El editor de la estupenda Libros del Asteroide, Luis Solano, conversa con Matías Néspolo de ?El...

El editor de la estupenda Libros del Asteroide, Luis Solano, conversa con Matías Néspolo de ?El...
En los últimos meses me he dedicado a recorrer y repasar, por razones investigadoras, miles de páginas de poesía actual. A veces el esfuerzo merece la pena, a veces no. Esta acumulación lectora revela de pronto hilos escondidos entre libros lejanos, con el consiguiente descubrimiento de que no todos esos hilos son áureos. Por ejemplo, centrándome en un aspecto mejorable, reparo en que uno de los problemas de la poesía española contemporánea es que no pocos poetas le dan demasiada importancia a cosas, momentos, gestos o costumbres que no tienen en realidad ningún valor, sublimándolos en su estima sólo porque al vivirlos (al encontrarse en ciertos lugares, al realizar ciertas actividades) es cuando sienten el impulso de escribir poesía, con lo que el poema deviene un mero retrato del momento en que les arribó el apetito lírico. Se sobrevalora la anécdota y se eleva a tema literario sólo porque para el autor funcionó como espoleta de la escritura.
Del mismo modo que en la mayoría de las novelas autoficcionales asistimos una y otra vez a la exposición de las causas y motivos por los que el autor se decidió a escribir (se decidió a escribir esa historia, se decidió a escribir literatura), parte de la poesía actual se limita muchas veces a exponer, de forma tan predecible como cansina, una excusa justificadora, una poética de la legitimación.
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El repentino silencio de una voz a la que estabas habituado y escuchabas con simpatía produce una sensación de impotencia como la que te asalta si una mañana constatas que alguien ha talado el gran fresno al que saludabas todos los días. Quizás consigas que el arboricida acabe en la cárcel, pero eso no te devolverá el árbol. Así me sentí el otro día al conocer la muerte de André Glucksmann. Su voz me ha acompañado toda la vida, desde 1968, cuando éramos maoístas (que ya son ganas de ser algo), hasta su efímera colaboración con Sarkozy.
Con Glucksmann lo de menos era estar de acuerdo con sus ideas o no, lo admirable era el luchador, un hombre capaz de enfrentarse a los comunistas cuando era comunista, a los socialistas cuando era socialista y a la derecha cuando por puro hartazgo de la majadería izquierdista acabó colaborando con el adversario. Lo que atraía de Glucksmann era su coraje, la indiferencia con que encajaba los peores insultos, la evidente soberanía de su conciencia frente a la de los burócratas, los parásitos del aparato, los trepadores de la prensa, los mercenarios de la idea, los gregarios, los mercaderes del odio.
Y otra virtud que por desdicha cada día es más difícil de defender, Glucksmann era un escritor que pertenecía a la gran familia clásica francesa, un lector cuidadoso de Racine y Pascal, un crítico capaz de comprender la nobleza de una prosa como la de Céline sin ignorar sus desvaríos políticos. No en vano había sido ayudante, durante su época universitaria, de Raymond Aron, uno de los prosistas más apolíneos del ensayo francés contemporáneo. Siempre lo tuve por un espíritu familiar, como si fuera el Fernando Savater del norte. O sea, de más al norte.
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Nos cuenta Dante que en el más profundo foso del Infierno gime el calumniador.
En cierto modo, es el agente secreto de la más literaria de las maldades.
El asesino posee frialdad o cólera; el ladrón, una cierta intrepidez; los glotones, avaros y adúlteros calman su apetito con relativa modestia; pero el difamador necesita una gran imaginación narrativa. Es elocuente, facundo y florido y conduce la credulidad ajena con una
retórica persuasiva. Como una de las elaboradas encarnaciones del Mal, el calumniador no supera a los grandes criminales de la Humanidad, pero la corrosión que produce es más
perfecta: incesante, despiadada, impune. Ningún tribunal puede pararle los pies.
La injuria que destila concede poder al impotente, placer al malvado, consuelo
al vengativo, e innumerables ocasiones al cobarde. Sus ficciones se representan
en la vida cotidiana con sarcasmo, sollozos, respetabilidad o airada indignación.
En el teatro del mundo las dotes escénicas del difamador son muy influyentes.
Quizás algún día padecerá los tormentos del infierno, pero mientras tanto ¡cómo
goza su lengua viperina!
No puedo dejar de mirar la portada de la última novela de Michel Houellebecq, que aún tengo entre los libros de la mesilla de noche, Sumisión, una de las lecturas de verano coincidentes entre nuestros políticos. La torre Eiffel se estampa sobre el azul con un golpe de atardecer, y en él refulgen, recortadas en amarillo, la luna creciente y la estrella, que en el islam significan soberanía, nobleza, victoria y divinidad. Su publicación coincidió con el atentado contra Charlie Hebdo, por lo que el escritor suspendió la promoción y desapareció: todo tan rocambolesco como el personaje y su obra. Regresó para llorar a su amigo Bernard Maris, fallecido a manos de los extremistas islámicos que quisieron quebrar los lápices de la libertad, los mismos con los que sí se dibujan chistes sobre el Papa o el Dalái Lama. ?No tomo partido, no defiendo ningún régimen. Deniego toda responsabilidad. He acelerado la historia, pero no puedo decir que sea una provocación, porque no digo cosas que considere falsas sólo para poner nerviosos a los demás?, anunció el escritor en su reaparición. Su política ficción corta el aire: el laicismo acaba escurriéndose por los desagües del nuevo orden establecido. En la Universidad Islámica de París-Sorbona, los profesores, mejor pagados que nunca, pasean felices su nuevo estatus de polígamos, y las estudiantes, cubiertas con velos blancos avanzan por el claustro en corrillos, de tres en tres, entregadas a las proclamas de sus ayatolás: ?La cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta?. La noche del pasado viernes, la torre Eiffel lucía a destiempo sus paillettes. París ensangrentado. En el Estadio de Francia, en el barrio bohemio y trendy de la República, iban cayendo los cadáveres al grito de ?Alá es el más grande?. En el Bataclan, en medio de un concierto, mudando risas y acordes en cenizas. Terrorismo real igual que en las series, como un acto de destrucción real y simbólica. Tocan París y nos tocan a cada uno de nosotros. Porque de la ciudad de la luce penden valores que el imaginario colectivo ha relamido en todas sus variantes. La enciclopedia y el chic. El pollo asado del café Flore, con sus mesas existencialistas. Monet, Piaf, Proust, Chanel, Truffaut o Mitterrand. Los salones del XVIII y de los mayos de los estudiantes. El moho de la librería Shakespeare & Co, las maisons de la Avenue Montaigne, los terciopelos rojos del café Coste, los tesoros de Les Puces, los besos enroscados de Rodin, los afiches del Olympia, las pelucas platino de las chicas del Crazy Horse. Son los franceses y las francesas con su baguette, su periódico y sus lilas, acostándose bajo el toque de queda en pleno siglo XXI. Con el grito ahogado de la libertad. Contra la sumisión a la barbarie. (La Vanguardia)
Ha sido, el de 2015, un verano rico en visitantes pobres; a comienzos de agosto, contando desde primero de año, ya se habían ahogado en las aguas del Mediterráneo dos mil emigrantes venidos de diversos puntos de África y Oriente Medio, cuatrocientas bajas más que en la misma fecha de 2014. Es el recuento macabro de un fenómeno ajeno al turismo, que también crece en España por cierto, y al cine, que en la formidable cartelera de películas en versión original de Madrid y Barcelona trae el consuelo de una diversidad más palpable en la pantalla que en la calle. Hago un cómputo de lo visto desde el mes de junio hasta fines de septiembre, sin salir del vértice de las madrileñas salas Renoir, Golem y Verdi: una poderosa y a ratos emocionante superproducción épica del notable cineasta turco-germano Fatih Akin, El padre (The Cut), centrada en el genocidio del pueblo armenio; una simpática comedia griega de Panos H. Koutras, Xenia (aquí llamada Cuestión de actitud), que refleja en un envoltorio superficial la intransigencia con las minorías sexuales y la violencia de extrema derecha; tres historias de infancia de calidad variable, desde la libanesa Ghadi, de Amin Dora, sobre un niño nacido con síndrome de Down, hasta la israelí La profesora de parvulario, del interesante Nadav Lapid, en torno a un precoz geniecillo de la rima poética, pasando por la mejor de las tres, Retratos de familia (Ilo Ilo), del primerizo cineasta de Singapur Anthony Chen, delicada estampa de una familia de clase media alterada por una sirvienta filipina que llega para ocuparse de un problemático colegial. También, procedente de Estonia, Una dama en París (Une estonienne à Paris), pequeña fábula realzada por la presencia grande en el reparto de Jeanne Moreau, además de los dos excelentes filmes georgianos comentados en esta misma página hace dos meses.
En un nivel de rareza no menor para mí destaca Los caballos de Dios, de Nabil Ayouch, título del año 2012 que aun habiendo sido galardonado en su día con el máximo premio en la Seminci de Valladolid ha tenido que esperar su estreno casi tres años, debiéndose esto sin duda a la escandalosa resonancia (sobre todo en Francia y en Marruecos) de que su último largometraje, Much Loved, haya sido prohibido, tras verse en Cannes el pasado mayo, por el gobierno islamista del "moderado" Benkirane, lo que en el país magrebí ha supuesto una conmoción a gran escala; la película circula allí por las redes en una versión espuria que muestra el atrevimiento del realizador en la plasmación de la vida cotidiana de unas prostitutas de alto standing y sus clientes de la mejor sociedad panarábiga, perjudicándole doblemente esa piratería al estar confeccionada sobre un material en bruto y sin montar de casi cuatro horas de duración. Ayouch, nacido en 1969, forma parte de la generación intermedia que -junto junto a Nour Eddine Lakhmari, realizador del vigoroso thriller Casanegra, el también actor Faouzi Bensaïdi, de quien aquí se estrenó su desbocada comedia esperpéntica WWW. What a Wonderful World, y la muy estimulante Laïla Marrakchi, autora de ese hito insuperado que fue, hace ya diez años, Marock- está vitalizando, no sin cortapisas ni anatemas, la aún precaria cinematografía marroquí. Ayouch compone unos relatos descarnados y contundentes (que a veces recuerdan a Eloy de la Iglesia), pero apoyándose en una cuidada dirección de actores, no profesionales muchos de ellos, y un vertiginoso ritmo narrativo. Basada en una novela que dio que hablar, Las estrellas de Sidi Moumen de Mahi Binebine (autor bien traducido al castellano), Los caballos de Dios afronta un hecho histórico contemporáneo, los atentados terroristas del 16 de mayo de 2003 en Casablanca, contado en dos tiempos y un mismo contexto, el de esa barriada a las afueras de la gran ciudad de donde procedían los jóvenes suicidas que provocaron la matanza.
No se trata de un cine de denuncia, sino de una crónica, exenta del débito periodístico y la lección moral. Cuando son niños, Yashin y su hermano Hamid, con los vecinos Nabil y Fouad, protagonistas del filme, juegan al fútbol en los descampados, tienen riñas pueriles y cometen pequeños hurtos; la criminalidad les vendrá por el adoctrinamiento religioso, sin que ninguno de ellos fuera luchador de la yihad entrenado en Irak o Afganistán, sino el producto de una frustración social y una falta de horizonte personal. Ayouch ha declarado que, tras el impacto que le causó la acción de esos chicos de un barrio que conocía bien, al haber rodado allí varias secuencias de su película Ali Zaoua (en cierto modo un prólogo involuntario a Los caballos de Dios), fue a Sidi Moumen con una cámara para entrevistar a las víctimas, a los supervivientes y sus familias, haciendo un cortometraje que le resultó insuficiente. Quiso entonces elaborar una mirada de ficción sobre un suceso y unos personajes reales, y compró los derechos del libro de Binedine, despegándose de él en la adaptación y tampoco queriendo conservar su título, ante el recelo de que algunos espectadores, sobre todo musulmanes, pudieran leer en la palabra "estrellas" una exaltación de lo que llevaron a cabo los kamikazes. Su intención, plenamente lograda en este filme de gran fuerza y profundo pathos, era humanizarlos, no glorificarlos, y mientras el rodaje avanzaba encontró un texto sobre la guerra santa, escrito en tiempos del Profeta, que le inspiró: "Volad, caballos de Dios, y las puertas del paraíso se abrirán para vosotros." Esa frase, utilizada a menudo por la retórica yihadista y en los sermones televisados en tantos cafés del mundo árabe, las pronuncia en la película de Ayoub el emir reclutador de los muchachos, y es el lema que les conduce a la muerte y al suicidio. La entrada al paraíso no se ve.