En las bibliotecas de todos nosotros habita un libro, ese libro, que nos ha derrotado una y otra...
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En las bibliotecas de todos nosotros habita un libro, ese libro, que nos ha derrotado una y otra...

Es un ejercicio escolástico. Pero no es inútil. El belicismo lo resuelve todo con la violencia de la guerra, de la misma forma que el antibelicismo se opone radicalmente a cualquier guerra. Ambas posiciones suelen ser peligrosas en política, por lo que no es ocioso contar con criterios para saber cuándo se puede hacer la guerra legítimamente, con la razón moral y legal a la vez.
Desde que terminó la guerra fría, cada una de las declaraciones de guerra que hemos conocido, especialmente aquellas en las que han participado los países europeos junto a Estados Unidos, han merecido el control de los criterios de legitimidad, que suelen resumirse en seis puntos: 1.- debe estar al servicio de una causa justa; 2.- la intención debe ser recta; 3.- siempre como último recurso; 4.- con notables posibilidades de éxito en la obtención de los objetivos; 5.- con proporcionalidad de medios y de violencia para evitar el mal mayor que la ha suscitado; 6.- con autorización y cobertura legal internacional.
Los reunían la primera guerra de Irak, que declaró y organizó Bush padre; la campaña de bombardeos aéreos contra los talibanes en Afganistán, lanzada por Bush hijo en respuesta a los atentados del 11-S; y los bombardeos de la OTAN sobre Libia, dirigidos ?desde atrás? por Obama y desde delante por Sarkozy y Cameron, para detener la ofensiva de Gadafi contra la resistencia a su régimen. No los reunía la campaña de bombardeos contra la Serbia de Milosevic en la llamada guerra de Kosovo, lanzada por Clinton y crucial para la liberación e independencia del pequeño país; y tampoco la segunda guerra de Irak de Bush hijo, ambas por falta, al menos, de resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Lo que interesa ahora es determinar si sería un caso de guerra justa un ataque contra Bachar el Asad por el uso de las armas químicas, tal como ha amenazado Obama. Sabemos de antemano que faltará la resolución del Consejo de Seguridad, gracias al derecho de veto de Rusia y China, pero a la vista de los antecedentes sería perfectamente posible que se siguiera el modelo de Kosovo y se buscara una legitimación supletoria como en aquel caso, que ahora deberían ser la OTAN y la Liga Árabe.
Pero no sería suficiente. Una intervención en represalia por el uso de armas químicas exige, en primer lugar, garantizar que la responsabilidad efectiva es de Bachar el Asad, y en segundo y todavía más importante, que servirá efectivamente para destruir el arsenal o impedir la repetición de los ataques. Un ataque que tuviera un objetivo meramente de castigo, sin garantía alguna sobre los efectos que ocasionaría en el país y en la zona, ni siquiera se contempla en el análisis de la guerra justa, aunque falla ostensiblemente en la exigencia de proporcionalidad y correspondencia de medios y fines. Tampoco entraría en el caso de la guerra justa si el objetivo fuera mantener la autoridad del presidente Obama y preservar la capacidad disuasiva de la superpotencia, cuestiones que solo suscitan los analistas pero no suele estar en boca de los políticos.
Que todavía no se reúnen las condiciones en el caso de Siria lo ha puesto en evidencia el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, cuando ha pedido más tiempo para las inspecciones y para la diplomacia. La guerra todavía no es el último recurso, y no lo es, sobre todo, porque hemos dejado pasar dos años y medio antes de desenfundar, sin que entre tanto se haya hecho apenas nada para frenar a El Asad. Hará bien Obama en aplazar una decisión que puede meterle en un berenjenal todavía peor que el de Irak.
(En tres ocasiones anteriores he tratado el tema de guerra justa, dos de ellas con Gadafi, aquí y aquí, y una tercera a propósito de Siria e Irán, aquí).

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El hecho, indiscutible desde la teoría de la relatividad, de que el espacio tridimensional, vacío y sin límites carece de realidad física no impide que la intuición de tal espacio tenga un enorme peso en nuestra configuración del mundo, no impide que pueda ser considerado como una especie de universal antropológico posibilitador, entre otras cosas, de la intuición de la geometría euclidiana, esa geometría que hemos aprendido en la escuela y que para casi todos constituye de entrada pura y simplemente la geometría. Se establece así una suerte de doble verdad: verdad es que el mundo responde a métricas no euclidianas, pero verdad es también que, para algo tan importante como nuestro comercio con él, el mundo es perfectamente euclidiano.
Hay muchos otros ámbitos en la intersección de la ciencia y la filosofía donde esta polaridad entre hipótesis de la razón y anclaje en nuestra percepción ordinaria de las cosas. ¿Hay o no hay una realidad física exterior, que seguirá tras mi eventual desaparición y la desaparición de todos los demás humanos, cuya percepción de esa realidad coincide aparentemente con la mía? Respecto a esta pregunta que en una columna anterior formulaba, en ocasiones me he referido aquí a John Bell, el físico cuyo teorema fue el más duro golpe para los principios clásicos a los que se aferraba Einstein, en particular el principio de realismo, que afirma precisamente la existencia de un mundo sometido a leyes con independencia de que se dé o no un sujeto conocedor del mismo. Pues bien, el subversivo (en términos de principios ontológicos) John Bell es, sin embargo, el autor de la siguiente declaración:
«Desearíamos poder tener un punto de vista realista sobre el mundo, hablar del mundo como si realmente estuviera ahí cuando no es observado. Yo ciertamente creo en un mundo que estaba ahí antes de mí, y que seguirá estando ahí después de mí, y creo que usted forma parte de ese mundo. Y creo que la mayoría de los físicos adoptan este punto de vista cuando se los pone contra la pared (when they are being pushed into a corner ) Hay en esta afirmación un aspecto emotivo: el gran físico nos dice que cuando la interrogación filosófica aprieta, la respuesta realista sería pese a todo preferible. Cabe también citar a Alain Aspect, el físico que completó en el plano experimental el teorema de Bell, contribuyendo así a que éste tenga el enorme peso filosófico que se le confiere:
"Estoy convencido de que el físico elige hacer física porque piensa que el mundo es inteligible. Creo que el físico, a priori, cuando imagina su vida de físico se ve como alguien exterior que va a abrir el reloj para ver lo que pasa en el interior. Creo que, más que nadie, el físico tiene esta creencia ingenua, espontánea, de que existe un mundo independiente de él y que su papel es de descubrir la manera cómo funciona este mundo...el ideal en principio es que el mundo funciona y se halla ahí aunque el observador no se encuentre".
Sorprendentes afirmaciones en boca de científicos que han contribuido en gran medida a laminar los principios de realismo y de contigüidad (según el cual una acción sobre un objeto A separado de un objeto B no tiene efecto sobre este, al menos de que haya entre ellos una cadena de objetos C, D, etc., en contacto, de tal forma que el efecto no es nunca instantáneo). Principios tan caros a un Feyman, cuando afirmaba que una onda sonora deja un resto- por ejemplo una traza en el tronco de un árbol aunque nadie lo haya escuchado. Reto para la metafísica es que la ciencia natural, de la que ha de nutrirse necesariamente, haya llegado a poner en entredicho esta apuesta de Feyman, lo cual como veremos conducirá a actualizar la reflexión sobre si el hombre es o no la medida de todas las cosas.

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