Edmundo Paz Soldán
El pasado fin de semana fui a Denver para el congreso de la Asociación de Programas de Escritura Creativa (AWP) en los Estados Unidos. El evento se llevó a cabo en el Colorado Convention Center, un edificio enorme y despersonalizado en el que también coincidía un "auto show". Estaban por un lado los Camaros y las modelos, y por otro los zapatos planos y las gafas de marcos grandes, con lo cual, pese a la cercanía, no había forma de confundirse de evento. Todo discurrió con tranquilidad; no hubo ningún ataque de caracoles gigantes como en El congreso de literatura, esa genial novela de Aira en la que se hace la burla de estos encuentros.
En el megacongreso de Denver había 9.000 inscritos y más de 400 paneles, con temas que iban desde lo importante ("Recordando a David Foster Wallace") hasta lo prosaico ("Escritores con niños en la familia") y lo práctico ("Cómo convertir tu tesis en una primera novela"). Abundaban las cuestiones ecológicas ("La Ecopoética de Colorado") y el deseo políticamente correcto de dar voz a todos ("Enseñando a los veteranos de guerra"; "Dándole un lugar a los estudiantes discapacitados").
Cualquiera que piense que están desapareciendo las ganas de convertirse en escritor en estos tiempos sólo tiene que ver los números para darse cuenta de que no es así: cada año, los programas de escritura creativa en los Estados Unidos reciben unas 80.000 solicitudes, de los cuales se aceptan alrededor de 8.500. La AWP vende a sus socios el sueño de ser escritor y llegar algún día a publicar en editorales y revistas importantes, pero no es tonta y se cubre las espaldas: en las bolsas que se entregaba a los asistentes en el momento de la inscripción, había un librito con consejos para la autopublicación. Ya se sabe, cuando todo lo demás falla…
Eso pudo haberlo mencionado Michael Chabon, encargado de dar la conferencia principal y ex-alumno aventajado de los programas de escritura creativa, pero prefirió concentrarse en lo positivo. De su charla entretenida quedó una cosa esencial: para ser escritor lo que menos se necesita son ideas ("en cada periódico que leemos laten al menos cinco novelas").
Los paneles más concurridos fueron, como era de suponerse, los que sugerían vías para la publicación. El de los editores de algunas de las revistas literarias más prestigiosas -Tin House, The Believer– tenía gente incluso fuera de la sala, como si se tratara de la conferencia de prensa de un conjunto de rock. La conclusión a la que se llegó fue tan poco original como contundente: una buena carta de presentación puede valer algo, pero a la larga lo que se impone es el texto mismo, capaz de surgir a la superficie de entre las pilas de envíos que reciben las revistas. Rob Spillman, editor de Tin House, contó una anécdota significativa: de dos pilas de trescientos cuentos cada una, él escogió uno y otro editor de la revista escogió otro; luego se descubrió que los dos pertenecían a la misma autora, una mujer de más de 40 años que nunca antes había publicado (y que ahora, claro, ya tiene un contrato para su primer libro).
En Denver hubo lugar para todo, excepto para el viejo debate acerca de si es posible enseñar a escribir. En el centro de convenciones estaban los fanáticos, los fundamentalistas de la escritura creativa. Los que señalan orgullosos que de esos talleres han salido Lorrie Moore, Junot Diaz, Daniel Alarcón. La larga marcha para convertir la concepción decimonónica de la literatura como fruto de la inspiración romántica ("las musas") en un oficio que puede aprenderse ha llegado a esto: los programas de escritura creativa son criticados por banalizar la vocación artística, por domesticar la originalidad en un estilo manso y homogéneo, pero en la práctica parecen imprescindibles. Aquí se conoce a agentes y editores, se crea la red de amigos escritores que leerán los manuscritos. De vez en cuando aparece un talento salvaje de la nada, pero lo cierto es que en los Estados Unidos casi todas las vocaciones literarias desembocan en estos programas. Y si la mayoría no llega a publicar jamás o a ser conocida por el gran público, quizás eso no sea nada malo sino, simplemente, una ley de la vida. Los programas no hacen más que reafirmar que para que aparezca un George Saunders o un Jonathan Safran Foer se necesitan diez mil vocaciones literarias.
(La Tercera, 12 de abril 2010)