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Sinfonía napoleónica

Va de desmesuras. Porque no se dirá que no es desmesurado que un autor, en este caso Anthony Burgess, escriba una novela da casi 450 páginas basada en una sinfonía, concretamente la Heroica, dedicada a Napoleón por un ilusionado Beethoven y retirada dicha dedicatoria por un Beethoven desilusionado porque el belicoso corso no había cumplido ni la mitad de lo que prometía. Tampoco es poca desmesura que el autor espere a la página 443 para decirle al lector, encima en verso, que tiene en las manos una novela cómica, que no será en vano leerla como tal y que ha de tomársela como provechosa y a la vez  infructuosa. De paso el lector es informado de que la primera intención fue titularla Sinfonía cómica de Napoleón, pero que se quitó lo de cómica para evitar conjeturas previas a la lectura.

            No está mal, hablando de exageraciones, el tour de force que le habrá supuesto a Agustina Luengo traducir esta obra a mitad de camino entre lo experimental y lo gamberro (de qué otra forma se puede calificar la insistencia en llamar Polución Nocturna al señor de la guerra y domeñador de Europa). O la de vueltas que habrá dado hasta decidirse por Prometapoleón para seguir el paralelismo que traza Burgess entre Prometeo y Napoleón y su pretensión de haber unido a los dos personajes en uno solo.

            Y al final la desmesura del editor (el admirado Jaime Vallcorba) capaz de asumir el coste de apostar por la calidad, la inteligencia y lo inusual. Claro que lo mismo cabría decir de sus Montaigne e Stefan Zweig y la última vez que los miré iban camino de las veinte ediciones.

            Con respecto a la novela misma, lo primero que cabe hacer es repasar a conciencia la tercera sinfonía de Beethoven. Por descontado que las audiciones que se hagan no van a mejorar la lectura porque aun suponiendo que Burgess fuese un caso extraordinario de sinestesia (me refiero a esa gente privilegiada que es capaz de oír colores,  oler palabras, ver sonidos o, ya puestos, poner una sinfonía en letra de imprenta) la música y la literatura son una fuente infinita de inspiración pero sin relación ni traducción posible. Aun así, escuchar la Heroica tratando de imaginar las emociones y los sentimientos que estaría provocando en Burgess cada movimiento puede resultar muy creativo.  Por qué en el primer movimiento se alternan las cuitas amorosas con noticias de batallas en diversos frentes e intrigas en París. Por qué el segundo movimiento indujo a Burgess a construirlo en torno a esa marcha fúnebre que fue la catastrófica invasión de Rusia. Por qué en el tercer movimiento la figura del Emperador se funde con la de Prometeo cuando ya se  dibujan en el horizonte Elba y Waterloo. O de dónde le salió, en el cuarto y último movimiento, la figura del anciano cuidando el jardín en Santa Elena sin más compañía que unos sueños decididamente vacuos.

            La respuesta, en parte, se encuentra en la conveniencia de acudir a los mejores textos para dar un repaso en profundidad a la figura del Emperador y su entorno según se avanza en la lectura. Sólo así se puede apreciar oor ejemplo que las descripciones de algunas batallas, a veces en clave de comedia, son tan rigurosas que complacerán a cualquier estudioso de la estrategia napoleónica, o que muchos de los personajes y personajillos que le acompañaron en su peripecia (empezando por su infiel y casquivana caribeña y terminando con el bando de aves de presa carroñeras que eran sus hermanos y hermanas) se parecen mucho más a sus modelos de lo que puedan dar a entender algunas parodias, a veces algo pasadas de rosca.

            No es una novela fácil de leer, pero sí muy rica y entretenida, y un reto para quien gusta de distinguir realidad y ficción, retrato fiel y alegría paródica.

 

Sinfonía napoleónica. Una novela en cuatro movimientos.

Anthony Burgess

Traducción de Agustina Luengo

Acantilado

 

 

 

 

 

 

 

 

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28 de enero de 2015
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Consejos para no aburrirse

Me pregunta en Facebook  un joven estudiante reticente a los libros, si le puedo aconsejar cómo hacer para no aburrirse leyendo. Le he escrito que lo primero que debe aprender es a diferenciar entre aquellos libros que aburren, y los que no. Y para eso no tiene más remedio que experimentar, abriendo las páginas de un libro divertido  e intrigante, que los hay, y muchos,  y meterse de cabeza dentro de ese mundo imaginario donde todo es verdad y al mismo tiempo todo es mentira, pero que al mismo tiempo despierta risa, y curiosidad.

En mis tiempos del colegio, dudaba en abrir un libro que el profesor me habían puesto a leer como tarea porque temía aburrirme. Y si por fin empezaba, es probable que tras un buen rato de honrado intento por seguir adelante los párpados se me cayeran de sueño, porque la lectura trabajosa me había narcotizado en lugar de despertar mi interés en saber qué ocurriría en la página siguiente.

El amigo estudiante que me pregunta debe aficionarse a los libros entretenidos, aquellos que podemos leer volviéndonos cómplices del escritor: los libros que nos intrigan, que nos deparan sorpresas, que nos divierten, que nos causan risa. Que haya libros que no nos interesen, es muchas veces culpa de quienes nos los ponen como lectura,  porque no saben explicarnos bien qué placeres vamos a encontrar en ellos. O deberían decirnos: de este libro que es un bodrio, no leerás.

El Quijote, por ejemplo, que puede asustarnos por su peso y volumen, no es un tratado de ideas filosóficas, ni un manual de buen comportamiento, ni un texto de gramática, sino un libro lleno de situaciones cómicas y disparates con el que podemos pasarnos riendo una tarde entera, pues se trata nada menos que de la historia de un hombre cualquiera, serio y bien portado, que de pronto pierde la cabeza y le entra la locura de andar por los caminos, montado en su flaco caballo Rocinante y armado de un escudo y una lanza, desafiando a duelo a gigantes malvados que sólo existen en su mente.

Va en busca de aventuras, disfrazado como los caballeros andantes, personajes que para entonces ya hace tiempo habían dejado de existir, o nunca existieron. Es como si alguien saliera hoy a la calle vestido de El hombre araña, y quisiera escalar las paredes, o de Supermán, y pretendiera volar por los aires. Y no sólo reta gigantes. Prueben a leer el capítulo donde obliga a liberar a un león que llevan a un zoológico del rey, porque se cree el más valiente entre los valientes, y ya sabrán cómo termina esa aventura, una de las tantas que sale a buscar, y siempre termina por hallar a lo largo de su camino.

Hay dos cosas que rara vez se suman en un novelista: que sea muy bueno como escritor, y a la vez que sea muy popular. Lo consiguió Cervantes con El Quijote, que fue un best-seller en su tiempo, como lo afirma uno de los mismos personajes de la novela, el bachiller Sansón Carrasco, en la segunda parte, una vez que la primera ha sido leída, releída, y traducida a muchos idiomas: "los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: «Allí va Rocinante». Y los que más se han dado a su lectura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote".

Le he dicho a mi amigo de Facebook que pruebe con El Quijote, que en lugar de ser un libro culto, es un libro popular. Que se salte los sonetos que están al comienzo; que no es obligatorio leer el primer capítulo, ya volverá después a él; y que vaya directamente al episodio del león, o a aquel otro donde el caballero andante termina creyendo que todo lo que se representa en el retablo de Maese Pedro es cierto (que es lo que debemos hacer como lectores siempre, creer que lo que se nos cuenta en una novela es verídico y que así mismo sucedió), y por eso descabeza a los títeres mandoble en mano, y los hiere mortalmente a cuchillada limpia, tomándolos por enemigos.

Esa es la mejor manera de leer. Y le digo a mi amigo estudiante que una vez que haga la prueba, me escriba de nuevo y me cuente cómo le fue.

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28 de enero de 2015
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Un hombre joven de 40 años

Las avenidas se han llenado de capuchas, zapatillas deportivas y camisetas rotas. Un aire de campus polideportivo reina en las horas punta, y no sólo por la mañana, cuando los runners y los caminantes activos cumplen con rigor con su primer mandamiento: “Soy lo que corro”. No importa la edad ni la clase social, ni tan siquiera la profesión, jóvenes y séniors prefieren sin complejos la licra a la seda o las mallas al pantalón de lana fría, sin que por ello acusen dejadez en su atuendo. Las madres acuden a la salida de los colegios con chalecos multibolsillos, pitillos elásticos y unas vistosas New Balance; y, en los aviones, los famosos visten como hacían antes las folklóricas para pasar desapercibidas: chándal, gorra y gafas de sol. Unos y otros, en su desparpajo casual, abominan de la etiqueta sustrayendo autoridad a la moda. Health goth, le llaman a la última tendencia que quiere suceder al normcore (vestir de forma anodina). Importa la comodidad, pero sobre todo hay que procurar sensación de ligereza para rejuvenecer -que parece una opción más asequible, y menos ingenua, que reinventarse-. Algo ocurrió cuando la sudadera de capucha, o hoodie, una prenda básica de la cultura hip-hop afroamericana, empezó a seducir a los diseñadores. Los movimientos subculturales y de protesta la habían coronado como santo y seña, con un mensaje claro: “Soy desobediente. Lejos del mundo de la oficina, del hombre del traje gris, o de la distancia con el poder y todo lo que signifique opresión, hoy la moda ha logrado banalizar sus aspiraciones y convertirla en una ofrenda del culto a la juventud. De Eminem a Mark Zuckerberg. Por ello no sólo son los indignados sino también los conformados quienes la lucen hoy. Incluso las hay de cachemira. Entre las razones, acaso la más clara sea una pregunta-diagnóstico con la que el antropólogo social Carles Feixa cierra su libro De la Generación @ a la Generación # (Ned Ediciones): ¿Asistimos al fin de la juventud? Feixa, que empezó su brillante trayectoria estudiando las tribus urbanas de los 80 y las bandas juveniles de los 90, investiga con tanto rigor como empatía el actual tránsito de la era digital a la hiperdigital y su impacto en nuestros jóvenes. Asegura que los ritos de paso han sido sustituidos por los ritos de impasse, y es cierto que los locutores dicen “un hombre joven de 40 años”. Los adolescentes amenazan con adelantar a los adultos gracias a su dominio del mundo digital, mientras estos se sienten jóvenes con sesenta. Los valores intrínsecos de la juventud se han generalizado: su urgencia, su ensimismamiento, su militancia, su desesperación. ¿O acaso es que alguien quiere ser viejo? Definitivamente, la juventud ha muerto de éxito. (La Vanguardia)

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28 de enero de 2015
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La amistad y su barranco

Uno de los atributos centrales  de la amistad es la correspondencia. Siendo como todo es en este mundo un intercambio, la amistad actúa como un fuerte sello de garantía. Garantía de que. En el canje de afectos, seremos tratados con atención y paralela correspondencia. Incluso, podría ser que la amistad, galopando de vez en cuando, llegara a otorgarnos de un lado un favor muy superior al que hemos ofrecido nosotros porque la amistad, en lo que tiene de sustancia amorosa, carece de volumetría precisa aunque  indudablemente posee unos lindes más netos que la pasión amorosa. El amor empasta mientras que la amistad, relativamente, aclara. Nos aclara el yo pero permite a la vez  que ejerzamos de clarividentes, en críticas coyunturas. 

Duele por tanto  mucho la no correspondencia del amigo porque esto mina gravemente la vinculación. Pero, además, ¿a qué atribuir su negligencia? ¿Su personalidad es así y ya lo sabíamos al confiarle nuestro afecto? ¿O soy yo quien frente a él, desdichadamente no ha logrado la suficiente importancia en su vida?

Tanto en el desequilibrio amoroso como en el desnivel amistoso empieza el barranco del dolor. El desnivel tiende a hacernos víctimas. Sin embargo ¿cómo no celebrar los excesos, los saltos y el desequilibrio, la falta de medición cuando nos exaltan? Los aceptamos como fiestas del alma humana si nos engalanan pero los sufrimos como perros, sin remedio, cuando parece que el otro -aun provisionalmente- nos ha olvidado.

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26 de enero de 2015
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China: pura fascinación

Desde 1976 en que salió el primer número del EPS ningún otro país en el mundo ha cambiado más y ha cambiado a mejor, ha crecido tanto ni ha repartido recursos a tanta gente, como lo ha hecho China en esos 38 años. Desde entonces, ha añadido nada menos que 400 millones de habitantes a los 937 que tenía, pero a la vez ha multiplicado 45 veces su riqueza y ha convertido en clases medias a 500 millones de chinos que vivían bajo los umbrales de la pobreza. China fascinaría solo por estas cifras tan elementales. Pero el milagro es que esta transformación se ha hecho mediante la integración de la economía china en la economía global, la apertura de sus mercados y la adopción de los elementos más fundamentales del capitalismo, incluida la competencia y el consumo a gran escala, y sin modificar, en cambio, el sistema político centralizado y de férreo control de la sociedad por parte del Partido Comunista, en un rígido sistema de monopolio del poder. Hay una fascinación lógica con la emergencia de China como superpotencia del siglo XXI, situada en el corazón de un continente, el asiático, hacia donde se están desplazando el poder y la riqueza mundiales, en detrimento sobre todo de una Europa de escaso crecimiento económico, enorme estancamiento demográfico y pérdida sobre todo de voluntad política de existir como tal. Pero hay otro tipo de fascinación más perversa entre las clases dirigentes occidentales, europeas sobre todo, que envidian la capacidad de las autoridades chinas para tomar decisiones impopulares gracias al control político que tienen sobre los ciudadanos. La fascinación por China viene de muy lejos. Antes de que China se abriera al mundo, las ideas de Mao Zedong, e incluso la terrorífica purga política que lanzó el Gran Timonel bajo el nombre de Revolución Cultural entre 1966 y 1976, ya suscitaban admiración e incluso gestos de emulación entre intelectuales y jóvenes izquierdistas occidentales. Fascinó en 1972 la entrevista entre los presidentes Mao y Nixon en Pekín, fruto de una inteligente estrategia de aislamiento de la Unión Soviética promocionada por su secretario de Estado, Henry Kissinger. Y todavía fascinó más su sucesor Deo Xiaoping, el Pequeño Timonel, padre de las reformas capitalistas emprendidas en 1978 que dieron paso a la China actual y autor de una sentencia emblemática que adoptó inmediatamente Felipe González: Gato blanco, gato negro, lo que importa es que cace ratones. Hay incluso una fascinación china por China: la de un país que se sintió en el centro del mundo hasta el siglo XVIII y se vio después humillado por la colonización e incluso el descuartizamiento, y ahora regresa a lo alto de la relevancia mundial, después de recuperar las que fueron colonias de Hong Kong, en 1997, y Macao, en 1999, bajo un lema de ?un país, dos sistemas?, muy buena también para describir la simbiosis entre comunismo y capitalismo. El Partido Comunista de China superó en 1989 el enorme bache histórico que se llevó por delante primero al bloque socialista y a los dos años a la propia Unión Soviética. Al contrario de lo que hicieron casi todos los regímenes comunistas europeos, los dirigentes chinos resolvieron las protestas populares en demanda de democracia con el recurso expeditivo y brutal de las armas, y lo hicieron incluso unos meses antes de que el hundimiento del Muro de Berlín arrastrara al entero sistema socialista. La represión del movimiento estudiantil de la plaza de Tiananmen es un acontecimiento de alcance histórico que constituye todavía un tabú para la opinión oficial china y una referencia secreta para las mentalidades autoritarias sobre cómo abordar los movimientos en demanda de democracia. La atracción que ejerce China en países donde prosperan nuevas formas de autoritarismo, como es el caso de la Rusia de Putin, tiene que ver también con la resolución expeditiva de la transición hacia el capitalismo adoptada por los comunistas chinos. Obliterada dentro por la censura y fuera por la primacía de los intereses económicos, a la fascinación autoritaria que pudiera suscitar Tiananmen le sucedió a mitad de los años 90 la nueva fascinación por una China que se estaba convirtiendo en la fábrica del mundo; ya al borde del 2000 por el crecimiento colosal de sus ciudades; y, una vez en el siglo XXI, por su capacidad de consumo y su proyección económica internacional, como inversionista y sobre todo como comprador de materias primas. China fascina ahora porque a su manera también se ha convertido en una superpotencia imprescindible: lo es por su crecimiento para la economía mundial y lo es por el peso que tiene Pekín en la difícil gobernanza del nuevo mundo multipolar. (Esta es mi contribución als número 2.000 de EPS --El País Semanal--, que salió este domingo 25 de enero bajo el título de 'Dos mil domingos contando historias')

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26 de enero de 2015
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Capitalismo ?arty?

La economía liberal tuvo que sacrificar algunas de las ventajas del viejo mundo, y una de las más dolorosas fue la pérdida de la amabilidad. El sistema exige un cableado hostil de requerimientos y obligaciones para subsistir, incluso en precariedad. Aquel paseante ilustrado que cruzaba los bulevares europeos con bombín y bastón, y saludaba inclinando la cabeza, se convirtió en un individuo robotizado al compás de una racionalidad calculada que no entiende de cortesías. Feo en su moral, cínico incluso, el liberalismo buscó abrigo en la belleza, como si esta pudiera aliviar su carga. “El capitalismo artístico aparece como un vehículo mayor de estetización del mundo y la vida”. Así arranca Gilles Lipovetsky su nuevo ensayo: La estetización del mundo (Anagrama), que firma junto a su colaborador Jean Serroy. Ante un panorama cada vez más desagradable y uniforme que parece diseñado por el mismo arquitecto encargado de levantar centros comerciales, hoteles, aeropuertos y urbanizaciones clónicas, Lipovetsky se propone reconocer la aportación estética del capitalismo: sus costumbres excelsas pero también sus fracasos. El pasado otoño cené con Lipovetsky y Montse Ingla -Antoni Munné como maestro de ceremonias- en Farga, después de una de las Converses a La Pedrera, donde el sociólogo que ha analizado con más empeño el aire de los tiempos, ya nos adelantó el retrato de la nueva burguesía. Como reacción ante la lógica hiperracional, esta se refugia en una onda estética, intuitiva y emocional, deseos de que todo a su alrededor sea bonito, además de aromático y experiencial. Este es el paisaje que en poco menos de un cuarto de siglo hemos habitado: una sociedad de marca, con costumbres sibaritas, que ha exaltado el paladar y se ha convertido globalmente en gourmet -hoy, incluso los niños cocinan-. La afición por decorar nuestras casas, ya no sólo para recibir y deslumbrar, sino para coleccionar una serie de pequeños placeres que sustituyen la falta de oráculos, es un perfecto ejemplo. También nuestro alrededor ha dado un vuelco espectacular: el escenario urbano está poblado de bicicletas y monopatines, de coches eléctricos y runners con auriculares. Los viandantes andan mirando sus pantallas, a no ser que corran, entonces miran al infinito. En los cafés, la gente también se centra en las pantallas, y se puede comer exactamente el mismo croissant o beber el mismo café en cincuenta puntos de una ciudad y miles de ciudades en el mundo. Una producción prefabricada servida con música de Band of Horses, aroma de caramelo y wifi. Paisajes fríos, anodinos e indistintos convergen con una predisposición a sustituir la amabilidad por el estilo y la espontaneidad por el marketing. Reclamamos personalidad en unos tiempos antipáticos en que la experiencia estética parece ser la panacea, no tanto como exaltación sino como pose. (La Vanguardia)

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26 de enero de 2015
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Charlie Hebdo y sus secuelas

El 7 de enero, un grupo terrorista irrumpió en la redacción de Charlie Hebdo y asesinó a 12 personas, entre ellas sus redactores y colaboradores. ¿El motivo? Desagraviar al Profeta -cuya mera reproducción es considerada una blasfemia por millones de musulmanes- por haber sido ridiculizado en numerosas caricaturas desde que, en 2005, la revista satírica se atreviese a reproducir las célebres viñetas danesas sobre Mahoma. Si bien la condena de los asesinatos ha sido prácticamente unánime, y el lema #YoSoyCharlie llegó a convertirse en el más difundido en la historia de Twitter, las discusiones en torno al contenido de Charlie Hebdo han sido menos consensuales, al grado de dar vida al contralema #YoNoSoyCharlie, empleado entre otros articulistas por David Brooks en el New York Times.

            La pregunta de fondo es clara: ¿en una sociedad democrática deben existir otros límites a la libertad de expresión que aquellos vinculados con la dignidad y la privacidad de las personas (esto es: de individuos concretos, no de ideas o representaciones abstractas) y con la obligación de no cometer otros delitos? Las respuestas van desde un no rotundo por parte de los comentaristas libertarios (y muchos liberales), hasta un por supuesto de los sectores tradicionalistas y religiosos, pero también de una parte de la izquierda socialdemócrata, pasando por numerosas posiciones intermedias.

            De otro modo: ¿hay valores o figuras que deberían ser respetados a rajatabla por un motivo particular? Una de las grandes conquistas de la Ilustración fue la abrogación del crimen de lesa majestad, que protegía al rey y a la Iglesia de cualquier crítica, abriendo el camino para la libertad de expresión tal como la conocemos hoy. Pero, a diferencia de quienes afirman que los atentados de París prueban que Occidente se halla sitiado por los islamistas, esta conquista ha tenido una historia lenta y atribulada tanto en Europa como en América.

            Aunque nos gustaría creer que su culminación se halla en la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, según la cual "El Congreso no podrá hacer ninguna ley [...] limitando la libertad de expresión ni de prensa", lo cierto es que en este país no existe una revista como Charlie Hebdo, cuyas invectivas contra la religión podrían ser tachadas de discriminatorias o incitaciones al odio racial. De hecho, la mayor parte de los medios estadounidenses, como el New York Times o CNN, decidieron no publicar la portada de Charlie Hebdo donde aparece Mahoma (según algunos críticos, con un turbante y una nariz que disfrazan un sexo masculino) diciendo: "Todo está perdonado. Yo soy Charlie".

            En la propia Francia, el negacionismo es un delito: que una posición así nos parezca aberrante no significa que quien la exprese deba ser castigado. Del mismo modo, la "apología del terrorismo" se castiga, incluso en redes sociales, de manera más estricta que en Estados Unidos. Lo mismo ocurre en Inglaterra, Alemania, Austria y otros países europeos También llama la atención que Mariano Rajoy asistiese en primera línea a la marcha republicana, cuando hace unos años un juez español ordenó el secuestro de la revista El Jueves porque en su portada aparecían el príncipe Felipe y la princesa Letizia burdamente caricaturizados.

            El atentado ha dado pie a que ese "Todos somos Charlie" se convierta en un mantra del que, en efecto, todos se aprovechan: desde el Frente Nacional y los movimientos identitarios europeos caricaturizados por Michel Houellebecq en Soumission, hasta un sinfín de políticos que no tienen empacho en condenar los crímenes aunque en sus países prevalezcan la censura y el autoritarismo. Y, en fin, numerosos intelectuales que exigen una libertad de expresión ilimitada pero que nunca han mostrado la misma energía a la hora de defender los derechos humanos en otros países.

            Ni el 7-J es el 11-S francés, ni Occidente se halla en jaque: los terroristas eran franceses y las llamadas a una Patriot Act europea, capaz de interceptar las conversaciones de sus ciudadanos, serían el peor atentado contra esas libertades tan arduamente conseguidas. En contra de lo que sostuvo el papa Francisco, uno debe tener el derecho de mofarse de cualquier religión, así hiera la sensibilidad de sus fieles pero, si se opta por esta postura -que yo comparto-, habría que llevarla a sus últimas consecuencias. Como Ahmed Merabet, el policía francés y musulmán que, radicalizando la frase atribuida a Voltaire, murió defendiendo a unos caricaturistas que humillaban los valores en los que él creía.

 

II. La sumisión y la sangre

 

La mañana del 7 de enero me encontraba en el aeropuerto de Newark, a punto de embarcar de vuelta a México, cuando comencé a leer Soumission, la nueva novela de Michel Houellebecq que acababa de descargar en mi Kindle horas después de haber sido publicada. Justo cuando leía la cita inicial de Joris-Karl Huysmans, el decadentista francés que la inspira, presté atención al sonido de una de las pantallas en la sala de abordaje. La reportera de CNN anunciaba que un grupo de encapuchados había irrumpido en la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, y había asesinado a la mayor parte de sus redactores. Sólo después de aterrizar en México conocería los detalles del acto terrorista, entre ellos que la portada de Charlie Hebdo de esa semana se burlaba precisamente de Michel Houellebecq quien, como de costumbre desde la publicación de Las partículas elementales en 1998, era motivo de un nuevo escándalo en el medio intelectual francés, en esta ocasión por su declarada "islamofobia".

            La conexión entre el tema central del número y el atentado queda aún por esclarecerse -la revista había sido amenazada desde que en 2004 reprodujese las célebres caricaturas danesas sobre Mahoma, un personaje que se volvería habitual en sus páginas-, pero no parece del todo casual. Ambientada en 2022, Soumission también es una suerte de caricatura en la que un político musulman, Mohamed Ben Abbes, dirigente de una ficticia Fraternidad Musulmana, llega a la presidencia de Francia, imponiendo una serie de medidas -en particular la poligamia- que al cabo son aceptadas por el conjunto de sociedad francesas con indiferencia, cuando no con discreto entusiasmo.

En su cubierta, Charlie Hebdo presentaba a un demacrado Houellebecq (apenas más lamentable que en sus fotos recientes), anunciando sus predicciones de futuro: "En 2015 pierdo los dientes. En 2022 hago Ramadán". Una perla que, con la acidez característica del medio, resume bastante bien la trama de Soumission. Que el escritor francés decidiese suspender la promoción de la novela esa misma tarde para refugiarse en un innominado sitio en la campiña francesa casi sonaría como una prolongación de la paranoia que alimenta su ficción de no ser por la espantosa resonancia de la tragedia.

            Mucho antes de que aparezca en español, un sinfín de comantaristas ya se ha apresurado a ensalzar o denigrar la novela de Houellebecq, desde quienes piensan que se trata de una obra oportunista y marullera, hasta quienes la defienden como un valeroso acto de libertad equiparable a las virulentas caricaturas de Charlie Hebdo. En la propia Francia, tan dada a estas aparatosas disputas intelectuales, los bandos también se hallan bien diferenciados: de un lado quienes piensan que, más allá de sus discutibles méritos literarios, Soumission es una pieza repugnante que "pone a Marine LePen en las puertas del Elíseo", y del otro quienes sostienen que, en su cuidada ambigüedad, se trata de una sátira que, más que ensañarse con los musulmanes, se burla de Francia en su conjunto. 

            François, una suerte de alter ego del autor, es un profesor universitario que, tras una carrera como especialista de Huysmans, se encuentra en un momento de decadencia o apatía. (Como la propia Francia: igual que en las viñetas de Charlie Hebdo, la sutileza aquí no es relevante.) Harto de sus recurrentes aventuras con sus alumnas, François por fin se ha enamorado, o al menos encariñado, de Myriam, una joven judía -no podía ser de otro modo- que está loca por él. En ese contexto, François describe el ambiente electoral, dominado por la oposición entre la Fraternidad Musulmana y el Frente Nacional, con el Partido Socialista y la UMP como residuos del pasado, y la creciente sensación de peligro experimentada por los desplantes de los integristas del "movimiento identitario", es decir, de esas organizaciones que, bajo el lema de "Francia para los franceses", están dispuestos a defender a los "indígenas" de la "colonización islámica".

            Aderezada con sus previsibles descripciones sexuales y las meditaciones pesimistas o políticamente incorrectas que ya son marca de la casa -en especial contra las mujeres-, Houellebecq hace que su personaje apenas se dé cuenta de la victoria de Ben Abbes (aliado en la segunda vuelta con el PS y la UMP) y de la brutal mutación que ello acarrea. Temeroso de la violencia -que podría provenir de unos extremistas u otros-, François huye de París y se refugia en Martel, un pequeño poblado del sudoeste nombrado así en memora del caudillo que detuvo el avance árabe en el medioevo. Entretanto Myriam, cuya familia teme quedarse en un país gobernado por un partido musulmán, ha emigrado a Israel con sus padres. Deprimido y solo, François visita el santuario de Rocamadour, ansioso de que su famosa Virgen Negra lo ilumine. 

Por desgracia, la anhelada experiencia mística -paralela a la conversión al catolicismo de Huysmans- no llega nunca y, cuando François vuelve a París, encuentra a su patria transformada en un estado islámico. Aquí es donde la sátira deviene simple caricatura. Para llegar al poder, Ben Abbes ha cedido los principales ministerios a sus aliados para quedarse con el único que importa: el de Educación. Gracias a ello, las universidades francesas han pasado a ser islámicas, las mujeres han perdido sus privilegios y acuden veladas a sus clases. Por si fuera poco, el nuevo rector, un acomodaticio intelectual convertido al Islam, permite que sus profesores tomen tres o cuatro esposas de entre las estudiantes. Poco le preocupa a Houellebecq la inverosimilitud del planteamiento: su intención, más cercana a Kafka que a la ciencia ficción, es colocarnos de pronto frente a un sistema totalitario y absurdo, pero que apenas se distingue de lugares como Arabia Saudí.

            A diferencia de lo que ocurría en Las partículas elementales o incluso en El mapa y el territorio, la novela se mueve en un terreno voluntariamente pedestre. Más que una fantasía política, Soumission se revela como una grotesca burla de la Francia socialdemócrata de nuestros días, y por extensión de Europa. Para François, Europa es un continente que, como predijo Nietzsche, ha perdido toda su fuerza justo por haber renunciado a la religión y haberse decantado por los valores facilones, femeninos, de la democracia liberal (una sombra, en cualquier caso, de la bestia negra de François: la Ilustración). En este contexto, sólo el Islam parecería tener la energía suficiente para arrancar a Francia del marasmo, así sea al precio de renunciar sus valores más queridos (en especial, la igualdad).

             Uno dudaría que un musulmán pudiese encontrar en esta farsa un solo argumento para sentirse vejado -pero si unas simples caricaturas fueron capaces de desatar semejante descarga de ira, quizás Houellebecq tuvo razón en esconderse en la Francia profunda, como su personaje. Mucha más razón para indignarse tendrían las mujeres, que no tienen aquí otra función que la de objetos sexuales (como Myriam) o esposas (en el nuevo regimen machista y polígamo). Lo más relevante del libro son, en todo caso, las especulaciones sobre el reacomodamiento político previo a la victoria de Ben Abbes, en las que Houellebecq destaza por igual a la izquierda, la derecha y la ultraderecha de Marine Le Pen.

En un plano íntimo, Soumission se presenta como el itinerario de una conversión fallida: François nunca será Huysmans, sino apenas otro oportunista en una Francia que hoy, no en 2022, disfruta de la sumisión a sus hipócritas valores burgueses. Lo que quizás se le escape a Houellebecq es que, al contentarse con una sátira de trazos gruesos, con una caricatura de los miedos de su época -incluida la islamofobia-, él ha seguido el ejemplo de François y tampoco ha logrado escapar a su cómodo papel de provocador. Soumission es, en este sentido, la sumisión a un éxito que su autor previó desde el inicio y que sólo la sangre de sus colegas ha conseguido adulterar.

           

III. La religión y el estado

 

Más allá de que todos coincidan, o finjan coincidir, en su condena de los atentados contra Charlie Hebdo, el debate en torno a la libertad de expresión y el papel de las creencias individuales -y en particular la religión- en nuestras democracias no ha hecho más que exacerbarse. Mientras algunos siguen empeñados en defender la libertad de expresión (y la libertad de insultar ideas abstractas) a cualquier precio, otros han señalado que, si bien en primera instancia hay que garantizarla, el uso de ella por parte de caricaturistas y redactores de Charlie Hebdo ha sido, como lo señala el propio subtítulo de la publicación, cuando menos "irresponsable".

            Nadie pone en duda que la "marcha republicana", la más grande en la historia reciente en Francia, hizo evidente el repudio de la mayor parte del país a cualquier intento de frenar esta conquista de la Ilustración, pero desde entonces se han sucedido incontables manifestaciones tanto en Europa como en Asia y África, unas pacíficas y otras sangrientas, para repudiar los ataques del semanario en contra de Mahoma -y en particular de su número especial, en cuya portada un Profeta en apariencia pacífico es dibujado con trazos que muchos han identificado con un órgano sexual masculino: una nueva bofetada para millones de musulmanes.

            La disyuntiva no se encuentra ya en ser o no ser Charlie, sino en la posición que han de tener los adeptos de ciertas religiones en una democracia laica, como la francesa o la mexicana -no como la colombiana o la española. Incontables voces se han alzado para señalar que el Islam es de plano incompatible con "nuestras libertades": una aseveración que siempre ha sido utilizada como una forma de discriminación, por ejemplo por la mayoría protestante de Estados Unidos contra los inmigrantes católicos de Italia o Irlanda a principios del siglo XX o contra los católicos mexicanos en nuestros días.

            Inevitablemente, estas declaraciones emanan cierto tufillo racista, propio de esos islamófobos o antimusulmanes que, desde su propia tradición cristiana, no son capaces de advertir la viga en el ojo propio. Lo más desconcertante ha sido leer, en boca de comentaristas en teoría liberales, que son las propias comunidades musulmanas las que, en primera instancia, estarían obligadas a condenar más sonoramente los atentados, y, en segunda, a deshacerse de sus propios sectores radicales, como si los musulmanes de Francia o Alemania formasen un estado dentro del estado o como si no fuesen ciudadanos idénticos a los otros.

            Resulta fácil querer olvidar que los hermanos Kouachi nacieron y se educaron en Francia y que, por tanto, sus atentados no son parte de la amenaza de la civilización "islámica" contra la "occidental", sino de un problema social francés y europeo. Si hubiera a quien culpar del radicalismo, sería a Arabia Saudita y su tradición wahabí, solapada una y otra vez por Occidente. En contra de lo que asumen paranoicos como Éric Zemmour o Michel Houellebecq, en los países europeos los musulmanes no forman comunidades unidas, sino que tienen proveniencias y características distintas. Como escribió Olivier Roy, resultaría muy difícil la formación de un partido islámico como el previsto en Soumission. Pero, en un efecto búmeran, la obsesión por señalar a los musulmanes como ciudadanos "distintos" podría ser un elemento de unión entre quienes nada tienen en común excepto sus creencias.

            En su novela, Houellebecq imagina que, con los musulmanes en el poder, Francia permite que ciertas escuelas islámicas privadas reciban fondos públicos. Un escenario de pesadilla en una república laica, pero que en Europa ya existe en las escuelas concertadas católicas que abundan en España. El doble rasero no se detiene: en Irlanda o Polonia, al igual que en América Latina, la Iglesia Católica disfruta de enormes privilegios que detienen un sinfín de avances sociales -como el aborto o el matrimonio homosexual- y en muchos países el estado ni siquiera ha logrado separarse de la Iglesia.

            Nada hay más pernicioso para una sociedad como la religión, en todas sus vertientes. A lo largo de la historia, ha sido la mayor fuente de disputas y guerras y, en la época moderna, siempre se ha opuesto a los avances científicos y la razón. Pero el Islam no es sino una religión más, con sus fanáticos y sus "moderados", cuya intervención en la vida pública ha de ser contenida y repudiada como la de cualquiera otra, empezando por el cristianismo.

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25 de enero de 2015
Blogs de autor

La industria de las ideas políticas

El profesor de la Universidad de Filadelfia James McGann es el más notable estudioso mundial de los think tanks, unas instituciones de investigación, análisis y debate político, social y económico de creciente protagonismo en la escena global. Desde 2007 viene elaborando un índice de los mejores think tanks de todo el mundo, que es ya la única referencia sobre los progresos comparativos de estas instituciones. El número uno mundial es la Brookings Institution, un think tank de Washington de inspiración liberal; el número dos es Chatham House (Royal Institute of International Affairs), y el mejor entre los españoles, en el lejano puesto 58 de la clasificación absoluta, es el barcelonés CIDOB (Centre for International Affairs). Cuando McGann empezó sus listas, había en el mundo 5.080. Este año son 6.681. Los think tanks han proliferado en todos los países y continentes, hasta convertirse en una auténtica industria global de ideas políticas. Paradójicamente, su prosperidad no tiene una traducción en mejoras perceptibles en el orden y el gobierno de los países y del mundo. Al contrario, la percepción de los ciudadanos es que cada vez estamos peor gobernados y que en los niveles internacionales y globales no estamos gobernados de ninguna manera. McGann habla de los tsunamis políticos que han pillado desprevenidos a los estudiosos sabiendo que la capacidad predictiva es lo que define la calidad de las investigaciones. En los últimos ocho años en que el número de think tanks ha aumentado en un 25% se han producido los siguientes: la crisis financiera de 2008, Wikileaks y las filtraciones de Edward Snowden, las primaveras árabes, la anexión de Crimea, la aparición del Estado Islámico o, en España, la aparición de fenómenos como Podemos. Los think tanks están de moda y tienen como los futbolistas sus balones de oro, pero el mismo profesor que ha organizado este festival señala que, desde que publicó su primera clasificación, han sufrido duramente los efectos de la crisis en sus presupuestos, mientras aparecían competidores más estimulados por los beneficios inmediatos y los intereses particulares, como despachos de abogados, consultoras privadas e incluso los medios digitales, y en algunos países emergentes sufrían la hostilidad de Gobiernos hiperreguladores. También en Estados Unidos han surgido suspicacias sobre su utilización por Gobiernos extranjeros para utilizarlos como lobistas o plataformas de relaciones públicas. La industria de las ideas políticas es imprescindible. Las ideas por sí solas no resuelven los problemas, pero no hay política sin ideas. Intuitivamente cabe deducir que el mundo está creciendo en complejidad a una velocidad superior a nuestra capacidad de organizar las ideas para comprenderlo y que hay que evitar quedarse siempre atrás en esta carrera desenfrenada.

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24 de enero de 2015
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El Boomeran(g)
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