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Los amos del verano

Hay amores que son claramente de invierno, amores que se esconden, como el de François Hollande y Julie Gayet, impregnados de ese olor a calle que queda en la ropa cuando se va en moto y hace frío. Y hay amores que son de verano, de bañador rampante, pecho depilado, pamela y rocas, como el de Nicolas Sarkozy y Carla Bruni. Amores que huelen a ámbar y perfumes caros. A Cap Nègre, Marrakech o Saint-Tropez. Y por supuesto, a Bormes-les-Mimosas –cómo no iba a embriagar un nombre así; porque no hay duda de que los nombres determinan un estilo–. En esa villa francesa, donde todos los presidentes de la República han veraneado( incluido Hollande con Valérie Trierweiler imitando a los Sarko-bruni, algo que les valió muchas críticas, como si a ellos no les correspondiera tanto glamour), se encuentra el Fort de Brégançon, una rocosa atalaya sobre el Mediterráneo. A finales de los sesenta se convirtió en residencia de estival del Presidente de la República por obra y gracia del general De Gaulle. Y allí estrenaron su primer verano juntos los dos hijos de Cupido. Porque quienes conocen la historia de Nicolas y Carla aseguran que la chispa prendió con la primera mirada.
Les presentó el gurú de la publicidad y las relaciones públicas Jacques Séguéla, antiguo director de las campañas electorales de Mitterrand, que les invitó –por separado, pero con la intención de que se conocieran– a una cena en su casa de Marnes-la-Coquette (otra vez el determinismo de los nombres). Ambos aceptaron encantados. Sarkozy, presidente de la República desde el mayo anterior, se había divorciado de su segunda mujer, Cecilia, apenas un mes antes. Carla, una refinada bohemia, simpatizante izquierdista, se sentó a la derecha del presidente. “Mi primera impresión de Nicolas, y aún tengo esa sensación, fue la de un hombre con mucho magnetismo, con una inteligencia y energía muy poco habituales”, diría al recordar aquella noche. Y añadía: “La impresión que tuve cuando conocí al padre de mi hijo fue de fraternidad y amabilidad; tal vez por eso me fue fácil tener un hijo con él. Me siento hechizada a su lado”.
La cortejó denodadamente desde aquella misma noche, muy à la française, con tanta galantería como pasión. Ella, domadora de hombres, como se definió una vez –y ya nunca dejaron de recordárselo– había nacido como una princesa. Hija de una riquísima familia italiana, ambiciosa y seductora. No llegó a ser tan famosa como Linda Evangelista, Naomi Campbell o Claudia Schiffer. Su belleza no resultaba tan cautivadora: la ceja alta, la mirada de gata fría. Había sido educada en una excelsa cuna de intelectuales y artistas, aunque no poseía la capacidad de vaciarse de identidades para tomar otras prestadas, como sus célebres colegas. Pero ella no precisaba desvivirse por alcanzar ese podio. Siempre que desfilaba en las semanas de la moda, la acompañaba el novio de turno. Dejó hecho polvo a Eric Clapton por Mick Jagger. Se ligó al marido de la hija de Bernand-Henri Lévy, quedó embarazada y después se cansó de él. Rien de grave, tituló Justine Lévy su novela de venganza, en la que definía a su protagonista como una mujer biónica que va por la vida como si fuera la dueña del mundo, a lo que la ya cantante exitosa replicó desde las páginas de Elle: “La exmujer de mi marido me describe como una ladrona de maridos; pero todo el mundo sabe que los maridos no se roban, simplemente se saben conservar o no”.
Carla Bruni sigue siendo hoy la ex primera dama más aplaudida por los jubilados franceses, mucho más que Julie Gayet y sus fulares de chica mona. Su competencia en saber posar le ha valido un trono en el reino de las imposturas. Siempre importa más lo que parece que lo que es. Los Sarkobruni parecen un artefacto perfecto, entre la pasión y la ambición, la guitarra y el Rolex, los abdominales y los pies descalzos, desafiando a dúo las ariscas rocas de Cap Nègre, siempre cogidos de la mano.
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13 de agosto de 2016
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Periodismo karaoke

La letra va apareciendo escrita en la pantalla del televisor y, del otro lado, una persona la va replicando. Esto no ocurre en un bar, donde con cerveza en mano podemos cantar canciones de desamor. Ni en un cumpleaños o fiesta, donde alguien llegó con un parlante y micrófono, y todos coreamos viejos clásicos hasta el amanecer. Esto, sin que muchos lo sepan, está pasando en las redacciones. Todo el tiempo, todos los días y en todo el mundo. Bienvenidos al periodismo karaoke.

El periodismo karaoke no es propiedad de un determinado medio, ciudad o país. Se ha expandido por el mundo como la nueva era en el oficio de informar. Grandes consorcios y pequeños medios independientes, por un segundo olvidan sus diferencias y se juntan en la misma actividad: dedos en el teclado, ojos en la pantalla del televisor, y comenzar a replican en mi pantalla lo que el canal de noticias, local o internacional, transmite.

Es probable que el periodismo karaoke tenga, precisamente, su origen ahí: en los canales de 24 horas de noticias. Sin que nadie lo supiera, esas frecuencias terminaron siendo consumidas básicamente por periodísticas en horas de trabajo. Y a diferencia de la radio, donde se suele hablar muy rápido y no hay imágenes (y ya sabemos cuánto valen), acá llegaron los imágenes y las letras a pie de pantalla con buenos resumenes. Que mejor, si de paso ahorramos en tiempo y gastos. ¡Que empiece la diversión! 

El periodista karaoke suele ser buena persona. De cierto modo, todos hemos hecho o terminaremos haciendo periodismo karaoke. Para eso, claro, hay que tener una actitud alegre, simpática, festiva. Pasa lo mismo que con el otro karaoke, el de las letras de las canciones y la música: no todos tienen el desplante para cantar. Ni a todos les divierte por igual. La virtud del periodismo karaoke es que unifica la pauta. Todos sabemos que, en ese mismo instante, toda nuestra competencia está cantando en sus redacciones las mismas noticias que nosotros. En el periodismo deportivo, posiblemente, es donde se haga más y mejor periodismo karaoke. Pero, me dicen que en política y en internacional, hay verdaderos artistas de esta modalidad. Algunos, de hecho, cantan igualito a los enviados especiales a las guerras.

¿Cuál es el futuro del periodismo karaoke? ¿Cuál es el futuro del periodista karaoke? Por ahora, no parece haber respuesta clara. Es interesante, eso sí, ver que ni los sitios web de noticias ni el vértigo de de las redes sociales han podido, hasta ahora, con esta modalidad tan en auge. Y si bien es imposible saber qué ocurrirá mañana, sí podemos saber que ocurrirá esta noche después del trabajo: es probable que al final de su larga jornada de karaoke, el periodista deje la redacción, entre a un bar, pida una cerveza o una piscola o un ron, y elija algo para cantar. Si la canción seleccionada es "Karaoke", de Gustavo Cerati, entonces ahí cantará con toda su emoción: "Ahora tienes tu propio show, como un rey vengador".        

 

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9 de agosto de 2016
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El ruido del tiempo

Shostakóvich en el rellano de su escalera a las tantas de la madrugada. Está solo, vestido y lleva un maletín como quien se dispone a salir a la calle. Pero no va a ninguna parte y únicamente atiende al subir y bajar del ascensor porque si éste se detiene en su piso probablemente serán los esbirros de Stalin que vienen a detenerle. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho? Nada, pero justamente ésa era la base que sustentaba el régimen de terror estalinista: no hacía falta disentir, oponerse o conspirar contra el poder establecido. Bastaba ser para quedar expuesto  a la detención y posterior desaparición, bien por deportación a un campo de trabajo o, aleatoriamente, por haber recibido un tiro en la nuca.

                Esa imagen de  Shostakovich  se ha convertido en uno de los más conocidos  iconos del terror bajo el comunismo soviético y figura incluso en la portada del libro.  Pero leyendo a Julian Barnes se puede  apreciar que Stalin y sus secuaces se las apañaron durante más de sesenta años (entre 1924, fecha del ascenso de Stalin al poder, y 1985, momento de la caída del muro de Berlín)  para aderezar ese  terror indiscriminado con una serie tan metódica y nefasta de humillaciones, vejaciones, delaciones o, si convenía, adulaciones y prebendas que la imagen del posible condenado esperando con la maletita en el rellano de la escalera queda casi como un susto para aficionados.

                Véase esta reflexión de Julian Barnes: la tiranía se había vuelto tan experta en destruir que ¿por qué no iba a destruir también el amor, intencionadamente o no?  Por eso Shostakóvich no sólo sentía inquietud sino a menudo un miedo brutal: el miedo a que hubiesen llegado los últimos días del amor.

                El Poder, como señalan Barnes/Shostakóvich en otro momento, no sólo invadía todos los órdenes materiales y espirituales de una persona sino que insistía en hacerlo hasta el final porque si bien el transgresor podía ser rehabilitado ello no implicaba la desaparición del pecado mismo y, por lo tanto, para prevenir sus consecuencias había que perseguirlo eternamente. Y vaya colección de palabras: “transgresión”, “pecado”, “erradicación”, “persecución” o “eternidad”. Para que luego digan, como se recuerda en el texto, que no hay conexión entre Religión y Poder. Sin ir más lejos, eslóganes puramente políticos como el de “el Arte pertenece al pueblo” pasaban a ser sagrados y cualquier forma de arte que no divirtiese o enalteciese al obrero pasaba a ser anatema y a su autor se le declaraba maldito.

                La eternidad de la perseción del transgresor quedó de manifiesto cuando, muerto Stalin (1953), y una vez afianzado Nikita Jruschov en el poder, cambiaron los sistemas de represión, pero no los fines. Julian Barnes define la nueva situación con una nitidez que casi da escalofríos: “Antes había muerte, ahora vida”. “Antes había órdenes, ahora sugerencias”. “Antes se haía puesto a prueba la magnitud de su valor [el de Shostakovich], ahora sondeaban la magnitud de su cobardía”.

                De un lado prebendas tan envidiables como un coche con chófer, una dacha cerca de Moscú, privilegios en la comida, la bebida o el vestir. Pero a costa de humillaciones tales como la obligación de afiliarse al Partido Comunista cuando éste ya era una patética caricatura de aquella generosa unión de camaradas dispuestos a cambiar al mundo; o la “recomendación” de ofender públicamente con su desprecio a personas como Anna Ajmátova, la viuda del represaliado  Osip Mandelshtam, que tras la muerte de éste seguía plantando cara al Poder y llevando una vida miserable sin haber bajado nunca los brazos. Hacer lo propio con Stravinsky, al que despreciaba en público mientras que en privado lo tenía por el compositir ruso más importante del siglo XX era menor grave porque el gran Igor vivía regaladamente en Occidente, cubierto de oro y honores, y la opinión de un tipo como Shostakóvich no hacía sino poner en evidencia la calaña moral del lacayo comunista.

                Y entre medio de ese cúmulo de miseria y asombro (porque cómo es posible que a pesar de tantos pesares pudiese llegar a componer unas obras que todavía se escuchan con sumo gusto en todo el mundo) surge uno de esos detalles que por su ingenuidad y sentido lúdico demuestran por qué el ser humano puede resistir en ocasiones a los más diabólicos horrores inventados por sus semejantes: resulta que, incluso en los perores momentos de persecución y miedo, Schostakóvich lo dejaba todo para arbitrar partidos de voleivol porque, decía él, era el único momento en que podía enfrentarse frontalmente con un comisario político local y negarle que, en su rechace, la pelota hubiese botado dentro de la línea. Y con la conciencia de haber puesto las cosas en su sitio, se iba para casa y terminaba un cuarteto de cuerda o un himno a la paz.

 

El  ruido del tiempo

Julian Barnes

Traducción de Jaime Zulaika

Anagrama       

 

               

  

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9 de agosto de 2016
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¿El capitalismo quedó atrás o quedó delante?

Es sabido que cuando los fondos-buitre se tragan como tiburones (a veces estos entes cambian de especie súbitamente) empresas que se desmoronan, no se ocupan de mejorar los problemas o solucionar las injusticias de las empresas adquiridas: ese no es su destino. Los nobles del siglo XVIII vendían ejércitos enteros a otros nobles. Si se trataba de mercenarios y llevaban meses sin cobrar, o de “esclavos” y llevaban días sin comer, con el nuevo propietario no mejoraba su situación, normalmente empeoraba. Algo muy parecido ocurría con el comercio de esclavos al otro lado del mar. Cambiar de propietario no equivalía a mejorar.

En su ensayo Redefinir el capitalismo, Geoffrey M. Hodgson deja atrás a los economistas del liberalismo clásico, a Marx y a los nuevos economistas incidiendo en la relación directa entre derecho y capitalismo, entre capital y seguridad jurídica. A partir de 1750 cambia el comercio, regulándose mucho más. Dicho con otras palabras: junto a una economía de las finanzas se va generando un derecho mercantil de nuevo cuño, para evitar las mercaderías desalmadas y la inseguridad jurídica ante lo tramposos. De pronto hasta las deudas se pueden comprar, amparadas en una legislación precisa. Las ventas de empresas a los fondos de inversión de ahora, ¿siguen las leyes específicas de los acuerdos de compra y venta o son actos que nos retrotraen a un pasado precapitalista?

Cito a Geoffrey M. Hodgson : Gracias a las ideas de la edad de las Luces sobre la libertad individual y la igualdad jurídica, el capitalismo pudo ver la luz del día. Por lo tanto es justo que no podamos reducir a la esclavitud a los otros, vender esclavos, o convertirnos nosotros mismos en esclavos. Las leyes nos autorizan a todos a utilizar nuestro patrimonio para producir más riqueza. Pero los que tienen como única propiedad su mano de obra están doblemente en desventaja en relación con los propietarios de los activos y los fondos de capital. Justamente porque está prohibida la esclavitud, el individuo no puede servir de garantía a un préstamo, ni desvincularse de su propia mano de obra. Esas son las limitaciones fundamentales implícitas en la definición misma de capitalismo al conjugarse con los principios de libertad e igualdad.

Y cabe añadir a lo dicho por Geoffrey M. Hodgson: no asumir esas limitaciones es convertir el capitalismo en barbarie. Y en eso estamos. Todos los días las noticias hablan solapadamente de ese fenómeno aberrante.

Más de uno dirá que estoy defendiendo el capitalismo, como hubo gente que dijo que estaba defendiendo el liberalismo tras publicar mi artículo ¿Liberalismo o barbarie? Es evidente que tanto en aquel artículo como en éste, lo único que trato de demostrar es que los nuevos financieros, por no ser, ni siquiera son capitalistas e intentan conducirnos a épocas anteriores al capitalismo. Por eso el mundo se está orientalizando y por eso el 0,2 por ciento de la población posee ahora mismo casi todo el capital del planeta.

Bienvenidos a la edad de las mentiras explícitas y las leyes invertidas.

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9 de agosto de 2016
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Jacarandosos

Desde la terraza frontera a la catedral de Jaca se divisan bandadas de escritores cernidos sobre la Feria del Libro. Son abundantes, de buena calidad y casi todos amigos, tanto entre sí como de mí. Los escritores actuales cada día nos parecemos más a los filatélicos o a los taxidermistas. Nos conocemos todos, compartimos aficiones, nos caemos bien, competimos, pero de un modo humano porque hay poco que ganar. El oficio ha ido derivando hacia una artesanía de calidad, como la bisutería fina en la que caben grandes firmas, qué sé yo, Bulgari, y también pequeños talleres púberes e ingeniosos. Yo me alegro de formar parte de esta sección de la noble artesanía, tan amable como digna de cariño. Años atrás la literatura tenía achaques heroicos y los escritores (que no interesaban a nadie) eran individuos esquivos, alérgicos a la prensa, reclusos, secretos. Trabajaban en sus cubiles como alquimistas, sentados sobre enormes diccionarios, asfixiados en la niebla del lenguaje y el tabaco, los humos de la invención y la inminente explosión dipsómana.

Estos días entre colegas he releído, gracias a las gentiles bibliotecarias jacetanas, uno de los textos bíblicos sobre El Escritor. Determinó de modo fulminante a muchos de mis compañeros de generación. Era el sinuoso prólogo de Faux Pas en el que Blanchot analizaba la soledad del escritor para concluir que era imposible si no estaba muerto. El escritor vivía abducido por sus precursores y arañaba los confines del lenguaje para que entrara la luz. Aquel era el escritor heroico, el caballero de la fe que abría el verbo a dentelladas, el que moría cegado por la lumbre de una gramática satánica.

Mejor estamos ahora con nuestros buitres, ¿no es cierto, Lerín?

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9 de agosto de 2016
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SOLVAY 1927: Einstein frente a Einstein

"Il faut partir", fueron las últimas palabras de Descartes en el lecho de muerte,  y una frase análoga se atribuye también a Einstein: "He cumplido mi parte. Es el momento de irse" habría dicho  el 18 de abril de 1955 a los 76 años de edad. Hay diferentes versiones sobre los momentos finales. En cualquier caso se ha señalado su rechazo a que hubiera funerales masivos, su deseo (al parecer sólo parcialmente  cumplido) de ser incinerado y de que sus restos fueran esparcidos.

Es bien conocido que Einstein fue un combatiente contra causas políticas que suponían una mutilación de las potencialidades generales de la sociedad de los humanos. Se sabe que fue expiado por McCarthy, personaje  a quien el pensador consideraba  incompatible con la exigencia de  libertad concomitante a  la vida del espíritu, y a cuyos esbirros provocó escribiendo que aunque nunca había pertenecido al partido comunista...  lo contrario no le hubiera dado vergüenza en absoluto.  Se ha evocado mucho su pacifismo y el hecho de que, antes de su muerte, hubiera  manifestado su arrepentimiento por  haber escrito a Roosevelt instándole a acelerar el acceso al potencial atómico, dado el peligro de que los nazis se adelantaran. Si se piensa que el desarrollo de la energía atómica (concretizada durante la guerra en el llamado "proyecto Manhattan") encuentra sus raíces en algunas de las tesis de Einstein, este lamento supone de alguna manera reflejo de una interna escisión...en el registro de los principios  éticos. Quisiera sin embargo enfatizar aquí la segunda polaridad en Einstein, lógicamente poco evocada fuera de los medios científicos, pero que tiene un interés general y, en todo caso, un enorme interés filosófico:

Einstein mantuvo desde muy pronto, y desde luego desde Solvay 1927 una tensión por la dificultad de seguir reivindicando ciertos principios ontológicos y epistemológicos que él consideraba irrenunciables, pero que se veían radicalmente amenazados...por los frutos de su propia obra, es decir, por las consecuencias de aquella hipótesis sobre el  "efecto foto-eléctrico" avanzada por él en 1905 y que pesó más que la Relatividad en el  Nobel que le fue otorgado en 1921.

Un libro colectivo publicado en 1949, evocador del peso filosófico de la obra de Einstein (1) pone de relieve su  obsesiva  preocupación  por alcanzar una teoría que unificara lo que del mundo microscópico era revelado por la teoría cuántica, y esos  principios  que parecían regir tanto  la percepción inmediata como  la visión científica ortodoxa: la única certeza  que ofrece  la teoría cuántica es la de que nuestros conceptos comunes carecen de operatividad tratándose de la estructura atómica  afirma Heisenberg (2). Pues bien, la exploración del mundo sub-atómico debería ser una forma de mostrar la conformidad de la naturaleza a principios, no la ocasión de ponerlos en entredicho.  Hay indicios de que esta preocupación  fue en Einstein una constante (3) , y la sospecha de que un problema de este tipo acabaría por surgir, estuvo muy probablemente presente desde muy pronto en su mente Sin embargo el conflicto parece cristalizar en esa reunión de Solvay  y por ello decía que cabe ver en ella  el inicio de la más profunda y radical  confrontación sobre la esencia de la naturaleza  a la que se haya asistido desde ese embrión de la física y de la metafísica que supuso hace 25 siglos la discusión sobre la Physis en las ciudades jónicas.


(1) P. A. Schilpp, ed., Albert Einstein  Philosopher Scientist- Open Court 1949.

(2)"Here we have at first no simple guide for correlating the mathematical symbols with concepts of ordinary language: and the only thing we know from the start is the fact that our common concepts cannot be applied to the structure of the atoms". (Heisenberg, The Tao of Physics, p54)

(3) Einstein, Albert Ideas and Opinions (1919-1954), Crown Trade Paperbacks 1954

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9 de agosto de 2016
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