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Bolivia a toda costa: Tres postales

Por 27 de diciembre de 2011 Sin comentarios

Edmundo Paz Soldán

Este martes 27 se presenta en Cochabamba Bolivia a toda costa, libro de crónicas de la Bolivia contemporánea, editado por Fernando Barrientos y publicado en forma conjunta por las editoriales El Cuervo y Nuevo Milenio. Es un honor ser uno de los catorce autores incluidos en el libro. A manera de adelanto, va mi texto, que en realidad es una suma de tres columnas publicadas antes en Etiqueta Negra, Letras Libres y Vanity Fair.

Tres postales 

1.-En la carretera

Cuando era niño y vivía en Cochabamba y mis papás estaban todavía juntos, solíamos ir los domingos a almorzar a los pueblitos del valle alto. Después de unos kilómetros tranquilos, aparecían los precipicios y la carretera se ondulaba, enroscándose sobre sí misma, angostándose de modo que sólo hubiera espacio para dos autos, los que iban y los que volvían a toda velocidad, los conductores a veces borrachos. Mis hermanos y yo nos poníamos nerviosos y papá decía que no nos preocupáramos, la carretera era segura. No era fácil creerle: toda la vera del camino estaba sembrada de cruces blancas con flores, pequeños nichos mortuorios con nombres y fechas que indicaban cuándo y quién se había matado ahí. En esta curva se mató Miguelito Ajén, un corredor de autos, contaba papá como un buen guía turístico en ese ascenso infernal. Yo escuchaba y hacía esfuerzos por distraerme con los ríos en las hondonadas, las casuchas en la lejanía, los campesinos y sus vaquitas. Era un paisaje idílico si uno lograba olvidar esa abrumadora procesión de cruces, esos muertitos cuyo trayecto había sido interrumpido por la carretera.

Conozco la mitología de la carretera y muchas veces me la he creído. Kerouac estaba en lo cierto, nada como estar en el camino, al aire libre, para que sientas que te ocurren cosas. Sí, lo reconozco: es una gran aventura y a veces lo he pasado bien. Pero, la mayor parte del tiempo, me ganan el miedo, la ansiedad. En las carreteras de mi país siento la preocupación constante de no saber hasta dónde llegaré. Están el pánico al abismo que se abre ante mí a cada rato, la desesperación debida a tanta incertidumbre.

Cuando era adolescente y mis papás ya no vivían juntos, mamá nos llevaba las vacaciones de verano a Santa Cruz. Íbamos en autobús, su presupuesto no daba para más. El viaje, decían, duraba ocho horas si uno tenía suerte. Después de dos o tres horas, el valle dejaba paso al trópico, y había partes húmedas en las que el pavimento no agarraba o se destruía con rapidez. Una vez nuestro viaje duró veinticuatro horas. Había derrumbes y deslizamientos de tierra que nos retuvieron hasta que llegaran los del Servicio Nacional de Caminos. Para colmo, el motor del autobús se arruinó a la medianoche y después de cuatro horas de intentos infructuosos por repararlo, el chofer se rindió y debió llamar a Cochabamba para que enviaran otro autobús de reemplazo. Estábamos en plena selva y mis hermanos menores, asustados, le preguntaban a mamá cuándo llegaría el coco a comernos. El coco ya llegó y nos comió, decía mamá entre insultos al chofer, jurándose no viajar nunca más en autobús. No lo volveríamos a hacer, hasta la siguiente vacación.

Ya adulto, a principios de esta década, debí llevar a mis estudiantes de Cornell a Bolivia, a que conocieran las peculiaridades de su historia. Un fin de semana nos tocaba el lago Titicaca, pero los campesinos, azuzados por Evo Morales, que todavía no estaba en el poder, habían anunciado un bloqueo de caminos "contra las políticas neoliberales" del presidente Sánchez de Lozada. Los pueblos aymaras en torno al lago estaban en pie de guerra, era mejor cancelar el viaje. Sin embargo, a último momento escuché que el ejército garantizaba la circulación por las carreteras nacionales, así que, ingenuo, decidí que partiéramos. No hubo problemas en la ida; la vuelta fue otra historia. Nos topamos con campesinos enardecidos que nos hacían pasar previo pago de una multa. Mis estudiantes pasaron por la humillación de tener que limpiar las piedras del camino. En uno de esos pueblos, ya ni siquiera nos dieron la oportunidad de pasar. Golpearon la vagoneta con palos y nos agarraron a insultos; a los costados podían verse otros autos, todos con los vidrios destrozados. Temí por mi vida, la del chofer de la vagoneta y la de los quince estudiantes de los que estaba a cargo. Los líderes del bloqueo hablaban en aymara y yo no entendía una palabra. Era un guía perdido en mi propio país. Un anciano se apiadó de nosotros y nos dijo que entráramos al pueblo y pernoctáramos ahí. Esa noche, en pleno altiplano, en la plaza de Pucarani, deseé que se obrara un milagro secreto que nos permitiera salir con vida. El milagro ocurrió: un lugareño nos condujo a un camino de tierra abandonado que daba directamente a La Paz.

Ahora, en las carreteras sin curvas de los Estados Unidos, a veces me sorprendo cabeceando a punto de dormirme, y debo detenerme en una gasolinera en busca de café. Me digo que prefiero viajar en avión, aunque una vez, en una viaje de Cochabamba a Tarija, el mío se cayó en plena selva y yo tuve que pasar dos días desesperados al borde de la muerte. Pero esa es otra historia.

2.-El rey de la coca y yo

A mediados de 1993, me encontraba de vacaciones en casa de mis padres en Cochabamba, cuando recibí el llamado de Gary, un amigo que me proponía revisar el manuscrito de las memorias de su padre. Me interesé de inmediato: el padre de Gary, Roberto Suárez Gómez, había sido a principios de 1980 el narcotraficante más importante de Bolivia. En el momento cumbre de su poder, hacia 1983, el Rey de la Coca había ofrecido pagar la deuda externa del país a cambio de la liberación de su hijo Roby. Ese mismo año, el eco de su fama llegó a la cultura popular: Alejandro Sosa, el narcotraficante que le suple la droga a Tony Montana en Scarface, está basado en Roberto Suárez.

Acepté la oferta de Gary con gran curiosidad. Días después, me llevó a donde se encontraba su padre en una suerte de arresto domiciliario: en el segundo piso de una casa particular que alguna vez fue una clínica. Roberto Suárez se había entregado a la justicia en 1988 y, después de cuatro años en la cárcel de San Pedro en La Paz (1992), había sido trasladado a Cochabamba por problemas cardiacos. Tenía 61 años cuando lo vi, pero me pareció que su fortaleza física estaba intacta; me estrechó la mano y crujieron mis huesos. Gary me dejó solo, y luego Don Roberto me entregó el manuscrito de 500 páginas y me dijo que no podía sacarlo de la casa. Tampoco quería fotocopiarlo. Tenía sólo un ejemplar y mucho miedo a que se lo robaran. Me dijo con un vozarrón intimidatorio que varias editoriales norteamericanas estaban interesadas en publicar el manuscrito, y que quería que lo leyera y le diera mi opinión sincera. 

Así fue cómo, durante un par de semanas, visité a Roberto Suárez. Yo leía en un sillón mientras él daba vueltas en torno mío; a un costado, un secretario de Don Roberto -supuse que era quien había transcrito las memorias- ordenaba papeles en un mesa. A veces acompañaba a Don Roberto a tomar el té, y observaba cómo encendía su cigarrillo y dejaba que se consumiera para luego comerse la ceniza: decía que estaba llena de potasio y era buena para su corazón, que le daba problemas desde fines de los 70. Escuchaba sus teorías extrañas: era un próspero ganadero -veintidós estancias en el Beni, 35.000 novillos- que se había metido al narcotráfico en 1979 por un encargo divino: Dios le había revelado que la hoja de la coca era un recurso estratégico que no debía regalarse a los extranjeros. Su comercialización podía permitir el pago de la deuda externa boliviana, que alcanzaba los 5.000 millones de dólares. Me contó con orgullo que cuando ingresó al negocio, los colombianos compraban la pasta base en Bolivia a 1.800 dólares el kilo, pero que gracias a él el precio se elevó a 9.000.  

El manuscrito repasaba toda su vida, mencionaba sus logros de ganadero y empresario, y pasaba de puntillas por el tema del narcotráfico. Era un libro deslavado, inofensivo. Tuve miedo del momento en que debía darle mi crítica literaria: sus ojos color miel me fulminarían. Pero lo hice. Le dije que era entendible que él no quisiera ser recordado como un narcotraficante, pero que, si una editorial extranjera se interesaba en su vida, no era por el hecho de haber sido el principal exportador de ganado al Brasil. Estaba bien contar que había financiado el golpe de García Meza en 1980, impresionaba enterarse que los militares en el poder habían convertido al gobierno en una narcodictadura (gracias a la alianza de Suárez con ellos, eran aviones militares los que despegaban del Beni llevando el cargamento de pasta base a Colombia), pero había que ser más preciso con los nombres y las fechas.

Don Roberto me escuchó y no dijo nada. Entendí que su fortaleza física era una apariencia: en el fondo estaba cansado. Quizás recordaba sus momentos de gloria, cuando gastaba parte del dinero que le entraba a raudales en escuelas y postas sanitarias para los pueblos más alejados del Oriente boliviano (gracias a esos gestos, la revista Time lo había bautizado como un "Robin Hood de hoy"). Me despedí pensando en su destino atormentado. Luego me enteré que fue liberado el 94 y volvió a sus estancias en el Beni. Seis años después falleció por unas úlceras en el estómago. El manuscrito nunca se publicó.

3.-Aventuras en el Miss Bolivia

La cálida y no tan remota noche del 18 de julio del 2008, me hallaba en un salón elegante de la Feria Exposición de Santa Cruz, cuando, acosado por un grupo de exaltados, debí, como los arbitros que cobran un penal decisivo en los minutos finales del encuentro, escabullirme del lugar para salir indemne. Sabía que el evento para el que me habían invitado desataba pasiones en todo el país, pero jamás se me ocurrió pensar que, como dice el lugar común, la sangre llegaría al río: antes de irme, vi mucha sangre en el piso del salón. Había vasos tirados, platos rotos, gente que se golpeaba con denuedo. Una vez fuera del salón, mientras llegaba agitado al lugar donde unas amigas tenían aparcado el coche, pensé que todo había ocurrido por un simple concurso de belleza. Acababa de confirmar en carne propia que, en América Latina, los concursos de belleza son cualquier cosa menos simples.

A principios de julio, cuando estaba de vacaciones en Cochabamba, recibí un llamado para formar parte del jurado del Miss Bolivia, que se llevaría a cabo el 18 de ese mismo mes en la ciudad de Santa Cruz. Aunque mi impulso inicial me pedía que aceptara la invitación, decidí pensarlo un poco: en un país en el que la literatura suele estar dominada por la solemnidad, sabía que sería atacado por mi gesto frívolo. Luego me justifiqué diciendo que el escritor debía explorar todos los rincones de la sociedad, y que si alguna vez había visitado el Palacio Presidencial y me había codeado con políticos incompetentes y mezquinos, era justo que visitara esa otra cara tan fundamental de Bolivia: para un país sin estrellas de cine ni de televisión, sin una industria cultural capaz de producir grandes cantantes, las misses y las modelos son nuestra precaria realeza.

Cuando llegué al salón Sirionó de la Feria Exposición, me topé con una alfombra roja, modelos en una pasarela, periodistas con cámaras y micrófonos. Me sorprendí: el concurso no sólo era importante, sino incluso trascendente. Debía haberlo sospechado, al enterarme que las representantes de Pando no participarían en protesta porque en el concurso del año interior miss Pando, una de las favoritas, no había ganado. Sí sabía que tendríamos, como siempre, a las representantes del Litoral. Así estaban las cosas en mi país: no había representantes de uno de los nueve departamentos, y sí de un departamento fantasma.

Éramos siete en el jurado. Otro de los miembros era Juan Claudio Lechín. ¿Era Bolivia el único país en que dos escritores habían llegado a formar parte al mismo tiempo de un jurado así? Eso decía mucho, o poco, del país. Como fuera, yo estaba sentado al lado de una ex-Miss Bolivia y una ex-Miss México. Mi compatriota, Jessica Jordan, derrochaba simpatía y, me enteraría luego, era una experta a la hora de defender a su candidata. La mexicana era de Monterrey y contó que trabajaba en Univisión; sólo abría la boca para pedirnos que le sacáramos fotos. Debió haber sacado trescientas esa noche. Era fotogénica, imaginé que no borraría ninguna. Le dije que quizás hubiera sido mejor que se trajera una filmadora, para que alguien la filmara todo el tiempo. Se rió, pero no me contestó.

Del concurso, recuerdo haber pensado que, en la parte de los trajes típicos, las representantes del Occidente y los valles estaban en desventaja en relación a las del Oriente tropical: a la chica de Sucre su traje de indígena de Tarabuco apenas le dejaba ver el rostro, mientras que el traje ínfimo de la de Beni le aseguraba fácilmente un lugar entre las finalistas. En la parte de los trajes de baño, los hombres del jurado éramos tímidos, las mujeres no tanto ("esa miss no tiene cuello"; "esa otra tiene kilos demás"). En cuanto a la sección de preguntas y respuestas, me pregunté por qué chicas tan jóvenes no decían lo que querían decir, sino lo que pensaban que la gente quería escuchar, y terminaban enredadas en una respuesta más que falsa. Si tuviera la oportunidad de ser otra persona por un día, ¿quién quisiera ser una chica de veinte años? Pensé: Scarlett Johansson, Julieta Venegas, Evita. Una de las finalistas dijo: "Moisés". Yo comencé a llamarla Miss Moisés. Ahí, y no cuando aparecieron los trajes típicos o los de baño, estaba la parte falsa del concurso.

Las deliberaciones del jurado hicieron que nos decantáramos por dos finalistas: miss Beni, que no había terminado colegio y tenía un aire de la-vecina-de-al-lado, si es que las vecinas fueran voluptuosas y se movieran como bailarinas de samba; y miss Cochabamba, que era alta, tenía un cuello grácil de modelo y una seriedad que asustaba. En un país de gente no muy alta, los altos son reyes, me dije, y creí que la cochabambina lo tendría fácil. No fue así, después de la votación se encontraba en la minoría. Entonces apareció la ex-miss Bolivia en el jurado, y, con un tono experimentado de yo-estuve-ahí, arengó a los que defendían a miss Beni con el argumento de que la chica de Cochabamba tenía las virtudes que se necesitaban en un miss Universo -era alta, tenía garbo y apostura–. La mayoría colapsó y cambió su voto con una facilidad de espanto. Es muy difícil decirle no a una miss decidida.

Entre el público había barras para todas las misses, pero al final, cuando se anunció que la ganadora era miss Cochabamba -rompiendo así un predominio de dos décadas de las representantes de Santa Cruz–, la mesa en la que se encontraba la familia de una de las que no había ganado reaccionó airada. De manera inocente, salí de la sección protegida del jurado para hablar con la gente que se acercaba; pensaba: ya se dio el veredicto, el resultado final no tiene trascendencia, lo importante es competir. De pronto, la madre de una de las misses me increpó; me dijo que, como Evo Morales estaba en el poder, su hija había sido discriminada por ser rubia, por no ser "originaria’. Traté de razonar con ella, le dije que no era cierto lo que decía; después de todo, la ganadora era de padre francés y se llamaba Dominique.

Era inútil. De pronto, volaron platos y puñetes; hubo sangre en el piso. Los organizadores del concurso no habían contratado personal de seguridad, por lo que algo que podía haberse detenido en cinco minutos tardó cincuenta en ser controlado. Me encontré rodeado y temí por lo que podría pasar. Ese fue en el momento en que me sentí como un árbitro amenazado y decidí escaparme por la puerta de atrás.

Esa noche aprendí mucho de la sociedad boliviana. Me dije que no lo volvería a hacer.

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Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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