Basilio Baltasar
La más antigua institución política de la historia contemporánea posee una extraordinaria cualidad para desenvolverse con soltura en medio de los imprevisibles acontecimientos de nuestro tiempo. La Iglesia Católica es probablemente la única entidad dotada con un milenario caudal de memoria y con el recuerdo corporativo que hace falta para entender las cosas de otra manera. Eso que ahora se llama “memoria histórica”, y que apenas se remonta a deudas contraídas hacia medio siglo, es para la jerarquía romana un patrimonio secular y el más excelente atributo de su singular y anacrónico estado moderno. De hecho gran parte de las incomprensibles decisiones adoptadas por Roma en la controversia contemporánea han sido posibles gracias al terco afán de durar y sobrevivir a lo contingente.
La opinión pública asiste con disimulada sorpresa al derribo del último gran tabú de nuestra cultura. Lo contempla como uno más de los programas del espectáculo circundante, ocupado a partes iguales por la política y las catástrofes, pero la repentina aparición del suicidio como derecho personal conmueve el fundamento de los temores más secretos. No en balde, suicidarse significa aceptar la existencia de la muerte que la ilusión civilizada quiere negar y precipitar la confrontación que todos deseamos postergar.
Que existan individuos dispuestos a convocar plácidamente la llegada de la muerte, como hizo ante nosotros la señora Madeleine Z desde las páginas de El País, no es sólo un dato más de la imparable liberalización de las costumbres sino el más radical cambio de perspectiva que una sociedad puede adquirir.
No es la primera vez. El movimiento religioso y social del catarismo lo consideró el más lógico de los derechos humanos que cabía imaginar en un mundo creado por el gran demiurgo del mal para torturar a las criaturas. Aquéllos que consideraran insoportable el sufrimiento que el mundo les infligía podían abandonarlo sin remordimiento. Roma ordena lo contrario, decían los herejes cátaros, pues su misión es prolongar la agonía de la creación. Al ser coherentes con la tradición gnóstica que habían recibido de los bogomilos búgaros, los cátaros desplegaron en su Occitania natal un insólito esfuerzo de interpretación. Su filosofía vegetariana y pacifista excitó las iras de Roma y la sangrienta cruzada que acabó con ellos. El exterminio del movimiento cátaro fue uno de los primeros genocidios modernos.