Basilio Baltasar
Para gran parte de los seres humanos cumplir años acaba siendo un motivo de pesadumbre. El paso del tiempo acorta la vida pendiente de ser vivida y reduce los recuerdos hasta que la memoria exhausta renuncia a sostenerlos.
Cualquier reflexión sobre el sentido de la existencia tropieza con el interrogante abierto en la enigmática naturaleza del tiempo. No en balde ciertos filósofos lo consideran el único dios al que vale la pena rezar. ¿Más qué puede concedernos el dios del tiempo? ¿Qué criatura ha conocido su favor?
Gregory Curtis nos recuerda en su interesante estudio sobre los pintores de las cavernas la impecable continuidad cultural de una tradición artística milenaria. Las figuras de las cuevas del sur de Francia y del Norte de España fueron realizadas apenas sin modificaciones sustanciales durante un período de más de 20.000 años.
¿Podríamos considerar al arte rupestre un vestigio del culto inteligente al dios del tiempo? Evitar la novedad permitiría conjurar la sensación de fugacidad que fatalmente agobia a todas las sociedades innovadoras.
Se pregunta Curtis con asombro cómo pudieron transmitirse las técnicas artísticas de los pintores rupestres durante milenios y cómo se conservó la unidad narrativa de un reducido repertorio de motivos, elegidos por unos artistas que supieron anticipar con su destreza naturalista y simbólica los más excepcionales logros históricos del arte.
Cuando visitamos cualquiera de las 350 cuevas catalogadas en Europa y Asia podemos admirar la habilidad comprensiva de aquellos artistas y sentir la emoción que en su ánimo contemplativo causaban los animales: leones, caballos, bisontes, osos…
¿Acaso no son estas criaturas maestras en el arte de sortear al dios del tiempo? Nada parece haber que angustie su existencia, sometida al dilema de la supervivencia pero prodigiosamente reconciliada con la inminencia de la muerte.
Imaginar a los artistas rupestres elaborar su veneración por los animales, ejecutar la diestra comprensión de su elegante movimiento y de su majestuoso reposo, captar la crucial actitud de un gesto inscrito en el misterio narrativo de su voluntad, convocar con estas esmeradas obras de arte la magnitud de una existencia a la que deseaban pertenecer, convierte en grandioso aquél primitivo episodio de nuestra Historia.
Curtis subraya un detalle que nos permite adivinar tras la pericia pictórica de aquellos artistas la consecuente maestría en el arte de vivir. En las paredes de las cavernas rupestres se conserva durante veinte mil años una misma serie de ausencias.
Raras veces, dice Curtis, aparecen peces, o aves, o insectos. Nunca roedores, ni reptiles. Nunca hay árboles, ni arbustos, ni flores. Tampoco se ilustra el cielo: ninguna estrella, ni la luna, ni el sol.
¿Qué significa esta monumental omisión?
El arte de omitir denota un elaborado código de comunicación y una viva conciencia del artista rupestre acerca de sus límites. No todo debe hacerse. Lo dijo mucho después Pablo de Tarso: todo nos es permitido, más no todo nos conviene. He aquí el signo distintivo de una cultura espiritual sofisticada. Lo que no pintaron aquellos artistas rupestres adquiere para nosotros un valor tan notable como sus pinturas.
Ha sorprendido a los expertos la muy escasa presencia, en el milenario retablo rupestre, de actos, símbolos o miembros sexuales. De algún modo, esta prolongada ausencia concede un significado más relativo a los supuestos ritos de fertilidad que constantemente se quiere atribuir a unas sociedades primitivas supuestamente obsesionadas con el misterio de la fecundación.
En cualquier caso, es obvio que el artista rupestre, probablemente como taumaturgo ilustrado de sus comunidades, fue un maestro en el arte del pudor. Nuestra época, fundada sobre la evidencia, no puede comprender su pericia. Las relaciones mundanas dependen de la obviedad con que cada uno se asedia a si mismo y se pone a merced de los demás. Pero hubo un tiempo en que los hombres supieron practicar el arte de comprender el mundo mediante una mirada competente.
En lugar de hacer declaraciones explícitas de intenciones, el artista, y no sólo el rupestre, se limita a evocar con su silencio lo que podría ser.