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Escalada de crueldad

No hay límites para una imaginación perversa. La muerte del piloto jordano Moaz Kasasbeh, quemado vivo dentro de una jaula, supera en brutalidad la práctica ya habitual del Estado Islámico de decapitar a sus prisioneros. Al régimen genocida norcoreano de Kim Jong-un también se le atribuye un método similar, el del lanzallamas, para deshacerse el pasado abril de varios dirigentes --un viceministro, su hermana y el esposo de esta última, un exembajador en Cuba--, acusados de complicidad con Jang Son-thaek, el tío del dictador caído en desgracia, en su caso lanzado según las mismas fuentes no verificadas a una fosa llena de perros hambrientos. No hay testimonio directo ni documentos que acrediten las salvajadas del déspota norcoreano. En cambio, las bárbaras ejecuciones del Estado Islámico vienen documentadas por los propios asesinos, que producen las grabaciones de sus crímenes con esmero artístico, las editan en alta definición y las difunden en el momento más oportuno, es decir, cuando pueden hacer más daño. No hay duda de que la cúpula del poder en Pyongyang vive aterrorizada por la determinación y la saña con que el Nerón coreano al que deben obediencia se deshace de sus enemigos o simplemente de aquellos a quienes tiene ojeriza. Más que una escalada en la crueldad, en su caso hay variaciones en la leyenda truculenta con la que acompaña su poder personal. No es el caso del califato, donde la puja en la crueldad está destinada, sobre todo, al gran público. Hay un impulso en su raíz ajeno al terrorismo y común a los contenidos de todos los medios digitales: la demanda cae con la repetición y aumenta con la originalidad. Tratándose de la difusión vírica de sus grabaciones a través de las redes sociales, saben que sus ejecuciones alcanzarán mayor difusión si consiguen superar en crueldad las difundidas anteriormente. Pero ahora estamos hablando de armas. Esos vídeos donde vemos las decapitaciones y ahora la inmolación por fuego son parte del arsenal del califato. Y son armas de impacto múltiple. De entrada, instrumentos para encontrar reclutas, a los que se convoca al asesinato y a la barbarie, causas que nunca han dejado de tener clientela en la historia de la humanidad, pero que últimamente quizás encuentran una acogida inhabitual. Son también instrumentos disuasivos: junto al vídeo de la hoguera humana han difundido las listas con los nombres de los pilotos jordanos que bombardean el territorio del Estado Islámico. La exhibición de estas ejecuciones quiere sembrar la discordia en las opiniones públicas árabes, divididas entre los apaciguadores que prefieren que sus gobiernos se inhiban y los intervencionistas que consideran indispensable la derrota del califato. El objetivo es debilitar la coalición de 60 países que ahora tiene en frente y alejar a socios como Japón que no participan en los bombardeos pero proporcionan ayuda. Son las razones del mal. La capacidad infinita de una imaginación perversa al servicio de un objetivo racional de poder.

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5 de febrero de 2015
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Asuntos Metafísicos 84: Cuando la necesidad es reflexionada.

Como ser natural el hombre ni obedece ni desobedece a la necesidad; simplemente  sigue el cauce por el que esta transcurre. La primera distancia respecto a la necesidad viene precisamente tras el reconocimiento de la misma y exploración de sus ramificaciones. El pensador jónico que empieza siendo estrictamente lo que hoy llamamos un físico, da un paso gigantesco cuando sencillamente se pregunta por aquello mismo que está haciendo, se pregunta por el lazo entre la necesidad que explora y el hecho de que  está explorándola. El inicio de la interrogación se encuentra en la constatación de que hay más de una conjetura  razonable. Todo empieza por un momento  de duda,  en absoluto sobre la necesidad, sino sobre el discurso que intenta reflejarla: la necesidad es agua, o bien,  la necesidad es aire.

El paso ulterior es inevitable. ¿Quién avanza ahora que se trata de agua, y ahora que se trata de aire? No es cuestión de dos sujetos que se pelean en razón de intereses o que difieren en la percepción de sus sentidos (como el enfermo de ictericia difiere de los demás en su percepción de la miel como amarga). Es cuestión del intelecto mismo, que tiene honradas razones para afirmar  una cosa y para afirmar la otra.

Veinticinco siglos más tarde el intelecto vuelve a dudar y vuelve a hacerlo exactamente en idénticas condiciones, es decir, ante la physis y terco en la tarea de explorar sus entresijos. Pues resulta que el intelecto tiene ahora razones para sostener  que la luz es un conjunto discreto, y en otro ahora razones para sostener que la luz es un continuo ondulatorio. El intelecto no duda ni de su propia honradez ni de la necesidad natural. El intelecto duda de que la necesidad tenga una sola cara, y ello le conducirá a dudar de que  la misma sea absolutamente separable de las intervenciones que el intelecto mismo realiza. Entiéndase bien: no se trata de que la necesidad sea superada por el intelecto, de que éste pueda, por así decirlo, hacer milagros. Se trata de que el intelecto forma parte de la necesidad, de que no hay quizás necesidad sin intelecto.

Estas razones para aventurar que en el seno de la necesidad natural está también el propio intelecto surgen como consecuencia de la física de los pensadores jónicos y surgen de nuevo como consecuencia de la física del siglo XX. Lo de menos son las manifestaciones bajo las cuales está imposibilidad de evacuación del sujeto se manifiesta hoy en día, llegando algunas de  ellas incluso literalmente a popularizarse. (así el llamado principio de incertidumbre). Lo importante es el hecho mismo que de nuevo la propia reflexión sobre la physis conduce a la metafísica.

Y aquí  una pregunta elemental: si los pensadores griegos ya se enfrentaron a la cuestión del sujeto y lo hicieron como resultado de sus propia exploración de la naturaleza, ¿qué añade el hecho de que tal cosa ocurra en el siglo XX? ¿en qué se diferencian realmente ambos momentos? ¿En qué digiere la metafísica que arrancó hace un siglo a partir de las aporías mismas de la física y la que constituye con los jónicos el arranque de la filosofía?

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5 de febrero de 2015
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Truenos, ninfas y agua sucia

Cuando se limpia con arte una obra de arte, como cuando limpiaron la Capilla Sixtina, aparece una obra nueva para quienes viven en ese momento. La antigua, la que el tiempo ensució, tiembla un momento en la nostalgia de los ancianos, pero está irremisiblemente muerta. El mismo efecto se produce cuando una traducción artística resucita una obra avejentada por la edad y el comercio. Esa impresión he tenido tras la lectura de la emocionante traducción que ha editado Lumen. La temible Tierra baldía, de T. S. Eliot, vuelve a vivir en la versión de Andreu Jaume.

En este poema, sin duda una de las cimas del siglo XX, el poeta inglés quiso cantar (pero es un lamento) a su sociedad como si ésta fuera un sólido conjunto a la manera gótica, sólo que arruinado y disperso. El puente de Londres, el agobio sexual de algunos empleados, la asfixia de Flebas y otros cuadros se exponen en un fresco que, a la manera de Lorenzetti en Siena, quiere representar una ciudad ordenada y armoniosa. Sin embargo, está condenada. Una Ley corrompida es incapaz ya de sostener la vida en común de los desdichados ciudadanos. El árbol parece robusto, pero está agusanado.

Por el contrario, en la ciudad descrita por La tierra baldía no hay diferencia entre condenados y salvados. La democracia ha destruido la posibilidad de distinguir entre el brote fértil y el cizañero. La sociedad que canta (que lamenta) Eliot es la sociedad democrática y el río Támesis baja repleto de basura humana y municipal.Algo de fresco medieval refleja el poema, pero sin la alegría y la esperanza de las sociedades antiguas, cuando un destino externo (un camino de espinas hacia la salvación) reunía todas las angustias en un solo haz de palabras celestes. Los condenados, tribu apartada, se agitaban también, pero su baile funesto, contorsionado, servía sólo para resaltar la alegría de los crótalos y panderos que conducían el baile de las muchachas en el Palacio Público de Siena.

Eliot refinará su fresco del tiempo moderno en los Cuartetos (aquí está aún en estado salvaje), pero el concepto es claro. Como Benjamin, el poeta cree que el pasado (la Historia) no es sino un conjunto de ruinas del presente, seleccionadas como espectáculo para votantes. En cada ruina brilla una luminosidad que nos remite a otro pasado, éste ya inaccesible, soñado, como la luz de las estrellas muertas. Es lo propio de una sociedad baldía, que ya no produce, que sólo conserva, como esos aglomerados comunistas o islamistas donde nada nace, pero conservan el sueño de una salvación y un paraíso divinos, al precio de un sufrimiento tan inmenso como roñoso. Tierras baldías. También las nuestras.

La traducción de Andreu Jaume, admirable, nos permite regresar a este poema, uno de los últimos en los que el poeta aún podía remitirse a la trascendencia, en un español sin sonajero, de una sobria elegancia. Su prólogo, un ensayo sobre el poema que permite pensar que no se ha agotado la gran tradición crítica de los años cincuenta del siglo pasado, es imprescindible antes o después de la lectura.

Artículo publicado en El País.

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4 de febrero de 2015
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Intramuros

La primera ocasión de adentrarse en el fabuloso universo literario de Giogio Bassani la ofreció Seix Barral en 1973 al publicar la que está considerada como la mejor novela del escritor boloñés, El jardín de los Finzi-Contini. La operación se llevó a cabo gracias a la furibunda insistencia de Grabriel Ferraté eficazmente apoyado por Juan Petit, que fue quien la tradujo. Casi diez años después (1984)  Bruguera publicó el ciclo de seis narraciones agrupadas bajo el título de La novela de Ferrara, y en 2007 Lumen insistió con la misma recopilación y la misma traducción de Carlos Manzano, pero ya con los retoques introducidos por el  propio Bassani. 

                Quien, pese a todo, no haya tenido la curiosidad de comprobar por sí mismo la razón de tantos elogios y admiraciones viene suscitando desde hace cincuenta años tiene ahora una nueva oportunidad de la mano de Acantilado, que publica la primera de las seis narraciones bajo el título de Intramuros. Las otras cinco irán saliendo.

                Aunque, por aquellas cosas de la vida el gran cantor de Ferrara  nació en la cercana y archirrival Bolonia, Bassani pasó su infancia y primera juventud en la ciudad gobernada desde el siglo XIII al XVI  por la poderosa familia d´Este, quien la engrandeció y la elevó a la categoría de obra de arte con ayuda de Biagio Rossetti. Por desgracia, y en parte debido a que en el siglo XIX  Bolonia logró mediante engaños convertirse en el gran nudo ferroviario de esa parte del país, a principios del siglo XX Ferrara conservaba su trazado renacentista y su gran patrimonio arquitectónico, pero ya era una sombra decadente, polvorienta  y provinciana, y encima amenazada por las grandes catástrofes que la aguardaban, entre otras la primer de las guerras mundiales y la brutal aniquilación por los fascistas de la otrora próspera e influyente comunidad judía. Esa es la Ferrara que conoció y cantó Bassani.

                Si es cierto que una ciudad, o para el caso cualquier comunidad humana de una cierta entidad, es un microcosmos en el que puede verse reflejado el universo entero, también Intramuros se puede considerar el primer término de una inmensa metáfora como es La novela de Ferrara considerada en su totalidad  y, ya puestos, también el primer relato de Intramuros,  podría tomarse  como un reflejo en cuya intensidad se vislumbra el ciclo de narraciones y, como telón de fondo, la ciudad entera  e Italia y su época, que son a su vez el reflejo de todas las ciudades y todas las épocas.

                Aunque el novelista debe pagar tributo a numerosas servidumbres (la tradición, las modas, lo políticamente correcto, el papel social que se le exige si es una figura de primer orden, la originalidad y tantas otras) le queda al menos una libertad que nadie le puede disputar: puesto que al contar una historia no se puede dar cuenta de  todos y cada uno de los sucesos ocurridos a los personajes, minuto a minuto, es  obligado seleccionar lo más relevante. Y esa selección de momentos de una vida, aparte de ser como digo una libertad inalienable, también es uno de los hechos literarios más meritorios y difíciles porque  no se aprende ni siquiera copiando a los más grandes, ya que es un instinto que surge de lo más profundo e incontrolable del narrador.  

Véase, si no, la estructura interna de “Lida Mantovani”, el primero de los relatos de Intramuros.

                La primera imagen de la protagonista es la de una mujer adulta que rememora “los lejanos años de su juventud”, y más concretamente los días (más bien lúgubres) que precedieron al nacimiento de su primer y único hijo. En el siguiente bloque de información, poco más de una página, Lidia se convence de que su amante no quiere saber nada de ella y el  niño y, sin mediar palabra ni violencia ni reproche, al final del primer párrafo Lida recoge a su hijo y vuelve a casa de su madre, de hecho un sótano con dos camas y una cocina minúscula y en el que también tiene el taller de costura. Madre e hija se reencuentran con un beso pero también sin palabras, ni violencias ni reproches. Desde ese día toman asiento, cosen, bautizan al niño y, muy de cuando en cuando en cuando hablan, momento que aprovecha Bassani para dar noticias pasadas, como el hecho de que la madre también tuvo una hija natural, Lida, y que al igual que ésta, siempre confió (vanamente) en que el hombre “que la desfloró y la preñó”, se casaría con ella.

                Todo el resto de la narración transcurre en ese sótano casi sofocante de puro angosto, y en el que aparece casi como por ensalmo un encuadernador mucho  mayor que Lida y que con paciencia, y sin esperar nunca ser amado, hace que su presencia acabe siendo algo tan natural que Lida, casi sin levantar los ojos de la costura, acepta casarse con él. Casi al final, cuando el marido ya ha muerto, Lida reconoce que nunca lo ha querido, aunque lamenta no haber podido decirle lo único que  él esperaba de ella: el anuncio de que se había quedado embarazada.

                Es imposible contar más cosas y con mayor economía de medios: por descontado que exige del lector poner todo lo que en el relato no se dice pero éste, con su intensidad, con su sencillez y su carga sentimental, es un prodigio de intimidad, nostalgia, compasión y vida sin esperanza pero sin amarguras ni reproches. Mientras vaya pasando páginas, al lector le cabe el consuelo de saber que después vendrán “Paseo antes de Cenar”, también magnífica por su estructura y su carga narrativa; la insignificante pero muy bochornosa venganza de “Una lapida en via Mazzini” o el relato de terror “Una noche de 1943”. Y  con una ventaja añadida: después de intramuros al lector le aguardan cinco tomos más, entre ellos la ya mencionada historia de los Finzi-Contini. O sea que casi da envidia no haber entrado aún en Bassani.

 

Intramuros

Giorgio Bassani

Traducción de Juan Antonio Méndez.

Acantilado

 

 

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4 de febrero de 2015
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El pasado que devora al futuro

He cumplido la hazaña de leerme las casi seiscientas páginas de El capital en el siglo veintiuno de Thomas Piketty, a quien un día de tantos veremos en la lista de los premios Nobel de economía. Y lo he hecho como si se tratara de una carrera a campo traviesa, cogiendo a veces el segundo aire cuando las cuestas me parecían más empinadas, y disfrutando de las travesías a campo llano.

Proponerse la lectura de un tratado de economía de semejante peso y grosor, puede parecer arduo para un novelista que mejor se deja seducir por lo que tienen de entretenido los caminos de la imaginación. Pero, emprendida la tarea, uno se da cuenta de que Piketty no es árido, ni aburrido, y cuenta los fenómenos de la economía en su relación con la historia de la humanidad, como si de verdad se tratara de una novela donde, como en Guerra y Paz de Tolstoi, uno entiende que los fenómenos sociales y económicos no son más que las expresiones colectivas de las vidas de los seres humanos.

Coincidí con Piketty en la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y más que un profesor de la Escuela de Ciencias Económicas de París parece un estudiante de sus aulas, más cómodo en sus jeans desteñidos que vestido de saco y corbata; y entre las cosas que me seducen de él es que, contaminado por la literatura, la convierte en parte esencial de sus explicaciones económicas.

A comienzos del siglo diecinueve, antes de que la revolución industrial trastocara todo el panorama, para vivir como rico en la ciudad, o al menos holgadamente, era necesario tener rentas suficientes que dependían de la cantidad de tierras cultivables de que se fuera dueño. De modo que si queremos entender cómo funcionaba la economía entonces, una lectura de Papa Goriot de Honoré de Balzac, o de Mansfield Park de Jane Austen, nos darán claves suficientes.

No es que en sus diálogos, Rastignac y la baronesa de Nuncigen, personajes de Papa Goriot, en lugar de temas amorosos discutan acerca de las teorías de la relación entre beneficios y salarios de David Ricardo, o de las tesis del crecimiento de la población de Malthus. Pero en el relato percibimos cómo los mecanismos económicos mueven las vidas de los personajes, y determinan su riqueza o su ruina. No sólo en esta novela, sino en toda  La Comedia Humana podemos ver esos mecanismos en acción.

Lo que fascina a Piketty es que Balzac da por supuesto que el lector de su tiempo entiende de que le está hablando cuando dice que un personaje dispone de tanto miles de francos como renta anual. De allí se puede deducir si se trata de un pobre diablo con disposición de arribista, o de una muchacha soltera que es un buen partido, o se quedará para vestir santos. Y cuando Jane Austen cuenta que Sir Thomas, uno de sus personajes de Mansfield Park, tiene plantaciones en las Antillas, y lo que esas plantaciones representan en rentas para él, la novelista, sin ningún propósito didáctico, nos está explicando los entresijos de la economía colonial de Inglaterra, en los comienzos de su auge.

Y Austen, tanto en Sentido y sensibilidad, como en Persuasión, dos de sus novelas más populares, se ocupa de las injustas consecuencias del mayorazgo, esa institución de resabios feudales mediante la cual se despojaba de la herencia a los demás hijos en favor del primogénito varón, para que la propiedad no se fragmentara; y la novelista sabía de qué hablaba, porque tanto ella como su hermana, desheredadas de esta manera, y sin dote que ofrecer, se quedaron solteronas, recuerda Piketty.

Al contrario, dos siglos después, un novelista como Orhan Pamuk, ya no tendrá que ocuparse de entrar en detalles sobre rentas para explicar las vidas de sus personajes, pues el mundo ha cambiado. La economía ya no depende de las rentas agrarias, sino de otras formas más complejas de formación de los capitales. En las novelas de Pamuk, ambientadas en Estambul de los años setenta, en un período durante el cual la inflación ha vuelto ambiguo el sentido del dinero, dice Piketty, se omite la mención de cualquier suma específica.

Esta conexión fascinante entre economía y literatura, nos enseña que el autor de El capital en el siglo veintiuno no es un frío analista de cifras, sino un humanista que utiliza la economía para explicar el fenómeno de la desigualdad, que ha acompañado a lo largo de los siglos la historia de la humanidad. Es lo que está ya en las novelas de Balzac y Austen, visto desde la ficción encarnada en la realidad.

Porque este es un libro sobre la desigualdad social, causada por la acumulación desmedida de capital, cuando esta alcanza cotas muy por encima de las tasas de crecimiento económico; abismo que, según Picketty, amenaza con ser catastróficamente mayor en el siglo veintiuno, si no hay políticas públicas, sobre todo políticas fiscales, que intervengan para cerrarlo. Volveríamos al reinado de los  voraces rentistas, dice. El pasado, que devorará al futuro.

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4 de febrero de 2015
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La política y el vestuario

Hace ya casi más de diez años recibí una llamada de la Moncloa. Era la jefa de gabinete de la entonces vicepresidenta, M.ª Teresa Fernández de la Vega, y el asunto parecía bastante misterioso. Las llamadas desde las alturas producen un efecto inhibitorio, pues no sabes si significan una buena o una mala noticia, e incluso temes más la primera opción que la segunda. El equipo de la vice, a quien conocía hacía años por su exhaustiva trayectoria y su compromiso con los derechos de las mujeres, me hizo un avance: “Hemos recibido órdenes ‘de arriba’ con motivo de la boda del príncipe Felipe”, y ante mi gesto atónito remataron: “Hablamos del vestuario de las ministras, sí”. Me quedé tan confundida como planchada, aunque bien es cierto que, hace diez años, los estilistas personales aún no habían florecido como ahora, que hasta la mujer de Rajoy tiene un consejero de vestuario. “Debemos quedar bien”, concluyeron. La expectación creada por un gobierno paritario, el primero en la historia de España, imponía a plomo el peso del tópico acomplejador: de la misma forma que la derecha siempre ha sido la defensora acérrima de la familia -como si los de izquierdas no tuvieran ni les importara- también ha gozado de mayor empaque a la hora de lucir un chaqué o un tocado, como si fueran garantes del buen gusto. El caso es que aquellas ministras socialistas tenían que ser capaces de llevar bien una pamela, dejar de lado blanco y negro, y salir en la foto con discreción y dignidad. Sin apenas proponérmelo, me hallé respondiendo preguntas propias de una especialista en protocolo: “guantes de día, ¿sí o no?”, “¿es obligatorio llevar algo en la cabeza?”. De aquella misión saqué una lección muy clara: de nada sirve decir la verdad cuando alguien se mira al espejo, porque la capacidad de autopercepción de cada uno es intransferible, y a cierta edad y galones, inabordable. Recuerdo este episodio, una aventura excepcional rodeada de fajas y bustiers ministeriales, ahora que La Vanguardia ha tenido acceso a un documento sobre el dress code electoral del PSOE, que llama a sus miembros a evitar la impostura, esto es, disfrazarse, y tener cuidado con los estampados y las joyas excesivas. Sensato parece el manual cuando cualquier síntoma de ostentación y lujo en política significa un suicidio, pero debería bastar con apelar al sentido común de quienes, preparados para representarnos, también tendrían que estarlo para representarse. Nadie en sus cabales contrataría a quien no sepa inglés o no posea una apariencia aceptable. La cuestión que urge plantearse es si hoy, en la política española, la imagen no es la parte sino el todo. (La Vanguardia)

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4 de febrero de 2015
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Tu libro favorito

 
Miguel Casado (Toledo): Víctor M. Díez Discurso privado. Eolas Ediciones.

La textura de los poemas de Víctor M. Díez (León, España, 1968) parece proceder de aquel “montón de imágenes rotas” nombrado en La tierra baldía, imágenes de la realidad crecidas desde residuos, de un desgaste o de una falla previa, material de desecho. Todo bulle vivo en el espacio cotidiano evocado por los poemas, como en la placa del microscopio, con el cristal de la ironía, el reactivo del humor negro. La sección titulada “La Hydra reverberante” sería el punto de hervor del libro o, más bien, el fondo de su cono de deyección: un apiñamiento, algo extremadamente ínfimo y masivo que es existir y donde radica lo incomunicable. Como si eso incomunicable, el hueso del habla, supiera Víctor Díez que no está donde esperábamos –en el cuerpo, en la oscura intimidad– sino en una densidad informe y bullente en la que, al modo de Sartre, se revela la existencia en bruto. Y la energía que la prolonga

 

Gabriela Polit Dueñas (Austin): Colum McCann. TransAtlantic: A Novel.

 

Conmueve la nostalgia. Pero no la nostalgia como un impulso o una reacción inmediata ante una imagen que evoca el territorio donde se aprendieron los primeros afectos. Colum McCann la trabaja con prolijidad de artesano y la convierte en la revelación de un secreto. Sin advertir al lector, la novela usa la convención de un relato de misterio; y  en los cruces del océano, una olvida quiénes eran las mujeres de la primera parte, aquellas que miraban desde su ventana a los dos aviadores que por primera vez volaron de Irlanda a los Estados Unidos. Las retoma al entrar en la segunda parte, cuando el narrador nos cuenta que la mujer mayor, la madre, trabajaba de sirvienta en la casa de los anfitriones de Frederick Douglas, cuando éste viajó con la misión de dar a conocer en ese país las injusticias de la esclavitud. Indignante realidad que volvía invisible ante los ojos de la clase alta irlandesa, la hambruna que los rodeaba. La hija, la niña que desde la ventana tomaba fotos, es quien a en su vejez tendrá una corta interacción con George Mitchell en la tercera parte de la historia. Esto sucede cuando Mitchell fue intermediario en el conflicto con Irlanda del Norte. En esos ires y venires los personajes femeninos llevan la antorcha que se desplaza de una orilla del mar a otra. TransAtlantic es la narración poética de una nostalgia que tiene varias capas de historia, varias voces, muchos personajes y una carta que define la búsqueda de varias identidades (como en Poe). McCann, de origen irlandés y residente en New York, construye en historias las raíces del mundo que dejó y las de aquel en que vive. 

 

José Manuel Corredoira Viñuela (Cáceres): Ateneo de Náucratis. Banquete de los eruditos,  traducido por Lucía Rodríguez-Noriega Guillén. Biblioteca Clásica Gredos.

 

En mi opinión, el mejor libro leído (y publicado) en 2014 es el 5º y penúltimo tomo del Banquete de los eruditos, del gramático del siglo II Ateneo de Náucratis, traducido ejemplarmente por la profesora de la Universidad de Oviedo Lucía Rodríguez-Noriega Guillén (Biblioteca Clásica Gredos). Prodigio de humorismo y erudición, interesante por muchos conceptos (es la fuente de numerosos autores griegos que solo conocemos por sus excerpta, de los géneros más variados: tragedia, comedia, historia, medicina, lírica, parodia..., muchos de los cuales "han quedado acallados por la indiferencia del vulgo a la belleza"), sólo admite comparación en época moderna con la Anatomía de la melancolía de Robert Burton o los Diálogos familiares de la Agricultura Cristiana de Juan de Pineda. Obra divertidísima, de estilo nada tedioso (según el epitomizador: "Tal es el delicioso festín de palabras que este asombroso maestresala del relato, Ateneo, nos sirve"), el carácter cómico y satírico de esta Enciclopedia erudita y paródica hará las delicias de los lectores. Este 5º volumen incluye, además, el celebérrimo Libro XIII (una mina de información sobre la prostitución griega, la homosexualidad y el comportamiento sexual en general). 

 

Beatriz Ferrús (Barcelona): Fernanda Bustamante Escalona: A ritmo desenfadado. Narrativas dominicanas del nuevo milenio. Santiago de Chile: Cuarto Propio/Cielo Naranja.

 

Hay libros que tienen el poder de abrir una puerta a un universo poco conocido o sólo atisbado, a un escenario literario cargado de sugerencias y nuevas propuestas. Fernanda Bustamante, joven académica, formada entre Chile y Barcelona, aborda en este libro el análisis de las narrativas dominicanas recientes desde una mirada “pos-insular”. Escritores del “nuevo milenio” como Juan Dicent, Rita Indiana, Rey E. Andújar y Frank Báez circulan por estas páginas, desafiando a su autora a leer con agudeza una gran pluralidad de conceptos. Desde aquí, el libro se divide en dos partes: una primera que cartografía los desmontajes de lo “exótico”y “lo haitiano”, como tópicos de lectura, y una segunda que aborda de forma individual la propuesta narrativa de cada uno de los autores. “A ritmo desenfadado” la autora recorre temáticas como lo urbano, la corporalidad, las subjetividades que manan de la red,  las fronteras y las distopías. Sin afán de exhaustividad, todo lo contrario, con vocación de “dar a leer” de manera compartida y dialogada, este libro es una propuesta fresca, inteligente y divertida, pero también rigurosa, desde la que dejarse cautivar por una literatura que reclama su espacio.    

 

Adolfo Castañón (México): Malva Flores:  La  culpa es  por cantar. México: Literal.

 

Este ensayo  de  Malva Flores invita a una  limpia de  creencias,  palabras,  actitudes y poses, pero es al mismo  tiempo un  retrato de la comedia literaria que se desarrolla entre poetas con nombre y sin nombre. La crónica, la crítica, la cirjuía, la jardinería conviven en esta sala de retratos hablados de conocidos y desconocidos.  Una  invitación  a  que  los  que escriben,  lean ;  y  a  que los  que  hablan  oigan. Una  invitación que  no le  habría  disgustado  a Augusto Monterroso.

 

Heike Scharm (Tampa): Jesús Carrasco. Intemperie. Barcelona: Seix Barral.     

 

En una tierra seca e inhóspita, un niño huye de la violencia paterna para enfrentarse a la intemperie de la llanura. El viejo cabrero le salva la vida cuando está a punto de ser quemado por el sol. Al margen de la civilización, el anciano y el niño se acercan uno al otro. El niño aprende el oficio de cabrero y contribuye a la supervivencia de una comunidad afectiva, que incluye ambas especies. En su búsqueda de agua, la pareja solitaria lleva una vida nómada que evoca otras de la literatura clásica: Robinsón y Viernes, Don Quijote y Sancho, pero en Intemperie, de forma sutil y decisiva, el hombre queda descentrado, mientras que la naturaleza (la "intemperie")  domina la narración. No es una Tierra que castiga, juzga o domina, ni tampoco protege o alimenta, ni se deja dominar.  El verdadero enemigo es el hombre —homo homini lupus— en esta Tierra que a veces parece post-apocalíptica, que podría ser de cualquier lugar y tiempo. Sencilla e impactante, Intemperie, la primera novela de Carrasco, es filosófica  y a la vez lírica. Una historia de la violencia, el dolor y la vejez. Pero también  del consuelo y el amor al prójimo que triunfan sobre la miseria, como la lluvia sobre la sequía: “Entró en la casa y salió de nuevo con la orza bajo el brazo. Caminó unos metros frente a la fachada y dejó el recipiente en el suelo. Luego volvió a la puerta y allí permaneció mientras duró la lluvia, mirando cómo Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento" (221).

 

María Pizarro Prada (Madrid): VV. AA. Disculpe que no me levante. Madrid: Demipage, 2014. 397 páginas.

 

Antología compuesta por veinte autores latinoamericanos “entre los veintitantos y los cuarenta y pocos años”, reza el prólogo de esta novedosa y atrevida reunión de escritores jóvenes alrededor de un tema como cualquier otro: la muerte. El criterio de reunión que el prólogo indica ha sido “que todos fueran autores vivos. ¿El motivo? Cobardía: nos daba miedo lo que pudieran contarnos aquellos escritores que han conocido la muerte”. Con este parámetro, Demipage prosigue su nueva línea de literatura latinoamericana juntando a Lina Meruane, Carlos Labbé, Carlos Yushimito, Richard Parra, Fernanda Trías,  Rodrigo Hasbún, Liliana Colanzi, Selva AlmadaIosi HavilioIsabel Mellado, Sebastián Antezana, Mariana Graciano, Giovanna Rivero, Mónica Ríos, Maximiliano Barrientos, Andrea Jeftanovic, Andrés Felipe Solano, Laia Jufresa, Juan Sebastián Cárdenas y Federico Falco. Prima la relevancia dada a los textos, a la literatura, pues los cuentos se suceden sin mencionar el nombre del autor, que solo aparece en la firma del mismo y en el índice con que culmina –y no empieza- la antología. No se resta entonces protagonismo a lo literario, al cuento, entreverados todos de una pulsión de muerte que obliga al lector a recorrerlos uno detrás de otro en busca de un atisbo de esperanza, pues se suceden en un halo de suspense irresoluble, de otra constante en la antología que es la búsqueda, ¿o es una forma de espera? Volviendo al prólogo: “la muerte tiene una fecha y una hora precisas, pero no hay forense que certifique la duración de un funeral, el momento concreto en el que cesa el desasosiego de haber asistido siempre a la muerte ajena. Seguramente porque dura hasta la propia”.

 

 

 

 

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4 de febrero de 2015
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