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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Volver a oír la lengua

Algo habría en la palabra prístina que la poesía intenta reencontrar.

Tal reencuentro permitiría vincular música y palabra, mas quizás en un sentido del término música que sólo tangencialmente coincidiría con el usual. El proyecto sería, más allá de los rasgos propios de cada lengua, responder en nuestra escucha como en nuestro decir a un invariante que sería expresión de una determinación universal.

Tal hablar sería también previo al fenómeno propiamente cultural de la conversión de los tonos en escalas y del ritmo en métrica. Pues aunque la entonación de fin de frase se parezca a la quinta musical, el acento de palabra a una tercera y el acento dominado a una diferencia de un tono, no habría en realidad coincidencia y apuntar a los primeros apoyándose en los segundos constituiría algo así como una inversión de jerarquía.

Esta nueva relación con la lengua se traduciría, entre otras cosas, en dejar atrás la ordinaria forma de separar las palabras, marcada por arbitrarias normativas, derivadas de artificiales reglas de escritura. Invitados, en el mencionado encuentro de Ronda, a escribir una frase de cinco palabras, nadie de los que allí estábamos lo consiguió (escribíamos, de hecho, tres o cuatro)...y ello en razón de que, infieles a la lengua, no atentos a la lengua sino a lo que la convencional ortografía manda, simplemente separábamos lo que la lengua no separa.

La conjetura que allí se avanzó es que los niños cuando están aprendiendo a escribir, al no haber aun interiorizado la arbitrariedad de las convenciones, serían relativamente más inmunes a tales errores, que constituirían en realidad la expresión de un auténtico repudio de lo que es matriz de nuestra condición.

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29 de julio de 2008
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Insignificante armonía natural

La interrogación arriba esbozada sobre el origen, la cuestión esencialmente antropológica del paso de un código de señales a la palabra que efectivamente hizo al hombre, se vincula a la cuestión musical en la medida en que se avanza una arriesgada conjetura, a saber:

Aun en la hipótesis de que, tras las esferas de la metáfora platónica, ciertas ondas sonoras primigenias fueran sometidas a regulación ya objetivamente armónica, de tal forma que la atmósfera primigenia de la mera vida posibilitara ya la acústica percepción de tal prodigioso trascender del puro ruido... sólo en la atmósfera prístina del lenguaje encontraría matriz lo musical y, en consecuencia, sólo allí cabría explicación del enorme peso que la música tiene en la vida de los hombres.

Sólo retrospectivamente, sólo proyectando sobre ella el peso de la palabra, el comportarse de la naturaleza objetiva (suponiendo que -tras la epistemología cuántica- quepa aun hablar de objetividad para referirse a una naturaleza sobre la que ninguna operación de medición habría incidido) puede, mera analogía, ser tildado de musical. A fortiori, válido es decir que los animales, por sorprendente acuidad perceptiva que puedan mostrar, sólo son testigos acústicos de una naturaleza estéril por lo que a generosidad musical se refiere, ello como consecuencia directa de su intrínseca insignificancia de no estar mediatizada por el significado del signo lingüístico. Consecuencia directa, en suma, de que sólo en el horizonte del lenguaje hay espacio para la significación.

A modo de ejemplo de lo que estoy apuntando evocaré de nuevo la escena vivida en un seminario que reunía en la ciudad de Ronda a músicos y filósofos. Se presentaba un texto griego de la poetisa Safo (o Safó, como el protagonista de la anécdota afirmaba que deberíamos pronunciar), se justificaba una traducción al castellano, escrupulosamente respetuosa de la métrica original... Finalmente una voz declamó el texto, primero en lengua griega y luego en la versión. Esta voz produjo en los oyentes una profunda emoción, vinculada al sentimiento de que efectivamente (tal como sostiene cierta escuela lingüística contemporánea) la profunda comunidad de todas las lenguas hace que ninguna sea radicalmente ajena, y que en algún registro uno siempre capta en ella más de lo que cree.

He señalado en varias ocasiones que una situación como ésta nos pone ya sobre la pista de lo que puede constituir una auténtica interrogación filosófica: simplemente se despertó entonces la curiosidad sobre si, en el origen, la lengua puede ser realmente disociada de la forma musical; curiosidad, en suma, relativa a si en el principio está el canto.

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28 de julio de 2008
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Dónde se inserta un niño: la música

La matemática tiene- indicaba un eminente físico de nuestro tiempo -la virtud de emerger allí dónde en absoluto se la esperaba. Emerger, por ejemplo, en el seno de la música y además como elemento explicativo, como razón de la misma. Erwing Schrödinger sugiere incluso que el descubrimiento pitagórico de que el soporte acústico-ondulatorio (por utilizar una terminología anacrónica) de la música encubre determinaciones numéricas, es la base de la confianza, digamos ‘galileana', en la capacidad de la matemática para dar cuenta de la physis, de la naturaleza, por entero.

El compositor Tomás Marco recordaba en una reciente conferencia en Ronda la fascinación de compositores separados por siglos por la complicidad matemática-música. Y si en 1436 se inaugura Santa María dei Fiori con la interpretación de un motete que respondería a las mismas proporciones que la cúpula de la basílica... en la exposición internacional de Bruselas el pabellón Philips (encargado a Le Corbusier pero al parecer obra más bien de Xenakis) respondía al mismo plano que la obra musical de Iannis Xenakis.

Mas que la matemática sea alfabeto de la música, o al menos de un tipo de música, no ha de hacernos perder de vista que la música no tiene subsistencia fuera del ser mismo caracterizado por el hecho de dar cuenta. Música de acordes o música que parece subvertir todo acorde, mas en cualquier caso música ex- linguae, música que forjó a la humanidad en esa subversión respecto a la mera vida consistente en que un código de señales, gustándose a si mismo, se hizo palabra y singularizó radicalmente al animal humano. Música a la que se abre un niño cada vez que da un paso afirmativo en la durísima tarea de asumir su genuina naturaleza.

Sí, el niño ama intrínsicamente la música al igual que ama la geometría, ama esa intuición euclidiana a la que nada en el mundo físico da soporte. Y seguirá amándolas, a menos que una educación literalmente mutiladora de su humanidad le haga sentir que lo cabalmente humano está definitivamente perdido para él, o que, a lo máximo, queda un simple rescoldo apto para alimentar la nostalgia...

Y así, al igual que se diluye en una niebla la acuidad del hecho que en nuestra percepción de las cosas rige el teorema de Pitágoras, esa misma niebla diluye las diferencias de los colores y las formas. Pero diluye también (en razón de lo indisociable de tiempo y espacio en el acto perceptivo) la capacidad de ser impactados por las diferencias de intensidad o altura de los sonidos configuradores de todo espacio auténticamente humanizado. Por ello ese mismo niño que, en su mera aprensión de las cosas, modelaba a la vez el espacio y la materia, configurándose como un forjador de formas, es ya ahora tan sólo susceptible de captar (en la naturaleza, como en el marco urbano o en las obras artísticas) un mero esqueleto, a lo máximo una suerte de esquema: esquema en el que Venecia queda reducida a una impresión y en Alban Berg se percibe tan sólo lo que perdura en él de melodía.

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24 de julio de 2008
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Dónde se inserta un niño: Teorema de los pastores

Vinculada a esta construcción simbólica sin objetividad física pero que marca la percepción misma que tenemos del entorno físico se halla también el universo de los números, el universo de lo que significa el contar y que en absoluto es reductible a un instrumento para cerciorarse de la presencia o ausencia de cosas animadas o inanimadas. Pues un perro-pastor percibe que le falta una oveja y percibe eventualmente que la descarriada ha retornado al rebaño, sin efectuar en absoluto una operación análoga al contar del pastor:

El primero tiene un lazo directamente sensible con todos y cada uno de los componentes del rebaño, que impregnan (de manera tan irreductible como lo es la individualidad) sus capacidades olfativa, acústica, visual, táctil y hasta eventualmente gustativa. De tal manera que la oveja perdida equivale para el animal a vacuidad, a vivencia sensible de una ausencia. El perro pastor, en suma, tiene experiencia (pues no a otra cosa que a afección por la individualidad se reduce la experiencia) de cada individuo y en consecuencia- si tal experiencia es ya constitutiva de su propio lazo con el mundo -se halla de inmediato perturbado por su ausencia.

No está ciertamente excluido que ese animal que es el hombre experimente asimismo la presencia de una de sus reses y, por ende, se halle sensitivamente afectado en ausencia de la misma. Mas, sencillamente, esto no es lo que le caracteriza como ser humano. La modalidad específica de constatar la riqueza (en lengua vasca rico-aberatsa- es literalmente poseedor de animales-abereak-) es contando, o sea, relacionando cada res con un elemento de un conjunto heterogéneo, la pila dónde esta su ración de agua por ejemplo. Si ayer ante cada pila se hallaba una res y hoy una de las pilas carece de función, el pastor sabe ya que, en el transcurso del día su riqueza ha menguado. Lo sabe sin contacto directo, o sensible percepción de la res misma, lo sabe, no por experiencia sino por su condición esencial de matemático. Teorema de los pastores era el nombre con el que el colectivo Bourbaki designaba a esta forma de relacionarse con el entorno buscando la posibilidad de biyecciones.

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23 de julio de 2008
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Dónde se inserta un niño: El mundo de Euclides

La emergencia del hombre es indisociable de ese radical momento de discontinuidad en la historia evolutiva que supone la aparición de una especie cuyos miembros se vinculan mediante un sistema de signos que tiene una estructura y una función irreductibles a las de un mero código de señales. Cabe, pues, decir que cada vez que un niño se inscribe en el orden lingüístico (gracias a la actualización por la cultura de sus capacidades innatas) está de alguna manera rehaciendo el proceso que condujo a la aparición de la humanidad.

Pero la inmersión en el lenguaje no significa sólo añadir a la relación de un ser animado con el entorno natural una relación autónoma con el universo de los signos. Significa también que la primera inserción queda radicalmente perturbada por la segunda, es decir, que la naturaleza se hace ya indisociable de su simbolización.

Muchas son las consecuencias de esta imbricación entre percepción del entorno natural y vivencia simbólica. Sin vincular el problema explícitamente a la cuestión del lenguaje, la filosofía kantiana enfatizaba el hecho de que la percepción por el sujeto humano de su entorno empírico se halla sometida a una intuición a priori que determina la naturaleza del propio sujeto. Kant afirmaba que tal marco no era otra cosa que el tiempo y el espacio. Ese marco del que el hombre sería portador, y al cual todo objeto empírico habría de plegarse a fin de poder ser percibido, obedece estrictamente a una rigurosa ley interna, y ésta ley no es otra que la que mueve los hilos de la geometría euclidiana.

Es un lugar común de la divulgación científica contemporánea la afirmación de que la geometría euclidiana ha perdido su prioridad a la hora de dar cuenta del universo. Ello en razón de que el espacio newtoniano en el cual las leyes de tal geometría se cumplirían (a saber, un espacio de curvatura nula) carecería de objetividad física.

Y sin embargo, la geometría aprendida en la escuela sirve al hombre y ordena su mundo. Sirve la geometría euclidiana, porque sella nuestra mirada desde que abrimos unos ojos propiamente humanos (es decir, unos ojos exhaustivamente permeables al lenguaje y a los símbolos). Por ello, la geometría es enormemente valorada por los niños en el aprendizaje escolar, y toda quiebra en la capacidad de simbolización que representa el aprendizaje geométrico es vivida como mutilación dolorosísima.

El niño ama la geometría porque su pulsión por ubicar las cosas en el entorno, midiendo y sondeando las distancias entre ellas, es una operación indisociable de su capacidad misma de reconocer e identificar tales cosas. Este vínculo entre la identidad misma de las cosas y su caracterización geométrica, supone que la debilidad en la capacidad de discernimiento en el registro geométrico se traduzca en astenia de la capacidad perceptiva general.

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22 de julio de 2008
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La narración (2)

La versatilidad, flexibilidad y creatividad del lenguaje a las que me venía refiriendo, no serían sencillamente posibles si el lenguaje no tuviera en su interna estructura ese doble rasgo generador de libertad que es la dualidad interna y la arbitrariedad del significante. Nunca se insistirá demasiado en que esta arbitrariedad, precisamente por suponer un grado de inadecuación respecto al entorno natural y respecto a la interna vivencia psicológica, abre un horizonte de creativa construcción y, en definitiva, de independencia respecto de lo dado.

Supongamos, en efecto, que todo en el orden de la designación de las cosas naturales funcionara al modo de las onomatopeyas, ¿cómo podría entonces el lenguaje suponer grado alguno de distancia respecto a la inmediatez del orden natural?; ¿cómo podría darse esa versatilidad que, por ejemplo, en la percepción de un paisaje pone de relieve un narrador?

Esta distanciación es tanto más de agradecer cuanto que la ausencia de lazo natural no supone en absoluto sujetiva y contingente elección de individuos. Dada la forma, es imposible prever el significado y viceversa, mas ello no significa que cualquier forma vale, ni que el capricho (o el intercambio de subjetivas decisiones) impera. Arbitrariedad sin sujeto caprichoso que la impone: tal es el meollo de la cuestión.

Decir que Shakespeare denotó convencionalmente tales o tales hechos por tales o tales palabras, no significa que se puso de acuerdo con otros individuos para tal denotación. En este sentido, cabe decir que en su tarea fertilizadora y creativa del lenguaje (se sabe que fraguó miles de vocablos), Shakespeare estaba más allá de la individualidad y la subjetividad (ésta última expresa esencialmente el lazo, de acuerdo o de conflicto, con otros individuos). Shakespeare es como el significante del hecho mismo de que la subjetividad se sacrifica, precisamente como condición de que el lenguaje se despliegue y se exprese libremente, aunque no gratuitamente.

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21 de julio de 2008
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La narración

Recordemos las características que, desde Ferdinand de Saussure, suelen presentarse como características del singular código de señales antes descrito:
 
  a) Polaridad interna: significante (imagen acústica, o visual en el caso del lenguaje de signos) / significado (idea representativa de lo designado)

  b) El significante es arbitrario, no hay ningún vínculo "natural" entre la objetiva mesa y la imagen acústica mesa.

  c) El lenguaje a menudo (si no la mayoría de las veces) parece no tener otro objetivo que sí mismo.

  d) Un conjunto finito de elementos fonéticos abre camino a un conjunto potencialmente infinito de entidades semánticas.
 

La aparición en un código de señales dotado de la polaridad significante - significado no puede menos que introducir una radical subversión en la función misma del signo. Fijémonos de entrada en lo sorprendente que es el simple hecho de que se dé una idea, es decir, algo no material (lo material es la huella dejada por la imagen acústica, el significante, no el significado) algo, cabría decir, no sometido al segundo principio de la termodinámica. No es que la materia viva y sometida a códigos se doble de un mundo de ideas, es que lo ha generado. Como otras veces he dicho, la carne se ha hecho verbo. Pues bien:
 
Mientras nos movemos en el ámbito del mero código, se da tan sólo un lazo por así decir horizontal entre la señal y lo por ella designado, un eventual botín -la flor para la abeja, por ejemplo. Obviamente, una vez que el botín ha sido alcanzado el funcionamiento del código ya no tiene sentido alguno, pues suprimida la alteridad del objeto, simplemente el interés se ha agotado. Mas cuando la señal encierra esa polaridad interna que la convierte en signo lingüístico, entonces la alteridad persiste, y aun no habiendo interés exterior... se abre la posibilidad de recreación interna.
 
El signo fertiliza la potencialidad interna de crear polaridades sin necesidad alguna de remitirlo al exterior. Mas hacer funcionar el signo lingüístico aún en ausencia de correlato en el entorno físico, es la base misma de lo que denominamos narración. Cuanto más indiferente sea el mundo exterior más exigencias se tienen de fertilizar el interior. Por retomar los términos de Aristóteles: cuanto más resuelto esté lo relativo a la subsistencia y al ornato de la vida, cuanto más satisfecha esté la necesidad, más se acrecentará el deseo de que surjan nuevos conceptos y nuevos vínculos entre conceptos y hasta nuevas combinaciones (en número potencialmente infinito) de esos vínculos entre conceptos.
 
En razón de la polaridad interna, los niños alcanzan esa capacidad ilimitada para forjar tanto expresiones aisladas como oraciones perfectamente cargadas de sentido. Expresiones que nadie les ha enseñado, simplemente porque el conjunto de las mismas no es finito, resultando pues imposible que fuera alcanzado mediante aprendizaje acumulativo.
 
Los niños, ciertamente, aprenden una lengua imitando, pero esa condición necesaria no es en absoluto suficiente, como lo muestra el hecho de que determinados pájaros imitan sonidos humanos, sin que se den ellos el menor atisbo de lo que la condición lingüística supone.

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18 de julio de 2008
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«Única fuente”

Stephan Mallarmé muere preparando una edición especial de su poema
                         "Un coup de dés jamais n'abolira le hasard"
                          (Una tirada de dados nunca abolirá el azar)

En esta edición el autor introducía nuevas precisiones en el Prefacio que acompaña al poema, el cual, nos dice, prefiere que no leamos. Siga o no siga el lector de Mallarmé este consejo, es útil recordar aquí algunas de las indicaciones sobre la estructura del trabajo que en el prefacio nos avanza:
 
Hay entre las líneas irregulares vacíos que introducen un alargamiento espacial ("espacement") de la lectura, que va más allá de los blancos exigidos por la versificación tradicional como silence alentour, entorno de silencio. Pues, en este caso, el blanco del papel determinará la entrada o salida de una imagen dada, a distancias variables del hilo conductor latente.
 
El evocado recurso, completado entre otros por diferenciación de los caracteres de imprenta según la jerarquía de motivos, hará, nos dice el autor, que el poema "venga a ser  para aquel que quiera leer en voz alta una  partitura".
 
Mallarmé señala más tarde que de sus procedimientos puede que nada a la larga resulte, pero que cabe también "un nuevo arte", del cual serían premonitorias las tentativas ya entonces avanzadas de conciliar  el verso con la libertad y el poema con la prosa (le vers libre et le poème en prose), conciliación que se realizaría bajo la influencia, que alguno tendería a considerar ilegítima, de la música... música escuchada, es decir, no reducida al esqueleto de una partitura.
 
En cualquier caso esta musicalización no supone ninguna subordinación de la Poesía..."única fuente", enfatiza el autor en el cierre del texto.  Siendo única es obvio que se trata de fuente cuyo caudal no es aumentado con el proveniente de otras fuentes (aunque si pueda ser derivado de su originaria rectitud  y perturbado en su composición por las singularidades del terreno); fuente entonces absoluta o primigenia. Mas ¿qué  fluye en realidad y cuál es la interna topología de esta  fuente única? Intentaré abordar esta doble interrogación retomando  un relato, que me conducirá, espero, por una reflexión antropológica a la que nadie en realidad nadie puede sustraerse.

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16 de julio de 2008
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«Prosodia misteriosa e ignota…

... cuyas raíces se sumergen en el alma humana hasta orígenes mucho más remotos que los considerados por cualquiera de las teorías clásicas", escribe Beaudelaire sobre la forma poética llamada alejandrino. Pues bien:
 
Refiriéndose también al alejandrino, Mallarmé nos dice que nadie pudo inventarlo y ello en razón (¡ni más ni menos!) de que se trataría de algo "enteramente surgido del instrumento de la lengua" (jailli tout seul de l'instrument de la langue). Basta entonces con aceptar el postulado de que hombre es aquel que recibe el don de la palabra, que el hombre es simplemente el animal (el único animal) al que el lenguaje es susceptible de convertir en su siervo... para concluir que el alejandrino es matriz de la humanidad y no la recíproca. El alejandrino... o cualquier otra prosodia que respondiera a lo que Beaudelaire y Mallarmé atribuyen al alejandrino, cualquier otra forma poético-musical que fuera inherente a la estructura profunda y común a todas las lenguas (y digo musical en el sentido que usa la palabra Agustín García, es decir, previo al fenómeno propiamente cultural de la conversión de los tonos en escalas y del ritmo en métrica).

Ciertamente hasta lo más profundo ha de ser fertilizado y Mallarmé es uno de los llamados a tal tarea restauradora, depurando el verso de todo aquello que, siendo en realidad contingente, había sido erigido por la convención y la inercia en pieza ineludible del armazón. Como tantos otros apuesta simplemente por mantener lo esencial sin someterse a las pautas imperantes de rima y metro:

"Asistimos ahora a un espectáculo verdaderamente extraordinario, único, en la historia de la poesía: cada poeta puede esconderse en su retiro para tocar con su propia flauta las tonadillas que le gustan; por primera vez, desde siempre, los poetas no cantan atados al atril. Hasta ahora -estará usted de acuerdo- era preciso el acompañamiento de los grandes órganos de la métrica oficial. ¡Pues bien! Los hemos tocado en demasía, y nos hemos cansado de ellos."

En relación al alejandrino, admirables recursos técnicos desplazan la apariencia respetando la invariancia de esa forma que Mallarmé consideraba "alma del pueblo"; alma que, me atrevo a decir, su poesía se limita a situar en primer plano:

«Que non¡ par l'immobile et lasse pâmoison
Suffoquant de chaleurs le matin frais s'il lutte,
Ne murmure point d'eau que ne verse ma flûte
Au bosquet arrosé d'accords; et le seul vent
Hors des deux tuyaux prompt à s'exhaler avant
Qu'il disperse le son dans une pluie aride,
C'est à l´horizon pas remué d'une ride
Le visible et serein souffle artificiel
De l'inspiration, qui regagne le ciel»
 
Ni descripción de una atmósfera, ni alusiva tesis filosófica en esta reflexión del fauno (que, simplemente, soy incapaz de traducir) sobre lo onírico de su propio estado. El verbo se encadena siguiendo una necesidad sin que vicisitud alguna del hombre que sirve de apoyatura cuente realmente. En esto consiste precisamente la inmolación en y a través de la obra de arte. No se trata de sentimiento de trascendencia. Se trata de que el objetivo ser social, el fruto a veces exhaustivo de una telaraña de prejuicios, precisamente se aburra; se aburra al sentir que, en el trabajo efectivo de labrar palabras, sus intereses no cuentan y en consecuencia nada hay para él de interesante. Menos presente el escriba y más verídico el testimonio, más cercano a la palabra y a la sonoridad prístinas.

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15 de julio de 2008
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La heroicidad y la vileza

Extraña dialéctica entre la heroicidad y la vileza a las que, en ocasiones, separaría tan sólo el espesor  de un papel de fumar... La visión de la tauromaquia como esencial vileza subyace en las reiteradas tentativas de abolirla legalmente, con trampolín en ese espejo de narcisista reconocimiento que es para nosotros la idea de Europa. Es duro sentir que la causa a la que un hombre subordina sus inclinaciones y por la que literalmente se expone, la causa en la que vislumbra  su cabal realización como hombre, le convierte, a los ojos mismos de los que comparten sus veinte años, en un ser exótico, en agónico  representante de un universo periclitado.

Pero estos seres desarraigados con respecto a los valores de su tiempo tienen quizás la suerte de sentir que lo verdaderamente atroz no reside en  ser infravalorado  por el juicio del otro, sino en serlo por el propio. Saben que el repudio del que son víctimas sólo es letal cuando logra hacer mella en la interna convicción. De ahí que, desterrada ya la fiesta de los toros a los arcenes de la moral bienpensante y amenazada de positiva abolición jurídica, unos  hombres,  en algún caso rayando la adolescencia, inmunes al clamor de los lapidarios, apuntan en primer lugar a vencer la peste interna (el casticismo y el simulacro que tantas veces degradaba su tarea), tras lo cual nos ayudan a asumir que la fuga ante lo inevitable es más terrible que lo inevitable mismo. Esos hombres nos brindan  simplemente un espejo verídico de entereza, esa  andreia, literalmente hombría, de los griegos  que se atribuía tanto a hombres como a mujeres."En primer lugar -escribe Aristóteles- debe atribuirse la andreia al que no es presa de miedo ante la hipótesis de una muerte digna."

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14 de julio de 2008
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