Un ser humano bello, valiente, verídico en su decir, generoso, fraterno, espontáneamente deseado, que recurriría a nuestra solidaridad en la dificultad o la tragedia, pero que repudiaría nuestra pasiva y estéril compasión. La imagen de tal ser daría inmediata respuesta a cualquier interrogación sobre el lazo entre la excelencia moral y la plenitud, y en su presencia exclamaríamos: ¡oh la bondad de la vida! Pues bien:
Sea o no susceptible de ser encontrada, tal imagen de la bondad de la vida es inevitablemente repudiada por todos aquellos que han renunciado a ella y viven literalmente de gestionar su ausencia. Pues cuando, como en nuestro mundo, llorar el muñón del otro es el camino adamantino de la salvación PROPIA, cuando se ha erigido la práctica de la compasión en suprema (¡y única!) virtud, obviamente es imprescindible tener oportunidad de practicarla. Y desde luego poca oportunidad hay para ello si ante la imagen que por fortuna se expone ante nosotros, sentimos que..."no hubo príncipe en Sevilla/ que comparársele pueda, / ni espada como su espada/ ni corazón tan de veras"; percibimos "como un río de leones /su maravillosa fuerza/ y como un torso de mármol/ su dibujada prudencia"; sentimos en fin que "aire de Roma andaluza/ le doraba la cabeza/dónde su risa era un nardo/ de sal y de inteligencia".
No puedo, al transcribir estas líneas, dejar de evocar el texto de Nietzsche que citaba hace unos días:
"Mas de vez en cuando, protectoras divinas... otorgarme una mirada que yo pueda a la vez proyectar sobre alguien absolutamente pleno, realizado, feliz, triunfante: alguien de quien pudiera tener algo que temer. Una mirada sobre un hombre que justifique al hombre, una mirada sobre un viento de felicidad, que otorgue al hombre su complemento y su salud y gracias al cual cabría conservar la fe en el hombre..."
