
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Los videos mostrados por los rebeldes sirios como pruebas del ataque de armas químicas del régimen de Assad son contundentes: está la niña que se convulsiona y no se acuerda de su nombre; el anciano con las pupilas dilatadas; la mujer que no para de vomitar. Los inspectores y los médicos neutrales confirman las sospechas. Aun así, muchos dudan: ya se sabe lo qué pasó con los inspectores en la guerra en el Golfo, tan burdamente manipulados por Estados Unidos e Inglaterra.
Barack Obama se encuentra en una de esas situaciones en las que no hay forma de salir triunfante. Un ataque con armas químicas es una atrocidad moral, con el peso suficiente como para convencer a la opinión pública de que, al menos por esta vez, el imperio tiene el apoyo para actuar de policía. Sin embargo, no es así. La opinión pública desconfía, se burla del guerrero premio Nobel de la Paz, sospecha de intenciones ulteriores (el petróleo árabe, la necesidad norteamericana de mostrar que su poder sigue intacto). Y queda claro el daño infligido por George Bush a la credibilidad de su país: ir a la guerra del Golfo contra Irak con pruebas inventadas hace que se dude de las intenciones de Obama incluso cuando las pruebas son concretas (algunos dirán que en eso de inventarse pruebas para justificar una guerra Bush no fue el primero y se retrotraerán a Vietnam y a otros momentos históricos infames, y estarán en lo cierto).
La revista Time ha bautizado a Obama como "el guerrero reticente". No es para menos: después de amenazar con un ataque unilateral al régimen de Assad, Obama dice que antes de cualquier ataque le pedirá autorización al Congreso. Sabemos que los presidentes norteamericanos que de verdad quieren atacar lo último que hacen es buscar el apoyo del Congreso, y peor aun si saben que ese Congreso está dominado por la oposición. Obama sólo quiere ganar un poco de tiempo para justificar el argumento del ataque a Siria y ver si así consigue más respaldo en en frente doméstico y en internacional. No será fácil: después de Irak y Afganistán, el norteamericano promedio, de por sí más dado a precautelar su burbuja que a aventuras en tierras donde se hablan idiomas raros, está agotado y le cuesta entender el porqué de una nueva aventura. Lo conmueven las imágenes que se muestran en los noticieros y el número de víctimas del ataque –1500 muertos–, pero de ahí a pensar que Estados Unidos debería intervenir dista un gran paso.
Obama se ha comprometido a un ataque del que ni siquiera él mismo parece convencido; la opinión local no lo apoya y la internacional desconfía de sus intenciones. Algunos dirán que está bien así: éste es un asunto entre árabes y mejor no entrometerse. Pero lo cierto es que el uso de armas químicas nos implica a todos y deberíamos tener salvaguardas firmes para casos como estos. Éste era el gran momento para que Estados Unidos, liderado por un premio Nobel de la Paz, consiguiera el respaldo de las Naciones Unidas, fuera capaz de construir una coalición creible, y convenciera a la opinión pública de la necesidad de mostrarle al régimen de Assad de que su ataque no quedaría impune. Lamentablemente, aventuras anteriores han hipotecado esa autoridad moral y nos encontramos con una nueva confrontación en la que, más que dudar del ladrón, dudamos de la policía. Esa duda se la tiene bien ganada la policía
(El Deber, 8 de septiembre 2013)