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Los innombrables

Surgen periódicamente de las entrañas de América y lanzan mensaje sangrientos al mundo. Son los innombrables.

Suelen ir armados hasta los dientes y alguien les llenó la cabeza de odio racial. Probablemente sus padres, los mismos que les regalaron una pistola el día de su cumpleaños.

De la noche a la mañana se convierten en hijos monstruosos: superan a sus padres en todo, como quiere la ley natural. Son más fanáticos, más ansiosos, más devotos de las armas que sus padres, los que les hablaban de la superioridad de los blancos el día de Acción de Gracias.

Representan la banalización del mal que vemos en el cine y los videojuegos, pero en el seno de la realidad. Encarnan la verdad de la ficción y la ficción de la verdad.

Su película suele durar tan sólo unos minutos. Cuando concluye y se ven rodeados de cadáveres no despiertan, siguen en su ficción hermética de la que nunca se van a librar.

Parecen terroristas solitarios y quizá lo son, pero todas las herramientas de su locura se las da el sistema en el que crecen: intolerancia, ansiedad, narcisismo, delirios interpretativos, delirios de persecución, delirios de grandeza.

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19 de junio de 2015
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Welles

Alguna voz protestó al ver que el cartel del reciente festival de Cannes llevaba el rostro de Ingrid Bergman, festejando su centenario; el celebrado tendría que haber sido, decían las voces, alguien de su misma edad, Orson Welles. Nadie ama más que yo a la Bergman, actriz de una sutileza y un hechizo incomparables, evidentes sobre todo en su larga y a veces tormentosa relación artístico-amorosa con Roberto Rossellini. Pero Welles es quizá el mayor genio que ha dado el cine, aunque reconozco que su sobrepeso, sus humeantes habanos y su hinchado rostro de bebedor y comilón no habrían lucido tan ‘glamourosos' en los tablones festivaleros.

Hay otros modos mejores de acordarse de él y celebrarle, y hablo aquí de tres: el hallazgo, en los archivos suyos que conserva la Universidad de Michigan, de un borrador de diario autobiográfico inédito, y la aparición de su novela ‘Mr. Arkadin', distinta a la película, que reedita Anagrama a la vez que publica un libro realmente extraordinario, ‘Mis almuerzos con Orson Welles'. Se rumoreaba, dentro del fabuloso anecdotario que acompañó la vida de Welles, que entre 1983 y 1985 el no muy distinguido cineasta Henry Jaglom había almorzado regularmente en el célebre restaurante Ma Maison de Los Ángeles con su amigo Welles, y que éste había aceptado grabar las conversaciones. La leyenda era cierta, las cintas aparecieron y estaban bien conservadas, y hace dos años salieron en inglés, en una modélica edición del periodista de Vanity Fair Peter Biskind. El libro puede leerse como una novela, y tampoco me extrañaría que se viese más pronto que tarde en un escenario teatral. La situación es sencilla; los dos comensales, que se conocen, se aprecian y siguen muy bien el hilo del otro (cosa que Jaglom cumple espléndidamente teniendo enfrente a un memorioso sabio como Orson), hablan a rienda suelta, sin veladuras, y con una gracia verbal más propia de la alta comedia que de la cháchara de sobremesa. Siendo Ma Maison también legendario, de vez en cuando, como en un vodevil, se cuelan otros personajes que vienen a comer al restaurante y pueden ser, entre otros, nada menos que Jack Lemmon y Zsa Zsa Gabor; todos tienen su intervención, y sus réplicas.

    Welles, lengua afilada donde las hubo, no se corta al hablar de sí mismo, de sus devaneos y sus fracasos de amor, contando con sinceridad el difícil matrimonio con Rita Hayworth, de quien da un retrato fascinante. Cuando es demoledor con los demás (odia el cine de genios como Chaplin, Hitchcock o Woody Allen, y desprecia a Laurence Olivier, Spencer Tracy y Charles Laughton) nunca se muestra fatuo, pues sabe que su propia genialidad fue a menudo menospreciada, viéndose obligado a trabajar como actor en películas infames para sobrevivir y poder filmar las suyas. En el libro, irresistiblemente  cómico, no deja de aflorar un motivo patético, el del fracaso. Welles hizo al menos seis obras maestras del séptimo arte, pero mayor es el número de lo que no pudo hacer, como ese ‘Rey Lear' recurrente en las conversaciones, desde su origen, su transacción y su definitivo abandono poco antes de morir.

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18 de junio de 2015
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El coste de no alcanzar la paz

¿Quién se acuerda de Paolo Cecchini? Nadie que no fuera ya adulto hace 30 años, cuando España se incorporó a las Comunidades Europeas (denominación anterior de la Unión Europea). Justo entonces, el presidente de la Comisión, Jacques Delors, encargó a un alto funcionario italiano, un oscuro subdirector general de Comercio Interior, que analizara las ventajas que reportaría crear el Mercado Único. El libro, titulado Los costes de la no Europa y conocido también como informe Cecchini alcanzó una gran notoriedad y fue instrumento crucial para uno de los mayores éxitos de la historia del continente. Rand Corporation, un veterano think tank estadounidense vinculado al Pentágono, acaba de hacer un ejercicio similar respecto Oriente Próximo. En su caso ha calculado cuánto va a costar a israelíes y palestinos el mantenimiento del actual y eterno callejón sin salida. El estudio, titulado El coste del conflicto israelo-palestino, proyecta cinco escenarios hasta 2024: un nuevo levantamiento violento palestino, un movimiento de resistencia no violenta, una retirada unilateral israelí de Cisjordania sin coordinación con los palestinos, otra con coordinación y finalmente la solución de los dos estados. Cualquiera sabe intuitivamente, sin necesidad de cifras, que la paz y los dos estados es la fórmula de mayor rendimiento económico para todos. Quienes más ganarían en términos absolutos son los israelíes, 123.000 millones de dólares, casi tres veces más que los 50.000 millones calculados para los palestinos. Estos últimos son los que lo notarían más personalmente, puesto que en renta per cápita la mejora sería del 36 por ciento frente a solo el 5 por ciento para los israelíes. El retorno de la violencia significaría, en cambio, una caída del PIB del 46 por ciento para los palestinos y del 10 por ciento para Israel. Quienes tienen más a ganar con la paz y más a perder con la guerra son los palestinos. Israel tiene menos incentivos económicos, sobre todo gracias a la desproporción de su poderío militar que le asegura el status quo a un coste relativamente bajo. Según el think tank, la parálisis incrementa los costes de la no-paz. Así sucede con la expansión continuada de las colonias, que encarece su hipotético desmontaje. O con las campañas BDS (boicot, desinversión y sanciones), que producen daños en Israel y respuestas reactivas del mismo tipo contra la economía palestina. Rand hace una advertencia, que suena a amenaza: ?El coste del estatus quo para ambos, israelíes y palestinos, sería mayor sin las ayudas de los países donantes, que en buena medida han aislado a las dos partes del coste total del actual bloqueo y han debilitado los incentivos para un acuerdo definitivo?. El informe se publica en el mismo momento en que Francia prepara una nueva resolución en favor de los dos estados, que someterá al Consejo de Seguridad este mismo año, mientras Washington ya da señales, por primera vez en mucho tiempo, de que no utilizará el veto en defensa del gobierno israelí.

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18 de junio de 2015
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¡Ha llegado el nuevo Nuevo Periodismo!

El problema de llamar “nuevo” a algo es que pronto se vuelve obsoleto, y cuando llega lo siguiente… no hay cómo llamarlo.

Después de que Tom Wolfe llamara “El Nuevo Periodismo” a lo que hacían él y sus amigos en los años 60 y 70, ¿cómo llamar lo que se hace ahora? Robert Boynton lo llamó “El nuevo Nuevo Periodismo”, y en la colección Periodismo Activo de la editorial de la Universidad de Barcelona acabamos de presentar la primera edición integral en castellano.  

Todo nació en la ciudad de Tampere en Finlandia en Mayo de 2013. Yo asistía a la Conferencia de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario y su conferenciante estrella era Robert Boynton. Ya era un fan de The New New Journalism, y allí le escuché una conferencia precisa, elegante, personal y reveladora sobre el periodismo que fue, el que es y el que será.

Esa noche le propuse hacer una traducción completa de su libro y publicarlo en esta colección, que acababa de nacer. Hoy se convierte en el sexto y más ambicioso libro de la colección.

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Primero, una rápida definición: El nuevo Nuevo Periodismo es tan distinto a El Nuevo Periodismo como Robert Boynton es distinto a Tom Wolfe.

El libro de Wolfe era como él: lleno de respuestas. Era el manifiesto de una revolución. Contenía una antología de los maestros de la generación de Wolfe: Truman Capote, Norman Mailer, Hunter Thompson, Joan Didion, Joe McGinnis, Michael Herr, Gay Talese y por supuesto, el mismo Tom Wolfe.

Entre todos, muestran un gran abanico de posibilidades a partir de unas cuantas reglas básicas: contar en vez de explicar, narrar por escenas, la descripción como forma de orientar y enganchar al lector, transformar a fuentes en personajes y a declaraciones en diálogos. Y sobre todo, la inmersión: pasar mucho tiempo con los personajes, conocerlos a fondo y escribir sobre ellos como un novelista escribiría sobre los personajes que surgen de su imaginación.

El libro que ayer presentamos nos obliga a mirar atrás, a aquel volumen pionero de Tom Wolfe, que trajo al castellano el gran editor Jorge Herralde. Y así como el de Wolfe estaba lleno de respuestas, este de Robert Boynton está lleno de preguntas.

Boynton es un periodista de alma. Investiga, cuenta y opina con conocimiento y pasión sobre la los cambios sociales en Estados Unidos, y ha dedicado los últimos seis años a una investigación en la misteriosa Corea del Norte, el último refugio del estalinismo.

Pero estas lecciones de buen periodismo parten también de su otra vocación: es un verdadero maestro. Desde hace años dirige el programa de la Universidad de Nueva York en la que jóvenes de todo el mundo buscan abrirse camino en las crónicas, los reportajes y los perfiles de revistas. Allí enseña los caminos del periodismo en profundidad. 

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¿Qué es El nuevo Nuevo Periodismo? Es una sagaz sucesión de entrevistas a fondo con los herederos de la generación de Tom Wolfe. Uno solo se repite en ambos libros, porque ya era genial hace 40 años y sigue haciendo periodismo del indispensable: Gay Talese.

El resto son periodistas literarios que irrumpieron entre finales del siglo pasado y la primera década de este. Ted Conover, Jon Krakauer, Michael Lewis, Adrian Nicole Le Blanc, Susan Orlean, Richard Ben Kramer, William Langewische, Jane Kramer… 19 en total. Solo hay tres mujeres, lo cual es inquietante, aunque en la antología de Tom Wolfe era todavía peor: si mal no recuerdo, solo estaba Joan Didion.

Estos autores son sometidos a una presentación y análisis de sus carreras y obras: son relatos y son ensayos. De cada uno rescata aquello que los movió a meterse en su porción de realidad, a indagar por asuntos actuales y eternos, y a encontrar el estilo por el que son celebrados.

Y después, lo fundamental: las entrevistas. Pregunta un poco por el qué, pero más pregunta por el cómo. Aunque muchas de las preguntas se repiten, parecen nuevas, parecen hechas para cada autor. Mi amigo y gran cronista argentino Leo Faccio, que leyó con deleite el libro, me comentó que uno de los gustos es saber que cada autor va a tener que responder a esas preguntas, tan precisas, tan difíciles, sobre por qué y cómo hacen lo que hacen.

Pero por supuesto muchas otras preguntas son únicas; tienen que ver con el tipo especial de periodismo narrativo que hace cada uno. Y también hay un estado de alerta que conocen todos los buenos entrevistadores: la repregunta, el saltar sobre lo que queda poco claro, o a abrir la puerta al secreto y a las razones últimas por las que cada uno hace así su trabajo.

Con todos empieza pidiéndoles una autodefinición. Y llama mucho la atención el énfasis en la modestia: buscan entender, contar, transmitir. No la Verdad ni el Arte con mayúsculas. Y una gran diferencia con Wolfe: él mismo se decía representante de una revolución, que cortaba con el periodismo del pasado. Su nuevo periodismo era contra el viejo, era un desafío. Era The Times They Are A’Changin’ de Bob Dylan hecho periodismo. En el libro de Boynton, sus autores se reconocen en la generación anterior. Se ven como una continuidad. Si cabe, un desarrollo.

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Entre las muchas cosas que me quedan más claras tras leer el libro de Robert Boynton, destaco esta: si a partir de El Nuevo Periodismo el diálogo central era entre periodismo y literatura, en El nuevo Nuevo Periodismo se agrega a este un nuevo diálogo: entre el periodismo literario y las ciencias sociales.

Los nuevos cronistas se sumergen en las calles de sus propias ciudades y en lejanos poblados como un antropólogo, estudian las relaciones y las conductas como sociólogos y psicólogos, aprenden del pasado para entender el presente como historiadores, y en sus libros analizan y piensan en pluma alta a la par que cuentan. Son narradores y ensayistas. Tal vez esto tenga que ver con que estos nuevos nuevos periodistas pasaron todos por la universidad, y también que muchos enseñan, siguen en la academia.

Pero no llevan la calle al lenguaje de las revistas científicas y las tesis. Al revés: llevan la profundidad y la teoría a las calles y al lenguaje de los lectores. 

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17 de junio de 2015
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Llegan los ?yuccies?

Se les reconoce por la agilidad de las yemas de sus dedos, permanentemente insatisfechas, entregadas al gesto tan metafórico como ridículo de pasar página deslizando apenas un centímetro el dedo por la pantalla. Como si tuvieran ojos en el pulgar, incluso en el meñique. La tecnología no es un medio sino una condición natural para ellos, casi anatómica. Aún tienen la edad en que uno cree saber lo que quiere y el desamor sólo duele un par de meses, cuatro días de mal cuerpo, algo parecido a llevar el jersey al revés sin poder remediarlo. Lo que para los viejunos son incómodos trasiegos, como el de enfrentarse a la aplicación AdoptaUnTío o el desesperarse con la de buscar un sofá para dormir de prestado en Boston, para ellos forma parte de su credo. Al igual que su bicicleta, su cartera de marca finlandesa o su Instagram. En lugar de patatas fritas, comen quinoa y donuts artesanos; no leen Vogue sino Hunter o, en España, Vein, una revista-libro que anuncia en portada feminismo, filosofía y moda. Y dicen “amar” los nuevos bares de cereales, los zumos de hierbas o los cafés biodinámicos. Para ellos todo debe ser ecológico, natural o hecho a mano, además de “inteligente”. Nada de todo ello tendría sentido si no les empujara una palabra-mantra: creatividad. Movido por la querencia anglosajona de los acrónimos-etiqueta que mezclan sociología y estilo de vida, el periodista David Infante ha bautizado a una hornada de jóvenes de entre 30 y 35 años como yuccies: Young Urban Creative. Jóvenes que quieren crear su propio negocio en lugar de venderse a empresas por una miseria y tener que soportar a sus jefes. Los yuccies, a diferencia de los hipsters y los yuppies, son de letras, apenas se drogan, saben más de maquetas y poesía que de salidas a bolsa, y aplican todo su potencial labrado gracias a una abultada formación que, si bien no les ha servido para encontrar trabajo, les ha sido útil a la hora de montar su propio plan de negocio para una exposición de videoarte. Según Infante, tienen “la convicción de que no sólo merecemos perseguir nuestros sueños, sino también ganarnos la vida con ello”. De todo ello podríamos arrancar una conclusión esperanzadora: a estos chicos rediseñados que subliman las ciudades de Texas o Marsella como nuevas mecas cool, releen una y otra vez Libertad de Jonathan Franzen o escuchan emisoras por internet como Azur, les importa más “crear” que “creer”. Tan fundamental es el fondo como la forma, la ética como estética -un nuevo debate se abre al respecto en los consistorios españoles-, y por ello rei­vindican el dinero con alma, el trabajo con sentimiento y la autoría por encima de cualquier populismo gregario. Crean, luego existen. (La Vanguardia)

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17 de junio de 2015
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El dedazo catalán

Ahora toca la lista presidencial. Convergència Democràtica de Catalunya, el partido fundado por Jordi Pujol y heredado por Artur Mas, conseguirá una proeza histórica. Nunca se ha presentado a las elecciones con un punto en su programa que diga: queremos la independencia de Cataluña y quien nos dé su voto estará votando en favor de dicho objetivo. Y tampoco lo hará en las próximas elecciones catalanas del 27-S. Quien se presentará en cambio en vez de CDC y bajo el objetivo principal independentista, formulado por vez primera con tal claridad, será una lista de candidatos, buena parte de ellos dirigentes convergentes, elegidos directamente por el presidente. El argumento de Mas es como sigue: ya que no me han dejado hacer una consulta legal sobre la independencia de Cataluña y no basta la consulta alegal realizada el 9-N, ahora voy a utilizar mi facultad presidencial de disolver el Parlamento catalán y convoco así unas elecciones para el 27 de septiembre a las que me presento encabezando una lista única presidencial bajo la reivindicación de la independencia. Si obtengo la mayoría, considero que ya se ha expresado la voluntad democrática de los catalanes y solo me queda elaborar la constitución del nuevo Estado y negociar los términos de la independencia.   Su propósito inicial ha quedado matizado por la negativa rotunda de los otros partidos independentistas a incorporarse a su lista. Tanto Esquerra Republicana como las Candidaturas de Unidad Popular sabían que detrás de la propuesta hay también un propósito de salvación de un partido en declive electoral y políticamente arruinado, sobre todo por la corrupción de la familia del presidente fundador; como hay también una ambición política, perfectamente legítima, del presidente Mas, que ha personalizado el proyecto independentista hasta ligarlo a su propio destino como político. Detrás de la lista presidencial, aunque no sea única como se había propuesto, está el partido del presidente, preparado para sustituir a Convergència i a CiU y convertirse en el partido de Cataluña. En propiedad, CDC ha empezado a evaporarse. No tiene ya su magnífica y famosa sede de la calle de Córcega. No celebra sus regulares victorias electorales en el hotel Majestic, lugar también de los pactos célebres con el PP. Ni siquiera existe en la Red, sustituida por la denominación de los convergentes. Su último Congreso, que se celebró en Reus en marzo de 2012, nombró como secretario general a Oriol Pujol, presidente a Artur Mas y presidente fundador a Jordi Pujol. La refundación, pospuesta hasta un próximo Congreso de fecha indeterminada, ya está en marcha y la elaboración de la lista presidencial será su más evidente expresión, como lo fueron las decisiones precipitadas por los dramáticos hechos de julio pasado, tras la dimisión definitiva de Oriol Pujol, la destitución de Jordi Pujol y el apartamiento de ambos de todo cargo y militancia.  CDC ya era un partido presidencialista, o mejor dicho, ajustado como un guante al presidente que lo fundó y convirtió prácticamente en patrimonio personal o familiar, es decir, una formación dinástica en la que había ya un hijo del propietario, Oriol Pujol, preparado para perpetuar el apellido cuando se retirara Artur Mas. La institución democrática más importante en todo partido, como es el Congreso, no tiene en CDC la obligación de reunirse regularmente, sino que cuenta con un mero tope de 50 meses entre dos convocatorias ordinarias. Todo esto facilita las cosas a Mas, que tiene todavía más de un año por delante para convocar el XVII Congreso. Si no se hubiera producido la confesión de Jordi Pujol, ahora quizás CDC se habría mutado en los pujolistas en vez de los convergentes. La mayor transformación de su historia, como es la sustitución de la cúpula familiar y dinástica y la refundación del partido, se ha precipitado en un año escaso, desde julio pasado hasta ahora, en decisiones tomadas exclusivamente por el presidente y sus asesores. El modelo de partido es bien claro: un jefe y quienes le ayudan, siguen y obedecen. Nada de facciones ni tendencias, nada de oposición, y en cuanto a procedimientos abiertos y democráticos, los mínimos. Hay una cierta afición atolondrada a buscar afinidades entre Artur Mas y los caudillajes caribeños que está muy lejos de los modos y, sobre todo, de la psicología del presidente catalán. El rey Artur, tal como le denominó su biógrafa y hagiógrafa Pilar Rahola, tiene muchas afinidades con la cultura política francesa, donde la derecha republicana sigue el surco de los liderazgos marcados por el general De Gaulle y seguido por los presidentes que le sucedieron en la inspiración, principalmente Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy. Cada uno amoldó el partido de la derecha como partido del presidente, es decir, una organización destinada a conseguir que el presidente ganara las elecciones. Cada uno le dio incluso un nombre distinto o proporcionó a las siglas un significado propio. El penúltimo avatar del gaullismo ha sido la Unión para un Movimiento Popular, que ya fue una redenominación de la Unión para la Mayoría Presidencial, ahora convertido por Sarkozy en Los Republicanos.  El politólogo René Remond, autor de la célebre teoría de las tres derechas, situaba la tradición gaullista en el bonapartismo (cesarista), diferenciándola del legitimismo (contrarrevolucionario) y del orleanismo (liberal). Parece clara la hipótesis de que los comportamientos de Artur Mas, principalmente desde que se erigió en timonel y garante del proceso, primero para obtener el derecho a decidir, y súbitamente para convertirlo en la obtención de la independencia, van ajustándose al modelo de la derecha bonapartista neogaullista, cosa que quedará todavía más clara el día en que, sin que medie ninguna consulta democrática entre las bases, ningún proceso de debate, ni ningún procedimiento congresual, se proceda a elaborar la lista presidencial, por el simple método digital, al estilo del mexicano Dedazo. Los convergentes están en su derecho. También estarán en su derecho los militantes de Unió que le sigan, a pesar de que el partido democristiano ha hecho lo que CDC no ha querido hacer, como es consultar a los militantes y debatir abiertamente, e incluso con aspereza, sobre la línea del partido y, asociado a ella, sobre el futuro de su dirección. También Artur Mas está en su derecho, aunque no rima con el derecho a decidir que con tanto vigor ha defendido, tampoco con las denuncias de la democracia de baja calidad que atribuye a quienes lo niegan, y mucho menos con la radicalidad democrática que con tanta frecuencia se otorga a sí mismo a pesar de que no la practica.

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17 de junio de 2015
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