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Música para no estar

Hay música para música para bailar, música para  amar, música para recordar según se proclama  en los textos de publicidad a través de las emisoras de radio. Falta además enumerar la especie  destinada a  no estar.

No estar ante los demás. Y no ya aislándose a la manera de encerrarse en una habitación de casa, sino música para recibir, como una inoculación auricular, la anulación de lo real y obtener el efecto de no sentir siquiera al  yo, disuelto en la melodía. No sentir al latoso yo de ser un famoso jugador de fútbol, por ejemplo y anularse en la completa turbación del oído, tal como parece que les ocurre a los futbolistas cuando bajan del autobús.

¿Gentes arrogantes los jugadores? ¿Ídolos que nos desdeñan tapándose los oídos con sus auriculares? Precisamente se trataría de todo lo contrario. Sin pinganillos el jugador sufriría, a causa de la pesada conciencia de su "yo famoso", el ruido de los hinchas y padecería, en consecuencia, la división entre el "motivo" (de su viaje)  y el "tema" (de sus admiradores).

El yo famoso se tapona pues mediante el i-Phone donde se compactan mil composiciones. Música a granel y favorita que elude con su  redundancia en el tímpano toda presencia exterior. Música que sella precisamente  la otra música sin "sello", sin marca,  que emite el desafinado jolgorio del seguidor.  

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28 de septiembre de 2010
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Herramientas de antaño

El escaparate del nuevo reparto de poder es la escena internacional, con sus momentos estelares significativos, en los que vemos desfilar a los rumbosos nuevos agentes mundiales y captamos los gestos de preocupación de quienes tenían hasta ahora el monopolio de las decisiones que nos afectaban a todos. Ahí están las reuniones del G20, las cumbres sobre cambio climático, las grandes negociaciones internacionales de paz y de desarme, o las citas del Hollywood de la política internacional que es Nueva York en septiembre. Pero detrás del escaparate, en los rincones más oscuros, también se reparten de nuevo las cartas. Los cambios geopolíticos y los desplazamientos de poder se están se producen en los grandes espacios al igual que en los patios domésticos.

Los sindicatos de clase han sido un agente muy poderoso e influyente en la Europa del siglo XX y, sobre todo, en la configuración del Estado de bienestar que constituye una de las características de las sociedades europeas. Ha sido históricamente decisivo su papel en la formación y consolidación de los partidos socialdemócratas --ahora en caída libre--, asociados a su paso por los gobiernos y a la huella profundísima que han dejado en las políticas sociales y de solidaridad. Ahora mismo han revelado una vez más un resto de fuerza política en Reino Unido: han sido los votos sindicales los que han decantado la elección de Ed Miliband como líder del Labour en vez de su hermano David, más centrista. Pero no nos engañemos. Esas organizaciones europeas de encuadramiento obrero y defensa de los intereses de los asalariados pertenecen a otra época. La clase obrera se ha ido diluyendo en el mundo globalizado, erosionada hasta su desaparición por la deslocalización industrial que ha trasladado los puestos de trabajo desde las cuencas europeas hasta las aglomeraciones chinas, y por la automatización de la producción, que ha convertido enteras ramas de empleo intensivo en silenciosas plantas conducidas por ingenieros. En la intemperie de la globalización han aparecido dos nuevas clases sociales sin apenas defensa sindical: los parados fabricados por las crisis tecnológicas, las deslocalizaciones y las recesiones como la que terminamos de atravesar ahora; y los inmigrantes que huyen en masa de la miseria y el hambre de los países vecinos. La huelga general, noble y utilísima herramienta de la lucha de clases clásica, constituye hoy un enigma de difícil comprensión para las nuevas generaciones educadas en el teletrabajo, la multiculturalidad y el individualismo: tiene poco o nada que ver con la realidad de la estructura productiva actual. Como instrumento de acción política es también de dudosa eficacia, sobre todo cuando se esgrime ante gobiernos que ya han cedido la parte sustancial de la soberanía nacional en políticas monetarias y económicas. Queda sólo su valor simbólico o emblemático, como envite de los sindicatos ante el nuevo reparto de poder que se produce en el mundo, esta vez puertas adentro. Los sindicatos históricos de la gloriosa y desaparecida clase obrera quieren estar en el nuevo mapa que estamos trazando entre unos y otros. Este mundo nuevo que está surgiendo también necesitará gente y organizaciones que pugnen por los derechos de los trabajadores, por la solidaridad y por la justicia, no hay duda. La duda sobreviene cuando nos planteamos si servirán aquellas nobles y antiguas herramientas o si serán incapaces de adaptarse y defender a las nuevas clases desposeídas con la misma eficacia e intensidad que lo hicieron con la clase obrera clásica. Algo de esto está en juego en la huelga general, otra vieja herramienta, convocada en España este 29 de septiembre. En ella los sindicatos dilucidan su poder y su destino.

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28 de septiembre de 2010
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Desmaterilización

La desmaterialización de los objetos, las producciones, las herramientas y hasta de las personas, es la tendencia general de la época.

La época misma tiende hacia un destino desmaterlializado (sin ideologías, sin creencias, sin descendencia, sin empleo, sin publicidad ni televisión patetes) que abrirá un espacio  inédito.

 La electrónica que hemos celebrado hasta ahora es una tecnología que mientras actúa nos resta actividad, mientras se activa progresivamente deshace la progresiva cercanía del mundo

¿Contacto entonces con la electrónica en lugar de con la mecánica, por ejemplo? No. La sustitución de un mundo mecánico tangible por otro distinto deja de conllevar una nueva tangibilidad.

 Sencillamente los instrumentos,  las circunstancias, los contactos, los sujetos, lo que se llamaba realidad e reemplaza por una nube ilocalizable e impalpable.

La modulación de esa nube continúa en el invisible universo de la red no se realiza tampoco a partir de voluntades individuales definibles sino de una voluntad desmaterializada que suponemos de carácter general pero que en realidad, no la dominamos físicamente.

 Lo inmaterial huye de nuestras manos y de nuestra presencia y de nuestra influencia corporal. A la física siguió el auge de la química a la química  siguió el éxito de la biología. Finalmente  a la química y la biología juntas sucedió la gloria de la bioquímica. En las ciencias médicas la reproducción de células se efectúa, así,  casi de la nada. De la nada venimos y la nada aceleradamente nos dirigimos.

 De la materilización del mismísimo saber antiguo a la desmaterialización de la misma ignorancia presente, tanto más sólida y determinante esta ignorancia cuanto más crece su vacío interior.

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28 de septiembre de 2010
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LA PIRUETA de Eduardo Halfon

RESEÑA SIN PLUMAS por Iván Thays LA ALTERNATIVA NOMADA ?Lo único que entendía, realmente, era que estaba obsesionado con la idea de buscarlo, que necesitaba buscarlo quizás de la misma manera en que un niño, con algo de miedo, con algo de curiosidad o morbo, necesita meter la cabeza debajo de su cama para buscas un fantasma?. Así termina el espléndido primer capítulo de la novela La Pirueta de Eduardo Halfon. Miedo, curiosidad, morbo, son las explicaciones que el protagonista le da a su obsesión. ?Necesidad? es la que se me ocurre a mí. Una necesidad imperiosa, anidada quizá en el inconsciente, que lo obliga a buscarse a sí mismo en otro.  La historia de La Pirueta nos lleva primero a Guatemala, donde el narrador (Edu) y su graciosa novia conocen en un bar, por coincidencia, a un pianista serbio llamado Milan Rakic. Hablan de música apasionadamente; Edu y Milan . Al día siguiente deciden ir a escucharlo y se dan con la sorpresa de que él, aunque presenta un programa, no se ciñe a él sino que improvisa todo el tiempo. La admiración y la amistad que Edu empieza a sentir por Milan es enorme y correspondida. Cuando al fin el nómada Milan tiene que irse de viaje, Edu empieza a recibir una serie de tarjetas postales desde los lugares más inesperados del mundo, en los cuales Milan reflexiona, recuerda y también cuenta historias sobre gitanos. El mundo gitano es una obsesión en Milan. El está seguro de que su sangre es gitana y que hay algo de ellos, de su pasión, en su arte desvariante arte pianístico y en su fascinación por los viajes. Al mismo tiempo, rechaza esa filiación dramática. Las postales, por tanto, forman un rompecabezas en el que Milan poco a poco va asumiendo su destino y su sangre. La última historia que cuenta, la última postal que recibe, es una sobre un niño gitano que antes de desaparecer en el bosque hace una pirueta final. La tercera parte cuenta el viaje de Edu hacia Belgrado, en búsqueda de Milan. Ahí es recibido por unos amigos que lo llevan a visitar la ciudad, aunque no se comprometen realmente con su obsesión. Un momento culminante es cuando se encuentran con gitanos. Edu les enseña una foto de su amigo y ellos se burlan de él. ?Ese sujeto no es un gitano? dicen. La búsqueda parece llegar al final, un fracaso, pero aun hay una sorpresa más, una última pirueta, antes de terminar la novela. La identificación que tiene Edu con Milan es inmediata. Ambos son nómadas, ambos se sienten marginales, mestizos, sin posibilidad de pertenecer a una sola raza o religión o grupo humano. Entre el serbio que se cree gitano y el centroamericano judío, de origen polaco, hay un lazo en común que es la falta de un centro. La obsesión de Edu por encontrar a Milan es la misma que podría tener cualquiera por conocerse a sí mismo. El gitano que se interna en el bosque es equivalente a Edu internándose, en contra de toda la racionalidad y la sensatez, en las calles de Belgrado siguiendo una pista inexistente, un pálpito. El viaje en avión es una buena síntesis del clima de la novela. La inestabilidad, la sensación de no entender lo que sucede, de no comprender el idioma, de no estar en ningún lugar. Existe una condición nómada, desde luego, pero también la necesidad de ser gregario e identificarse con algo. La inestabilidad de Edu (como la de Milan) es un lastre en su vida y en sus relaciones con la novia y, en general, con su complicado país centroamericano, apenas mencionado pero que, justo, brilla por su ausencia.  Debo reconocer que a Halfon le ha sido muy difícil superar la calidad de sus primeros capítulos y la novela decae en la parte dedicada a las postales, enumeradas y transcritas, con historias que tienen una función concreta en la novela pero que carecen de la intensidad de las primeras partes del libro y de las últimas escenas. También debo decir que, aunque se justifica en la novela a nivel simbólico, la obsesión de Edu por Milan, que lo conduce hasta Belgrado en un viaje inexplicable, es bastante arbitraria y algo inverosímil. Como pueden ser arbitrarias e inverosímiles las obsesiones, por cierto. Sin embargo, no cabe duda de que la novela plantea problemas concretos a través de personajes entrañables como Edu, su novia y Milan. La pirueta es una reflexión distinta, ingeniosa, osada pero sobre todo muy aguda, sobre viejos temas latinoamericanos como son el de la identidad, la marginalidad, el centro y la periferia. La pirueta Eduardo Halfon. Pre-Textos: Valencia, 2010

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28 de septiembre de 2010
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¿Quién mató al videoclub?

Hace algunos meses se cerró el último videoclub de Ithaca, la ciudad universitaria en que vivo. Me sorprendió que nadie lamentara su desaparición; es cierto que la biblioteca de Cornell y la municipal tienen buenas colecciones de clásicos, que en la puerta de Wal-Mart están las opciones más comerciales de Redbox y que en Best Buy se pueden conseguir novedades más alternativas, pero eso, pensé, no era suficiente para reemplazar a un buen videoclub. Me dije, melodramático como Carlos Argentino Daneri, que el incesante y vasto universo se seguía apartando de mí y que ese cambio era uno más de una serie infinita.

Luego reflexioné que hacía rato que no iba al videoclub, como seguramente le ocurrirá a muchos. Utilizamos otras formas de conseguir películas y series de televisión. No había nada que lamentar, porque el cambio había ocurrido mucho antes de que se cerrara el último videoclub (una novela como Por favor, rebobinar, de Alberto Fuguet, con su celebración de ese espacio, es hoy una pequeña cápsula de tiempo). Para el que tenga paciencia para descargar películas o series enteras, casi todo está en pirata. Está Hulu, están iTunes y Netflix. Netflix es eficiente; sólo tarda un día en que las películas pedidas lleguen a casa. Ahora, buena parte de su enorme librería está en streaming, con lo que los más impacientes ya no tienen que esperar nada.

Hubo un tiempo en que los puristas elevaron el grito al cielo: era una blasfemia ver una película en VHS o Betamax. Nada se comparaba al espectáculo de la pantalla grande; ir al cine y entrar en comunión con un grupo de desconocidos era todo un acontecimiento, y por ello no era difícil concluir, como hicieron muchos, que en la oscuridad de la platea se practicaba la verdadera religión del siglo XX. Como parte del ritual, los cines de la la primera mitad del siglo XX eran pequeños palacios desde el punto de vista arquitectónico (en Boquitas pintadas, Manuel Puig le saca partido a este tema).

Pero el tiempo, que todo lo puede, hizo lo suyo y llegó un momento en que pocas cosas se comparaban al espectáculo de ver un buen DVD en un televisor; ir al videoclub era todo un acontecimiento, implicaba pasarse horas emocionadas buscando una película para llevársela a casa a verla en comunión con la pareja o los amigos (aunque sonara el teléfono). Y luego la gente se cansó del videoclub, o, mejor, comenzó a ser entrenada por la computadora y se dio cuenta de que ahí, al alcance de la mano, había un vasto arsenal de películas, y que, para colmo, muchas de ellas eran gratis. La pantalla volvía a achicarse, algunos puristas (siempre quedan) volvieron a elevar el grito al cielo. ¿Qué dirían ellos de mis hijos, que ahora ven películas en el iPhone?

En "Video Killed The Radio Star", The Buggles cantan: "Video killed the radio star/ In my mind and in my car/ we've gone too far"). Esa canción tan pegajosa que en mi adolescencia temprana yo entendí como celebratoria de los nuevos tiempos era en realidad un lamento por un tiempo que se iba ("I ahora entiendo los problems que tú puedes ver"). ¿Quién mató al videoclub? Lo matamos entre todos. ¿Hemos ido muy lejos? Por supuesto que no. Habrá más pantallas, cada vez más diminutas. El tiempo hará que sigamos perdiendo cosas en el camino; las nuevas tecnologías, incansables, nos seguirán entrenando a aceptarlas, a verlas como imprescidibles, de manera tal que no tengamos mucho tiempo para la nostalgia, para darnos cuenta de todo aquello que se perdió. 

(La Tercera, 27 de septiembre 2010)

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27 de septiembre de 2010
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No hay quien se escape

Leo en un TLS de julio que Beckett está siendo nacionalizado por las fuerzas vivas irlandesas como si fuera una empresa ferroviaria. Durante un siglo los nacionalistas de la Verde Erin ni siquiera se dieron por enterados de que Beckett era tan irlandés como el IRA y arrugaban la nariz si se le mencionaba en público. Ahora esos mismos patriotas consideran que es una pena dejar de cobrar entrada por las visitas. Las ruinas de Joyce no dan más de sí. Ya muy pocos turistas compran ceniceros Dedalus, jarras de cerveza Ulises o camisetas Bloom. Con un poco de suerte los próximos se lanzarán sobre los paraguas Godot.

Antes le odiaban. Ahora creen que es un fiambre con posibilidades. La política tiene estas veleidades. No importa que Beckett detestara "la estrechez mental de la Irlanda independiente", que tuviera "una total aversión a cualquier discurso nacionalista", que fuera "incapaz de entender el concepto de El Pueblo Irlandés" (Mark Nixon), que jamás mostrara la menor simpatía por el gaélico, que lo principal de su obra hubiera sido escrito en francés o que mostrara sin recato el tedio que le causaba cuanto le recordaba a Irlanda. Nada puede detener a un nacionalista dispuesto a hacer negocio: en 2006 acuñaron un euro con su persona y en 2009 le dedicaron un puente en Dublín. Total, ya nadie lo lee...

La infección, como es lógico, comienza siempre en las esferas ilustradas. He aquí los cinco estudios que han aparecido en los últimos meses sobre tan relevante cuestión:

 

-Beckett and Ireland (S.Kennedy)

-Beckett and contemporary Irish writing (S.Watt)

-Samuel Beckett and the postcolonial novel (P.Bizby)

-Samuel Beckett and the problem of irishness (E.Morin)

-Samuel Beckett (A.Gibson)

 

Es como el chiste aquel de nuestra infancia que terminaba la lista de libros científicos sobre los paquidermos con "El elefante y el problema catalán".

Los irlandeses, sin embargo, siempre llevan encima más copas que nadie: me parece extraordinario lo de Beckett y la novela poscolonial. Irlanda es a Zimbabue lo que Beckett es a Mugabe. ¿O a Isabel II?

En el proceso poscolonial las antiguas colonias sufren una irresistible pulsión imperial y reclaman todo lo que es suyo, o sea, todo. El pobre Beckett metido en el agujero de "Fin de partida" no puede defenderse, está condenado: acabará convertido en otro valor de la bolsa cultural nacionalista.

Tumbado en la oscuridad que tanto amó, como desde el cubo de basura que en su teatro era el mundo, seguro que se ríe y luego tose y se atraganta y se sujeta las costillas muy dolorido y blasfema y acaba bostezando.

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27 de septiembre de 2010
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Felliniana 1

‘Hitchcokiano', ‘buñuelesco', ‘felliniano'. Yo diría que no hay más adjetivos gentilicios indiscutibles en el cine, tal vez con la salvedad, entre los vivos, de ‘almodovariano'. Esa categoría rara de obtener a escala mundial fuera de las bellas artes (lo goyesco) o la literatura (lo dantesco), la consiguió Federico Fellini pronto, a partir seguramente de su tercer largometraje ‘La strada', y no dejó de marcar su cine y su personalidad desde entonces, aunque lo felliniano se impuso al gran público a partir de la que es su primera obra maestra absoluta, ‘La dolce vita', que ahora cumple cincuenta años. Con ese motivo se ha publicado en España un dvd remasterizado digitalmente (la calidad de la imagen no es, sin embargo, óptima) de la película estrenada y premiada en Cannes en 1960, que, eso sí, resulta generoso en los dos discos extras que la acompañan. La he vuelto a ver con inmenso placer la noche del mismo día en que visité la exposición sobre el cineasta de Rímini, que está, después de una larga gira, en la sede madrileña de Caixaforum, donde permanecerá abierta hasta fin de año. Vean la exposición si tienen la ocasión (sobre todo por las pequeñas joyas de los ‘spots' publicitarios rodados por Fellini, tanto el verdadero como los falsos), pero de ningún modo dejen de revisitar o descubrir ‘La dolce vita' en el año del cincuentenario.

   Toda película que dura casi tres horas, como toda novela que ocupa seiscientas o mil páginas, encierra sus momentos de leve desmayo, y así le sucede al film que puso en circulación el término ‘paparazzi' (tomado del apodo de uno de sus personajes secundarios, el fotógrafo sensacionalista Paparazzo). El baile al aire libre de Anita Ekberg descalza se hace largo, y el reencuentro del padre del protagonista con su hijo Marcello, interpretado por Marcello Mastroianni, se demora demasiado en el night club, aunque termina siendo profundamente conmovedor. Pero qué pertinente y qué brillante es todo el resto del film, desde su inolvidable arranque del Cristo volando en helicóptero sobre la antigua y la moderna Roma, un episodio para el que -la exposición de Caixaforum lo detalla bien- Fellini se inspiró en una ceremonia sacra desarrollada en 1956 en la plaza del Duomo de Milán.

     Fellini, que tenía pretensiones de artista plástico, es un dibujante mediocre y pueril (también eso se revela en la exposición). Hay, por el contrario, pocos cineastas que hayan sabido perfilar y rellenar con tanta densidad dramática el trazo de sus personajes, una galería que millones de espectadores hemos hecho nuestra a lo largo de una filmografía abundante en obras excepcionales. En ‘La dolce vita' destaca la actriz despampanante y su famoso entrada en las fuentes de Trevi, pero hay otras figuras de poderosa identidad: la rica heredera deseosa de emociones fuertes (Anouk Aimée), la amante histérica, el sofisticado intelectual católico, la fauna bohemia e internacional de la Roma de entonces. De hecho, una de las posibles lecturas de ‘La dolce vita' es la documental; Fellini pasea su cámara por los escenarios donde el concepto de vida privada y fe religiosa empezaba a degradarse (escena de las apariciones), en un relato que se debate siempre entre la atracción y el rechazo por ese mundo.

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27 de septiembre de 2010
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Objetos parados

Los objetos domésticos como los gatos y los perros, como el agua del grifo, como el whisky,  el pan o los hijos componen un sistema en el que todos interactúan sin remedio y de esa dinámica imprevisible se deduce el carácter de la casa. La vivienda, a su vez, como contenedor y observador del abigarrado contenido, encabalga también sus opiniones y su energía. El conjunto, al que se incorporan las visitas, el polvo, el sonido del teléfono o de la ducha, forman un tremendo nudo vital por el  que contraemos el humor así como también enfermedades y neurosis, paz y melancolías.

 La vida orgánica, en fin, aquella que nos auscultan en la policlínica representa apenas una pequeña vesícula de la gran bolsa en la que alentamos y residimos. Dolores y gozos que proceden de la calle o del trabajo, del cónyuge, los hijos, las goteras o los programas de televisión se cruzan en un sinfín de cables que sólo la muerte sabe recontar y en cuya circunstancia podría distinguirse, al modo de los exámenes forenses,  alguna menuda disyunción crónica que sin saberla nos condiciona el talante y, definitivamente, nos abate desde la compleja vertical en marcha a la exposición horizontal, desde el movimiento continuo, tan incesante como  ensordecedor, a la silenciosa parálisis o la taimada apariencia general de los objetos.

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27 de septiembre de 2010
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Nabokov y su Lolita

 

Advierto de entrada que se trata de un libro de apenas 70 páginas, pero advierto asimismo que se trata de un libro-trampa  que actúa a la manera de las bombas de fragmentación y lo explico: a las pocas páginas de iniciada la lectura uno siente que el deseo se le empieza a disparar en todas direcciones. Nina Berberova es una lectora imaginativa y con una potente capacidad de sugestión y aparte de ir saltando de un tema a otro dentro de una misma novela puede saltar de unas novelas a otras de un mismo autor (en este caso, claro, Nabokov), pero también a las novelas de otros autores, contemporáneos o no. Y lo hace mediante indicaciones precisas y casi como de pasada. Hablando de una técnica narrativa que ella denomina "apertura de las compuertas del subconsciente", cree detectar rudimentos de dicha técnica en Cervantes, Sterne y Dostoievski, pero de pronto, y casi como de reojo, afirma. "El ejemplo más próximo a nosotros es el proceso mental de Ana Karenina durante su último trayecto en calesa con el inolvidable episodio del "peluquero Tiutkin"". ¿Inolvidable?, se pregunta el lector mientras, abriendo las compuestas de su propia memoria, trata de recordar si el viejo ejemplar de Ana Karenina sigue en la estantería o si figura entre la lista de bajas provocada por el último (e inútil) intento de ganar el espacio vital perdido frente a los libros. Poco a poco, y según vayan siendo citados los libros de unos y otros, las notas mentales de alerta, o la lista de libros a comprar, se irá incrementado sin cesar porque, como digo, Nina Berberova habla de literatura con la misma soltura y conocimiento de causa con las que Ángel Nieto habla de motos. Y si hace falta una notable presencia de ánimo para no cerrar el libro de la Berberova y salir corriendo a buscar el ejemplar de Lolita, al poco rato la cosa se complica notoriamente  porque, además de Lolita, uno siente la ineludible urgencia de reunir toda la obra de Nabokov y comprobar libro por libro las continuas sugerencias y observaciones que se hacen de él.  Se da la circunstancia de que, además de una extraordinaria lectora, Nina Berberova  nació en San Petersburgo por los mismos años y a sólo unas pocas calles de distancia de donde nació Nabokov, por lo que además de unas experiencias vitales muy similares (el mismo entorno familiar y cultural, exilio forzoso casi simultáneo, peregrinaje de unas naciones a otras por culpa de la II Guerra Mundial, etc) ambos llevaron una trayectoria profesional muy parecida hasta que, a raíz de Lolita, Nabokov pasó a ser considerado un genio universal. Ella, mientras tanto, permaneció siendo una oscura emigrada que únicamente escribía en ruso hasta que, a la edad de 88 años, le llegó la fama. Su conocimiento de la obra de Nabokov - y de la mejor literatura contemporánea - le permite hacer unas vertiginosas lecturas transversales en las que, por ejemplo, pasa sin solución de continuidad del tema del doble en Nabokov a la comicidad en Dostoievski, todo ello salpicado de afirmaciones como: "Nabokov pertenece a una generación para la que ya no hay fronteras entre Aristófanes y Sófocles, así como tampoco entre Anouilh, Stravinsky y Miró". Y sin dejar tiempo al lector a recuperar el resuello, unas pocas páginas más allá, hablando del carácter ilusorio y absurdo del mundo en Nabokov, ofrece  esta cita de El ojo: "La persona que decide pone fin a sus días se encuentra perfectamente apartada de los asuntos mundanales. Sentarse a redactar su testamento en esos momentos sería un acto tan absurdo  como ponerse a darle cuerda al reloj...". Pero ser un buen lector consiste en tener un ojo capaz de encontrar sin hacer aspavientos el ejemplo que mejor ilustra lo que se está afirmando.

Y que es, justamente, lo que le falta a Hubert Nyssen, autor del epílogo que tan tristemente cierra este librito. Nyssen era el  editor del Actes Sud cuando cayó en sus manos una traducción de La acompañante, de la que era autora una tal Nina Berberova. Es lógico y comprensible que Nyssen se atribuya el mérito de haber visto de inmediato la calidad de ese relato y que, además de publicarlo con gran éxito, a partir de ahí estableciese una estrecha relación con la autora, de la que poco a poco iría publicando el resto de su obra. Pero, sean cuales sean sus méritos reales como editor (puesto a resaltar  la casi milagrosa recuperación para el mundo de aquella oscura anciana emigrada, Nyssen se guarda muy mucho de mencionar que en gran parte el éxito se debió a la atención que le prestó en Estados Unidos alguien editorialmente tan inverosímil como Jacqueline Kennedy Onassis) lo evidente es que fue un pésimo lector. Porque hace falta ser tosco para deducir que Nina Berberova, al hablar de Nabokov y su Lolita, en realidad se estaba quejando de su propia suerte y reivindicaba su derecho a la fama y el reconocimiento. Que mucho Nabokov, mucho Nabokov y para ella, nada.

 Y qué. En el caso de que así fuera (y no lo es en absoluto) sería la forma de reivindicarse más elegante, culta y creativa que jamás haya hecho alguien  que se sabe injustamente tratado por la vida.

 

Nabokov y su Lolita

Nina Berberova

La Compañía

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27 de septiembre de 2010
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De la inspiración poética

 

La polémica entre las dotes naturales y el aprendizaje de un arte tan importante como la poesía tiene su hito más relevante en el pasaje de la Odisea donde el aedo Femio se dirige a Ulises, que acaba de liquidar a los pretendientes, y le suplica que no le mate, porque (XXII, 347-9): “Soy autodidacta, y el dios me implantó en la mente todo género de vías poéticas,  y me parece que canto a tu lado, como al lado de un dios.” Es la única vez que aparece el término “autodidacta” en los poemas homéricos, y la primera, en las letras griegas. Platón cogió al vuelo la oportunidad y estos versos son el principal apoyo de su teoría de la anammesis, que concibe la sapiencia como rememoración, y se explica por primera vez en su diálogo Ion (533). La inspiración poética se debería a la divinidad, bien sea la Musa, o bien un daimon  innominado, como el que inspiró a Penélope la astucia de la tela interminable.

El pasaje homérico autoriza la tesis platónica, pero también a su modo la del aprendizaje, aunque sea autodidacta. Cuando Aristóteles se ocupó del problema de la inspiración poética, hizo mención del caso de Maraco de Siracusa, que era mejor poeta en sus accesos de locura. Este famoso ejemplo aristotélico fue comentado por Alejandro de Afrodisia, autor muy estudiado durante el Renacimiento, y el poeta y loco esporádico Maraco de Siracusa pasó a ser un paradigma repetido por numerosos teóricos de los misterios de la inspiración poética, como Huarte en su Examen de ingenios: “Maraco siracusano era más delicado poeta cuando estaba (por el calor demasiado del cerebro) fuera de sí; y, volviendo a templar, perdía el metrífico, pero quedaba más prudente y sabio. De manera que no sólo admite Aristóteles por causa principal de estas cosas extrañas al temperamento del cerebro, sino que también reprende a lo que dicen ser esto revelación divina y no causa natural.”

Al final del Renacimiento, el genio literario y el proceso de la inspiración tuvieron su fase culminante como materia de discusión entre los entendidos. En su tratado Apología de la poesía, escrito hacia 1582, Philip Sidney constata que “los más bárbaros y simples indios, que carecen de escritura, tienen sus poetas que componen y cantan”. Montaigne también calificó por entonces de “anacreónticas” las canciones compuestas por los “caníbales”, y en su Diario del viaje a Italia relata dos casos de inspiración extraordinaria, el del spiritato de Roma, y, sobre todo, el de la signora Divizia, iletrada que componía de encargo:

“Esa mujer, como su marido, vive del trabajo de sus manos. Es fea, de treinta y siete años, con bocio en la garganta, y no sabe leer ni escribir. Pero como en su tierna juventud tenía en la casa de su padre uno de sus tíos que leía siempre en su presencia a Ariosto y otros poetas, su ingenio se halla de tal modo dispuesto a la poesía que no sólo hace versos de una prontitud extraordinaria, sino que también les mezcla fábulas antiguas, nombres de dioses, de países, de ciencias y de hombres ilustres, como si hubiera hecho un curso de estudios reglado. Hizo muchos versos para mí. No son, en verdad, más que versos y rimas,  pero de un estilo elegante y fácil.”

Antonio Guaineri, médico de Pavía, escribió casi un siglo antes el caso de “un rústico melancólico que componía cantos fogosos durante la luna creciente, y una vez pasada la combustión, al cabo de unos dos días, hasta que venía otra combustión, no proferia ni palabra literaria. Me han dicho que jamás estudió letras.” El propio Huarte cita varios casos de inspiración sapiencial y en particular el de un frenético versificador: “De otro frenético podré también afirmar que en más de ocho días jamás habló palabra que no le buscara consonante, las más veces hacía una copla redondilla muy bien formada.”

Frente a la explicación estrictamente médica de Huarte, que remite el fenómeno al desequilibrio de los diversos humores y temperaturas, los teóricos de la época preferían la versión de Marsilio Ficino, que era puramente mágico-platónica, y se remitían a un “entusiasmo” literario que estaba ilustremente autorizado por el fervor de Boccacio, el furor de Cicerón y el cuarteto de furori del propio Ficino. 

Montaigne, que medita largo y tendido sobre el gusto y la capacidad para la poesía, sigue la opinión de Huarte en materia de inspiración poética y psicología aplicada, lo que se traduce en su autovindicación por la suelta de “mis caprichos en público”. La dignificación de lo caprichoso en el Examen de ingenios de Huarte corre así: “A los ingenios inventivos llaman en lengua toscana caprichosos, por la semejanza que tienen con la cabra en el andar y pacer. Esta jamás huelga por lo llano; siempre es amiga de andar a solas por los riscos y alturas, y asomarse a grandes profundidades, por donde no sigue vereda alguna, ni quiere caminar con compañía. Tal propiedad se halla en el ánima racional cuando tiene un cerebro bien organizado y templado: jamás huelga en ninguna contemplación, todo es andar inquieta buscando cosas nuevas que saber y entender […] Hay otros hombres que jamás salen de una contemplación, ni piensan que hay más en el mundo que descubrir. Esos tienen la propiedad de la oveja, la cual nunca sale de las pisadas del manso, ni se atreve a caminar por lugares desiertos y sin carril, sino por veredas muy holladas y que alguno vaya delante. Ambas diferencias de ingenio son muy ordinarias entre los hombres de letras. Unos hay que son remontados y fuera de la común opinión; juzgan y tratan las cosas por diferente manera; son libres en dar su parecer y no siguen a nadie. Otros hay recogidos, humildes y muy sosegados, desconfiados de sí y rendidos al parecer de un autor grave a quien siguen, cuyos dichos y sentencias tienen por ciencia y demostración, y lo que discrepa de aquí juzgan por vanidad y mentira.”

Montaigne no sólo leyó a Huarte, sino que se debe a él, y el autor español representó para el francés justo aquello que Morgenstern contaba de Joseph Roth en relación con Proust. Roth le confió una vez que: “Durante muchos años, después de cada artículo que escribía, tenía el terrible sentimiento de que era el último, ¿cómo podría escribir el siguiente? Así fue hasta que leí a Proust. Con Marcel Proust se me deshizo el nudo. Desde entonces sé cómo tengo que escribir. Aunque no imito a Proust en absoluto, como seguramente sabes.” 

Al señor Eyquem se le deshizo el nudo cuando leyó a Huarte, y decidió ser Montaigne. En Huarte encontró la legitimación para ese capricho. Es natural que la afinidad quedase inconfesa, a nadie le gusta deberse a un contemporáneo.

Pasada la brillante procesión del Renacimiento, y una vez que sus más atrasados epígonos doblaron la esquina, la cuestión sobre la inspiración poética debida al diablo, a la magia platónica o el estudio de los humores orgánicos, perdió todo su interés. Ya en el Siglo de las Luces, se presiente la convicción moderna de que la poesía, como el arte, se ha vuelto imposible y fácil.

De esa época, hacia 1740, son los deliciosos ejemplos de ingenio e inspiración relatados en las Cartas confidenciales sobre Italia por Charles de Brosses:

“Quiero participaros, mi querido presidente, una especie de fenómeno literario del que acabo de ser testigo, y que me ha parecido una cosa più stupenda que la catedral de Milán. Al mismo tiempo, poco me ha faltado para quedar en evidencia. Vengo de casa de la signora Agnesi, donde dije ayer que tenía que acudir. Me han hecho entrar en un gran y hermoso apartamento, donde he encontrado a treinta personas de todas las naciones de Europa, ordenadas en círculos, y a la señora Agnesi, sola con su hermana pequeña, sentada en un canapé. Es una chica de dieciocho o veinte años, ni guapa ni fea, con hermosa tez, aspecto sencillo y dulce. Primero han traído muchos helados, lo que me ha parecido un preludio de buen augurio. Al ir, esperaba que no sería más que para conversar de manera corriente con esa señorita; en lugar de eso, el conde Belloni, que me acompañaba, ha querido hacer una especie de acto público. Ha empezado por pronunciar una bella arenga a esa joven en latín, de modo que le oyera todo el mundo. Ella le ha contestado muy bien; tras lo cual,  se han puesto a debatir en la misma lengua sobre el origen de las fuentes, y sobre las causas del flujo y reflujo que algunas tienen semejante al mar. Ella ha hablado como un ángel sobre esa materia; no he oído nada al respecto que me haya satisfecho tanto. Tras lo cual, el conde Belloni me ha rogado disertar igualmente con ella, sobre cualquier materia que me pareciera bien, siempre que fuera filosófica o matemática. He quedado estupefacto al ver que me hacía arengar de improviso y hablar durante una hora, en una lengua que no uso. No obstante, de un modo u otro, le he dirigido un hermoso cumplido, y luego hemos discutido primero sobre la manera en que el alma puede ser afectada por los objetos corporales, y luego comunicarlos a los órganos del cerebro, y a continuación sobre la emanación de la luz, y sobre los colores primitivos. Loppin ha disertado con ella sobre la transparencia de los cuerpos y sobre algunas líneas curvas geométricas, de lo cual no he entendido nada. Él le hablaba en francés, y ella le ha pedido permiso para responderle en latín, temiendo que los términos de las artes no le vinieran tan fácil a la boca en lengua francesa. Ella ha hablado de maravilla de todos los temas, sobre los cuales, sin duda, no estaba más prevenida que nosotros. Es muy adicta a la filosofía de Newton, y es una cosa prodigiosa ver a una persona de su edad que se sabe tan bien puntos tan abstractos. Pero, por chocante que me haya parecido su doctrina, aun me ha asombrado más oírle hablar en latín (lengua de la que, sin duda, ella no hace uso sino rara vez) con tanta pureza, facilidad y corrección, que puedo decir no haber leído nunca libro alguno en latín moderno escrito con tan buen estilo como sus discursos. Después de que contestase a Loppin, nos levantamos, y la conversación se hizo general. Cada persona le hablaba en la lengua de su país, y ella respondía a cada cual en su propia lengua. Me dijo que estaba muy disgustada por que la visita hubiera tomado así el aspecto de una tesis, y que no le gustaba hablar de tales cosas en sociedad donde, por cada persona que se entretenía, había veinte aburridas, y que aquello sólo estaba bien entre dos o tres personas del mismo gusto. Ese discurso me pareció al menos de tanta sensatez como los precedentes. Me disgustó enterarme de que pensaba meterse en un convento, cosa innecesaria, porque es muy rica. Después de que charlamos, su hermana pequeña tocó en el clavecín, como Rameau, unas piezas de Rameau y otras de su propia composición, y cantó acompañándose.”

La joven dama sapiente era Maria Gaetana Agnesi (1718-1799), y su hermana, Maria Teresa Agnesi (1720-1795), clavecinista, cantante y compositora de óperas. La carta de Brosses está dirigida a Jean Bouhier (1673-1746) erudito, académico y presidente del Parlamento de Borgoña. Unos días más adelante tuvo lugar el encuentro con Bernardino Perfetti (1681-1747), poeta improvisador, que Brosses narra como sigue:

“El espectáculo más singular que hemos tenido durante nuestra estancia en Siena nos ha sido otorgado por el caballero Perfetti, improvisador de profesión. Llaman así a ciertos poetas que se dedican a improvisar sobre la marcha un poema impromptu sobre un motivo quodlibético que se les propone. Propusimos como tema a Perfetti la aurora boreal. Permaneció con la cabeza baja durante un buen cuarto de hora, al son de un clavecín que preludiaba a media escala. Se levantó y comenzó a declamar suavemente, estrofa a estrofa, en rimas octavas, siempre acompañado por el clavecín que daba los acordes durante la declamación y volvía a preludiar para no dejar vacíos los intervalos al cabo de cada estrofa. Estas se sucedían unas a otras bastante despacio, a lo primero. Poco a poco,  la verba del poeta aumentó y, a medida que aumentaba, el son del clavecín se reforzaba parejamente. Al final, el poeta declamaba como un hombre rebosante de entusiasmo. El acompañante y él iban concertados con una sorprendente rapidez. Al salir, Perfetti parecía muy fatigado; nos dijo que no le gustaba hacer con frecencia semejantes ensayos, que le agotaban el cuerpo y la mente. Pasa por el más hábil de los improvisadores de Italia; su poema me causó gran placer; en esa declamación rápida, me pareció sonoro, y lleno de ideas e imágenes. Al principio era una joven pastora que se despierta, sorprendida por el brillo de la luz; se reprocha su pereza y va a despertar a sus compañeras, les muestra el horizonte ya dorado con los primeros rayos, les representa que ya debían haber conducido sus rebaños a las praderas esmaltadas de flores. Las pastoras se reúnen, el fenómeno aumenta; el rayo del dueño de los cielos se lanza a todas partes desde un globo oscuro que amenaza la tierra, las olas inflamadas se desbordan por la campiña; el terror se apodera de todos los pastores. Vanamente, uno de ellos, más instruido que los demás, les quiere explicar las causas físicas del fenómeno; todos huyen, todos se dispersan, etc. Esa improvisación perfilada poéticamente, llena de frases armoniosas, declamada con rapidez, y unida a la dificultad singular de sujetarse a las estrofas en rimas octavas, sumerge rápido al oyente en la admiración y le hace compartir el entusiasmo del poeta. Creeréis, con todo, que hay ahí muchas más palabras que cosas. Es imposible que la construcción no resulte forzada y el relleno, compuesto de un pomposo galimatías. Creo que con esos poemas pasa un poco como con las tragedias que improvisamos el señor Pallu y yo, donde hay tantas rimas y tan poca razón. Tampoco el caballero Perfetti ha querido escribir nada, y las piezas que le han robado mientras las recitaba, no han mantenido en la lectura lo que habían prometido en la declamación.”

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27 de septiembre de 2010
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El Boomeran(g)
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