Clara Sánchez
Ayer estuve dando una charla en el Liceo Europeo de Madrid, un magnífico colegio en todos los sentidos, donde se respira el talante heredado de la Institución Libre de Enseñanza. Nada más entrar, te envuelve una oleada de árboles y plantas, entre las que se hacen hueco las instalaciones deportivas, y todo lo necesarios para que los chicos se sientan felices, o para que al menos no les desagrade acudir todas las mañanas. El ambiente es disciplinado pero flexible, motivador, ese tipo de atmósfera que fomenta la autoestima y que ayuda a perfilar la personalidad.
Comenté casi para mí, mientras admiraba la cancha de baloncesto, que en un colegio así yo habría estudiado con más ganas. No era un cumplido, era la pura verdad. Mis colegios (tuve varios) fueron duros, con profesores rígidos que pretendían que te amoldaras a ellos, sinceramente creo que muy pocas veces fui con gusto al colegio. Era feliz cuando me ponía enferma y me quedaba en casa, incluso en una ocasión fingí que me dolía tanto una muela, que decidieron sacármela (menos mal que luego me salió de nuevo), por aquel entonces no había tantos miramientos con la piezas dentales. En mis colegios te propinaban un pescozón a la mínima y nos presentaban el futuro como un mundo en que ibas a ser un desgraciado si ahora a los ocho, nueve, diez u once años (mis años de mayor pesadilla escolar, años 60) no hacías frente a la vida como alguien de cuarenta. O te hacías fuerte, o te quedabas hecha una blandengue para toda la vida. Te amenazaban con un futuro negro, sin trabajo, sin dinero y sin casa si no te sabías bien las oraciones subordinadas. Eso sí, eran colegios mixtos y estos mensajes no hacían distinción de sexo, por lo que he de confesar que a los once años me preocupaba bastante la idea de no encontrar trabajo de mayor. En mi mundo no tenían cabida posibles príncipes azules o casorios que me libraran de dar el callo, me grabaron a fuego que si no estudiaba y trabajaba me moriría en el arroyo. No sé dónde encontraban mis padres aquellos colegios que no se parecían a los de nadie más. ¿O sí?