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Displicencia

 

Aunque el purgatorio lo inventó Sinibaldo Fieschi en 1245 —con la excusa de que era el papa—, durante los dos primeros siglos se ignoró su potencial económico y social. Sólo funcionó a fuego lento, quemando muy poco a las ánimas, que se aburrían mortalmente por falta de noticias del exterior. Según Dante, que fue el primero en usarlo como escenario, era como el graderío de un estadio, pero sin partido, ni merienda. El purgatorio no interesaba a nadie, quitando a cuatro pesados que exigían que la iglesia definiera el lugar de residencia de las almas de los mártires, en el más allá, mientras aguardaban a que les devolvieran los cuerpos.

Entonces surgió la idea de Alfonso Borja, el hábil financiero valenciano que convirtió al purgatorio en el artefacto que remodeló Europa. Aprovechando que también era el papa Calixto III, escribió en abril de 1456 una bula donde legisló sobre el conducto y forma de pago de las relaciones entre los fieles vivos y las almas del purgatorio. Por doscientos maravedíes se podía sacar a un alma del purgatorio y mandarla al cielo. La tarifa se acomodaba a las posiblidades de los pobres de solemnidad, y también se admitían prestaciones artísticas, como edificar, pintar, esculpir, o ir a la guerra contra la secta mahometana que oprimía Belgrado, Granada, Jerusalén o Constantinopla. A cambio de esas acciones piadosas, el fiel podía redimir sus propios días de purgatorio, o los de algún pariente que tuviera allá metido. Los predicadores de las indulgencias también cobraban su comisión, igual que los agentes de seguros y bolsa. 

El primer éxito de la nueva legislación sobre el más allá se verificó apenas tres meses después de su entrada en vigor: el 14 de julio de 1456, una turbamulta cristiana de campesinos, estudiantes y ermitaños se lanzó temerariamente contra el ejército turco que sitiaba Belgrado, con tal furia que rompieron el cerco y arrasaron el campamento invasor. 

El éxito se campaneó por toda la cristiandad. Europa pasó a ser una gran penitenciaría donde los convictos ganaban su reinserción celestial y redimían millones de días de purgatorio, acometiendo toda suerte de empresas artísticas, civilizadoras, militares y financieras, justamente ésas que definen “lo europeo”. Con aquella gigantesca terapia colectiva puesta en marcha por el papa valenciano, el cristianismo encontró el modo de superar al enemigo mahometano, que motivaba a sus muchachos con un sistema de allendismo binario, mucho más tosco: infierno o paraíso.

Pero no todo el mundo estaba contento con la burbuja indulgente. Hubo expertos financieros que la despreciaron desde sus cátedras. El más señalado fue Pedro Martínez de Osma. Era este señor soriano muy sabio en materias aristotélicas y teológicas, e hizo carrera en Salamanca. Estaba enchufado por Fadrique Enríquez, almirante de Castilla, cobraba por racionero y maestro en Salamanca, por canónigo en Córdoba, y por varios cargos sapienciales, y suyo fue el primer libro teológico impreso en España, un comentario sobre el “Quicumque” —una especie de Credo espeso— editado en Segovia en 1472. Como ya era el más sabio de Salamanca, pensó que era hora de ingresar en el cuadro de mando que administraba el gran poder generado por la compraventa de días purgatoriales, y echó los papeles para ser canónigo de Toledo.

La imponente catedral estaba entonces recién terminada y cobijaba a un cabildo muy poderoso, conectado con las principales familias aristocráticas, poseedor de grandes propiedades con exención tributaria, y opulento a más no poder. La renta de un canónigo toledano no bajaba de 400.000 maravedíes al año, el triple que un canónigo sevillano, que le seguía en la clasificación cobradora. Además, la canonjía de Toledo estaba en el camino de la púrpura cardenalicia y de Roma.

Pero el sabio Osma no contaba con sus enemigos salmantinos y con que su protector don Fadrique se fuera a morir cuando más falta le hacía. Sus despreciados colegas de la universidad no informaron a su favor, y hasta intrigaron en su contra, y se vio sin canonjía  toledana, ni posibilidad de mandato sobre la cristiandad ignorante y desagradecida.

Cuando aún no tenía cincuenta años, Osma comprendió que no saldría de Salamanca, y que aquello había sido todo. Entonces escribió un tratado e impartió unas lecciones magistrales sobre los días del más allá y el fraude financiero que suponía su compraventa por el papa de Roma. Cierto es, decía, que hay un purgatorio, pero el papa no manda en él. Por lo tanto, desaconsejaba la inversión, y recomendaba no preocuparse por los pecados, porque se borraban con la “sola displicentia”. 

Para que no lo destituyeran, se jubiló de la cátedra, pero ese inicio de huida no hizo más que animar a sus adversarios. La denuncia partió del claustro de la universidad de Salamanca, y el arzobispo de Toledo, que antes no le había hecho caso en su petición de canonjía, solicitó y obtuvo facultades del papa para procesarlo como “hijo de iniquidad” en Alcalá de Henares. Osma se puso muy malico, y alegó una grave dolencia para no asistir. Su tratado se declaró herético. Hubo un auto de fe donde se quemó, y se concedieron treinta días al acusado para comparecer en Alcalá y abjurar de su maldad. Osma acudió muerto de miedo y sufrió el desprecio de sus colegas, tuvo que marchar en mitad de una procesión vejatoria con una vela en la mano, subirse al púlpito y abjurar de sus errores. Hay informaciones contradictorias sobre si se quemó o no su cátedra, como pedían algunos. Se le impuso la penitencia de no pisar Salamanca, ni arrimarse a menos de media legua de la ciudad, durante un año. Osma sufrió en efecto el gran poder de la displicencia y, en 1480, antes de cumplir el año de alejamiento, murió de melancolía en el hospicio de Alba de Tormes.

 

 

 

 

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14 de octubre de 2010
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"Los blogs están pasados de moda"

Foto: Paco Sanseviero Como comenté antes, un desafortunado accidente en un hotel de Madrid me impidió participar de Temas+ del Viva América, donde iba a exponer acerca de las nuevas tecnologías y su aplicación en lo literario. Y aunque no pude participar y decir lo que quería decir, al menos gracias a una entrevista en El País, que apareció el mismo día del evento (aun sin saber del accidente que había sufrido), adelantó algo de lo que iba a decir en mi exposición. La foto que ilustró el artículo merece una explicación aparte. Fue tomada en la librería Sur por Paco Sanseviero en el año 2002, si no me equivoco, cuando Babelia le dedicó un número a la literatura peruana y lo abrió con una entrevista que me hizo Fietta Jarque. La foto me trae recuerdos. El terno gris y la corbata que usaba con rigor cuando ingresé a trabajar a una entidad estatal, el pelo aun largo, la cara flaca (pesaba 8 kilos menos que ahora), y sobre todo aquella alianza matrimonial (y un anillo de acero para equilibrar energías que me sugirieron entonces) que me quitaría -ambos- unos meses después y para siempre. Han pasado 8 años desde esa foto y la vida no ha mejorado para mí (menos aun ahora mismo, inmovilizado en mi cama por un mes o más), pero he tenido que aprender mucho a patadas. Les dejo el enlace. La entrevista es de Quino Petit.

Iván Thays sueña mucho con ovejas eléctricas. No les tiene miedo. Está convencido de que ?el futuro de la literatura está en el ciberespacio?. Por eso ha tomado prestado el título de la visionaria novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, para reflexionar en el Festival VivaAmérica sobre literatura, futuro y soportes diversos en su ponencia ¿Sueñan los escritores con ovejas eléctricas?

Miedo y romanticismo. Esas dos razones estriban en el vértigo natural al cambio tecnológico que afecta a la República de las letras en nuestro tiempo, según Thays (Lima, 1968). ?Miedo natural al cambio, observado entre editores, libreros, escritores? Y una imagen romántica de la literatura, reflejada en ese tipo de autores que no tienen computador. Eso es como decir: ?no voy en auto?. Para Thays, el escritor de hoy debería de adaptarse a las dos plataformas, analógica y digital, ?ya que en los próximos diez años convivirán ambas y van a necesitarse mutuamente hasta que el libro electrónico desbanque al libro de papel. A este último le doy diez años, aunque debido a la rapidez con que avanzan los adelantos electrónicos, pueden ser menos?. El autor, entre otras novelas, de El viaje interior, La disciplina de la vanidad o Un lugar llamado oreja de perro, finalista del premio Herralde 2008, mantiene un blog de actualidad de referencia en el panorama literario (http://notasmoleskine.blogspot.com ). No se considera un geek, aunque sí especialmente tecnoadicto, al tanto de cada novedad en la materia. ?Para mí los blogs son cosa del pasado. Cada vez recibo más enlaces a poesías y relatos con nota en Facebook. Hoy, un blog no enlazado a Twitter está perdido?, explicaba Thays por teléfono a Babelia días atrás desde Perú. Asegura que las broncas entre escritores son más jugosas en el maremágnum de la web. ?Lo que pasa es que en el mundo digital imperan reglas distintas; una de ellas es el anonimato. Y el mundo digital protege a los anónimos. El otro asunto que fomenta este tipo de broncas es la inmediatez?. Y no le cabe duda de que un enormísimo cronopio como Cortázar habría tenido hoy un blog. ?Me lo imagino con uno divertidísimo, lleno de trucos y enlaces que llevan a sitios que no guardan ninguna relación?. Estar o no estar, esa es la cuestión para Iván Thays. ?Otro tema es el tiempo que quita un blog a tu propia obra. Pero también es cierto que si uno deja de publicar en ocho años, desaparece. Cuando salió Un lugar llamado Oreja de Perro, Edmundo Paz Soldán me dijo que le costaba creer que hacía diez años que no publicaba nada, porque seguía mi blog, sabía todo de mí, me tenía muy presente?. Thays llevaba dos años sin venir a España, pero se mantiene al tanto de su actualidad a través de los periódicos. Cree firmemente que los efectos de la crisis están creando más inestabilidad de la que se piensa. ?Y en general, veo a Europa más pesimista con la crisis que Estados Unidos. No están acostumbrados, como aquí en América Latina. A mí no me sorprende lo de Ecuador [la sublevación policial que hace unos días pudo acabar con la vida de su presidente, Rafael Correa]. Seguramente, dentro de poco no va a pesar mucho. Me han invitado a la Feria del Libro de Quito y ni siquiera se planteaba algún cambio en la programación. Ustedes, en cambio, se asustan bastante?. 

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13 de octubre de 2010
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Howard Jacobson, premio Booker

Howard Jacobson en la ceremonia El novelista inglés Howard Jacobson ganó el premio Booker de este año por su novela The Finkler question. Dice la nota en el ABC:

El escritor británico Howard Jacobson se alzó hoy como ganador del premio ?Man Booker? a la mejor obra de ficción en lengua inglesa, el más prestigioso del Reino Unido, por su novela ?The Finkler question?, que evoca en clave de humor lo que significa ser judío en la Gran Bretaña actual. Jacobson, que recogió el galardón en una ceremonia en el ayuntamiento de la City de Londres (distrito financiero), se impuso a otros cinco finalistas, entre los que destacaba el australiano Peter Carey, que optaba a su tercer Booker con la obra ?Parrot and Olivier in America?, inspirada en la vida del político francés Alexis de Tocqueville. Otro favorito, en este caso de las casas de apuestas, era el británico Tom McCarthy, que aspiraba al galardón con ?C?, una historia sobre la vida de un hombre, Serge Carrefax, que se sumerge en los cambios tecnológicos de principios del siglo XX. Nacido en Manchester (norte de Inglaterra) en 1942, Jacobson había sido finalista del premio Booker en dos ocasiones, por ?Kalooki nights? en el 2006 y ?Who?s sorry now?? en el 2002. ?The Finkler question? narra la historia de Julian Treslove, un ex productor de radio de la cadena pública británica BBC que se replantea su identidad tras ser atacado de camino a su casa. El jurado describió la novela como ?muy divertida, con buen ritmo y, muy importante, sobre la cuestión de lo que es ser judío?. También competían por el premio la irlandesa Emma Donoghue, con ?Room?, basada en el caso del encierro en un sótano por parte del austríaco Josef Fritzl de su hija Elisabeth; el surafricano Damot Galgut, con ?In a strange room?, sobre el viaje de un hombre en busca del amor; y la escritora anglo-jamaicana Andrea Levy, por ?The long song?, sobre un esclavo en una plantación de caña de azúcar.

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13 de octubre de 2010
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China merece más premios Nobel

Imaginemos por un momento una corrección de la historia. Boris Pasternak no recibe el premio Nobel de Literatura en 1958. Aleksander Soljenitsin no lo recibe en 1970. Tampoco Andrei Sajarov el de la Paz en 1975. Y mucho menos todavía Lech Walesa en 1983. Imaginemos de nuevo los motivos de la Academia sueca y del comité del parlamento noruego para eludir esos cuatro premios: no hay que irritar a los dirigentes soviéticos, sirve de muy poco premiar a intelectuales disidentes o de la oposición y lo único que se consigue es endurecer el régimen.

Estos premios salvaron y dignificaron a los premios Nobel, sin duda. No son los únicos, es cierto: hay muchos más también acertados. Pero estos galardones a dos escritores rusos, un físico nuclear ruso disidente y un dirigente sindical polaco absuelven de todos los Nobeles desacertados de la historia. Imaginar una historia sin ellos es imaginar un Nobel sin dignidad. Pero es imaginar algo más: pues su concesión también influyó e impulsó el cambio en el bloque comunista. Sin estos cuatro premios Nobel tampoco Mijail Gorbachev lo hubiera recibido en 1990 en la culminación de una historia feliz. Dos son los ciudadanos chinos galardonados hasta ahora. El de Literatura de 2000 fue para Gao Xinjiang, autor exilado en Francia de ?La montaña del alma?, y el de la Paz de 2010 para el disidente Liu Xiaobo. Con el primero, el régimen se limitó a mantener un denso silencio y a señalar en último caso que no le reconocía como escritor chino. Con el segundo, la irritación oficial ha sido extrema. En ambos casos, como en el del Nobel de la Paz para el Dalai Lama en 1989, no han faltado los amigos de China que señalan la inconveniencia de molestar a un gigante emergente que se ha convertido en superpotencia económica imprescindible. También han señalado que nada va a cambiar en China con premios como éstos, cuya concesión ni siquiera llega a conocer la población. Tenemos un viejo ejemplo de esta controversia con el Nobel de 1935, concedido al periodista pacifista alemán Carl von Ossietzky, encarcelado en el momento de la concesión y fallecido en prisión en 1938, antecedente por tanto de Aung San Suu Kyi y de Liu Xiaobo. Es cierto que no cambió ni un milímetro el curso tenebroso de la historia: Alemania se hallaba ya en aquel entonces definitivamente agarrada por la zarpa hitleriana, y las derechas europeas, incluyendo las escandinavas, más apaciguadoras que pacifistas, consideraron el premio como una agresión injustificada contra Berlín. Sin aquel Nobel que salvó al Nobel del totalitarismo fascista no habría habido tampoco más tarde premios Nobel para los disidentes del comunismo. China tiene una historia literaria riquísima. Cuenta también con numerosos ciudadanos dispuestos a combatir por la libertad y el derecho. ¿Cómo evitar que los jurados y el comité de los Nobel, el de Literatura y el de la Paz, se fijen en este gran país que juega un papel creciente en la vida del planeta? Pero no les falta razón a los dirigentes chinos. Primero lo reciben los escritores y los disidentes y acaba recibiéndolo el secretario general del Partido Comunista que se atreve a terminar con la dictadura desde la cúpula misma del sistema. Lo que más miedo les da a los dirigentes chinos ya desde 1989 es que uno de ellos se atreva a seguir los caminos de Gorbachev: por eso se vigilan unos a otros y quieren evitar a toda costa que un dirigente decidido y valiente se haga merecedor del Nobel de la Paz.

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13 de octubre de 2010
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Hacia la teocracia

Quien quiera ser ciudadano de Israel a partir de ahora deberá jurar lealtad al Estado judío. Será fácil para los judíos que emigran a Israel en el futuro, como lo han venido haciendo desde hace decenios, porque poco puede forzar en sus conciencias, incluso en el caso de que se trate de judíos no practicantes o directamente agnósticos, puesto que en su caso la tradición familiar en la que han nacido pertenece a la misma identidad de ese Estado al que deben jurar fidelidad. Fácil no quiere decir aceptable: los israelíes más reacios a la teocracia rampante están en contra de que la ciudadanía se defina de forma obligatoria por la religión o por la etnia. Pero quienes lo tienen de verdad difícil son los ciudadanos palestinos nacidos en territorio del actual Estado de Israel o descendientes de ellos que reivindican el derecho del retorno: en el caso improbable de que sólo se les reconociera a un simbólico grupo de ellos, tal como se ha esbozado en algunas negociaciones, deberían prestar juramento de fidelidad un Estado que reconocerían como judío, algo que los palestinos sean musulmanes como la mayoría, o sean cristianos o laicos, no pueden hacer en ningún caso. Para los más creyentes sería como una especie de apostasía, la misma que significaría obligar a un judío ortodoxo que jurara fidelidad a un Estado islámico o cristiano; y para los laicos es lo que significa para todo laico, palestino o no, la aceptación de una teocracia.

El ministro de Exteriores Avigdor Lieberman es quien ha conseguido la aprobación de esta propuesta en el Consejo de Ministros, con votos en contra de los laboristas y de tres ministros del Likud. Su propósito, como sucede con los asentamientos, tiene una vertiente de fondo: al igual que se cree con derecho a retener tanto territorio palestino como le convenga, tiene también como proyecto un Estado sin población árabe, resultado de intercambios tanto de territorios como de población. No tiene rebozo alguno en imaginar incluso, en un ejercicio de clara limpieza étnica, la expulsión de los ciudadanos árabes israelíes al Estado palestino que se cree en un futuro que, por supuesto, quiere lo más lejano posible. De hecho, la idea original de Lieberman era exigir este juramento a todos los actuales ciudadanos de Israel, de forma que los árabes israelíes se encontraran en el brete de aceptar o perder la ciudadanía y encontrarse en el camino de la expulsión. Pero su propuesta ?moderada? tiene también una vertiente táctica: en el momento en que las negociaciones directas con los palestinos están abiertas, aunque colgadas de un hilo, Lieberman quiere que Israel vaya adelantando la fórmula de solución incluso antes de negociarla. Si construir en determinados asentamientos es resolver la futura línea de la frontera, pues no se construye si no es para quedarse; exigiendo la fidelidad al Estado judío se cierra el capítulo del regreso de los expulsados: sólo regresarán quienes juren, es decir, nadie. Esta vertiente táctica sirve además para que las negociaciones no avancen o, en unos ya conocidos ejercicios de cinismo, plantear nuevas cesiones a los palestinos como contrapartida para retirar o rebajar estas nuevas exigencias. No vamos a congelar las colonias si no nos dan nada a cambio. No vamos a retirar la legislación sobre ciudadanía si los palestinos no ceden también algo por su lado. Una cosa puede ir incluso por la otra: congelo si reconoces el estado judío. El argumento más sorprendente, que podemos ver en discursos y artículos de estos días, señala que Netanyahu no tiene derecho a congelar la construcción en las colonias porque ningún primer ministro israelí anterior lo ha hecho en ninguna de las numerosas negociaciones que se han celebrado. Esto conduce a la evidencia de que el actual Gobierno de Israel quiere negociaciones bilaterales con la Autoridad Palestina, sobre todo para evitar que pierda la cara el amigo de la Casa Blanca; quiere además la paz, pero no tanto como objetivo a conseguir con los palestinos, si no como situación de no guerra: es decir, negociaciones en paz más que negociaciones de paz; pero lo que sobre todo no quiere es que sean para reconocer un Estado palestino en un territorio viable. Conclusión: estas negociaciones a nada conducen porque hay una parte, el gobierno en el que participa Liberman, que sólo quiere calentar la silla, pero no quiere ni alcanzar la paz con los árabes ni el Estado palestino. Netanyahu podría cambiar de rumbo, pero para hacerlo también debería cambiar de ministros: sacar a Lieberman y meter a Tzipi Livni de Kadima.

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12 de octubre de 2010
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Después de Vargas Llosa

Si tuviera que mencionar los libros que me empujaron a ser escritor, diría que fueron tres: Ficciones, La metamorfosis y La ciudad y los perros. Tenía catorce años, estaba en primero medio del colegio Don Bosco de Cochabamba y tuve la suerte de que mi profesor de literatura, Néstor Ávila, nos hiciera leer libros clásicos de verdad y no los resúmenes que circulaban en la mayoría de los colegios.
    
Vargas Llosa fue la narración de un mundo social que se parecía mucho al mío, con adolescentes similares a los que conocía en mi colegio y en el barrio de la Recoleta -siempre había un Jaguar y un Esclavo y un Poeta en todos los grupos--, y con un lenguaje que sonaba como el que yo hablaba todos los días: en sus páginas, la chompa era chompa y no suéter o jersey. En el programa de don Néstor también estaban los cuentos de Los jefes. "Desafío" y "Día domingo", con sus rituales de aprendizaje a una masculinidad muy limitada -con una visión de la mujer como un trofeo por el que los jóvenes deben pelearse--, no han envejecido bien, pero a principios de los ochenta, para un chiquillo de catorce, sonaban como la verdad.  

Poco después, fuera de programa, don Néstor me prestó La casa verde. Para el cumpleaños de mi padre, le compré La guerra del fin del mundo, que acababa de salir, porque yo también quería leerla. Había resuelto leer todo Vargas Llosa porque era el escritor que sentía más cercano de todos los que admiraba. Por eso no fue difícil que su espíritu rondara a la hora de asumir mi vocación. Una de mis novelas, Río Fugitivo, asume esa influencia explícitamente; a la hora de contar una historia de adolescentes rebeldes en un colegio católico de Cochabamba, era obvio que el modelo debía ser La ciudad y los perros.

Son muchos los vargasllosianos de mi generación. El peruano Jorge Benavides es el que más lejos ha llevado la exploración temática y formal de la obra de su compatriota. Benavides tiene novelas excelentes como Los años inútiles y Un millón de soles, en cuya estructura narrativa se percibe la influencia de Conversación en la Catedral. El crítico Robert Ruz ha estudiado las técnicas vargasllosianas que aparecen en la obra de Benavides; las más significativas son el diálogo "telescópico" y el "montaje del tiempo, de los hechos y el diálogo (creando a menudo la ilusión de simultaneidad)".

Otros escritores y críticos que han seguido sendas abiertas por Vargas Llosa son Alberto Fuguet, que ha escrito Tinta roja también bajo el influjo de Conversación en la Catedral (Zavalita, el periodista joven con una relación conflictiva con su padre, el de la pregunta acerca de cuándo se jodió el Perú, es el personaje de Vargas Llosa del que más se han apropiado otros escritores); Iván Thays y Gustavo Faverón, que han reconocido sus deudas y su admiración más de una vez. En la siguiente generación son menos, pero también existen. Uno de los más apasionados defensores de su obra es el boliviano Wilmer Urrelo, que ha dicho, rememorando los días de su adolescencia protodelincuencial hasta el descubrimiento de La ciudad y los perros: "Vargas Llosa me salvó la vida". La obra Fantasmas asesinos, ganadora del premio Nacional de Novela 2006, tiene deudas asumidas con La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral y Pantaleón y las visitadoras.

De una manera u otra, todos los lectores y escritores de las nuevas generaciones tenemos una deuda con Vargas Llosa. Todos recordamos ese momento epifánico en que lo leímos por primera vez. Por eso, porque gracias a él no volvimos a ser los mismos, celebramos su triunfo como el nuestro.  

(La Tercera, 11 de octubre 2010)

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11 de octubre de 2010
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Sin polémica, no hay premio

Los mejores premios, al menos para mi gusto, son los que suscitan el disenso. Premiar la obviedad, evitar el riesgo, buscar el aplauso unánime para el jurado acertado, es lo menos estimulante que se le puede pedir a un galardón. Hay premios que son perfectos para esta labor y otros, en cambio, que no sirven. Este último caso es el de los premios que funcionan casi como una carrera, es decir, que son para quien llegó primero y obtuvo los resultados más brillantes. El Nobel de Física para Gueim y Novosiolov, los inventores del grafeno, sólo puede suscitar entusiasmo y admiración, por las aplicaciones que todos podemos ya empezar a barruntar de este material maravilloso en la era digital; pero poca o nula polémica. Los premios Nobel de la Paz y de Literatura, en cambio, casi como cada año, me han suministrado a mí y creo que a mucha otra gente abundante material de debate e incluso de fuerte controversia con amigos y familiares durante el fin de semana.

Estos dos Nobel, concedidos uno por un comité del parlamento noruego y el otro por la Academia Sueca, mantienen una relación compleja pero estrecha. En algunas añadas la relación es explícita, mientras que en otras puede leerse más en filigrana. Los encargados de premiar una obra literaria excelente han demostrado tradicionalmente su interés por la palabra milagrosa, es decir, por las literaturas que no se bastan a sí mismas sino que producen efectos se supone que benéficos sobre la humanidad. Todos sabemos que hay escritores maravillosos que como personas son unos canallas: si alguno ha recibido el Nobel, y yo estoy seguro de ello, es porque han sabido disimularlo en un ejercicio de hipocresía magistral. No falta tampoco el caso del escritor excelente al que una torpe gestión de su imagen pública le relega al desván del olvido o, lo que es peor, al cuarto oscuro de los explícitamente condenados sin Nobel por sus pecados reales o supuestos. Los de la Paz también han flotado tradicionalmente entre el buenismo más descarado y el pragmatismo más coyuntural. Darle el Nobel a Teresa de Calcuta es lo más próximo a sustituir y adelantar la canonización, pero dárselo a Kissinger y Le Duc Tho, a Peres, Rabin y Arafat, gentes responsables en distintos grados de situaciones de violencias colosales, es casi una invitación al escándalo. Si con la excusa de la literatura se ha dado premios de contenido político también lo contrario ha sucedido, y a veces muy justamente. A Soljenitsin se lo dieron en Literatura en 1970 , y el jurado acertó plenamente porque es uno de los pocos casos en que merecía los dos. A Churchill se lo dieron también en Literatura en 1953, probablemente porque nadie se atrevía ni siquiera a insinuar que se lo merecía por la paz en Europa algunos años antes. Sus méritos literarios estaban en los hechos narrados más que en la escritura que no era ni siquiera suya. Obama, que obtuvo el de la Paz en 2009 estando tan o más descalificado que Churchill porque está todavía en guerra ahora, no lo tendrá nunca de Literatura mereciéndolo más que el premier británico por su extraordinario ?Sueños de mi padre?. Y no sigo, porque son infinitas las combinaciones y variaciones que sugieren esos dos premios que sacan punta a todas las controversias de este siglo y del pasado. Sólo decir que la cosecha de 2010 es excelente y reconfortante, también por supuesto porque es polémica. Aunque ya no lo es en el caso de Mario Vargas Llosa, habiéndolo sido durante tanto tiempo, nos viene a recordar la estupidez de quienes se lo negaron, aunque en algo debemos estarles agradecidos, puesto que su retraso produce con el efecto acumulativo un inmenso y gozoso consenso sobre sus méritos. La polémica sorda pero real de este año es de un orden muy distinto de la que se cebó sobre el escritor peruano años antes: Liu Xiaobo, el intrépido disidente chino, suscita una mueca de disgusto en quienes mejor acompañan desde Occidente al ascenso llamado pacífico, yo añadiría inquietante, de la superpotencia económica imprescindible en que se ha convertido la República Popular China. A Vargas Llosa se lo negaba el progresismo izquierdista, mientras que el de Li escuece al pragmatismo de los amigos del capitalismo chino. Es una paradoja que castiguemos con este premio a quienes ahora son nuestros banqueros, han sido quienes nos han suministrado mano de obra barata y esperamos que sean pronto unos enormes consumidores que tiren de nuestras economías. Pocos años, en todo caso, los premios son más justos e incluso necesarios. Ahí está una obra inmensa como la de Vargas Llosa, hasta ahora marginada por la Academia, y ahí está también la acción admirable y valiente desde hace más de veinte años de un hombre sólo ante un régimen totalitario que ha conseguido la proeza de sacar de la miseria a 600 millones de personas sin ceder ni una pulgada de poder a la democracia ni abrir un respiro de libertad a su gente. La excelencia literaria de uno, el sacrificio resistente del otro y el amor a la libertad de ambos certifican la exactitud de la diana conseguida por los dos jurados de ambos premios este año.

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11 de octubre de 2010
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Mi primer premio Nobel

Antes hubo otros (García Márquez, Paz, Aleixandre) con quienes mantuve amistad o conocimiento, pero lo de Mario Vargas Llosa es como si le hubieran dado el premio a un compañero de clase. No uno cualquiera, claro, sino el más sobresaliente del colegio.

Siempre ha sido así. Es una condena que arrastra Vargas Llosa, la de ser el más listo, el más educado, el que mejor habla, el que mejor escribe... Lo asombroso es que no se haya cansado de ese papel, uno de los más duros que te pueda caer en esta vida.

La literatura americana está plagada de triunfadores que no soportan la carga de ser el mejor y se abaten como débiles junquillos, pero para nuestro regocijo a Vargas no sólo no le aplasta el peso de sus virtudes sino que lo vigorizan. Y eso incluso cuando fracasa, porque sabe que triunfar en todo sin conocer el fracaso es una frivolidad. Por eso su único fracaso, no resultar elegido presidente del Perú, incluso como fracaso es un triunfo admirable.

El otro aspecto destacable ha sido la unanimidad en el reconocimiento. A todos y cada uno de los anteriores nóbeles en español les salió un ejército de ángeles hostiarios dispuestos a amargarles la fiesta. Contra Cela, medio país (yo mismo, por ejemplo) indignado por el patinazo del jurado sueco. Contra García Márquez los que le reprochaban su sumisión a la dictadura cubana. Contra Paz los idiotas que le acusaban de ser de la CIA. Al pobre Aleixandre no le atacó nadie, pero porque era un abuelo adorable. En cambio, ¡no ha dado ocasiones ni nada Mario Vargas para que se revuelvan a morderle varias docenas de rencorosos! Encomiasta de la Thatcher, censor del nacionalismo catalán, látigo de sátrapas tipo Castro, conmilitón de Rosa Díez... Pues ni así. De momento, por lo menos, no le ha salido ni un solo reventador. ¿No es muy sorprendente?

(Nota del día siguiente: Le ha salido uno, pero es un honor. El cómico Willy dice que Mario Vargas es un criminal peligroso)

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11 de octubre de 2010
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Sangría para el pueblo

 

 

 

En materia de matar reyes y progreso de la ciencia médica, nada como los dos siglos del barroco francés. El primer hito fue el imparable lanzazo en el ojo que el capitán Montgommery, de la guardia escocesa, le dio a Enrique II el 30 de junio de 1559, en un torneo amistoso con motivo de la boda de su hija Isabel con Felipe II de España. El rey era muy aficionado a romper un par de lanzas con los amigotes, a pesar de que los astrólogos de corte le desaconsejaban el ejercicio. Por aquel entonces, el tratamiento de las novedosas heridas de bala consistía en colmar cuidadosamente el orificio con aceite hirviendo, y todos los síntomas invitaban a pensar que el agujero dejado por la lanza allá donde estuvo el ojo y que alcanzaba hasta donde reside la sesera debía ser inundado de óleos ardientes, sin miramiento si se desbordaban por la cara o fluían por la nariz entre humazos de chicharrón.

Fue entonces cuando tuvo lugar uno de los puntos de inflexión de la historia de la ciencia médica. El gran Ambroise Paré apartó la sartén humeante que le tendía su ayudante y decidió inventar la medicina experimental. El mundo, se sabía desde los sabios griegos, era una concatenación de causas similiares aunque extravagantes. En las Hipotiposis de Sexto Empírico, entonces recién traducidas al latín y que Paré citaba con gusto, se leían algunas de ellas: “La cicuta engorda a las codornices, y el acónito, a los jabalíes que, además, comen salamandras, así como los ciervos devoran animales ponzoñosos y las golondrinas, tábanos. Si el hombre come hormigas y piojos, padece malas consecuencias; pero cuando el oso enferma, se cura ingiriendo esos mismos animales. La vibora se duerme al contacto con la rama de una encina; así como el murciélago con la hoja de plátano. El elefante huye al galope de la compañía del carnero; el león, de la del gallo; y la ballena, por su parte, del ruido de moler habas.” Quién lo pensara; sin embargo, cuando la causa de las habas molientes se aproximó al efecto de la ballena galopante, el fenómeno quedó probado. 

Así era como había que conducirse con la herida del rey. Al parecer de Ambroise Paré, la cauterización con hierros rusientes y aceites socarrantes, pese a su óptima reputación, no correspondía como silimia similibus, ni como contraria contraribus. Ya en su volumen Des monstres había escandalizado Paré a los sabios al recordar que “cuando la princesa parió un niño negro, fue acusada de adulterio, pero se libró gracias a Hipócrates, quien explicó el fenómeno por la influencia del retrato de un hombre negro que estaba junto a la cama.” Se trataba, por lo tanto, de reproducir el fenomenal lanzazo en alguna otra cabeza humana provista de ojos y demás particularidades, y después probar hasta dar con el tratamiento acertado que, salvadas las distancias, también serviría en el agujero de su majestad. Había lanzas y esforzados caballeros, y no faltaban condenados, de modo que pronto dispuso Paré de alguna que otra docena de malas cabezas científicamente alanceadas en el ojo. Había tantas que fue preciso hacer venir de Bruselas a Vésale, el mayor anatomista del momento, para atenderlas a todas científicamente. Cierto es que todos los condenados murieron pese los cuidados médicos, y lo mismo sucedió con Enrique II, al cabo de diez días de atroces dolores, pero la medicina experimental quedó bien encaminada.

Cuarenta años después, Enrique III estaba sentado en su silla perforada cuando el dominico Jacques Clément lo engañó con el viejo capote de ir a enseñarle un papel, y le dio una cuchillada tendida en el vientre. “Me has matado”, dijo el rey, y dio inicio a su lenta y dolorosa agonía, que duró hasta el amanecer. Los guardias celosos trincharon concienzudamente al dominico y luego lo tiraron por la ventana. No se le pudo interrogar, aunque en compensación fue descuartizado y quemado.

Cuando Ravaillac apuñaló veinte años más tarde a Enrique IV, los jueces destinaron al autor del “inhumano parricidio” a ser “atenazado en el pecho, brazos, muslos y pantorrillas; y su mano derecha, que sostuvo el cuchillo con que cometió dicho parricidio, será quemada con fuego de azufre, y sobre los sitios atenazados se le verterá plomo fundido, aceite hirviendo, pez, resina ardiente, cera y azufre fundido, todo junto. Luego, su cuerpo será estirado y descuartizado por cuatro caballos. Sus miembros serán consumidos por el fuego, reducidos a cenizas y arrojados al viento.”

El aceite hirviente no parece tener en este caso un propósito curativo. Se puede concluir que la medicina había progresado en ese campo. Y más que lo hizo, porque cuando Damiens decidió atentar contra Luis XV, dijo haberse encontrado abocado al regicidio al no haber podido obtener de ningún médico que le practicara una sangría. La investigación corroboró que, en efecto, Damiens estuvo alojado en un tugurio donde solicitó con insistencia una buena sangría calmante, como las que los sabios cirujanos hacían al rey y las personas principales. Despechado por la falta de una sangría, de la que tantas cosas buenas había oído, decidió atentar contra el rey, la víspera de Reyes de 1757, cuando Luis XV marchaba en medio de sus guardias, rodeado de los grandes oficiales de la corona y en presencia de su hijo.

Caía la noche y el rey avanzaba entre antorchas para subir a su coche que debía conducirlo al Trianon. De la multitud habitual de cortesanos y ociosos ávidos de ver al monarca, salió un individuo, le dió un pinchazo desprendido en un costado, entre la cuarta y la quinta costilla, se guardó el arma en el bolsillo y retrocedió tranquilamente. Se habría escapado con la mayor facilidad, confundido con la gente, si hubiera tomado la precaución de quitarse el sombrero ante el rey, como todo el mundo. Pero, como se mantuvo cubierto, antes y después de su acción, fue fácilmente identificado.

El rey conservó la sangre fría, pero no pudo hacer lo mismo con la caliente. El hábil cirujano Hevin, el mismo que se olvidó la jeringa de plomo en el pecho del señor Montagu y lo mató sin merma de su reputación, se apresuró a practicar una sangría al rey herido hasta conseguir que perdiera el conocimiento.

Cuando Luis XV abrió los ojos, el espanto se apoderó de él. Los cirujanos Senac y La Martinière sondeaban la herida, examinaban el cuchillo, y discutían la calidad de los venenos y los simples. Convinieron en que el corte era superficial y, en el caso de que el agredido fuera un particular, podría levantarse ya mismo y asistir al baile. 

Pero se trataba del rey. El cuchillo podía estar envenenado. Se imponía, a modo preventivo, una adecuada puesta en escena: la presencia del notario del reino, los santos óleos, el confesor de Su Majestad y la celebración de un consejo médico.

El regicida inhábil se llamaba Damiens, y era lacayo de profesión. Había servido a jesuitas, jansenistas, magistrados y consejeros parlamentarios. Las habladurías, soflamas, quejas y murmuraciones escuchadas mientras servía la sopa o empolvaba una peluca fermentaron en su pobre cerebro trastornado. El quería una sangría para calmarse, como los grandes personajes. Y no quiso matar al rey, sino recuperarlo para Dios y la nación. Eso dijo, y el examen del arma le dio la razón en ese punto. 

Era una navaja que de un lado tenía una hoja larga y puntiaguda en forma de puñal, y del otro, un cortaplumas de cuatro pulgadas. Era cierto que si hubiera querido dar un golpe seguro y mortal habría empleado el lado del puñal, y no el cortaplumas. También fueron indicios de su demencia su manía con que le hicieran una sangría, el no quitarse el sombrero, y el galimatías entre volteriano y jansenista que escribió en una carta al rey, donde le decía que si se alejaba del pueblo, podrían morir él y sus herederos. 

Para Damiens, el público deseaba, como es habitual, una ejecución aparatosa. París registró una afluencia extraordinaria. Acudieron gentes de provincias y extranjeros como en las grandes fiestas. Los miradores, buhardillas y chapitelas de la Grève se alquilaron a precios de locura. Los tejados bullían de espectadores; hubo cuatro muertos y multitud de lisiados en las caídas y tumultos. 

La tarde del 27 de marzo empezó el suplicio. Primero, le quemaron hasta el hueso la mano derecha, que tenía sujeto el cuchillo. Se tuvo cuidado de repetir el mismo profeso que con Ravaillac, a fin de mostrar que no se trató de un atentado político, sino del acto de un fanático religioso. A continuación, se le atenazó con herramientas al rojo vivo, para luego echar el consabido mejunje derretido en las heridas. Siguió vivo todo ese tiempo con firmeza estoica. Lo ataron luego a cuatro grandes caballos, pero los poderosos animales no consiguieron descuartizarlo tras sesenta intentos agónicos. Hubo que recurrir al hacha para despedazar su cuerpo palpitante, que por fin sangraba. Luego se quemaron sus miembros y las cenizas fueron esparcidas al viento. Su padre fue condenado a la Bastilla y luego al destierro perpetuo. Su mujer y parientes tuvieron que cambiar de nombre para que no quedara rastro de él. Que hubiera tocado y hecho sangrar al rey por un motivo político impresionó a todos de tal manera que, casi un siglo más tarde, Michelet y los tremendos historiadores decimonónicos encontraron profética toda la actitud de Damiens, sobre todo su petición de  que la sangría no fuera privilegio de los grandes y se le practicara con profusión al amado pueblo.

 

 

 

 

 

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11 de octubre de 2010
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Reacciones en torno al Nóbel de Vargas Llosa

Aquí algunos diarios que suelo leer comentan el Premio Nobel a Mario Vargas Llosa.  El diario Clarin dice esto y luego esto también.  En Página 12 recogen algunas declaraciones de Vargas Llosa. En El País el viernes le dedicaron la portada entera, y  luego un especial con el en Manhattan (está dictando en Princeton),  y artículos de José María Guelbenzu,  Héctor Abad Faciolince, Fernando Iwasaki, y Javier Cercas. Además, la locura en Frankfurt después del premio.

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11 de octubre de 2010
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