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Olivia

Mi amigo Miguel se fue, cansado de esperar por una operación de cambio de sexo y a sabiendas de que nunca iba a conseguir un mejor empleo. Le dejó la peluca pelirroja a un amigo que trabajaba en el mismo hospital y vendió ?de manera ilegal? el cuarto que tenía en Luyanó. El día que pidió el permiso de salida se puso un traje de cuello y corbata que le arrancó una carcajada cuando se miró al espejo. En la oficina de emigración trató de mantener las manos quietas sobre un pliegue del pantalón, no fuera a ser que el último coletazo de la homofobia le fastidiara la salida. Escapó antes de que cerraran ese río de cubanos que desembocó por breve tiempo en Ecuador. El suyo fue uno de los 700 matrimonios que se concertaron entre ciudadanos de ambos países, muchos de ellos con el único objetivo de obtener la residencia en la nación sudamericana. Miguel entregó el equivalente a 6 mil dólares y a cambio tuvo una boda en La Habana con una quiteña a la que apenas vio un par de horas. Fingió las fotos de la luna de miel, le pagó a un funcionario del ministerio de Salud Pública para que le diera la ?liberación? y hasta pasó un poco de efectivo para que la tarjeta blanca no demorara tanto. Simuló ser lo que no era y le resultó fácil, pues a los que nacimos en esta Isla se nos da bien llevar una máscara. Ahora le esperan momentos difíciles, porque la policía ecuatoriana ha comenzado a investigar a los 37 mil cubanos que ingresaron en ese país en los últimos años. Sin embargo, no parece asustado. Él es gay de los que fueron subidos a golpes en los camiones de policía y desde hace años también estaba vigilado por sus opiniones críticas. Después de experimentar ambos filos de la cuchilla de la censura, ya nada le espanta. Cuando lo llamen a declarar ?si es que lo llaman? irá con el vestido rojo que siempre quiso ponerse aquí. Nadie va a impedir que gesticule mientras lo interrogan, porque ya Miguel se libró de aquel Miguel que algún día fue, para convertirse ?felizmente? en Olivia.

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13 de septiembre de 2010
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Memento mori

El destino del escritor cómico tiende a ser triste. Sus lectores le aman como a nadie, pero no suelen acompañarle más allá de su muerte. Y la gente seria, entre los que se cuenta la mayoría de los críticos, tiene poco tiempo para el estudio de las carcajadas. Aun así, la literatura británica no ha parado de producir genios del humorismo desde sus orígenes hasta nuestros días, y entre los del siglo XX, abundante en ellos, destaca para mí la escocesa Muriel Spark, fallecida a los 88 años en abril de 2006. Autora muy prolífica y diversa, ‘Memento mori', que aquí publica ahora Plataforma Editorial, fue la tercera de sus novelas y tal vez la más burlesca de todas, manteniendo con gran entereza la comparación con otro libro algo anterior al suyo y similar por el asunto, ‘Los seres queridos', de Evelyn Waugh.

    La edad provecta (sus personajes principales no bajan de los setenta años), las enfermedades que naturalmente conlleva y el aparato interno de la sanidad son los componentes esenciales de ‘Memento mori', a los que se viene a unir, desde el misterioso arranque, el factor de la intriga: una voz hace llamadas a los ancianos con la misma y escueta frase. "Recuerda que debes morir". La aparición del estamento policial, en la figura del inspector Mortimer, intensifica la comicidad del relato, que acaba, y con eso no contamos el final, con un listado de enfermedades mortales y víctimas. Estupendo desenlace sardónico de una novela que, sin estar a la altura de las obras maestras de Spark (que para mí son ‘Las señoritas de escasos medios', ‘Los mejores tiempos de Miss Brodie' y algunos de sus relatos para el New Yorker'), resulta ya muy representativa de la personalidad literaria de su autora.

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13 de septiembre de 2010
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El crepúsculo de una casta

No sé yo lo que tiene el verano que inclina a leer memorias, biografías, diarios y epistolarios, como si fuera aquel un tiempo suspendido, semanas sin transcurso real, exentas, edénicas, y que por tanto pueden dedicarse a explorar el tiempo perdido. Las vidas escritas en primera persona tienen una fuerza dramática superior a las novelas, si bien carecen de su grandeza. Y aunque sabemos que están infectadas de mentiras y dobleces, creemos poder desvelarlas como quien mira por el ojo de la cerradura y aunque solo ve una falda por el suelo y una jeringa rota no le hace falta más para imaginar la escena.

    Este verano me tocaron los años 1953/1974 de la vida del diarista más famosos de la Gran Bretaña y casi desconocido fuera de ella, James Lees-Milne (1908/1997). Creo que la totalidad suma ya ocho o nueve volúmenes, he perdido la cuenta, pero a mi entender estos dos, A Mingled Measure y Ancient as the Hills, son muy sobresalientes.

Comenzaré por curarme en salud y afirmar que no recomiendo a nadie su lectura. Lees-Milne es un personaje desagradable, de una inmoralidad abyecta; mejor dicho, de una moralidad repugnante. Un tipo altanero, cobarde, racista, fatuo, reptilmente monárquico y vaticanista. Y sin embargo es la voz mejor cualificada para mostrarnos la decadencia y desaparición de una clase social que había dominado el mundo desde el siglo XVII y convertido las Islas en fincas de recreo para su uso exclusivo.

He escrito "clase social", pero sería mejor hablar de casta porque es un conglomerado de vieja y nueva aristocracia, nobleza burocrática, ricos con relaciones (nunca nuevos ricos), algunos intelectuales y artistas bien conectados, en fin, aquella gente que aún en 1974 se distinguía del resto de la población por su manera de pronunciar Hartfordsheer. La plebe dice Hart-ford-sheer, pero la casta lo pronuncia con un compacto jadeo esdrújulo, según le explica Lees-Milne a una periodista curiosa.

Por estos diarios desfila la totalidad de la excentricidad británica (buena y mala) que tanto fascina a los anglófilos, desde las apabullantes hermanas Mitford hasta Cyril Connolly, de la reina Isabel a Cecil Beaton, de los Sitwell a los Strachey, de Francis Haskell a Oswald Mosley, de Lucien Freud a Vaugham Williams, los Huxley, los Nicolson, los Churchill, los Pope-Henesy, los Sackville-West, en fin la suma de un mundo que era entonces todavía el Primero y que se ha esfumado para dejar todo el escenario a los Beckham.

Junto a ellos, aunque sin mezclarse, los últimos realmente grandes: los terratenientes, los lores de sangre, los Hanover, los Estuardo, la aristocracia más densa y poderosa que aún quedaba en el planeta. Así como el joven Marcel de La Recherche admira a las rancias familias del "lado Guermantes", así Lees-Milne admiraba perversamente aquel residuo del Medievo europeo, seguramente porque él mismo, hijo de un fabricante, no pertenecía a ninguna familia de la nobleza, aunque las imitaba muy bien.

Lo sugestivo de estos diarios son, claro está, no tanto las abundantísimas anécdotas y chismes (a veces macabros, casi siempre sexuales), cuanto la imagen general de un espeso bosque que va quedando sin hojas, luego sin ramas y finalmente sólo con el tronco quemado por los rayos, el sol, la lluvia, los parásitos y el viento. Es el bosque de la upper-upper class británica, talada en veinte años y reducida a un cementerio de madera podrida. Lo que los franceses lograron en un solo año con la ayuda de la guillotina hubo de hacerlo mucho más lentamente Gran Bretaña con la ayuda del alcohol, el sexo, la ruina económica, las drogas, la desesperación, los gobiernos socialistas, la debilidad mental y la esterilidad.

Es evidente que aquel fragmento social inglés, a diferencia, por ejemplo, de su correspondiente italiano, no pudo adaptarse a la sociedad de masas y procedió a autodestruirse como un armiño amenazado por la suciedad. Aunque hoy nos parezca ridículo, vivían espantados ante la posibilidad de una guerra civil y el triunfo del estalinismo. En una entrada (7 febrero 1974) escribe Lees-Milne: "Norah Smallwood descubrió que habían contratado un Comunista en la sección de paquetería de su editorial (Chatto & Windus) (...) Para librarse de él se vieron obligados a cerrar la sección entera y despedirlos a todos. Dijo que no había más posibilidad si querían evitar conflictos con los sindicatos". Muchos de ellos, empezando por las niñas Mitford, habían sido simpatizantes de Hitler, cuando no directamente nazis como los duques de Windsor. Y todavía en estos años Setenta el paradigma político de Lees-Milne era un dictador portugués: "De hecho Salazar es el modelo de cómo debe ser un autócrata: religioso, libre de todo exhibicionismo, tradicional, intelectual, y sin embargo, duro". Aterrorizados e incapaces de aceptar lo que ellos llamaban "la vulgaridad", es decir, la sociedad de masas, se encerraron en sus mansiones y dedicaron sus últimos años a morir indecentemente.

La muerte es el personaje más importante de estos libros. La casta que había comandado las dos guerras mundiales y dado sobradas muestras de coraje (el porcentaje de bajas entre alumnos de Colleges elitistas fue superior a cualquier otro corte social), había llegado al agotamiento. La generación de Lees-Milne, nacida con el siglo XX, tenía entre los setenta y los ochenta años de edad cuando llegan las fechas de estos diarios. Y mueren por racimos. Hay entradas, como la del 1º de enero de 1974, que dan escalofríos: "Uno de los años más triste de mi vida", dice, y sigue luego la lista de los muertos: Maisie Cox, Henry Yorke, Hamish Erskine, Angus Menzies, Nancy Mitford, Joanie Harford, Ralph Jarvis, William Plomer, Bob Gathorne-Hardy, Don Nicolas. Fueron más: en su lista sólo figuran quienes podían ser reconocidos por los happy few. Y acaba el párrafo con un gesto típico de su casta: "Y mis amados Chuff y Pop". Sus lebreles. Como él mismo cuenta, tras la muerte de la madre de Martin Charteris, éste recibió una carta de pésame de la Reina: un folio escrito a máquina, pero cuando murió su perro labrador la Reina le escribió tres páginas a mano.

Lo chocante no es sólo la altísima mortalidad, sino que casi todos mueren destrozados física y anímicamente. Unos hinchados como pellejos que apenas pueden moverse, destruido el cerebro, sucios, cubiertos de harapos, en su mayoría alcohólicos, hombres y mujeres, en algún caso, viviendo entre sus propia heces. A todos visita Lees-Milne y de todos da una imagen despiadada, pero certera. Con razón estos diarios sólo se han publicado treinta años después de escritos, cuando no quedaba ya ni un heredero capaz de protestar.

Baste un solo ejemplo entre mil: "También estaba allí Stephen Spender. Ha perdido por completo su antigua apostura (...) y ahora parece un flan que se derrumba. Es obtuso, desaseado, viste fatal, es desgarbado de cuerpo y comportamiento (...) Hablamos sobre los Mitford y califica a Decca (Jessica) de puta comunista. Debería yo haberle dicho que también él era un perro comunista hace unos años". Es difícil a veces no reconocer el lúgubre tono de voz de Proust en Le Temps retrouvé, cuando en el baile de la princesa Guermantes reencuentra a sus viejos amigos convertidos en grotescos monigotes cadavéricos.

La razón por la que Lees-Milne pudo conocer a tal cantidad de gente normalmente inaccesible era su profesión: apasionado por la arquitectura tradicional de las Islas, fue el mayor experto en los palacios y mansiones rurales que salpican la campiña inglesa con una riqueza que sólo puede ostentar un país que no ha sido invadido desde la Edad Media. Él fue uno de los pilares de esa institución admirable que es el National Trust, refugio de las enormes casas solariegas imposibles de mantener privadamente, incorporadas al patrimonio estatal y abiertas al público. Sus diarios están atestados de información sobre el inmenso dominio arquitectónico británico.

Es instructivo advertir que aquel Estado tan odiado por Lees-Milne y su casta logró salvar las mansiones y los parques, pero a ellos, a sus propietarios, no los pudo salvar nadie.

Artículo publicado el 13 de septiembre de 2010.

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13 de septiembre de 2010
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Brooklyn

 

Cuando a principios de este mismo año se conoció quién era el ganador del premio Costa (un galardón que, en contra de lo que pueda parecer, no lo dan en Benidorm o Marbella sino que es el nombre actual de los prestigiosísimos premios Whitbread) las sinopsis que daba la prensa adelantando el contenido de la novela vencedora no eran muy alentadoras: "Una muchacha pueblerina irlandesa se ve obligada a emigrar a Brooklyn en los años cincuenta. Cuando ha logrado abrirse camino en aquella gran ciudad, y ya tiene resuelta incluso su vida sentimental, se ve obligada a regresar a Irlanda por un asunto  familiar grave y allí  se verá obligada a recurrir a la voluntad para solventar el conflicto que le plantean la tradición y los lazos oscuros de la sangre enfrentados al destino que ella misma se ha estado labrando lejos de casa".  

Es decir, un trasunto que sonaba harto conocido y que en manos de algún zafio podía resultar siendo cualquier cosa, desde una suciedad al estilo de los narradores raperos urbanitas hasta una pesadísima reiteración de la épica lucha de una débil pero valerosa joven que logrará finalmente su derecho a vivir una vida digna y de provecho. El mejor, y casi podría decirse que definitivo, argumento a favor de la novela premiada era que su autor, lejos de ser un zafio, era Colm Tóibín, ese misterioso novelista irlandés que lleva más de treinta años afincado en el Pirineo de Lérida y que en su afán por mimetizarse con el medio incluso ha aprendido catalán. Una de sus vetas narrativas más fructíferas es la homosexualidad, un tema al que se enfrenta sin rodeos ni subterfugios hasta el extremo de que, en su biografía novelada sobre Henry James, no duda en atribuir al venerado maestro un rotundo romance con un joven artista italiano. Por descontado que, en el ámbito académico anglosajón, las "debilidades" sexuales del maestro hace años que no se ocultan, pero en cambio es costumbre dejarlas veladas tras esa elegante distancia, tan británica, que surge a partir del Oh, dear, you are right but no descriptions, please.   

Si cito ahora esta biografía no es porque Brooklyn tenga nada que ver con la homosexualidad sino porque, probablemente, a fuerza de documentarse e identificarse con el  personaje James (una operación indispensable para novelar una vida), Tóibín parece haber experimentado una saludable  transfusión de la escritura de aquél. Y asimismo, nada más lejos de mi intención que insinuar que le copia, o que mediante una operación de ósmosis se ha convertido en un discípulo aventajado. Pero un buen lector de James, mientras siga la lucha de la joven Eilis Lacey por crearse una vida a la medida de sus necesidades, percibirá sin duda una afinidad de tono y sensibilidad, o una longitud de onda que le sonará familiar. O como mierda se llame eso que el propio Tóibín, al hablar de su escritura,  describe como "un intento de ajustar el espejo al tamaño natural". En cuyo  caso será fundamental el punto en el que se sitúe el espejo y hacia qué trasfondo natural se enfoque.

Tóinbín podía haber elegido recrear un reflejo realista de la brutalidad inherente a un poblacho irlandés  de los años cincuenta (no tan lejana de la brutalidad inherente a un poblacho español de la época); describir con trazos gruesos la explotación brutal a la que eran sometidos los emigrantes en barrios como Brooklyn, o recurrir a la más descarnada rudeza para contar las relaciones sexuales entre jóvenes desarraigados. Y por la misma razón, una vez planteado el conflicto entre las renuncias que impone la sangre (en este caso, ocuparse de la madre abocada a una ancianidad miserable)  y la fidelidad al futuro que ella ha estado labrándose en América, Tóinbín podría haber elegido el sufrimiento tremendista y sin reparación posible, sea cual sea la opción que finalmente adopte su protagonista. Y nada de todo ello queda oculto en la narración, pues ni los personajes en tanto que individuos ni los grupos sociales donde se insertan reciben un trato edulcorado o mistificador: existen la brutalidad pueblerina y la falta absoluta de horizonte; en Brooklyn sí hay horizonte, pero la explotación a los emigrantes es inmisericorde y la opción a la que se ha de enfrentar marcará de por vida a  esa joven obligada a decidir si contar con apoyos, ni referentes, ni directrices morales acordes con la clase de mundo en el que ha de vivir. Pero, sin olvidar la diferencia del nivel en que transcurren,  Brooklyn  no se diferencia esencialmente de los dilemas y restricciones que acechan a los personajes que pueblan los ambientes elegantes y educados tan magistralmente descritos por James. Sin estridencias ni emociones desgarradas, y sin necesidad de escudriñar hasta en los rincones más tétricos del alma humana, la narración transcurre aupada en ese hálito perfectamente reconocible pero casi imposible de describir al que, para entendernos, llamamos literatura. O gran literatura. Un verdadero regalo que se degusta de principio a fin.

Y un lamento: es una desgracia y un atraso que a las novelas todavía haya que ponerles la palabra fin porque, si por el lector fuera, seguiría leyendo para enterarse de qué hará Eilis con su vida, cómo se las apañará con el amor y los hijos que tendrá, o qué les pasará al resto de personajes que han ido apareciendo a lo largo de este apasionante viaje de ida y vuelta.  

 

Brooklyn

Colm Tóinbín

Lumen

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13 de septiembre de 2010
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Cuando el Tiempo se retira

Pues tras la muerte el Tiempo se retira del cuerpo, y los recuerdos- tan indiferentes, tan apagados - se borran en la muchacha que ya no existe, como se borrarán muy pronto en aquel al que todavía torturan, y en quien perecerán cuando no los alimente ya el deseo de un cuerpo vivo. (IV, 624)

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13 de septiembre de 2010
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El temor y la esperanza

 

Entre los cuentos de los hermanos Grimm, hay uno del que partió para aprender a tener miedo. Después de pasar las aventuras más peligrosas, y casarse con la princesa, seguía sin saber qué era el miedo y no encontraba nada que temer. Por fin, la princesa se enfadó con el porfiado ignorante y decidió ayudarle a aprender. Fue al arroyo e hizo que le recogieran un pozal lleno de madrillas. Por la noche, cuando el hombre sin miedo dormía, le capuzó el pozal con las madrillas vivitas y coleando. Cuando el ignorante se despertó sobresaltado con el agua helada y los peces que se agitaban, quedó sobrecogido de horror y pánico insuperables, y por fin pudo decir: “ahora sé qué es miedo”.

Kierkegaard se refiere a ese cuento en El concepto de la angustia —las versiones españolas de Begrebet Angest siguen el cambio impuesto en 1981 por Reidar Thomte que tradujo como “anxiety” lo que en 1944 Walter Lowrie había traducido como “dread”—, y dice al principio del capítulo V que ésa es una aventura que cada cual tiene que superar: aprender cómo tener miedo, para no verse perdido por no haberlo tenido nunca, o por quedar sumido en él. Y concluye: “quien ha aprendido a tener miedo de forma correcta, ha aprendido lo más sublime”.

Aunque Kierkegaard se embolica malamente con el pecado original y otras curiosidades de la época, tengo por impecable su concepto del miedo como asignatura primordial. Como ejemplo de impostura contraria, se puede echar un vistazo a Ernst Bloch y su Principio esperanza, en cuyo prólogo también se menciona el cuento de los Grimm, pero esta vez para desdeñarlo como propio de la minoría de edad de la humanidad: “Una vez partió lejos alguien para aprender a tener miedo. Eso era más fácil conserguirlo en el pasado, cuando el miedo estaba muy cerca […] Lo importante ahora es aprender a esperar.”

El contraste entre el temor y la esperanza es uno de los temas favoritos de Guiciardini. En su Historia de Italia se repite varias veces su juicio de que en los pueblos y gentes inexperimentadas puede más la esperanza que el temor, y debiera ser lo contrario. Ahí habla el estadista que ve su oficio muy semejante al de domador, y desconfía de las efusiones del animalito, como dice en sus Ricordi (CXL): “Quien dice pueblo, dice animal loco, presa de mil errores y mil confusiones, sin fineza, sin gusto, sin firmeza.”

Es preciso observar que los animales también son susceptibles de negociar esperanza y que la doma consiste precisamente en suscitar ese reflejo. Son domesticables todos los animales en los que es posible cultivar la esperanza en el hombre, una vez que se les ha impuesto el miedo al hombre.

La esperanza es criatura del miedo. Las proclamas de aceptación de lo inevitable que hacen autores que temen mucho a la muerte, como Montaigne o Tolstoi, traslucen su esperanza de conjurar ese temor. Y es una esperanza que les viene del propio miedo porque, sin él, la muerte no les parecería interesante para ejercicio de lucimiento.

 

 

 

 

 

 

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13 de septiembre de 2010
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Artes oscuras

El alcance del escándalo todavía no se conoce. Lo que se sabe corresponde sólo a la parte visible y emergente del iceberg, pero la sospecha es pavorosa. Una de las mayores empresas multinacionales de la industria de la comunicación mundial, News Corporation, de la que es propietario el magnate Rupert Murdoch, aparece ahora mismo nimbada por la sospecha de que sus directivos han podido autorizar e incluso ordenar la utilización masiva de métodos ilegales y moralmente indecentes para obtener y publicar informaciones. Dos personas, un periodista y un investigador privado, fueron condenados y encarcelados hace ahora tres años por realizar escuchas ilegales a la familia real británica. El director del diario para el que trabajaban tuvo que dimitir. Y su compañía gastó dinero y esfuerzos para acotar el caso y evitar que se convirtiera en una impugnación generalizada de su peculiar forma de hacer periodismo, un oficio en el que la prensa sensacionalista británica suele dar lecciones a los remilgados periodistas norteamericanos y no digamos ya continentales, empeñados en la verificación y en la obtención por métodos legales y morales de las informaciones que publican. Esos métodos no convencionales de obtener informaciones, que han permitido a la prensa sensacionalista la obtención de un poder omnímodo, eran denominados por quienes las practicaban y conocían como ?las artes oscuras? del periodismo, según han explicado tres periodistas norteamericanos en The New York Times hace poco más de una semana en un amplio reportaje sobre este caso.

La publicación de este reportaje es lo que ha dado de nuevo dimensión internacional al escándalo, después de que la condena inicial del periodista Clive Goodman, corresponsal en la casa real británica para The News of the World, y el investigador privado, Glenn Mulcaire, contratado por el diario para apoyar las investigaciones de los periodistas, dejara el caso prácticamente aparcado. Ambos personajes conocían los códigos pin de los teléfonos del servicio y ayudantes de la familia real e incluso de los propios ?royals?, lo que permitió publicar los chismes más íntimos y comprometidos sobre su vida privada. La policía obtuvo evidencias de las escuchas ilegales, entre las que se hallaban casi un centenar de códigos pin de personajes famosos. Pero muy pronto Scotland Yard decidió frenar sus ímpetus investigadores. Según los periodistas norteamericanos esto se debe a que la policía ?tiene una relación simbiótica con News of the World? y con el grupo de Murdoch. Aunque se encontraron indicios de que tres periodistas más como mínimo pudieron utilizar las escuchas ilegales, ?los investigadores nunca preguntaron a otros reporteros o editores de News of the World sobre los pinchazos?. Scotland Yard avisó a sólo a las víctimas de las escuchas de Mulcaire que podían suscitar una preocupación específica por su seguridad, como miembros de la policía, el ejército, el parlamento o el gobierno, pero dejo al resto en la ignorancia. Murdoch, sus editores y amigos han intentado minimizar los hechos e interpretan la publicación de las informaciones en el New York Times como un ataque desleal por parte de un competidor periodístico, con el que el propietario de News of the World mantiene un durísimo pulso comercial. Murdoch compite con el diario de la familia Sulzeberger desde que compró el Wall Street Journal en 2007, y aunque le supera largamente en difusión, se ha propuesto erosionar su capacidad de influencia política, su imagen de profesionalidad y su credibilidad hasta destronarle de su condición de diario de referencia en Estados Unidos y en el mundo. Pero la batalla entre Sulzberger y Murdoch va más allá de los intereses comerciales e incluso políticos e incluye la confrontación entre dos tipos de periodismo, el de cejas altas, culto, correcto y progresista que practica el New York Times y el más populachero, grosero, incorrecto y conservador e incluso neocon de los periodistas de Murdoch. La publicación por el New York Times de este reportaje es una salva de advertencia del periodismo clásico norteamericano contra los gamberros llegados de Londres. La fuerza expansiva de la explosión ha alcanzado incluso la oficina del nuevo primer ministro, David Cameron. La capacidad de Rupert Murdoch para parasitar el número 10 de Downing Street ya quedó comprobada con el anterior inquilino, Tony Blair y su jefe de prensa, Alastair Campbell. Ahora con el nuevo gobierno da la casualidad de que el jefe de prensa es además un ex director de Murdoch y nada menos que Andy Coulson, el periodista que tuvo que dejar su despacho de director de News of the World con motivo de las escuchas ilegales a la familia real. Según los periodistas del NYT, la redacción de News of the World trabajaba bajo Coulson en ?una atmósfera degradada en la que algunos reporteros buscaban abiertamente la información pirateada u otras tácticas impropios con tal de satisfacer las exigencias de los editores?. Antes que el New York Times entrara en liza, el británico The Guardian ha sido el primero en informar ampliamente sobre el escándalo. Según el diario británico, News Corporation se ha gastado 1?6 millones de libras en indemnizaciones para evitar demandas de famosos pinchados por sus equipos de investigadores. The Guardian ha documentado parte del esfuerzo de obstaculización de las investigaciones sobre el alcance de las escuchas y el intento de acotar el caso al periodista y al detective condenados en 2007, así como la participación de una treintena de periodistas del grupo Murdoch en el aprovechamiento de las escuchas ilegales para su tarea profesional. (Enlace con la información publicada ayer por El País; con el reportaje de Don Van Nata Jr., Jo Becker y Graham Bowlet, publicado en The New York Times Magazine; y con la amplia cobertura de The Guardian). 

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13 de septiembre de 2010
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Colm Tóibín entrevistado

Colm Toíbín El extraordinario narrador irlandés Colm Tóibín decidió vivir en los Pirineos Catalanes hace muchos años. Luego de su célebre novela sobre los últimos años de la vida de Henry James, publicó el año pasado Brooklyn, aun más exitosa, que ganó el Premio Costa (antes conocido como Whitbread) y fue mencionada en varias reseñas de Los Mejores Libros del Año 2009. Ahora Lumen ha traducido la novela y en ?Babelia? Winston Manrique hace una extensa entrevista a Tóibín. Dice:

El cielo está azul y el sol cae suave sobre la hilera de montañas verdes que se divisan frente a las ventanas y la terraza del escritor, en ese pueblo agarrado a la montaña rocosa. De ese esplendor matinal se beneficia el salón a través de un par de lucernarios en el alto techo de dos aguas de la casa. Sentado delante de una mesa de roble amarillo, Tóibín se sorprende como un niño cuando ve la edición española de su nueva novela, Brooklyn (Lumen), una odisea de ida y vuelta en los albores del mundo contemporáneo cargado de promesas con sus temas predilectos: exilio, identidad, familia e Irlanda. Es una historia de comienzos de los años cincuenta que narra el destino de una joven inmigrante irlandesa, ?y su encuentro con un nuevo mundo, especialmente con el amor? Y de lo que pasa cuando un inmigrante es extranjero en sus dos países, e incluso de sí mismo??. Ella se llama Eilis y en su descubrimiento de la vida se alcanzan a ver los pilares con que se levanta el imperio estadounidense y el embrión de su influencia a través del nacimiento de la sociedad de consumo, de la liberación femenina y de los derechos civiles de los negros. Una historia desencadenada por las cosas que se callan y que pueden llevar el sino de la tragedia. ?Lo curioso es que en febrero estaba firmando libros en Nueva York, después de una lectura, y una mujer se me acercó y me dijo que era la hija de Eilis. Sabía que era fácil que los irlandeses se vieran reflejados en la novela. Creí que se refería a que su madre se le parecía. Pero no, ella insistió en que era su madre. No sabía qué pensar. Aunque bien es cierto que yo había escuchado de niño parte de esta historia en mi casa de Enniscorthy, en el condado de Wexford?, territorio literario de sus obras. Ahora resultaba que el destino de la novela continuaba en la vida real. Sorprendido, debía averiguar si era verdad lo que la mujer decía; así que le preguntó cómo se llamaba su madre. Si acertaba, se cerraría un círculo: realidad, ficción, realidad? (?)

Convergen aquí dos de sus temas habituales: la homosexualidad y la familia, tratado en novelas como El faro de Blackwater y The Master. Retrato del novelista adulto, la elogiada y premiada falsa biografía de Henry James. ?En The Master cuento esto que pasa conmigo. Que tengo un hermano mayor, más fuerte. Como Henry James también con William, era muy interesante la relación, porque es una que podrías tener toda la vida con un hermano mayor así. Y también con tías. Éramos cinco, como los de James; entonces, estaba jugando un poco con esa familia y la familia, en la novela?. Ante la idea de que la familia puede ser castradora, aclara que ?es muy útil si uno es novelista, porque lo sabe todo de todo el mundo y de sus vidas. Además, está luego el drama de escapar, regresar, pertenecer, no pertenecer? es muy poderoso?. Sus palabras se van hacia las anécdotas cuando alguna nube extraviada cubre el sol y la casa se ensombrece un tris. No tarda en aparecer otro tema clave en la novela: las cosas que se piensan pero se callan y que pueden llevar consigo una condena. ?Me interesa explorar como un minero que busca algo. Lo que la novela hace, de un modo que no pueden igualar el cine o el teatro, es explotar esa división entre lo que estás pensando y lo que dices. El rostro y la cabeza. Puedes jugar mucho con el autodominio. Con los niveles de guardar secretos de ti mismo, del mundo. Reservarlos. Y mostrar algo totalmente distinto. La primera cosa que hace mi protagonista es guardar algo. También se recurre al silencio total, si es muy importante. Por ejemplo, mi padre murió cuando yo tenía 12 años. Es un tema íntimo del que no hablo. Con los años, aprendes que es dañino. No es una manera ideal de vivir, y, en cierto modo, lo estoy usando todo el tiempo para escribir. En la vida lo mejor es decir todo. Pero no quería escribir una gran tragedia?.

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12 de septiembre de 2010
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La nueva normalidad de la tortura

Se está confirmand lo que muchos se temían y que la Unión Americana para las Libertades Civiles de Estados Unidos (ACLU) había denunciado ya el pasado mes de julio. La Administración demócrata del admirado Barack Obama está asumiendo como una nueva normalidad una parte del peor legado de su antecesor George W. Bush con relación al recorte de derechos y libertades, como es el mantenimiento de detenciones indefinidas de sospechosos de terrorismo, los tribunales militares de excepción y los asesinatos selectivos, que se han incrementado en los dos últimos años. La ACLU reconoce los progresos en derechos humanos de la nueva Administración demócrata, como prohibir categóricamente la tortura y los centros de detención secretos de la CIA o dar a la luz pública los informes jurídicos de la anterior Administración que autorizaban la tortura. Pero ha asumido como un legado inamovible e incluso ha ampliado otro tipo de prácticas que según esta institución de vigilancia democrática vulneran ?los valores básicos que están en los fundamentos de la fuerza y la seguridad de nuestra nación?.

Una sentencia de un tribunal federal de apelación reforzó esta pasada semana la actitud de la Casa Blanca respecto a los detenidos sospechosos de terrorismo. El tribunal rechazó por un solo voto de diferencia (seis a cinco) que cinco prisioneros de la CIA supuestamente torturados por encargo en prisiones de terceros países pudieran emprender acciones legales ante tribunales estadounidenses. La demanda, presentada también por la ACLU, tuvo que resolver ?un penoso conflicto entre derechos humanos y la seguridad nacional?, según uno de los jueces que decidió sobre el caso. Acosado salvajemente desde la derecha, erosionado por la crisis económica y sobre todo por la pérdida de puestos de trabajo y encadenado todavía a las funestas consecuencias de las guerras preventivas y las políticas antiterroristas de Bush, Obama no tiene márgenes de maniobra para progresar en su programa de derechos civiles. Al contrario, tiene fuertes presiones de los militares y de los agentes secretos para que lo abandone. Obama no tan sólo carga con parte del legado de Bush en derechos humanos, sino que además se ve obligado a defenderlo. La ACLU emprendió la acción judicial contra las torturas bajo Bush y la ha seguido con Obama, cuya Administración ha recurrido en defensa del secreto de Estado y en contra de los derechos de estos detenidos. La tortura ha quedado prohibida con Obama, pero no el secreto sobre las torturas del reciente pasado y por tanto las que puedan producirse secretamente en el presente. The 'New York Times' zanjó el caso con un editorial este pasado jueves cuyo título dice todo sobre su posición: ?La tortura es un crimen, no un secreto?. 

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12 de septiembre de 2010
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Kjell Askildsen reseñado

Kjell Askildsen  La traducción en Lengua de Trapo del escritor noruego Kjell Askildsen fue uno de los mayores aciertos editoriales de las últimas décadas. Una suerte que nos hayan descubierto a este narrador absolutamente extraordinario, al que muchos podrían ?acusar? de minimalista pero no lo es, de ningún modo, aunque es cierto que sus recursos literarios están reducidos a la mínima expresión.  En ADN Cultura apareció una reseña de Debora Vásquez sus Cuentos Completos, editados por Lengua de Trapo, donde me entero (después de leer su obra no es difícil anticiparlo) que el sujeto es un huraño.  Dice la reseña:

El primer libro de Kjell Askildsen (Mandal, Noruega, 1929) fue prohibido por inmoral en la biblioteca pública de su ciudad natal. Pero el escandinavo no claudicó. ?La literatura -confiesa- es el único punto en mi vida en el cual tengo la sensación de estar seguro de mí mismo.? La traducción de su obra a más de veinte lenguas prueba que no estaba muy errado. Askildsen es un hombre discreto y poco afecto a dar entrevistas. Aunque domina perfectamente el inglés (tradujo a Samuel Beckett y Harold Pinter, entre otros,) a los cronistas extranjeros sólo les responde en su lengua materna. Vive en las afueras de Oslo y hace más de diez años que no publica. Cuentos reunidos compila cuatro de sus excelentes volúmenes de relatos. Treinta y seis textos en total que Fogwill -oficiando en esta ocasión de editor- reorganizó con buen tino, desatendiendo el orden cronológico para privilegiar ?un contrapunto de personas narrativas, extensiones relativas e intensidad del conflicto dramático?, que vuelve al libro sumamente dinámico y evidencia la pareja calidad del conjunto. Algunos de los cuentos son tan escuetos que cortejan el género del microrrelato, sin contraer, por fortuna, ninguna de sus mañas: chistes obvios, parábolas de bolsillo o mitologías prêt-à-porter . Como en las narraciones de Hemingway -uno de los escritores favoritos del noruego, junto con Alain Robbe-Grillet y Claude Simon-, los relatos de Askildsen esconden más de lo que muestran y se abstienen de dar explicaciones. Los finales, por lo general abiertos, instalan una falsa calma: treguas domésticas que barren la incomodidad debajo de la alfombra tras reacciones violentas. El desencadenante de estas crisis maritales o entre consanguíneos es por lo general un detalle menor. Pero la trascendencia que adquiere esa pequeñez expone el mundo de rencores enmudecidos y cohibidas intenciones que acechan a todo vínculo. (?) Los personajes que habitan estos relatos son gente a la que nadie saluda en el día de su cumpleaños. Seres cínicos dispuestos a tergiversar una anécdota de la infancia para atizar la ira de un hermano. Parientes que hacen visitas sólo si el otro se partió un fémur. Gemelos que se cruzan en la calle después de once años y fingen no reconocerse. Paranoicos que callan para no dar a entender nada. Ausentes crónicos en entierros de padres y madres. Susceptibles congénitos, como el narrador de ?No soy así, no soy así?: ?Mi hermana me dijo que el trasero de mis pantalones estaba muy brillante por el uso. Yo lo sabía, pero me irritó que hiciera ese comentario, porque nunca he tolerado que un parentesco del que no tengo ninguna culpa justifique la falta de tacto?. Gente que no sabe de apremios económicos (?ser noruego -señala Fogwill en el prólogo- es contar con un ingreso per cápita de sesenta mil dólares anuales?), trabaja poco y tiene tiempo de sobra. Tiempo de vacaciones, de ocio o de retiros tempranos. Tiempo para observar a un vecino o a dos moscas apareándose. Mundo de voyeurs en el que no faltan los largavistas para hacer foco en jardines propios o ajenos. Pero la indiscreción no termina ahí: hurgar en la basura del cónyuge, como lo hace el protagonista de ?El comodín?, o leerle el diario íntimo a la hermana, como sucede en ?Los invisibles?, son prácticas lícitas. Saberlo todo acerca del otro es el fin que justifica los medios. Carente de descripción de lugares y personas, la prosa eficaz y somera de Askildsen descuella en los diálogos sincopados, y a menudo sin entrecomillar, en donde prima la incomodidad de los silencios, la frase hecha que obtura la comunicación y un oído absoluto a la hora de captar el desacople entre pensar y decir. (?) Askildsen, cuyo alter ego puede adivinarse en el viejo cascarrabias de ?Últimas notas de Thomas F. para la humanidad?, declaró en alguna ocasión: ?No me gusta un relato que no crea desasosiego?. Y su obra demuestra que no miente. Al transitar sus Cuentos reunidos el lector queda con una sensación de invernal aridez debajo de los zapatos. Algo parecido a lo que le sucede al matrimonio que no sabe qué hacer con el animal que aparece muerto en el sótano de su casa. Hasta que el hombre, desoyendo a su pareja, se impone: ?Cuando la tierra se desheló, enterró al perro en la huerta. Erna no dijo una palabra, pero al llegar la primavera, la huerta quedó sin cultivar?.

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11 de septiembre de 2010
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El Boomeran(g)
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