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Réquiem soviético

Hay muchos periodistas en la nómina del Nobel de Literatura, aunque ninguno hasta ahora galardonado estrictamente por su obra periodística. Formalmente, tampoco es el caso de Svetlana Alexiévich, distinguida por la Academia Sueca por ?su obra polifónica, un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo?; aunque, si nos acercamos a sus narraciones, no encontramos ficción, poesía o literatura dramática, los géneros usualmente valorados como literatura, sino unos relatos casi siempre en primera persona de millares de desconocidos ciudadanos rusos y de las antiguas repúblicas soviéticas, gente común que explica sus propias vidas, emociones, experiencias e ideas. Los libros de Alexiévich tienen mucho de historia oral e incluso de antropología social, también de memorialismo colectivo o coral, pero son ante todo fruto de un trabajo periodístico. El buen periodista es aquel que sabe preguntar y, sobre todo, repreguntar, hasta extraer el máximo grado de verdad de sus entrevistados. La Nobel bielorrusa, además de poseer el don de hacer hablar a la gente hasta confiarse a su interrogadora, tiene la virtud antiperiodística de la paciencia. Su trabajo es persistente y lento. Charla con sus testigos durante meses en entrevistas sucesivas; repasa las transcripciones de las grabaciones una y otra vez, y deja, al final, que reposen durante años hasta componer, mediante un trabajo de montaje narrativo muy cuidado, esos libros polifónicos sobre los grandes acontecimientos trágicos del pasado soviético. La obra de Alexiévich también se distancia del periodismo en la medida en que adopta un tono filosófico, incluso metafísico, sobre todo en las escasas intervenciones que hace la autora con su voz y que se leen en pequeñas introducciones, algunos capítulos singulares o se cuelan en los títulos de los capítulos. Lo mismo sucede con los monólogos de sus protagonistas, de los que se destilan de vez en cuando sentencias más propias de libros sapienciales que de reportajes periodísticos. Hay incluso en esta obra narrativa un aliento profético, de advertencia respecto a la naturaleza humana y a las pretensiones prometeicas; a los males que se derivan del culto al Estado y de la disolución de la personalidad individual en el sujeto colectivo, o al descontrol de la técnica y de la ciencia cuando caen en manos ineptas e irresponsables, sin aprecio alguno por la vida humana. Los libros de los que dispone el lector español tratan sobre tres tragedias profundamente soviéticas, como son la guerra contra Hitler vista por las mujeres (La guerra no tiene rostro de mujer), la catástrofe de la central nuclear (Voces de Chernóbil) y el hundimiento de la Unión Soviética misma (El fin del ?Homo sovieticus?). Falta Los muchachos del zinc, libro que aquí no ha sido traducido, sobre la última guerra soviética, la de Afganistán (1979-1986), en la que murieron 50.000 jóvenes soviéticos y precedió en poco tiempo al hundimiento del comunismo. Cada uno de ellos, como las propias historias individuales que los componen, puede leerse por separado, pero juntos conforman un gran friso narrativo, una narración de narraciones que trata al final sobre una tragedia única y es una especie de Las mil y una noches del horror y la mentira del sistema soviético. La obra de Alexiévich da la razón a Vladímir Putin sobre la envergadura de la catástrofe geopolítica y de la tragedia humana que ha representado la desaparición de la URSS. Con una salvedad notable: siendo un auténtico réquiem narrativo por el imperio desaparecido, extiende el carácter trágico y catastrófico del acontecimiento a la historia soviética entera, al igual que extiende su denuncia del estalinismo al propio Putin y a los nostálgicos que pretenden resucitar los instintos soviéticos a través de los ensueños imperiales rusos. La obra de Alexiévich es también una revancha del periodismo, que busca las fuentes más modestas y las experiencias más sencillas para explicar lo que fue silenciado durante las siete décadas soviéticas. Algo hay de terapia personal y colectiva e incluso de penitencia personal por el consenso y la aquiescencia con el régimen soviético, compartidos por casi todos, también por la escritora en su juventud. Basta con leer los ?Apuntes de una cómplice?, con que abre el ?Homo sovieticus?, y la ?Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo?, en Voces de Chernóbil. Esta no es una literatura amena ni de entretenimiento. Como las literaturas del Holocausto o del Gulag soviético, géneros bien característicos del sangriento siglo XX, estas son narraciones estremecedoras, más para el llanto que para la alegría de la lectura, y todo lo contrario del periodismo efímero y frívolo. Estas narraciones verdaderas, que dan voz e identidad a millares de personas, pertenecen a una especie de periodismo profético y trágico, que nos proporciona visiones del apocalipsis en pleno siglo XX e incluso nos advierte respecto al futuro a través de las estampas soviéticas de la guerra o de la catástrofe. (La guerra no tiene rostro de mujer. Svetlana Alexiévich. Traducción de Yulia Doblovolskaia y Zahara García González. Debate. Barcelona, 2015. 368 páginas. 21,90 euros. El fin del ?Homo sovieticus?. Svetlana Alexiévich. Traducción de Jorge Ferrer. Acantilado. Barcelona, 2015. 656 páginas. 25 euros. Voces de Chernóbil. Svetlana Alexiévich. Traducción de Ricardo San Vicente. Siglo XXI. Madrid, 2006. 300 páginas. 15 euros.)

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11 de diciembre de 2015
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La nueva economía del terror

La guerra siempre es misteriosa. Solo se sabe algo de cómo empieza y nada de cómo sigue y termina. Ahora estamos entrando en un conflicto que el papa Francisco ha calificado de ?tercera guerra mundial a trozos? y del que sabemos bien poco, como demuestran los debates semánticos sobre si es o no una guerra o sobre la identidad del enemigo; si es un auténtico Estado Islámico, una banda terrorista o el Islam mundial, como pretende la extrema derecha blanca y occidental y su mejor representante que es Donald Trump.

Todo esto se irá aclarando. Y, por desgracia, será sobre todo a fuerza de duras lecciones de muerte y de dolor. La primera lección versa sobre la novedad radical del fenómeno, hasta el punto de que exige nuevos conceptos a la vista de que los viejos van quedando superados uno detrás de otro.

Nos habían contado que la diferencia entre Al Qaeda y el autodenominado Estado Islámico consistía precisamente en que el primero realizaba acciones contra un enemigo lejano y carecía de territorio, mientras que el segundo controla e incluso administra un territorio y se dedica a combatir allí a sus enemigos, especialmente chiíes. Los atentados de París y de San Bernardino nos han demostrado la insuficiencia de esta distinción: se han producido contra el enemigo lejano de los terroristas y por parte de individuos que en algunos casos ni siquiera han viajado a las tierras del califato terrorista.

Tampoco sirve la teoría del lobo solitario que se dedica a sus actividades terroristas por cuenta propia a la vuelta de su guerra en Siria o Irak. Cabe que se trate de individuos aislados, incluso por parejas, como los terroristas de San Bernardino, Syed Farook y Tashfeen Malik; pero actúan de forma planificada y acorde con los métodos e ideas del califato terrorista. Nada tienen que ver con la figura inspiradora de los nazis solitarios como lobos extraviados que seguían combatiendo contra los aliados una vez terminada la guerra. Ni siquiera es suficiente la explicación sobre el uso de las tecnologías de la información, los móviles y las redes sociales sobre todo, que los hace más eficaces y clandestinos.

Una buena explicación de este nuevo tipo de terrorismo, capaz de organizar un nuevo tipo de guerra, la ha proporcionado el fiscal designado por la Casa Blanca para ocuparse del terrorismo digital, John Carlin (nada que ver con el periodista de EL PAÍS), con un concepto que conecta con el meollo de la economía digital. Se trata de un caso de crowdsourcing, es decir, una forma de externalización abierta por parte de una marca u organización, que se alimenta precisamente de la demanda de ideología terrorista por parte de individuos radicalizados. No es el islam radicalizado sino la islamización de la radicalidad, tal como ha aclarado Olivier Roy, uno de los mejores conocedores del islam contemporáneo. La idea es temible, porque significa que esta guerra que nos han declarado, aunque exhiba un enorme yacimiento en Siria e Irak desde donde se nos ofrece violencia y muerte a raudales, se asienta en la demanda de ideologías violentas que surge desde lo más profundo de nuestras sociedades, dentro de las cocinas y los dormitorios de nuestros suburbios.

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10 de diciembre de 2015
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El viejo monje medieval

En la recién pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara, me tocó clausurar el Foro de Editores. Y empecé diciendo que siempre me ha apasionado saber cómo se sentirían aquellos monjes que copiaban los libros a mano, cuando uno de tantos días a mediados del siglo quince oyeron decir que allá afuera los libros empezaban a salir como bollos de los hornos de las panaderías, desde que un fabricante de espejos de Maguncia, perseguido por deudas, imprimía Biblias en una prensa de torniquete de las que servían para exprimir las uvas en los lagares.

Más que maravillados, imagino que deben haberse sentido aterrados. De las prensas, además de Biblias salían naipes de baraja y estampas de santos y salterios. Todo lo que los pacientes y dedicados monjes hacían antes, iluminando con sus pinceles las letras capitulares.

Aquella invención amenazaba con barrerlos. La mejor virtud de los copistas era la paciencia, y la paciencia dejaba de ser útil al conocimiento y pasaba a ser una de las reliquias del pasado. Ahora se imponía la velocidad, que nada tenía que ver con la paciencia, y mucho con la modernidad.

Nada sería lo mismo a partir de la imprenta. El conocimiento dejó de ser, como dice H. G. Wells, "un pequeño gotear de espíritu a espíritu, para convertirse en una ola inmensa de la que participarán miles de espíritus y, muy pronto, veintenas y centenas de millares".

Una revolución múltiple, para la expansión del saber y para las comunicaciones. Si la Biblia iba a ser leída por muchos, debía dejar la cárcel del latín e imprimirse en los idiomas vulgares. Pero no sólo la Biblia. Los libros de caballería pasaron a ser best-sellers. Y El Quijote  era leído por los criados en las antesalas de los caballeros.

Aquella revolución de la palabra impresa multiplicó sus consecuencias por los siglos venideros, y no hubo género de actividad humana que no llegara a afectar. La revolución cibernética, que es aún tan joven, empezó por afectar a la palabra impresa, y no hay tampoco género de actividad humana que no haya llegado a transformar, pero aún con mayor profundidad y dimensión, hasta hacer depender todo de la tecnología digital.    

No existe nadie del oficio, o el vicio de la lectura, que no se haya sentido fascinado con el olor del papel y de la tinta. Oler los libros, pasar la mano por sus lomos. No hay, en cambio, ninguna sensualidad al acercar la palma de la mano a la fría superficie de la pantalla donde por arte de la ilusión virtual, están las letras que escribimos y que leemos.

No quiero, con mi nostalgia de monje medieval, despertar ninguna sospecha de que tenga horror frente al progreso que nos avienta hacia adelante. Agradezco más bien ser su beneficiario. Como nunca, la tecnología está suprimiendo instrumentos mecánicos, aunque preserve por el momento el de la digitación. Ya el cerebro de la computadora, sin embargo, puede transformar nuestra voz en caracteres escritos, y los caracteres escritos en voz, y podrá  traspasar a la pantalla nuestros pensamientos.

Pero hoy, y tampoco me dejo llevar por el terror, es imposible  recuperar un texto escrito en un sistema cuyo lenguaje electrónico ha dejado de existir. Los disquetes de mi novela Castigo Divino, de hace un cuarto de siglo, no pueden ser leídos por ningún ordenador.  Puedo leer un libro impreso en el siglo diecinueve, o antes, pero no puedo leer lo que escribí hace veinticinco años si no es en el papel. Un argumento más para no dejar de creer en los libros de verdad.

Si es cierto que podremos leer de cualquier forma, mi previsión es que el libro impreso convivirá por largo tiempo con los formatos de libro electrónico. Ya lo estamos viendo; no es tan fácil sacar del mercado a los libros reales. La Feria del Libro de Guadalajara es un ejemplo más que palpable.

Para el monje con que he comenzado, sólo quedaban el olvido y la muerte; y cuando la polilla se comiera los pergaminos en los que había trabajado toda su vida, se lo comería también a él. Pero sólo tenía una manera de salvarse, y era salir a la calle, buscar los talleres donde se imprimían libros, meterse entre los tipógrafos, aprender a componer planas con los tipos móviles de madera, enterarse de cómo funcionaban las prensas manuales.

Es lo que procuro hacer en el mundo digital. Aunque siempre querré entrar  en los viejos libros con el asombro de la primera vez.

 

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9 de diciembre de 2015
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El Boomeran(g)
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