
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
La nouvelle es un género literario exigente. Es fácil descompensarse, aquí se notan los ripios que uno perdona en una novela, y, a la vez, se requiere mantener la tensión que se le pide al cuento desde la primer línea: es decir, se necesita lograr lo mejor del cuento y evitar lo peor de la novela. En esas transacciones complejas se mueve Andrés Barba en Las manos pequeñas (Anagrama). Comienza con una retórica algo excesiva en el primer capítulo, pero luego encuentra su ritmo y no lo suelta hasta el final.
Los orfanatos son escenarios ideales para el terror, y Barba le saca buen partido al suyo: a la muerte de sus padres, Marina, una niña de siete años, es internada. Sus nuevas compañeritas recelarán al principio de la intrusa, pero en ese rechazo habrá también admiración: Barba logra sus mejores páginas al describir esa ambivalencia con sutileza, sin mostrarle sus cartas al lector. Uno está leyendo, y, sin darse cuenta, de pronto está instalado en ese vaivén que provoca la presencia de la intrusa en el orfanato. La parte final, relacionada con un juego que tiene algo de perverso desde el principio, convierte a Las manos pequeñas en una gran obra del género del horror: algo así como la versión literaria de una película asiática onda The Grudge, pero resuelta con una economía admirable.
P.D. En el último número de Los nóveles, una de las mejores revistas literarias en la red, se puede leer un perfil de Barba escrito por Rebeca Yanke.