
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Me ha llamado la atención el debate entablado en la blogósfera peruana sobre los méritos y defectos de La teta asustada, película de Claudia Llosa que ha ganado recientemente el prestigioso Oso de Oro en el festival de Berlín. Hay mucha gente molesta porque la representación de los inmigrantes andinos en la película no es políticamente correcta; lo curioso de todo esto es que los más exaltados admiten sin rubor que ni siquiera han visto la película. Gustavo Faverón tiene un post magistral al respecto de esta "ceguera ideológica", así que no abundaré en el tema. En todo caso, los que sean capaces de ver esta película sin prejuicios –qué cosa más difícil– se sorprenderán al encontrar una gran obra que coloca, así sin más, a la peruana Claudia Llosa en la primera fila de los directores latinoamericanos. La teta asustada es, de manera sesgada, una reflexión sobre las secuelas de la violencia en una sociedad. Fausta -una brillante Magaly Solier- sufre un miedo atávico relacionado con la época del terrorismo y los abusos militares en el Perú.
En su forma más básica, la película tiene que ver con los caminos que toma Fausta para desprenderse de ese miedo. Claudia Llosa encuentra soluciones magistrales para cada escena, y nos hace ver el poder del mito en el presente (en esto es mejor que Reygadas). Todos los personajes secundarios están admirablemente captados -la pianista caprichosa de la clase alta, el jardinero fiel, el tío–, y si a veces nos reímos ante los usos y costumbres de estos inmigrantes en una Lima que no reconocemos como tal, se trata de una risa incómoda, no burlona.
Al final de La tía Julia y el escribidor, Vargas Llosa escribe acerca de cómo estaba cambiando el rostro de Lima gracias a la gente de la sierra que llegaba todos los días; con La teta asustada, está claro que esta Lima ya no es la de las novelas de Varguitas, y que por suerte está en manos de una gran directora.