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Mujeres cangrejo

Hay asuntos que pasan de largo demasiado rápido como la noticia de que Estados Unidos ha caído al puesto 28 en el ranking anual de los países más igualitarios en cuestión de sexo; el mismo en el que Ruanda aparece sexta. El país africano, recosido con la sangre vertida por el genocidio hutu, posee una participación femenina en cargos políticos del 64% ?19% en Estados Unidos? y el 80% de las mujeres trabaja fuera de casa. No se crean que a nosotros nos va mucho mejor que a los yanquis: ocupamos un vergonzoso puesto número 25, la crisis económica ha castigado el empleo; y en estas próximas elecciones no hay ni una candidata a la presidencia del Gobierno, lo que no deja de ser una anomalía. En la desarrollada Europa menos de un 4% de los directores generales de empresas de todo tipo son mujeres, y la brecha salarial aún resta un 16,3% ?en España el 19,3% y en Alemania llega al 21,6?, según datos de la Comisión Europea. No en vano, un aire de pasmosa sobremesa reviste estos escenarios. Las mujeres africanas, en cambio, asumen responsabilidades en países diezmados por la pobreza y las guerras endémicas, esquinando el oscurantismo. Hoy ocupan puestos destacados en la mayoría de los ámbitos. Y no han tenido siquiera tiempo para preguntarse, como la profesora de Princeton Anne-Marie Slaughter, ?¿por qué las mujeres no pueden tenerlo todo??. Las ruandesas no dimiten, empujan el país y distan de hallarse en los recodos del confort que permiten barajar opciones: poder elegir entre una carrera hacia la Luna o una carrera de sacos. Pero el caso de Slaughter, que abandonó su puesto en el Departamento de Estado estadounidense para dedicarse a su hijo adolescente, y ha sido símbolo de la ?vuelta a casa?, no es aislado. Porque bajo el tapizado neoliberal de Occidente las mujeres no van cubiertas, afortunadamente, pero persiste una organización patriarcal que se rige por un reparto de papeles tradicional. Vean sino qué curiosa revelación: cuando los dos miembros de la pareja trabajan, ellos ocupan un 30% del tiempo en tareas domésticas; si ellos trabajan y ellas no, ya saben la respuesta: ellos ni doblan la toalla. Pero cuando ella trabaja y él está desempleado, entonces sí, llegan a la tan ansiada paridad. Por qué el mundo sigue siendo poderosamente masculino es un asunto fastidioso y cansino. Resulta una excelente noticia que José Antonio Marina ultime la redacción de un libro blanco sobre la profesión docente, en el que se les exige un altísimo grado de preparación, además de una promoción comprometida en horadar la desigualdad. El PP ha asegurado que lo estudiará, no se sabe si como artefacto electoral. Estos días, asistimos de nuevo a la costumbre de que los candidatos en campaña saquen la patita de la educación, la cultura o los valores, las tres Marías, porque aún no se han convencido de que son la llave del progreso global. (La Vanguardia)

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14 de diciembre de 2015
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El legado del filántropo ecologista

El fundador de las marcas de ropa de aventuras “Esprit” y “The North Face” era para muchos ecologistas una cara amable del Norte en el Sur. Para otros, una peligrosa vanguardia de un nuevo imperialismo “verde”. En medio de esa controversia, Douglas Tompkins murió el miércoles 9 de diciembre en su adorada Patagonia chilena, y murió en su ley.

Tompkins, de 72 años, volcó en su kayak en las heladas aguas del lago General Carrera. Según la Armada de Chile, el fuerte viento hacía desaconsejable surcar el lago, pero el empresario desafió las olas de tres metros de alto. Seis horas después de su rescate, Tompkins murió en el hospital de Coyhaique. Termina así la vida de un emprendedor pionero de la “ecología profunda”, un soñador y un guerrero.

Desde pequeño le atrajo la aventura en los grandes espacios naturales de Estados Unidos. Con sus marcas de ropa mezcló el éxito empresarial con sus ideales. En los ochenta se trasladó a vivir a Chile y en ese país y Argentina dedicó gran parte de su fortuna a una empresa quijotesca que para algunos locales era una ayuda en la preservación del ambiente y para otros, un peligro.

Compró tierras (al final fueron más de un millón de hectáreas, más otro millón largo en donaciones de sus amigos) Algunas, como el Parque Pumalín, las donó a fundaciones privadas para que fueran de acceso público. Otras, como el Parque Nacional Corcovado, las donó al estado chileno. También compró grandes terrenos para la conservación en los alrededores del Parque Nacional de Iberá, en el noreste de Argentina.

Pero esta práctica, muy extendida en Estados Unidos, fue vista desde el principio como peligrosa por movimientos sociales y sectores de izquierda en el Cono Sur. ¿Por qué este empresario compraba tantas tierras? En la geografía chilena, larga y estrecha, hay sitios en el sur que no se pueden atravesar hoy sin pasar por tierras de Tompkins. ¿No sería la pasión ecológica una tapadera para otros intereses?

El filántropo dio la cara a sus críticos, pero lo cierto es que sus ideas siempre atrajeron más a líderes de la derecha que de la izquierda. Había un tufillo de suficiencia en esta idea de que él podía cuidar mejor los espacios naturales que los estados del Sur. Y a veces, como en el escándalo reciente por su permiso a un amigo para cazar caballos salvajes en una de sus haciendas, los gustos de los millonarios que lo apoyan chocan con su ideario personal austero y humanista.

Hoy la polémica se detiene para rendir homenaje a un hombre que vivió sus sueños, que se instaló en los duros paisajes que quería proteger, que protegió muchos ecosistemas e impidió su destrucción, y fue consecuente hasta el final. Pero mañana, cuando los herederos de Tomkins hereden muchas de esas tierras, sus admiradores y adversarios se encontrarán con que nadie sabe qué harán con su emporio y su legado.

Probablemente sus intenciones de Douglas Tomkins eran buenas Pero dejar el bien de todos en manos de unos pocos tiene esa dificultad. ¿Qué pasará ahora con el patrimonio público que tantos gobiernos, empresarios y organizaciones dejaron en las manos de un hombre?

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13 de diciembre de 2015
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¿Neurosis?

Me mudé de casa. Me fui a la periferia. Al principio tenía dudas de cómo llegar al centro. Hasta que encontré un buen recorrido. Primero la avenida Fanjul, luego la calle Sobreros, luego la plaza del Perro, la calle Anselmo Rodríguez y el pasaje de Moniche, que muere frente a la Seo. Y no tardé en descubrir la asimetría. Un caserón de la calle Sobreros lucía, en su fachada, dos ventanales que no progresaban parejos sobre la vertical de la clave del arco. Los primeros días, animado por el hallazgo del buen recorrido, no le di excesiva importancia. Después, fui notando una molesta desazón cuando pasaba por delante. Al mes, me di cuenta de que apretaba el paso para no emplear demasiado tiempo en flanquearlo. Al año, la visión me resultó insoportable y decidí explorar otros recorridos. Pero todos resultaban incómodos. La calle Tapón disponía de un excesivo número de indigentes. Las calles Modesta Lahoz y Pasión de Tupinamba olían, respectivamente, a estiércol y a taller de manualidades. La bajada de Monjas se ensuciaba a menudo con la cera de las procesiones. Decidí comprar el edificio. Que estaba inventariado. Fue un mal negocio. No hay nada peor, entre montañeses, que mostrar interés por las cosas. Hube de vender la casa de la periferia. Ahora vivo entre las ruinas de la casa de ventanales asimétricos. Voy derribándola por dentro. Sin licencia. En silencio. Sin que nadie me descubra. Dejo para el final el derribo de la fachada. De hecho, caerá sola al no contar con el apoyo del resto del inmueble. Si me obligan a reconstruirla evitaré la asimetría. Nunca hubo planos. Ni fotografías. Solo existe esta. Que en seguida destruyo.            

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13 de diciembre de 2015
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6. Qué vemos cuando leemos

[Imagen tomada de Peter Mendelsund, Qué vemos cuando leemos; Seix Barral, Barcelona, 2015.]

No miente la solapa de este libro cuando define a Peter Mendelsund como director artístico y diseñador de portadas, pero oculta un dato esencial: Mendelsund es un Lector. Un lector de verdad; es ese lector Prototípico que lee libros sin otra voluntad que leerlos; es decir, un lector que no se propone hacer novelas o poemas, sino sólo leer. Dirán ustedes: bueno, pero Mendelsund sí que ha escrito un libro. Cierto, pero es un libro sobre la lectura, sobre la fenomenología de la lectura, sobre qué significa leer. Un libro que demuestra notable experiencia lectora (no sólo en cuanto a número de volúmenes, sino sobre todo en cuanto a calidad de selección), que analiza con inteligencia la diferencia entre ver y leer, partiendo de novelas fabulosas de fabulosos autores: Virginia Woolf, Joyce, Dickens, Calvino, etcétera. Un libro no tanto sobre libros como sobre nuestra experiencia como lectores de esos libros.

Qué vemos cuando leemos no sólo está escrito; también está diseñado, como las excelentes portadas que han hecho célebre a Mendelsund en el mundo editorial, y utiliza un lenguaje gráfico además del verbal para desarrollar sus ideas. Arriba tienen uno de los cientos de ejemplos posibles, demostrando que la textovisualidad no tiene por qué enclaustrarse en los libros de creación. Sus antecedentes serían libros como El medio es el Masaje (1967), de Marshall McLuhan y Quentin Fiore, ensayos en los que texto e imagen vienen a sumarse como lenguajes interdependientes y complejos.

El resultado es un libro sorprendente, fácil de leer sin dejar de ser complejo e incisivo, que profundiza en una de las experiencias más fáciles y difíciles posibles: crear personajes y darles vida a partir de una reducción (p. 433) de sus características y forma, mediante un retrato parcial que, de forma milagrosa, nos presente a esos caracteres vitales ante los ojos de forma verosímil y memorable, como un todo. Su presentación gradual ante nuestros ojos convierte, según el agudo diagnóstico de Mendelsund, la lectura en relectura, pues la continua aparición de nuevos detalles va corrigiendo la imagen que habíamos pergeñado de los personajes en las páginas anteriores. El hecho de que la descripción física de una mujer caracterizada por Jane Austen no aparezca hasta la página 65 de una obra viene a significar, según el autor, que hasta entonces su personaje principal había vivido de espaldas a ella, y que un cambio de circunstancias le lleva en ese instante y no antes a fijar su atención en esa mujer y detenerse a estudiar su fisonomía. Como explicaba Terry Eagleton en El acontecimiento de la literatura, "es imposible descubrir lo que Hamlet estaba haciendo antes de la primera vez que aparece en escena porque no estaba haciendo nada. En una especie de magia o utopía del mundo creativo, la realidad en la ficción es enteramente sensible al lenguaje, pero solo porque es calladamente creación del propio lenguaje". Ese arte de la aparición gradual de personajes e ideas en los libros centra buena parte del ensayo de Mendelsund.

Un libro muy recomendable que nos mueve a pensar, a leer y a pensar sobre leer, con independencia del bagaje de lecturas que tengamos.

 

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12 de diciembre de 2015
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Nina Simone, grava y café crema

Montreux 1976. El público enmudece cuando entra a oscuras en el escenario: el pelo corto como siempre, la piel de ébano, los brazos musculados, andrógina, dura, tan tribal como solemne. Hace una larga reverencia. Mira dramáticamente a derecha e izquierda. Domina el silencio. Al fin dice: ?Hace años renuncié a participar en festivales de jazz, pero hoy estoy aquí y cantaré para ustedes?. Nina Simone odiaba la palabra jazz, lo suyo era, en sus propias palabras, música clásica negra. Aquella noche en Montreux los dedos vuelan sobre las teclas del piano, los mismos de aquella niña que a los cuatro años tocaba con tal destreza que dos profesoras blancas decidieron prepararla gratis para ser la primera pianista de concierto negra de los Estados Unidos. Pero, a pesar del don, el Instituto de Música Curtis la rechazó por el color de su piel. Corrió a cambiarse de nombre para actuar en los night clubs de Atlantic City y durante varios años se lo escondió a su madre, predicadora: Eunice Kathleen pasó a ser Nina ??niña?, como la llamaba un novio que tuvo de joven?. Simone vino por Signoret, a quien adoraba. Todo quedaba bien definido en la nueva identidad de esta mujer brillante y controvertida. El éxito llegó con su versión de I love you, Porgy, y su orgullo afroamericano tendría mucho que ver. De niña le decían que tenía la nariz demasiado grande y la boca demasiado carnosa. Lo subvirtió. Nunca se dejó crecer la melena mientras cantaba su intimidad en directo: de las palizas de su marido y mánager, Andy Stroud, a la soledad oscura cuando todos se iban a casa después del concierto, y, cómo no, la rabia que la doblaba por las injusticias raciales. Gracias al magnífico documental ¿Qué pasó, miss Simone? ,de Liz Garbus, podemos adentrarnos en la vida del mito, escuchar su voz y las de su entorno. La pianista disciplinada y pulcra que tocaba en la iglesia, la joven soñadora con voz de barítono que nadie la definió mejor que ella: ?A veces sueno como grava, otras como café cream?; la mujer de sexualidad voraz, rebelde y profundamente cabreada. Su magnetismo vocal era prodigioso: cambiaba de clave en medio de una canción, introdujo la fuga y el contrapunto en la música popular, apoyada en su desbordado breathiness ?el uso de un tono jadeante, sofocado, sin aliento?. En un concierto se levanta del piano, se sacude moviendo frenéticamente las caderas y luego vuelve a sentarse. ?Quiero agitar al público tan fuerte que, cuando deje el club donde haya actuado, salgan hechos pedazos?. Combinaba la altanería y el alcohol con una vulnerabilidad de cristal. Los que la conocieron y trabajaron con ella la describen tan distante y mandona como frágil y sensible. Acerada activista: ?Quiero darles la negritud a mi pueblo, devolverles el poder negro?. Se suavizó con la edad y la medicación. Pero en ocasiones decía: ?¡Qué calor hace aquí?!? o ?¡Tú, siéntate!?, antes de desbocarse con Don?t let me be misunderstood, I ain?t got no-I got life o el My babe don?t care que la recuperó a finales de los ochenta, gracias a un anuncio de Chanel número 5. Otro hombre / Antonio Banderas Antonio Banderas se ha inventado otro yo. Estudia en la St Martins School con la generación Z, pronto presentará su colección de ropa, pinta el Gernika con Carlos Saura en 33 días, anda en amores con una holandesa regia y acaba de firmar su acuerdo de divorcio. Palabras lejanas: la casa de Aspen y 60.000 euros mensuales a Melanie. Fueron veinte años de amor. ?La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente ser vivida hacia delante?. (Kierkegaard). Como una cebolla / Rossy de Palma En Resilienza d?amore, el monólogo que protagoniza en el teatro Español de Madrid, Rossy de Palma corta una cebolla por la mitad para escrutar las capas de la vida, de su vida. Algunas son amargas, otras dulces, pero todas cocinan un fondo de arte insaciable que abre aún más el apetito. Dice haberse encontrado con ?muchas cebollas vacías? por el camino, la suya tiene muchos anillos. Rossy es una rara avis y un nombre internacional en la performance de la moda. Marienbad makeup / Winona Ryder Qué extraño culto sigue ejerciendo la cinta de Resnais El año pasado en Marienbad, una adaptación del nouveau roman de Robbe-Grillet. Su influjo estético se exhibe ahora en A film as art, en el Kunsthalle de Bremen, e incluye fotos de Outumuro. Menos suerte ha tenido la recreación de Winona Ryder en Delphine Seyrig para la campaña de maquillaje de su amigo Marc Jacobs. Acostumbrada a la polémica, es recuperada como icono aunque no se la reconozca. Ella admite que nunca se ha sabido maquillar. (La Vanguardia)

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12 de diciembre de 2015
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Molinos de viento en Brooklyn

Esta novela reúne todos los ingredientes para pasar sin pena ni gloria y acabar en el más absoluto olvido. Para empezar,  Prudencio de Pereda fue un autor norteamericano de origen español que nació en 1912 y vivió en el barrio neoyorquino de Brooklyn. Para su desgracia hubo de competir con gigantes como Ernst Hemingway, John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Saroyan y tantas otras estrellas que no le permitieron brillar, aunque de su primera novela, All the Girls We Loved (1948), logró vender medio millón de ejemplares. Con la segunda, Fiesta (1953), no tuvo tanta suerte y después de Molinos de viento en Brooklyn (1960) Pereda se empeñó en un anonimato tan recalcitrante que, hoy, ni siquiera los sabiondos de Google son capaces de decir apenas nada sustancial de él.

                El hecho de que la novela esté ambientada en los años veinte y refleje las vidas de una pequeña colonia española en Nueva York que no sólo desapareció hace tiempo sino que lo hizo sin dejar apenas más rastro que esta novela de apenas doscientas páginas (compárese por ejemplo con la contribución a la cultura y el modo de ser norteamericano que han realizado las minorías judía, italiana, irlandesa o latina) son otras tantas bazas seguras para el olvido. Y por si fuera poco, Molinos de viento en Brooklyn no es en absoluto una gran narración épica que aspire a fijar en la memoria colectiva la lucha desesperada de unos hombres y mujeres desarraigados y sin apenas recursos pero que logran labrarse un futuro en tierra extraña. O su heroico empeño por conservar unos valores ancestrales que les identifican y les permiten reconocerse como hermanos pese a estar tan lejos de casa. Para nada. Quienes llevan el peso de la acción, Agapito, el Abuelo, el padre y los hermanos del narrador (un adolescente en pleno rito de paso a la edad adulta) son todos ellos teverianos, es decir, traficantes de cigarros puros confeccionados a base de vaya usted a saber qué porquerías pero que ellos venden a precios abusivos bajo el supuesto de ser tabaco habano recién desembarcado sin pasar aduana, y de ahí que sea tan barato. O sea unos golfos a escala minúscula y que viven de las migajas del gran engaño, pues en aquel momento Norteamérica vivía bajo la ley seca y estaba incubando las poderosas mafias que amasaban fortunas fabulosas a punta de metralleta y corrupción universal.

                Lo curioso es que con sus pequeños trapicheos y astucias, ese minúsculo grupo de golfos acaba configurándose como un cuerpo social inequívocamente español en el que Agapito, el viejo compinche del abuelo, encarna los rasgos del clásico pícaro aferrado a la vida y sin más horizonte que la mera supervivencia, y que es el encargado de enseñar al joven narrador en plena etapa de iniciación los secretos del oficio pero también valores como la amistad, la fidelidad al compañero o la conciencia de que en sus circunstancias la ayuda mutua es indispensable frente a la inevitable llegada de la adversidad. A su lado el Abuelo asume la figura y las maneras del caballero español que pone la dignidad y el honor por encima de cualquier ventaja material, ello a pesar de que la Abuela le machacará por su quijotismo (y por un donjuanismo perfectamente injusto). En paralelo a las sabias conductas de sus mayores, el joven narrador vivirá las delicias de la iniciación sentimental y sexual gracias a los cuidados de una viuda de origen cubano que le llevará sin sobresaltos ni malos rollos hasta las cumbres del éxtasis. Pero ya digo que es una historia pequeña, cotidiana y entrañable y en absoluto épica. Hasta el día en que el Abuelo, en vísperas de su jubilación, asombra a todos al aceptar la presidencia de La Española, una sociedad encargada de vehicular las relaciones sociales de la colonia pero sobre todo encargada de organizar una fiesta anual que alcanza su apogeo en la actuación de una figura  de cierto renombre en un teatro local. Y si el Abuelo ha tomado a todos por sorpresa al aceptar la presidencia de esa sociedad, logra sembrar el desconcierto al anunciar que para la fiesta de ese año ha logrado contratar a Manolin, un bailarín de flamenco tan universalmente aclamado que incluso se ha retirado a sus veintipocos años de edad y vive actualmente en La Habana en compañía de sus dos esposas. Si, dos esposas, pero a una figura de tanto renombre se le perdonan ciertas cosas. Su actuación para La Española marcará el retorno del gran divo al mundo del espectáculo.

                Cabe resaltar que el Abuelo y las fuerzas vivas de La Española se van a quedar de piedra cuando vean descender al gran artista  por la escala del barco que le trae desde La Habana. Ese descenso está contado con gran  habilidad y parece que el  problema van a ser las dos esposas que le acompañan, pero no. El verdadero motivo de escándalo es una peculiaridad física del genial Manolin que no se puede desvelar porque sería como traicionar al autor. Pero a partir de ese momento la amable existencia de los teverianos sufre un giro vertiginoso y la novela se beneficia de un subidón genial. Y lo dicho: tiene todas las bazas para pasar sin pena ni gloria y es una lástima porque Prudencio de Pereda es un narrador nato, uno de esos virtuosos a los que les das un puñado de cerillas y te montan la catedral de Chartres o el acorazado Potenkim. Pues con Pereda lo mismo pero en Brooklyn y con unos pocos golfos encantadores.

 

Molinos de viento en Brooklyn

Prudencio de Pereda

Traducción de Ignacio Gómez Calvo.

Hoja de lata

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11 de diciembre de 2015
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