamos el "síndrome de vibración fantasma" que nos hace revisar el celular cada rato a pesar de que éste no ha sonado; enganchados a las redes sociales, estamos pendientes de lo que hacen nuestros amigos y conocidos a través de sus actualizaciones en Facebook y Twitter; siempre hay un mensaje de texto o un Whatsapp que leer, una foto en Instagram para admirar o criticar, un artículo periodístico para leer en la red, un posteo en un blog que necesita ser comentado.
La escritora Joyce Carol Oates dice que "el más profundo cambio de la ‘conciencia’ hoy es la necesidad compulsiva de estar tan interesado en las más cambiantes nociones y prejuicios de los otros". ¿Nos ayuda en algo esa adictiva curiosidad? Seguro que sí, pero hay que pensar también en lo que se pierde. No soy de los apocalípticos que piensan que las nuevas tecnologías destruirán de golpe todo lo conseguido previamente a lo largo de siglos; eso sí, creo que debemos analizar el impacto de estas nuevas tecnologías –ver cómo nos están cambiando como individuos y como sociedad–, para usarlas con cierta perspectiva crítica. En mi caso, sé que soy capaz de proyectos de largo aliento sin un resultado concreto a la vista, pero, aun así, sufro de "presentismo" mucho más que antes. De modo que apenas termine de escribir este artículo iré a la biblioteca a buscar libros de poetas italianos del siglo XIV (eso, por supuesto, si en mi celular no aparece un pedido urgente para reseñar la nueva novela de Coetzee).
(El Deber, 7 de abril 2013)