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IV. Imprima su comida y su ropa

Ya se está probando con la impresión de comidas, empezando por los pasteles de chocolate, las pizzas y las galletas, donde las resinas y polímeros serán sustituidos por polvos de proteínas, carbohidratos y grasas, y otros componentes les darán los sabores, y hasta los olores. La NASA impulsa estos experimentos en vista de los futuros viajes espaciales que podrían durar años. ¿Y la carne? Modern Meadow trabaja en un proyecto para imprimir la "vitrocarne", formada por las mismas células que hay en un buen filete. En el futuro, no lo dudemos, estos platos llegarán también a los restaurantes.
¡Ropa? Hay un prototipo ideado para reciclar los filamentos de la ropa vieja, e imprimir prendas a la medida en la propia casa, el diseño y los colores al gusto de cada quien, con lo que las grandes fábricas textiles ubicadas en el tercer mundo llegarán un día a desaparecer.
Pero lo peor, también pueden ya imprimirse armas de fuego. Cody Wilson, un estudiante de la Universidad de Texas, creó una pistola hecha de resina que muy pronto podrá reproducirse a domicilio, "para defender la libertad civil del acceso del pueblo a las armas como lo garantiza la Constitución de Estados Unidos", como proclama su inventor.
La impresión en tres dimensiones revolucionará, por tanto, el comercio mundial y el transporte internacional, desde luego que en la medida en que se desarrollen máquinas de mayor volumen y diversidad, disminuirá el traslado de carga entre lugares lejanos, y por tanto el número y el tamaño de los barcos surcando los océanos.
¿Y los seres humanos? Todavía no se habla de imprimirlos.

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7 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuevas maneras de matar a tu madre

Les pasa a todos, pero como este libro lo ha escrito Colm Tóibín le atribuyo a él la dificultad (yo diría que casi metafísica) que tienen los novelistas para escribir otra cosa que no sea ficción. O sea que si un lector ha quedado dubitativo ante la palabra "ensayo" que los editores han incluido en la contraportada del libro puede respirar tranquilo: a Tóibín no parece preocuparle en exceso si las carencias afectivas infantiles de un niño irlandés del montón explican - o no - que años después, cuando ese niño se convirtió en un genio mundialmente reconocido y llamado Samuel Beckett, siguiese manteniendo con su mamá una relación disparatada.
Sólo en la introducción, cuando analiza la curiosa costumbre de Jane Austen y Henry James de escribir novelas cuyas protagonistas eran jóvenes huérfanas que sustituían la figura de la madre por un variopinto surtido de tías (las hay gordas, sutiles, mezquinas, amorosas, extravagantes, entrometidas y malvadas) Tóibín parece hacer caso del asunto que justifica el libro pero no, no pierde ni un segundo en investigar las carencias infantiles de Jane Austen y Henry James, o de sus protagonistas, y en cambio, con esa precisión que tiene un novelista para mostrar los artificios de otro novelista, dictamina: la falta de madre es un simple recurso técnico porque ello permite dibujar más nítidamente a la protagonista, que debe enfrentarse al mundo con la sola fuerza de su carácter. La vieja tía de turno está allí sólo como referente del entorno familiar que a finales del siglo XIX y principios del XX debía rodear obligatoriamente a toda joven que pretendiese labrarse un destino dentro de la sociedad burguesa de la época.
Cuando empieza el desfile de autores irlandeses, Tóibín se olvida rápidamente de matar al padre o la madre para fijarse en los hijos y con razón, porque todos ellos, los Yeats (padre, hijo y hermano), Synge, Brian Moore, Beckett y las esposas, amantes, enemigos, rivales, críticos, musas, espíritus, médiums, revolucionarios o las locuras respectivas de todos ellos demuestran ser un material cuya narración resulta demasiado interesante para perder el tiempo con justificaciones de tipo psicológico y, más adelante, psicoanalítico. Tóibín es además un lector magnífico y se maneja con envidiable soltura con la ingente producción de todos ellos, pues está hablando de uno de los periodos probablemente más creativos de Irlanda y origen de la actual primacía de los narradores irlandeses.
Mientras va de aquí para allá sin más orden ni concierto que los avatares de sus protagonistas, Toíbín da como de pasada unos datos capaces de cambiar para siempre la imagen que uno pueda tener de alguno de sus ídolos personales. Beckett, sin ir más lejos. Cuando lo ha situado en la treintena de su vida, dice de él: "Su problema durante esos años era muy simple y nada fácil de resolver: consistía en cómo vivir, qué hacer y quién ser". En respuesta a esas necesidades vemos a Beckett hacer gestiones para convertirse en publicitario, y como no lo consiguió, decidió hacerse piloto comercial; y en vista de que por ahí tampoco veía un futuro (faltaría más, ¿alguien se imagina a Beckett pilotando un avión?), llegó a buscar influencias para que Eisenstein le ayudara a ingresar en la Escuela de Cinematografía de Moscú (?). Todavía llegó a convencer a su madre para que le pagase (cosa que hizo) una estancia en Alemania porque deseaba hacerse crítico de arte. Después de tantas vueltas acabó en lo suyo, la escritura, y de esa época data una sátira feroz contra el poeta Austin Clark, un pobre diablo del que solo se habla cuando toca hacer la crítica de las novelas de Beckett, y más concretamente de Murphy. Por en medio todavía hizo un desganado esfuerzo por ser contratado en la Universidad de Ciudad del Cabo como profesor de italiano. Como se ve, hay material de sobra para contar disparates, pero Tóibín los presenta casi como de pasada porque después de Beckett le tocaba ocuparse de Brian Moore, que vaya otro.
Y cuando se cansa de los padres y las madres irlandesas, todavía le quedan arrestos para hablar de Thomas Mann, Borges, Tennessee Williams o James Baldwin, con los cuales no tiene una afinidad sentimental tan profunda como la que siente por los irlandeses, pero quien habla sigue siendo un narrador más interesado en las historias que en las ideas y no da ninguna pereza llevar a cabo un repaso a las quisicosas de los Borges y demás compinches yendo en compañía de un maestro de ceremonias como Colm Tóibín.

 

Nuevas maneras de matar a tu madre
Colm Toíbín
Traducción de Patricia Antón de Vez
Lumen

 



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7 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ceremonia de los adioses

Sin beneficios no hay periodismo independiente. Esta es la clave de la venta del Washington Post, el legendario diario de la capital federal, con las ventas en declive y en pérdidas de 50 millones de dólares para la primera mitad de este año. La clave para entender la operación aguas arriba, es decir, desde la posición de la familia Graham, los propietarios desde hace 80 años: gracias a los beneficios han podido garantizar a los periodistas su libertad profesional, principalmente frente a los poderes establecidos, y pudieron construir con el caso Watergate la mayor leyenda de la historia del periodismo al derribar al presidente de la nación más poderosa del mundo.

Las preguntas llegan aguas abajo, es decir, en dirección al futuro, que es donde está instalado Jeff Bezos, 49 años, fundador y máximo ejecutivo de Amazon, la librería online que está destruyendo nuestro viejo mundo de papel. Nadie se pregunta si ha hecho un negocio bueno o malo desembolsando 250 millones de dólares de su fortuna personal: cien veces más de lo que ha pagado por el Post. No es esta la cuestión, como sí lo era para Donald Graham, 68 años, presidente de la compañía ahora vendida, que ha preferido con toda la razón del mundo vender cuando todavía estaba a tiempo en vez de seguir perdiendo, sin pararse a llorar sobre los dos o tres mil millones que le hubieran pagado hace diez años por idéntica operación.

Hay dos grandes teorías acerca de las intenciones del comprador. La más preocupante, que sea meramente un capricho. Sucede: un yate, una mansión, un matrimonio, un periódico? El precio pagado por el Post es realmente atractivo y tener un diario en las manos, aunque teóricamente se respeten las viejas costumbres y reglas de juego establecidas en la redacción, todavía proporciona una envidiable influencia y una capacidad de acción y a veces de presión sobre el poder político y económico. El problema de esta opción es que tiene escaso recorrido: muy rápidamente hay que ajustar para evitar pérdidas y llega un momento en que el juguete ya no le compensa al potentado, normalmente de divorcio fácil, que se lo saca de encima de cualquier manera. La teoría más atractiva e interesante nos cuenta que un empresario del futuro se hace con una empresa del pasado para ponerla en órbita de nuevo y convertirla en algo distinto, atractivo y con amplios horizontes por delante. La lección que se desprende es bien clara: la vieja industria no sabe salir por sí sola del hoyo en que se encuentra y necesita la ayuda y la dirección de quienes sí saben cómo funcionan los nuevos mercados tecnológicos. Así vista, esta operación ratifica el agotamiento de las energías propias del negocio tradicional de la prensa, que solo podrá revivir si se ampara en las nuevas energías de una industria nueva, y podemos entenderla como una de las muchas ceremonias de los adioses que estamos viendo desde hace un tiempo y seguiremos viendo en los próximos años.



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6 de agosto de 2013
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Asuntos metafísicos 1. El legado de andrónico de rodas

Preliminar

 

Retomo a partir de esta columna, y durante un tiempo ilimitado, asuntos ya parcialmente  tratados y que ahora presentaré de tal  manera que   el conjunto  pueda llegar a constituir una ordenada introducción a ciertos problemas fundamentales de la filosofía, asuntos que cabe tildar de metafísicos, siempre que el calificativo sea liberado  de  connotaciones con las que desgraciadamente se ha visto en ocasiones recargado. No se trata pues de plantear temas nuevos sino de corregirlos y ensamblarlos. Durante las entregas primeras intentaré sobre todo ilustrar  la disposición de espíritu que cabe tildar de "metafísica", y a un momento dado iniciaré un tratamiento sistemático. Se impone en primer lugar una consideración sobre  el origen del término "metafísica",  algo trivial quizás  para los estudiantes de filosofía, pero que no es ocioso reiterar (ya he hablado aquí sobre ello),  entre otras cosas porque estas reflexiones no están exclusivamente destinadas a los mismos.      

                                                                      ***

 Andrónico de Rodas, peripatético que  vivió en el siglo I antes de Cristo y ordenó con espíritu sistemático las obras de Aristóteles, se encontró con una serie de escritos sin nombre, lo que dificultaba su catalogación.  Mas al considerar el contenido y apercibirse   de que para su intelección cabal era conveniente  leer antes  los escritos  aristotélicos relativos a cuestiones de física,  Andrónico denominó al conjunto con la frase "de los [libros] que  vienen tras-meta- los de   física"  

Así pues, Metafísica es, sino ante todo, al menos de entrada, aquello que designa como tal ese recopilador griego de las obras de Aristóteles, a saber, una vía en la  que conviene  introducirse con las alforjas suficientemente provistas de datos procedentes de la ciencia física. Esto es lo que hay que retener, aunque obviamente la cosa puede hacerse más compleja y alcanzar incluso extremada sofisticación. Sofisticado es, por ejemplo, el conjunto de reflexiones que Martin Heidegger reúne bajo el título precisamente de  ¿Qué es metafísica?, a las que ya me he referido aquí. Recordaré lo esencial de su enfoque:

Heidegger nos anuncia que se dispone a abordar una pregunta metafísica concreta. Buen comienzo parece desde luego: no andarse por las ramas, enterarse de lo que es nadar en la propia lucha por no quedar sumergido. Sin embargo el autor nos dice que se impone un preliminar: "Nuestro propósito es comenzar con el despliegue de un preguntar metafísico, elaborar después dicha pregunta y terminar con su respuesta".  ¿Qué es un preguntar metafísico? Sugiero  al lector  seguir los meandros del propio texto  de Heidegger,  del que hay en Castellano al menos  una excelente traducción,  y prosigo en el asunto por mi cuenta:

Un preguntar metafísico es desde luego, entre otras cosas la focalización sobre  interrogantes que siempre han acompañado al pensamiento y que  siguen torturándolo, ya sea porque  nunca  han sido  aclarados, ya sea  porque la aclaración no ha hecho más que provocar nuevas perplejidades .

Obviamente  "metafísico" es también un preguntar sobre aquello  que de novedoso, y a la vez determinante  para la vida de este singular animal que constituimos,  haya podido surgir en nuestro tiempo. Y hay desde luego que pensar aquello que impide asumir la actitud que acabo de esbozar: hay que pensar aquello que impide pensar  y, en la medida de lo posible, hacer de esta reflexión un arma que contribuya a eliminar esa restricción.

Parece incluso necesario enfatizar la importancia de este último extremo, pues lo que impide pensar es una calamidad para los intereses de nuestra especie, por no decir el mal mayormente atentatorio para ella.  Sigue en efecto habiendo  razones para  suscribir enteramente la sentencia con la que Aristóteles abre precisamente el primer libro del conjunto de escritos denominados "Metafísica", según la cual pensar, pensar con toda radicalidad, constituye una exigencia inscrita en la naturaleza humana, y en consecuencia concierne a todos aquellos que participamos de la misma.  Cada ser humano desea que se actualice su condición natural en el acto de pensar, es decir, en el acto  de   subsumir  las cosas bajo conceptos y de explorar las posibilidades de las palabras de las que esos conceptos son polo constitutivo. Y ello, como ya he tenido ocasión de sostener aquí mismo,  al igual que  el  águila tiende a volar o el caballo tiende a galopar. Teniendo como particularidad de su especie esas facultades que son el lenguaje y la razón, el animal humano se realiza cuando las despliega y fertiliza, por ejemplo forjando metáforas o sintetizando fórmulas.

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6 de agosto de 2013
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Fotos borrosas y una carta perdida

Hace más de 20 años publiqué mi primer relato autobiográfico en un diario. Yo ya hacía de periodista, estaba en los inicios de este largo camino, cuando el editor del suplemento joven de Clarín, Marcelo Franco, me propuso escribir un texto sobre mi experiencia como combatiente en Malvinas y como ex combatiente en lo que en las islas llamábamos “el continente”. Cuando salió sentí una de las emociones más fuertes de mi vida profesional: estaba ahí, en las dos páginas centrales del suplemento, ilustrado con un dibujo de un combatiente ametrallado de tinta, tal vez yo, obra del gran Hermenegildo Sabat.

Mi relato se llamaba Fotos borrosas y una carta perdida.

Pasado mañana, martes 6 de agosto, voy a dar mi primera conferencia pública en mi ciudad. Será a las 7 de la tarde en el Centro Cultural San Martín. Voy a hablar de “Cómo contar la guerra”. Estuve todos estos días leyendo, escribiendo, buscando, recordando, pensando. ¿Cómo contar la guerra?

Cuando se lo propuse al coordinador de las conferencias magistrales del San Martín, mi viejo amigo Maximiliano Tomás, me pareció que me saldría fácil. Y no es fácil.

Creo que ya lo tengo. Voy a hablar de libros y escritores, de guerras y de guerreros, de morir y de sobrevivir y de no poder olvidar.

Y voy a empezar con tres fragmentos de ese viejo artículo, que conservo en copias amarillentas del Clarín de finales de los ochenta. ¡Cuánta agua pasó! Primero, quiero leer este fragmento sobre la muerte del marinero Juan Ramón Turano. En mi libro Los viajes del Penélope (2006) volví a contar esta historia, sin fijarme en lo que había escrito tantos años antes. Y no me acordé de lo que había contado al final, que creo que es de lo más triste de ese texto tan lejano.

*          *          *

Juan Ramón se había metido en la Escuela de Mecánica de la Armada a los 15 años. Es lo que llaman la "conscripción económica", una de las pocas formas que tienen los que nacieron en el tercio sumergido de zafar del hambre, de la incertidumbre, de la humillación del desempleo. Juan Ramón tenía empleo asegurado, comida, cama, beneficios sociales. Nunca se le había ocurrido que el empleo era prepararse para matar gente y para tratar de que no lo mataran a él. Era marinero de segunda cuando lo mandaron a las Malvinas. Tenía 17 años. Su cuerpo envuelto en una frazada fue enterrado en Bahía Fox una madrugada ventosa de fines de mayo.

Las versiones sobre su muerte no son claras. Parece que marchaban en fila india a esconderse en medio de una lluvia de esquirlas cuando empezó a correr y a disparar para cualquier lado. Los barcos ingleses tenían cañones que disparaban más lejos que la artillería argentina, y entonces se alejaban donde no podían alcanzarlos y tiraban bombas hasta cansarse.

"Se volvió loco," decía uno de los cabos que lo trajo a la mañana siguiente. El cabo tenía el casco perforado por una bala que había disparado Juan Ramón. Pusieron el cuerpo envuelto en la frazada al lado de la manguera de donde sacábamos agua. Todo ese día y hasta la mañana siguiente nadie quería ir a buscar agua, para no encontrarse con esas botas saliendo por debajo de la frazada.

Sería agosto o setiembre del '82, ya terminada la guerra, cuando entré a la oficina de veteranos del comando y había una señora agitando una papeleta y gritándole al suboficial que la escuchaba aburrido del otro lado del escritorio. Era la mamá de Juan Ramón. Le acababa de llegar la citación para hacer la colimba. Claro, pensé, ese año Juan Ramón cumpliría 18 años.

*          *          *

Quiero seguir con algo que me salió de un tirón y que recuerdo que me sorprendió, como si lo hubiera escrito otro. ¿Entonces es esto lo que pienso, lo que siento? Esto les decía a los jóvenes argentinos de una generación posterior a la mía:

*          *          *

La guerra de las Malvinas es menos la que yo viví que la que imaginaron ustedes. Tiene más de fantasía que de realidad. Como me imagino le pasará a los que conocieron a Gardel o frecuentaron a Marilyn Monroe, ya se me hace que lo que me acuerdo no es lo que pasó. Malvinas es lo que creen y piensan los millones que nunca pisaron esa turba porosa ni sintieron ese endemoniado viento, siempre del mismo lado, ni respiraron esa mezcla de olor a pólvora de afuera, suciedad del propio cuerpo y miedo de más adentro.

Pero aunque mi historia sea poco importante y nunca pueda transmitir la sensación exacta, quiero contarles dos o tres cosas de Malvinas. Si quieren, escúchenme como a un loco al que le pasó algo fulero y se quedó fijado en ese recuerdo que repite una y otra vez. Pobre tipo. En el fondo, todos somos locos que contamos siempre la misma historia. La diferencia es que ésta es con soldados, tiros y suspenso. Es una de guerra. Pero no es como la pintan en Hollywood. No hay música, no hay gloria, no hay montaje que te evite el espectáculo desagradable de cuerpos cortados por la mitad. El que se muere no aparece después en una de vaqueros. Se murió. Y para los otros, la cosa no termina a la hora y media. Si te cortaron una pierna, si viste a un amigo sin cabeza, si mataste a alguien, es para siempre.

 

 

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5 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Llámenme Peligro

Convertida en un clásico americano, la escena regresa una y otra vez en las pantallas. Bajo los reflectores inclementes, la pareja comparece con las manos entrelazadas, los semblantes ruborizados o abatidos -ella, severa y elegante, casi mustia; él con la voz desfondada y los ojillos acuosos-, el peso de su convivencia reflejado en esa tensión con la que prometen sobrellevar el incidente mientras los dos se esfuerzan por mirarse o más bien se aseguran de que los demás contemplen ese guiño cómplice en el cual se cifra la posibilidad de una disculpa: ¿si ella aún puede verme a la cara por qué no habrían de hacerlo ustedes, conciudadanos y electores? Poco importa que la mujer esté harta o furiosa, no tanto por el engaño (otro de tantos) como por la afrenta, esa necesidad de exponerla como una buena samaritana que encaja de manera heroica, admirable, cada nueva revelación (cada nueva humillación) sin encogerse. Aunque lo maldiga y ya haya emprendido las primeras acciones para ajustar el umbral de la demanda, ella sabe que no le queda más que figurar a su lado, acompañarlo en esa ordalía de verdad y dolor que tanto complace a los fanáticos de los melodramas políticos, tragarse sus inútiles palabras, error, el gran error, el tremendo error que cometí, encajar su arrepentimiento -no por su conducta sino por su torpeza al disfrazarla- y soportar esos diez o quince minutos (o días o semanas) de vergüenza, esa confesión que se le exige aquí a todas las figuras públicas que son lo suficientemente imbéciles para permitir que sus infidelidades emborronen los tabloides.

Bill Clinton; el senador y precandidato demócrata a la presidencia John Edwards; el congresista Mark Souder, célebre por sus arrebatos a favor de la abstinencia; el defensor del nuevo conservadurismo Newt Gingrich; el congresista Thad Viers; el precandidato republicano a la presidencia Herman Cain; el admirado general David Petraeus; el congresista Eric Massa; el candidato a congresista Tom Ganley; el senador John Ensig, uno de los más implacables críticos de Clinton; el congresista Vito Fossella; el congresista Tim Mahoney; el senador David Vitter; el exgobernador demócrata de Nueva York Eliot Spitzer (el infame "cliente número 9") o el exgobernador de Carolina del Sur, Mark Sanford. Si este catálogo sólo reúne a quienes han sido descubiertos, en Estados Unidos deben esconderse decenas de políticos que llevan en santa paz una dulce -o apasionante- vida doble. Basta echarle un ojo a The Good Wife, donde Julianna Margulies parodia u homenajea a sus admirables esposas, para detectar el morbo que suscitan estos rituales de expiación.

            El último show en esta serie es una especie de engaño al cuadrado que evidencia la porfía de los políticos estadounidenses para convertirse en blancos del ridículo a causa de su hipocresía (y sus hormonas). El 16 de junio de 2011, el congresista Anthony Weiner renunció a su cargo cuando se hizo público que había enviado una imagen de sus calzoncillos -apenas disimulando una erección- a una joven de Seattle de 21 años. Luego de negarlo una y otra vez, Weiner confesó su afición a este tipo de mensajes (práctica conocida como sexting) antes y después de su matrimonio con Huma Abedin, cercana consejera de Hillary Clinton.

            Hasta aquí, el guión se mantuvo sin sorpresas. Weiner pidió excusas, fue blanco de la ira y el sarcasmo generalizados, y su esposa lo perdonó. Dos años después, Weiner consideró que su penitencia había concluido y decidió regresar a la política como candidato a la alcaldía de Nueva York. Ya avanzada la campaña, salió a la luz que Weiner había vuelto a las andadas, esta vez enviando fotos y mensajes a tres o cuatro mujeres distintas, valiéndose del sonoro apodo de "Carlos Danger". Desde entonces los medios y las redes no le han dado tregua: cientos de miles de chistes, críticas, parodias e insultos han llovido sobre su figura. ¿Qué hacer ahora? ¿Repetir su renuncia anterior? Resignado, Weiner mantiene su campaña, aunque sin muchas posibilidades frente a su compañera de partido Christine C. Quinn.

            Muy lejos de los especialistas que comparecen en los talk shows para abundar en torno a la perversión o a las patologías de Weiner, su caso confirma la relación cada vez más tortuosa que los estadounidense mantienen con su sentido de la intimidad. En el fondo, Weiner apenas se diferencia de millones de usuarios de Facebook -o de páginas de contactos y webcams de sexo- en donde los usuarios se convierten en exhibicionistas y voyeuristas de manera voluntaria. Mientras la NSA se empeña en escrutar todas las comunicaciones del planeta, el boom de las redes sociales y los sitios de cibersexo pone en evidencia a una sociedad cuyos individuos se saben vigilados sin tregua al tiempo que, desprovistos de cualquier prurito, se empeñan en revelar hasta los mínimos detalles de su vida privada -o de sus falsas vidas privadas- a cualquiera que esté dispuesto a contemplarlas. 

 

Twitter: @jvolpi



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4 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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83. Límites

En su novela Standards (Pálido Fuego, 2013), Germán Sierra retuerce una frase de Heidegger ("el acontecimiento fundamental de la época moderna es la conquista del mundo como imagen"), para volverla contemporánea: "el acontecimiento fundamental de la época postmoderna es la conquista de la imagen como mundo" (p. 35). Esta retorsión à la Ducasse transparenta el paso del giro lingüístico que caracterizó a la filosofía del siglo pasado por el giro icónico que caracteriza a la cosmovisión del siglo presente. En la remisión a lenguajes de mundo parece faltar Wittgenstein, a quien podríamos retorcer para hacerle decir que, en nuestros días, los límites de la imagen son los límites de nuestro mundo. / Sierra es a mi juicio el narrador español que mejor ve ciertos procesos globales de sustitución (o creación) de símbolos. Su obra siempre se ha adelantado a su tiempo en unos años y quizá por eso sigue sin ser lo conocido y reconocido que debiese, a mi juicio y el de no pocos estudiosos. / En Standards, Sierra retoma dos de sus temas preferidos, la cirugía plástica y la dialéctica entre original y copia, para mezclarlos definitivamente. En Efectos secundarios (2000) ya planteaba el autor la posibilidad de reproducir a personajes famosos como muñecos a escala natural. ¿Qué pasaría si en vez de reproducirlos pudieran ser clonados, operando con cirugía plástica a otras personas hasta hacerlos indistinguibles? ¿No acabarían acaso convirtiéndose estas personas, estos dobles, en temas, en melodías reconocibles, en standards, que es como se denomina en jazz a esos esquemas melódicos básicos, "composiciones musicales bien conocidas por el público que constituyen una parte importante del repertorio de los músicos de jazz"? / A partir de esta posible premisa, Sierra continúa con una imagen del poeta Francis Ponge (el cuerpo como límite meta-físico, irrebasable, de nuestra contingencia), para llegar a esa percepción neowittgensteniana (disculpen el palabro) por la cual el límite de la imagen corporal propia es el límite de nuestro mundo. No podemos ser más allá de nuestra piel, es cierto, pero los protagonistas de este estremecedor relato de Sierra llegan a una conclusión tan obvia como terrible: no pasa nada, la piel se cambia, se altera, "el rostro no es más que una base de datos". / Standards se convierte así en una especie de L. A. Confidential rodada por David Cronenberg. Si en la película de Curtis Hanson se operaba a las actrices para que se pareciesen a Veronica Lake, en la novela de Sierra se crean copias en serie de Lindsay Lohan para que roben un banco con la impunidad que da la imagen célebre, pornográfica por obvia y maquinal. / La novela de Sierra, diacrónica pero contemporánea, frankensteniana por tema y por estructura, hija de Osiris y de Oreos, es un extraño thriller negro, clásico y ciberpunk al mismo tiempo, con escaso parangón en nuestra narrativa. Sus antecedentes son las novelas anteriores del autor. Su generación: ella sola, a través de las copias de sus ejemplares, únicos e idénticos al mismo tiempo.



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3 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Elegía de Duino

Convertirse en dios al morir, esa creencia poética tan antigua, no quiere decir más que convertirse en envidioso ubicuo, deseo tiernamente humano. Los griegos creían que el mayor peligro de los dioses es que tienen envidia de los hombres. También en la mitología védica y en el Génesis, los dioses aparecen descritos como mirones que tienen celos del hombre.
 
Un sabio alambicado como Proust describe los celos como posesión que arrebata una presencia a los demás, y dice que es sólo un apaciguamiento, o sea, una magnitud negativa, lo real es lo otro, los celos. Un pastor me contaba que un carnero sólo cubre cuando ve competencia, y que no hay oveja tan pelma en su celo que sea tan efectiva y afrodisíaca para un carnero como la presencia de otro carnero. Igualmente me decía que el caballo no quiere cubrir a la misma yegua, quiere otra, porque, si no, es como si supiera que no tiene competencia, y sólo le pone en función la presencia o el barrunto de otro caballo. También es revelador, en los dementes, que la envidia no es afectada por la locura, porque es de esas funciones, hondas y verdaderamente orgánicas, que siguen andando aparte de ideas, educaciones, reflexiones y demás aparatos persuasivos.
 
Es uno de los motivos de que la elocuencia persuasiva sea tan difícil de pintar, de hecho, en literatura no se describen sino sus resultados. En la épica se ve que, por ejemplo, la elocuencia persuasiva de Ulises es un elemento semejante a esos personajes del teatro medieval que salían de azul o rojo, o de la derecha o la izquierda, y con eso eran declarados buenos o malos, o no había más que hablar. En efecto, todos los personajes épicos hablan igual, o muy parecido, la diferencia es que llevan una suerte de signo fatal, un cartel avisador que les cuelga del pecho y dice “palabras sin efecto” o “palabras persuasivas”, no importa qué digan, como tampoco importa el tino y la fuerza de una lanza o flecha que se tira, porque los dioses pueden desviarlas. Esa fatalidad arbitraria es, bien mirada, más real que la literatura que se pretende realista y se figura palabras y flechas atinadas “en sí”. Shakespeare pinta a Ricardo III como pérfidamente persuasivo, pero es porque nos lo asegura el poeta, porque en la escena donde persuade a Ana, solo vemos que Ana debía querer ser persuadida.
 
Se trata de una de las viejas clarividencias poéticas que recalcan aquel axioma de Gödel de que el lenguaje es menos que el pensamiento; y que verdad y pensamiento, aun sumados, siempre son menos que el mundo.
 
Boltzmann decía que no podemos comprender la naturaleza, sino solo modelos de la naturaleza. Lo cual es un axioma poético en su más alto grado. Es la propia médula y la razón de ser de la poesía. Y, como no podía ser menos, un poeta clarividente como Boltzmann sufrió el destino de Ayax, porque sus palabras fueron sin efecto o no persuasivas, sumado al destino de Casandra, porque predijo, con nulo crédito, cómo entenderíamos hoy el átomo, la entropía y la flecha del tiempo. Hasta en su suicidio, como víctima de su  espectacular poética, que casi parecía física atómica, fue más poeta que todos.
 
Hay que pensar que la escasez de adoración ha matado a los dioses y ha provocado los follones bíblicos y las matanzas de héroes programadas por Zeus y Temis (la Justicia). Si la escasez de adoración mata a los dioses, qué no hará sufrir a un poeta, aunque  fuera el mayor físico de su tiempo, y estuviera de vacaciones en Duino, cerca de Trieste.


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3 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ojo de Dios, oído del Diablo

El verano pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles automovilísticos para explicarles por qué no lo compré. A mí me preocupaba la altura del volante. El vendedor, un hombre muy atento continuamente pegado a la pantalla del ordenador, me explicó que en el modelo de coche del que estábamos hablando la altura del volante era adaptable. De repente pareció encontrar lo que buscaba en la pantalla y dijo: "Como usted mide metro ochenta y siete...". Me quedé perplejo. Comenté: "¿Cómo sabe mi estatura?". El hombre, al inicio, no reaccionó. Luego, por fin, sacó los ojos de la pantalla y me miró desconcertado. Se hizo el silencio. Le repetí mi pregunta. El vendedor pasó del desconcierto a la desesperación, como si no estuviese acostumbrado a este tipo de preguntas por parte de los clientes. Contestó con ansiedad, señalando a su ordenador: "Lo dice aquí".

El resto de nuestra conversación duró 10 minutos, en los que no solo se frustró la venta de un coche sino que se aclararon algunos enigmas. Le pedí al vendedor que me dejara ver "lo que decía allí". Alegó débilmente el carácter confidencial de aquellas informaciones, aunque se derrumbó pronto al advertir que se trataba precisamente de mi confidencialidad, y no de la de ningún otro cliente. Balbuceó que estaba avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su establecimiento sino de algo que procedía de la empresa multinacional de la que él era un mero empleado.

Siempre había información relacionada con hipotéticos clientes y, como todos los ciudadanos eran hipotéticos clientes, en el ordenador había información sobre todos. Me senté a su lado y leí en la pantalla las cosas que me concernían. Eran muchas, tantas que incluían una operación en la espalda a la que me había sometido años atrás. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar a los ojos a mi interlocutor. El hombre estaba con la frente sudada pese a que el aire acondicionado de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer informaciones que, naturalmente, ya sabía, junto con otras que apenas recordaba, me levanté de la silla y me despedí. El vendedor se disculpó con bastante torpeza, pero creo que con sinceridad.

Desde el despacho en el que había estado recluido para la frustrada compra de un coche hasta la puerta de salida de la concesionaria advertí varias cámaras de vigilancia que, con toda probabilidad, habían grabado mis movimientos. Era lo mismo que ocurría en cualquier local. Me había acostumbrado, como mis conciudadanos, a que las lentes aéreas siguieran mis pasos. En esta ocasión reparaba en su presencia porque mi ánimo había sido golpeado por lo sucedido en el despacho del vendedor. Esos ojos de cristal me agredían singularmente. ¿Pero mañana me acordaría de la violencia que ejercen sobre nuestra intimidad esos centinelas omnipresentes? Seguramente mi reacción sería tan sumisa como la de los otros ciudadanos.

Hubo un tiempo en que eso producía escándalo. A la salida de la concesionaria de automóviles hacía mucho calor. De pronto me vi buscando cámaras de vigilancia y me fue fácil localizar varias en plena calle. Vino a mi memoria un acontecimiento que conmovió al mundo en mis años de estudiante: el asesinato de Olof Palme. Al primer ministro sueco, si no recordaba mal, lo mataron en una calle peatonal de Estocolmo, a la salida de un cine al que había acudido, como siempre, sin escolta. A consecuencia del magnicidio, alguien, en el Parlamento de Suecia, planteó la posibilidad de instalar unas cámaras en la calle peatonal. La inmensa mayoría se opuso. Se alegó que la primera regla de una sociedad libre era preservar la intimidad de los ciudadanos. Eran otros tiempos, me dije mientras rememoraba la figura, por tantos conceptos ejemplar, de Olof Palme. Aún no disponíamos de Internet y de teléfonos móviles. Faltaba bastante para que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001, impulsara una drástica cesión de libertad a cambio de una proclamada seguridad.

Estos días me he acordado de la truncada compra de un coche el verano pasado a partir del caso Snowden. Nuestra imaginación con respecto a las posibilidades del mal es siempre muy pobre cuando la comparamos con la intensidad que el mal, en la realidad, puede alcanzar. Antes de estar en el despacho del vendedor de coches nunca habría imaginado que alguien tuviese tanta información sobre mí para conseguir algo tan banal como venderme un coche. Después de conocer el sistema de espionaje universal desvelado por Snowden, todas las tramas de control concebidas hasta ahora parecen infantiles. Ya no se espía a individuos, entidades o instituciones; se espía, y de manera global, la intimidad misma de las personas. El ojo de Dios lo ve todo; el oído del Diablo lo escucha todo. Y lo peor es que los seres humanos ya no ofrecen resistencia, sea porque se sienten impotentes, sea porque han olvidado que es propio de un ser humano que aspira a la libertad ofrecer este tipo de resistencia.

Ni Aldous Huxley ni Georges Orwell, en sus negras profecías, llegaron a una percepción de este estilo. No pudieron prever, al menos en toda su extensión, la forma ni tampoco las consecuencias sobre la naturaleza humana. Es curioso que ni ellos, ni prácticamente ningún otro escritor, fuesen capaces de intuir los instrumentos técnicos decisivos del futuro. La imaginación, aunque sea potente, es siempre pobre. El ojo avasallador del Gran Hermano estaba concebido según un modelo clásico: un Dios todopoderoso controlaría hasta el anonadamiento a los hombres, si bien, desde el siglo XX de Stalin y Hitler, ya se presuponía que en el siglo XXI ese dios no vigilaría desde el Sinaí o el Olimpo sino desde estilizados rascacielos de poder.

Pero las profecías fallaron, o no advirtieron la hondura de lo profetizado, precisamente por aplicar un modelo clásico. Ni Huxley ni Orwell podían intuir que sería el propio hombre el que pondría en pie gigantescos engranajes de control, no bajo la amenaza de los dioses o por la aplicación de ideologías totalitarias, sino por el uso aniquilador de la propia intimidad de invenciones maravillosas como Internet o la telefonía móvil. Es verdad que la sed de control por parte de los poderes es insaciable, pero lo más inquietante es la complicidad con que los ciudadanos se prestan gustosa e insensatamente a saciar aquella sed.

Las revelaciones de Snowden son demoledoras fundamentalmente porque ponen de relieve esta complicidad. Por mucha que sea la histeria acusadora contra este agente secreto que se ha convertido en delator, lo que, en el fondo, se le reprocha a Snowden es que, consciente o inconscientemente, haya puesto al siglo XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolición de la intimidad, apatía, sumisión. Aunque quizá no con el celo que han demostrado Obama y Cameron, ni con la magnitud de las cifras, ya estábamos advertidos del amor al espionaje masivo de la humanidad por parte de quienes se han convertido en nuestros centinelas frente a la amenaza terrorista; lo que ignorábamos es nuestra colaboración activa en el arrasamiento de la libertad individual gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e imágenes que cedemos a empresas sin escrúpulos para que, transformados en pura mercancía, seamos impunemente encerrados en cárceles de sospecha.

La magnitud de las cifras no ofrece dudas: toda la humanidad es sospechosa. Incluso puede extraerse una conclusión más radical: toda la humanidad es casi culpable. Por eso debe ser acechada, controlada, vigilada. No es una idea reconfortante del ser humano. Pero aún lo es menos que los propios hombres, por estulticia o por servilismo, se presten alegremente como víctimas del sacrificio.

 

El País, 21/07/2013 



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2 de agosto de 2013
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El Boomeran(g)
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