Rodrigo Fresán escribe sobre el recién fallecido E.L. Doctorow y su obra reunida de cuentos...

Rodrigo Fresán escribe sobre el recién fallecido E.L. Doctorow y su obra reunida de cuentos...
1. Tierra de paras
En una película cargada de escenas desasosegantes, la primera y la última secuencia condensan una vez más la inutilidad de la batalla (aunque se trate de un documental, advierto sobre el spoiler): un grupo de policías, vestidos con sus uniformes reglamentarios, se dedica a cocinar metanfetaminas en plena noche michoacana. Sus rostros permanecen cubiertos con paliacates, pero en sus gestos y miradas incluso más que en sus voces y sus palabras, se condensa el fracaso de la guerra contra el narco.
Con una mezcla de descaro y resignación, al inicio de Cartel Land (2015) uno de los miembros del grupo le explica al director y camarógrafo Matthew Haineman que su producto está destinado a Estados Unidos; que si no ellos, otros se encargarán de producirlo y transportarlo; que esta es la vida que les ha tocado y no se arrepienten de ella. A estas alturas todos sabemos que las fuerzas de seguridad y los narcotraficantes no sólo se hayan coludidos sino que son los mismos, pero observar a este personaje menor, orgulloso de su doble carácter de guardián de la ley y criminal, elimina hasta el último resquicio de esperanza.
A partir de esta premisa, la de que el Estado no es confiable y por tanto los ciudadanos deben ocuparse de enfrentar a los narcos, Cartel Land contrapone las vidas paralelas de dos figuras singulares: el Dr. José Manuel Mireles, uno de los más conspicuos, fascinantes y complejos líderes de las Autodefensas de Michoacán, y Tim Nailer Foley, un obseso exmilitar que ha formado una unidad armada en el sur de Arizona con el objetivo de enfrentarse a los cárteles mexicanos que, en su delirante visión del mundo, están invadiendo Estados Unidos.
La idea de confrontar a dos hombres que, ante su común desconfianza hacia las instituciones optan por armar a sus conciudadanos para proteger a sus familias, queda muy desbalanceada. Porque si bien Nailer Foley puede parecer gracioso al encarnar la típica historia del white trash alcohólico y violento que de pronto recibe una iluminación y abraza una causa con celo religioso, no deja de ser un sujeto delirante que, acompañado por una cohorte de perdedores, disfruta de sus uniformes, sus gadgets y su disciplina militar en una guerra que sólo existe en su mente. Foley luce como un harapiento y militarizado don Quijote que, a la manera de Donald Trump, confunde a estos desfallecientes migrantes mexicanos y centroamericanos con peligrosos delincuentes a los que cree haber vencido en una batalla campal.
Por ello, la única figura en verdad apasionante del documental termina siendo el doctor Mireles, una presencia tumultuosa que se come a la cámara cada vez que ésta le concede un primer plano. Con su piel tostada al sol, su gran bigote entrecano y su sombrero, su energía imbatible y sus discursos inflamados, aparece como un héroe -o antihéroe, según las versiones- capaz de transformar por sí mismo a una comunidad entera sólo para caer víctima de su propia hubris. Si Foley no deja de ser un payaso -peor: un payaso armado-, el Mireles de Cartel Land adquiere proporciones trágicas: atrabiliario, generoso, convencido de sus decisiones, y al mismo tiempo soberbio e irrefrenable -como cuando la cámara lo capta seduciendo, si no de plano acosando, a una joven reina de belleza-, terco e intolerante.
Su camino recuerda, en efecto, a un personaje de Sófocles o Shakespeare: Cartel Land muestra su ascenso como líder comunal, su vocación de servicio como médico y jefe armado, y el amor y la lealtad que le dispensan sus cercanos sólo para que, a partir del accidente o atentado que sufre en un desplazamiento aéreo, sea víctima de la traición de sus seguidores -en particular de quien fuera su segundo, esa suerte de Sancho Panza conocido con el apropiado mote de Papá Pitufo- y de las represalias del gobierno, mientras sus propios yerros lo llevan a perder de su familia y, en última instancia, a su encarcelamiento.
El documental concluye en el mismo escenario del inicio, exhibiendo la mayor derrota para Mireles -y en general para cualquier grupo paramilitar-: el momento en el que, tras la decisión de Papá Pitufo de convertir a las Autodefensas en Policías Comunitarias aprobadas por el gobierno, estas se ven de inmediato infiltradas por los mismos narcos que aparentan combatir. La conclusión es evidente: tal como insinúa el narco-policía enmascarado, mientras las drogas sean ilegales y sigan generando millones no desaparecerán ni el tráfico ni la violencia.
2. Escobar para principiantes
No es casual que se le haya comparado con una plaga o una epidemia: el narco todo lo invade y todo lo corroe. Como si fuera una enfermedad contagiosa, se infiltra en cada grieta de nuestra sociedad y, con su estrategia de "plata o plomo", no sólo corrompe las instituciones, sino que trastoca el sistema y lo pone a su servicio. Si hoy anteponemos el prefijo a toda suerte de palabras -narcopolíticos, narcoliteratura, narcocorridos, etc.- es porque ha conseguido definir tanto nuestra realidad como nuestra imaginación. Así, las distintas representaciones del narco se han convertido en virus particularmente infecciosos, capaces de adaptarse a los medios más diversos y de reproducirse sin fin. En el lapso de una década, se han extendido de los corridos de Sinaloa o las barriadas de Medellín hasta el mainstream de Hollywood.
El fenómeno se inició, como era natural, en Colombia, escenario de la primera fase de la "guerra contra el narco". Ahí se definieron sus héroes y villanos, sus estereotipos y sus tramas, las cuales pronto se extenderían a México y Centroamérica hasta alcanzar al territorio responsable de esta narcoépica: Estados Unidos. Con Leopardo al sol, de Laura Restrepo, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras, de Jorge Franco quedó definido el campo literario del narco, que luego tantos de nuestros escritores se encargarían de copiar y replicar.
En el mundo audiovisual ocurrió algo semejante: a las versiones fílmicas de Vallejo y Franco se sumó una sucesión de narcotelenovelas, en un espectro que se tiende de El cártel de los sapos al Patrón del mal, donde figura ya el protagonista por excelencia de esta narrativa, Pablo Escobar, cuyas excentricidades estaban destinadas a convertirlo en el perfecto antihéroe de una serie televisiva. Narcos, producida por Netflix, es un paso más allá en un tema que había comenzado su ruta comercial con películas emblemáticas como Traffic (Soderbergh, 2000) y llega a la "comedia romántica cum narco" Escobar: Paradise Lost (Di Stefano, 2014), pasando por los anunciados proyectos de Oliver Stone (Escobar) y Joe Carnahan (Killing Pablo, basado en el espléndido libro de Mark Bowden).
Igual que los anteriores, Narcos, creada por Chris Brancato (el productor de Hannibal), está pensada para el público estadounidense, si bien ha sido rodada en inglés y español e involucra creativos y actores de varios países latinoamericanos en un esfuerzo por hacerse con el cada vez más lucrativo mercado de la región. De esta decisión derivan, quizás, sus mayores problemas. En primer lugar, la intrusiva y exasperante voz en off de un insulso agente de la DEA que no cesa de explicarnos, o más bien de explicarle al gringo medio que no tiene la idea de dónde está Colombia, hasta el menor detalle de su contexto político y social, así como las exóticas costumbres de los narcos -y en general de los latinoamericanos- en un tono tan condescendiente como banal.
En su primera mitad, Narcos parece un documental de History Channel: cualquier guionista primerizo sabe que un narrador omnisciente que no se calla jamás, y cuyo tono carece de gracia, es capaz de arruinar hasta la trama más apasionante. La Babel latina tampoco ayuda a la verosimilitud: el brasiñeño Wagner Moura encarna con convicción a Escobar, pero su español paisa no deja de sonar forzado (resultaba mucho más sólido Andrés Parra en El patrón del mal). Peor parados lucen los mexicanos que intervienen en la serie, quienes no hacen el menor esfuerzo por adoptar el acento colombiano.
La culpa quizás sea de José Padilha, el brasileño que dirigió el piloto, pero más bien refleja el desdén de las series estadounidense hacia América Latina: baste recordar cuando los fugitivos de Prison Brake llegan a México y se topan con una llama peruana o el narco chileno, y negro, de Beaking Bad). Hay que alabar el ritmo frenético y el buen desempeño de varios de los actores colombianos, pero en el fondo Narcos no es sino un intento de aprovecharse de un tema que inquieta cada vez más a los estadounidenses. Al final, sólo aporta su punto de vista en un ejercicio que apuntala la figura de Escobar como mito contemporáneo, pero que no se detiene a revelar que la culpa de que existan monstruos como él es de ese mismo país que dicta nuestra absurda prohibición de las drogas mientras sus habitantes se entretienen cada noche con la perversidad del capo.
La balsa flota en el mar, a veinticinco kilómetros de las costas de Libia. Parece una isla poblada de terror y esperanza. Bocas abiertas y sonrisas desparramadas expresan su conmoción: están salvados, alguien les mira. Firmada por Massimo Sestini, es una de las fotos premiadas en el World Press Photo, que estos días se exponen en el COAM de Madrid ?y en noviembre en el CCCB de Barcelona?. Ha sido seleccionada entre otras muchas imágenes que reflejan la tragedia y el absurdo horror de la humanidad; la banalidad del mal, la barbarie y la desolación. Como la serie de una ejecución pública en Irán, a cuyo protagonista, antes de ser ahorcado, lo abofetea la madre de su víctima mientras su propia madre se suena la nariz con aflicción. O la foto de las batas a cuadros y las sandalias rojas que dejaron en casa las estudiantes nigerianas secuestradas por Boko Haram, de las que nunca se supo más. Hay lugar para algún destello de felicidad, como el que transmite la imagen ganadora del certamen internacional, Jon y Alex, que retrata a una pareja de hombres que se aman en San Petersburgo con una intimidad que no deja espacio para nadie, ni siquiera para la persecución que les amenaza. Pero en esa intimidad respiraba alguien más: Mad Nissen, el autor del disparo. El ojo que en otros escenarios permanece frente al cadáver caliente y siente hambre de puro miedo. Un fotorreportero, un periodista a pie de obra, es un soldado de la historia en minúsculas. No es extraño que en las películas tengan tanto éxito como personajes; héroes o antihéroes que ponen en peligro su vida en nombre de la verdad. ?Un periodista debe ser un hombre abierto a otros hombres, a otras razones y a otras culturas, tolerante y humanitario?, sostenía Kapucinski, en las antípodas del odio o la hostilidad. Por eso ha causado tanta repugnancia el vídeo de Petra Laszlo, la camarógrafa húngara que ha pateado el alma de un oficio, de su deontología profesional y su compromiso social. Gracias a alguien que cumplía admirablemente su trabajo hemos visto cómo, sosteniendo su cámara como si fuera una pesada pieza de artillería, Laszlo pateaba a una niña y zancadilleaba a un hombre con su hijo de siete años en brazos. Un hombre que no es peligroso, un padre muerto de miedo a quien hace llorar de humillación. Ninguna de sus cobardes excusas ha podido disculpar la traición a su casta. Día a día, desde el otro lado del periódico, del telediario y el móvil, miles de profesionales se juegan la vida por cuatro duros mientras comparten su botella de agua con alguna madre y sus hijos. Alertan, socorren, se compadecen, sin dejar de cumplir con su principal misión: ser nuestros ojos. Nuestra mirada. Que queremos limpia. (La Vanguardia)
Me encontré con Francisco Umbral en un país brumoso. Estábamos en una dacha llena de pasillos y estancias en la que no era fácil encontrar la salida. Había más sujetos a nuestro alrededor a los que Umbral no prestaba atención. Acerca de ellos me dijo en tono confidencial:
-Son meros ectoplasmas, y si los observas bien descubrirás su naturaleza fantasmal.
Me fijé mejor y le di la razón al maestro, que enseguida añadió:
-El secreto de mi estilo está en detectar lo que hay de fantasmal en el otro y lo que hay de fantasmón.
En aquella dacha que quizá se hallaba en Crimea, junto al mar Negro, o quizá no (en cualquier caso podría jurar que no estaba en la comunidad Madrid), en aquella dacha de un país inconcreto e inmemorial, que podía haber sido concebido tanto por Kafka como por Lovecraft, Umbral presentaba su cara más amable. Iba muy elegante, por lo menos a mí me lo pareció, con una camisa de seda rústica que tenía un cuello muy curioso, indescriptible, del que pendía una corbata con adornos blancos y azulados que parecían de la dinastía Ming.
Me contó que en los últimos tiempos frecuentaba mucho a los poetas chinos y a Marcel Proust, que era un poeta persa al que le hubiese gustado ser portero del Ritz. Casi con dolor le informé que el Ritz de Madrid era asunto del pasado y que lo habían comprado los chinos, pero no los chinos de la dinastía Ming, más bien los chinos de la dinastía Mong que tenían en sus dachas de Pekín todo el oro del Rin, del río Amarillo y del Mekong. Umbral lo lamentó y volvió a utilizar el tono confidencial para decirme:
-Tengo que regresar a España para dibujaros el mapa del laberinto en el que os halláis. Puede que lo haga un día de estos, pero antes tengo que acabar un libro sobre el cainismo, el desprecio, la corrupción, el deseo, la impudicia, la obscenidad y la nostalgia de los que se fueron al país de IrásYnoVolverás.
Fue lo último que le oí decir. Después me perdí y amanecí en mi cuarto. Afuera el cielo tenía el color del estaño y el campo estaba lleno de rosas mortales y grises.
La novela en América Latina ha dado cabida siempre a lo inverosímil que está en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad. Siempre nos hemos movido entre la sorpresa y el asombro, la exageración de lo real y la incredulidad ante lo verdadero, acostumbrados a la ver la historia como novela y la novela como sustituto de la historia, porque ambas parecen vivir en el mismo territorio dual de la imaginación, como hermanas de leche que son.
Es lo que deberíamos llamar la anormalidad constante. Si tantas veces no distinguimos entre hechos reales y hechos de la imaginación, es porque entre historia y novela se cree un tráfico de intercambios, y así, ambas se llegan a prestar sus instrumentos y sus procedimientos a la hora de narrar. Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. ¿Pero quién miente a quién?
Hoy, cuando vivimos la historia a domicilio en las pantallas, nos agobia el exceso de información. Pero los hechos que se nos comunican de manera abrumadora no han ganado una calidad tan verificable como para ubicarse sin reparos en el terreno de la verdad. El relato de los hechos de la historia aparecerá siempre bajo un velo engañoso, extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos. La novela, que ya se sabe que miente, gana crédito porque sabe seducir mejor.
La historia se ha escrito siempre a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del propio interesado; sino recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar su poder en México, y necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan. Por eso mismo es que Bernal Díaz del Castillo, cuando lee aquella crónica se siente ofendido porque alguien ajeno a los hechos se los está contando de manera mentirosa, a él, que fue soldado de a pie de Cortés.
Y entonces escribe su Historia Verdadera de la Conquista, que nos seduce como si fuera una novela. Hay en Bernal un afán de informar exhaustivamente, con precisión, como cuando nos da el número de soldados muertos en una batalla, y de ser posible la lista de sus nombres apellidos, oficios anteriores y edades. A cada paso declara que quiere ser veraz, y a cada paso acusa a Gómara de mentiroso, porque exagera y se pone como testigo de lo que sus ojos nunca vieron.
Las novelas seguirán saliendo de la entraña de los hechos anómalos de la historia, y el siglo veintiuno nos entrega un repertorio de verdades que parecen imaginadas: las pandillas de las Maras en Centroamérica, que incendian autobuses con todos los pasajeros adentro; los cementerios clandestinos que se siguen llenando de cadáveres anónimos; los reyes de baraja del narcotráfico, y los caudillos de hoy día, que se sientan en retretes de oro y coronan reinas de belleza; los emigrantes perseguidos por las bandas de los Zetas en México, y que terminan dejando sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.
La novela no funciona como texto sociológico, ni como alegato político. La novela es un texto sobre la vida, el horror, la locura y la muerte. Pero arrastra consigo la visión de la sociedad en la medida en que retrata las vidas de aquellos que sufren las consecuencias de esa anormalidad de la historia a la que no pueden escapar, y les impone exilio, separación, soledad y abandono.
La novela se abre paso en la textura del pasado reciente, el que apenas deja de ser presente, y en el presente mismo con toda su volatilidad, entre asuntos que siendo contemporáneos quedan a la vista en el registro cotidiano de las noticias; pero también acude a los asuntos escondidos en archivos olvidados, siempre en busca de la anormalidad, de los relieves exagerados de la historia, de su capacidad de causar asombro, sentimiento de injusticias no reparadas, e indignidades ocultas; y también entra en las galerías de personajes oscuros que el ojo del novelista es capaz de iluminar, héroes falsos a los que poner en evidencia, o héroes verdaderos relegados a los rincones desolados de la memoria.
Vieja pretensión de la novela, no sólo de parecerse a la realidad, sino de ser aún más deslumbrante que la realidad.
Querido Leopoldo:
Incluso el presidente Nicolás Maduro pasó por aquí, cuando era embajador en Wáshington, y nos dió una charla en la que reafirmaba las libertades públicas en el socialismo bolivariano. Estoy seguro de que mis buenos amigos Gonzalo Ramírez y Luis Alberto Crespo, comprometidos bolivarianos, ayudarán a que esta carta de invitación se cumpla.
Peter Cameron es un autor que cada vez consigue más lectores en España. Editado por Libros del...
El libro de relatos de Johann Page. Todo termina esta noche, editado por Peisa, tiene muy buenas...
A los niños les incitan a la lectura como si se tratara de adquirir una provechosa e incuestionable dosis de vitaminas o proteínas indispensables para vivir o pensa bien. Pero basta ya. La lectura, en sí, ni es buena ni es mala. Más bien es algo más engorroso que cantar u oír músíca, ver una película de acción o un programa de televisión..El libro- dicen los orates- nos hará libres, tal como si no se hubieran escrito nunca textos tan fanáticos como esclavizadores y tóxicos del pensamiento y la voluntad. No es la lectura el caldo mágico que nos sanaría de toda dolencia cultural (o vital). Lo decisivo es desarrollar la curiosidad,la imaginación y la creatividad sea por los libros o por los discos, por los viajes, los deportes o la experiencia en la red. Acabemos ya con esta mitología de antes de la guerra cuando saber leer (y leer) era igual a ser, por antonomasia, más culto y más capaz. Menudos peñazos y textos venenosos se encierran en muchos libros recomendados o no , y menuda dosis de reacción negativa hacia la llamada "cultura" se deriva de esta experiencia disciplinaria. Desdichadamente para los escritores -yo entre ellos- el libro no ocupa ya el centro de la cultura actual. Conformémonos con que la escritura (como el cine, como las series televisivas, como la música pop o no) expresa singularmente el modo de conocer. Pero ni un paso más. Atragantar a un un alumno con cualquier cosa si viene encuadernada, es , al cabo, hacerle vomitar y vomitar. Hacer desagradable, en suma y por exceso, la sabrosa idea de LA CULTURA.
Ahí va otro hombre con cristales de diseño, ya son dos con Romeva. ¿A qué esperar para que Catalunya reivindique la capitalidad de la óptica contemporánea? ¿O es que ni Òptica Universitària se anima y los junta, con Baños y Espadaler, en una campaña tipo la de Gorbachov con las maletas Vuitton? La gafa de tendencia prendió en la política catalana en el 92, y ha dado para un amplio catálogo de masculinidades detallistas. La varilla de Iceta ?Tag Heuer? es roja, como tenía que ser, porque ni los socialistas ni Ana Patricia Botín entienden otro color que no sea el escarlata como complemento. Iceta es un hombre con tanto BUP a sus espaldas que nunca ha tenido que hacer las maletas. De fontanero a ingeniero ??cocinero?, dice él?, y ahora bombero: no hay cargo que, en 30 años, no haya desempeñado en el partido. ?Se parece a François Hollande en gay?, comentan unas señoras que van al antiguo Iradier; otras dicen que lo encuentran soso. En París, en un restaurante, se le acercó una comensal a pedirle un autógrafo: ?Madame, je suis un socialiste catalan…?, tuvo que responderle en su buen francés. Porque Iceta lee a Durrell en inglés y a Yourcenar en francés, con debilidad por su Opus nigrum yla rabia del saber del sabio Zenón que debe luchar contra prejuicios y supersticiones en los albores del Renacimiento. Claro que la opinión acerca de su sosería fue emitida antes del subidón de la canción de Queen. Con la gracia que tienen los rollizos cuando redondean la cintura y agitan las manos. Pasmado se quedó Pedro Sánchez, educado en el decoro madrileño. Cuando Iceta hizo temblar el entarimado, nadie podía pararle. Billy Elliot le llamaron en las redes. El político necesita adrenalina en campaña. Hacer cosas diferentes, ser trending topic, parecerle menos soso a las señoras del gimnasio. Le pregunto por teléfono, cuando va en coche a un mitin en Tarragona, si aquel bailoteo fue un momento loco de Priscilla, reina del desierto y me dice que no, que si hubiera querido hacer un guiño gay hubiera elegido a Gloria Gaynor y su I will survive. Mientras esperamos con impaciencia una lista más arrebatada, podemos escuchar la que ha hecho en Spotify: Elton John, Carly Simon, Carole King, James Taylor, The Carpenters… música melódica, agradable, clásica, de un hombre emotivo que llora en el cine y sueña despierto tras la ventanilla del tren. Acostumbra a decir que no es guapo, y que por eso cuida el detalle. Le pregunto por su perfume; otros preguntan por el horóscopo. A través de él adivinas el gusto por la densidad o la ligereza. El Jardín de Monsieur Li de Hermès, me confiesa un tanto esnob: ?Lo compré por el nombre?. No le llamen gauche caviar. Exceptuando las fragancias, no hay tanto artificio ni exquisitez en el socialismo catalán desde que se desinflaron los burgueses afrancesados. Iceta vende suavidad de formas y arrima el hombro del diálogo, extendiendo por pueblos y ciudades la bandera de la tercera vía ?que tanto irrita a ambos extremos?, la principal baza de la reconquista socialista de La Moncloa. Le pone ganas. Controla su discurso, retarda o acelera el ritmo. Busca a la velocidad del rayo un sinónimo para no repetirse. Disfruta hablando, y se nota. Apenas necesita gestos gracias sus inflexiones: algún arqueo de las cejas o pasarse el dedo bajo la nariz. Se sabe más a contra corriente que nunca, pero él es un optimista. Aunque en las encuestas los unionistas como él estén en franca retirada, él anuncia pactos, puentes, federalismos, fuera fronteras… y a relajar espíritus. Bailando. (La Vanguardia)