Edmundo Paz Soldán
Las colinas al otro lado del valle eran alargadas. A este lado no había sombra ni árboles, y la estación quedaba entre dos líneas férreas, al sol. El hombre y la chica que iba con él estaban en una mesa a la sombra, fuera del edificio, cerca de la puerta abierta que daba al bar.
–¿Qué bebemos? -preguntó la chica. Se había quitado el sombrero y lo había dejado encima de la mesa.
–Otro caso de pensamiento mágico, muchacha punk -dijo el hombre–. A ratos parece que seguimos estando en la misma frecuencia.
–Pidamos una cerveza.
–Dos cervezas -dijo el hombre, dirigiéndose al bar. Al salir, se quedó contemplando la línea de las colinas. El sol hacía que adquirieran una coloración rosada, y el campo era marrón y árido.
–Parecen elefantes rosados -dijo.
–No he visto ninguno -dijo la chica, y dio un trago de cerveza.
–No, no puedes haberlos visto.
–Podría haberlos visto -dijo ella–. Que tú digas que no puedo haberlos visto no prueba nada.
–Ya no somos 24-hour party people. Ya sólo le hacemos al Clonazepam.
–Oh, basta ya.
–Has empezado tú -dijo el hombre–. Yo me estaba divirtiendo.
–Creo que estamos en nuestro período azul. Quizás sea hora de hacer el recuento de los daños.
–Mejor intentemos pasarlo bien. Yo lo intentaba. He dicho que las montañas parecían elefantes rosados. ¿No ha sido algo brillante?
–Claro que sí. Todo lo que dices es brillante.
–¡Por favor, no empieces nuevamente!
–No puedo evitarlo -dijo la chica–. Tú lo sabes todo. Ésa es la madre del cordero. Y sabes que es verdad.
–Deja de decir tonterías -dijo él–. ¿Qué te pasa, de verdad?
–We are becoming The Living Dead. Esto ya no es divertido.
Le daba miedo mirarlo a él. En aquel momento lo miró. El hombre no dijo nada. Ella siguió hablando.
–No lo sé, chico rolingo. No sé qué decir.
Él se levantó. Miró las colinas, en el lado seco del valle. Ella se quedó sentada con la cabeza entre las manos.
El hombre volvió a sentarse.
–¿Estás bien? -dijo ella.
–Me encuentro bien -dijo él–. No me pasa nada. Me encuentro bien.