Basilio Baltasar
Cuando en España los confesores alardeaban de discreción, probablemente para advertir a los penitentes, decían el pecado, no el pecador. Justo al revés sucede en Cuba, en dónde el pecador es proclamado y sus pecados, escondidos en un inaccesible sumario.
Los ciudadanos cubanos saben que Raúl Castro destituye a su vicepresidente y al ministro de Asuntos Exteriores, que los acusados reconocen haber cometido imprudentes acciones contrarrevolucionarias y que dentro de poco se anunciará el nombre de los sustitutos designados para enderezar el rumbo torcido de sus departamentos gubernamentales. Pero acerca de los graves motivos de la purga nada pueden saber a ciencia cierta.
Además de imitar el tradicional guión estalinista de purga y confesión, que mientras liquida al disidente exonera al juez de todo error, el régimen cubano quiere estimular la imaginación popular. ¿Qué no se llegará a decir en los mentideros cubanos de los miserables destituidos? Sea cual sea el abuso de poder cometido por los ministros caídos en desgracia, nunca será mayor que las tropelías que ya les deben estar imputando las porteras de los comités de vigilancia de la revolución.
La carta que Fidel Castro publica en Granma es, como siempre, una pieza maestra de su inconfundible arte de gobernar. Bajo el título de Reflexiones del compañero Fidel dedica el contenido de su reciente misiva a dos asuntos al parecer relacionados: la sana purga ministerial y un inminente partido de béisbol.
Fidel escribe su carta como si estuviera de campaña en Sierra Maestra y no hubiera oído nada acerca de las nuevas tecnologías. El longevo y animoso líder censura la perfidia de las "agencias cablegráficas" como si su ayudante fuera a transmitir en morse sus aclaraciones.
Uno de los propósitos de la carta es desmentir que Raúl esté eliminando del gobierno a los hombres de confianza de Fidel. Mostrando una encomiable preocupación por pulir los contornos confusos de su posteridad, se considera obligado a recordar que no nombró a los ministros cesados y que "no me dediqué nunca a ese oficio".
El empeño de Fidel por dar verosimilitud a la situación es digno de elogio. Los ministros cesados no hablan, no replican ni protestan, pero su silencio no es "en absoluto ausencia de valor personal". Los ministros cesados son corruptos, son indignos y, probablemente traidores (pues "el enemigo externo se llenó de ilusiones con ellos") pero no por ello dejan de ser valientes y aguerridos. Al fin y al cabo, siguen siendo hijos de la Revolución Cubana.