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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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“Ni deseo ni deber”…nihilismo

El nihilismo (ese apagamiento del alma humana que conduce a denunciar como ilusorio todo proyecto de realización espiritual, y que suele tener como corolario la reducción de la motivación humana a la mera subsistencia) amenaza aun en los momentos en que menos cabría esperarlo, adoptando formas muy sofisticadas. Es sorprendente su inesperada emergencia en la historia del arte, aunque también cabría encontrar ejemplos igualmente significativos en la historia del pensamiento filosófico o científico.
Hace medio siglo se estrena en el teatro La Fenice de Venecia la ópera de Stravinsky The Rake's Progress "La carrera de un libertino". En una producción de hace cinco años firmada por el director de escena francés Olivier Spy (recientemente repuesta en el Palais Garnier de Paris) se enfatizaba el hecho de que, más allá de lo casi forzosamente convencional de la música (repudiada en su día por todos aquellos que teniendo confianza en el genio renovador de Stravinsky la percibieron como un verdadero pastiche), lo importante de la obra residiría en la voluntad del protagonista de escapar a la dialéctica del deseo y el deber: ni Don Giovanni, ni el héroe de "Solo ante el peligro" para entendernos.
Esta tentativa conduce al protagonista, Tom Rakewell, a caer en los brazos de Baba la Turca, mujer barbuda con lo que llega a casarse, no por venalidad, sino por entrega a lo absurdo. Olivier Spy señala que desde su arranque como hombre rico y deseado hasta su abismal caída en el manicomio, pasando por el episodio de Baba la Turca, la carrera del anti-héroe de Stravinsky sería el paradigma del destino humano.
Stravinsky versus Breton, cabría decir, al menos si del Stravinsky de The Rake's Progress se trata, pero hay ciertamente otro Stravinsky, hacia el que se vuelca la mirada los oídos y el espíritu que quiere pensar amar, forjar una metáfora y huir del pastiche. Hay otro Stravinsky quizás cercano a lo que embarga la mente cuando se piensa en esa Venecia en la que su estrena su ópera y escoge como lugar de su muerte.

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15 de noviembre de 2012
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Sentimiento de individualidad y singularidad humana

Aristóteles enfatizaba el hecho de que, por carecer de alma racional y lingüística, los animales tendrían un conocimiento reducido a la experiencia, es decir, conocimiento de individuos y no conocimiento de especies. Especie e idea se designan en griego por la misma palabra eidos, de ahí que la facultad de eidénai, por la cual Aristóteles singularizaba a los humanos, signifique tanto capacidad de especificar o clasificar como capacidad de percibir el entorno a través de ideas o conceptos generales. De tal manera, la ausencia de estos conceptos en los animales carentes de razón, haría imposible que aquello con lo que se relacionan sea percibido por ellos como representante de una especie: el animal no humano se las vería con un entorno natural poblado de individuos que no representarían especies, no serían almendro, caballo abeja o espino.
He tenido ya ocasión de comentar esta tesis de Aristóteles e introducir alguna matización. Es de señalar concretamente que ausencia de capacidad de especificar no implica imposibilidad de relacionarse con el mundo a través de tipos. El animal que reacciona ante la presencia de un bastón erguido, establece desde luego una vinculación con algo que le ha amenazado anteriormente, lo cual supone ya conexión tipológica. Mas esta conexión no implica en absoluto el subsumir ambos casos bajo una comunidad de concepto. Incluso tratándose del ser humano, los vínculos (imprescindibles para la vida) en los que se forja la experiencia hacen absolutamente superfluo el que, de hecho, el entorno sea considerado bajo el prisma de la determinación específica (1).

Mas precisamente por considerar en términos generales muy sensata la caracterización aristotélica del conocimiento animal como limitado a vínculo con individuos, me resultó particularmente interesante oír a Francisco J. Ayala, afirmar recientemente en Barcelona que una de las cosas que singulariza al animal humano es el sentimiento de individualidad. Los individuos de otras especies, venía a decir el gran genetista, no tienen tal sentimiento, porque ello equivaldría a tener sentimiento de su propia muerte.
Resultaría pues que el animal humano, que de una u otra manera siempre mediatiza la relación con su entorno subsumiendo lo que se presenta bajo una especie (o una especie potencial cuando, aun ignorantes de qué planta específica se trata, sabemos que se trata de una planta)...sería precisamente el único animal que vive y siente desde la individualidad.
Como seres de pura experiencia, los animales no dotados de lenguaje y razón sólo se relacionarían con individuos, pero curiosamente su comportamiento sería exhaustivamente reductible a exigencias de su especie. Por el contrario, estando su entorno siempre mediatizado por conceptos, constituyendo todo individuo al que se confronta una especie (en acto -almendro- o en potencia -árbol), el animal humano se experimenta in embargo a sí mismo como individualidad irreductible y si esta vivencia no es neutralizada, la propia supervivencia se erigirá para él en necesidad absoluta, pasando a segundo plano las motivaciones vinculadas a la dignidad y hasta la persistencia de la especie. El sentimiento de finitud y el deseo de perseverar se impondrían entonces a la exigencia de mantener lo que nos caracteriza como especie, se impondrán a ese "instinto" de lenguaje de Steven Pinker, al que aquí me he referido en ocasiones.

 

 

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(1)  Intentaré ilustrar este último extremo:
Sea una pareja de perros cuya alimentación asociamos a la nuestra por el hecho de que cada día comen los restos de nuestro propio almuerzo. Supongamos que uno de ellos ingiere una pócima que le hace vomitar, lo cual poco después le ocurre asimismo al segundo perro. Cosa de technè (es decir, esa capacidad exclusiva del animal humano que traducimos por técnica y arte), nos diría Aristóteles, es razonar concluyendo que para la especie de los perros esa pócima es nociva. Pero mera cosa de experiencia sería el proceso consistente en vincular el malestar de esos animales (que podemos perfectamente no saber siquiera que son individuos de la especie perro) y asociándolo al hecho de que su alimentación es afín a la nuestra, abstenernos prudentemente de consumir la pócima (la prudencia es para Aristóteles una virtud animal, vinculada precisamente a la experiencia) .

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13 de noviembre de 2012
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La ausencia de Agustín García

Hace cuatro años nos reunimos varias personas en la facultad de filosofía de San Sebastián para evocar y lamentar la ausencia de Ferrán, un entrañable amigo. Mientras se iban desarrollando las intervenciones, Agustín García (conocido en el mundo cultural y académico por García Calvo) iba poniendo cara de disgusto, disgusto que hizo explícito en su intervención: lamentaba constatar que se le había convocado en razón "de que alguien había muerto y cosas por el estilo". Le irritaba especialmente que pudiera pensarse eso de Ferrán, "pues obviamente para morir hay que haber nacido" precisó.
Tras la aparente boutade, era evidente que Agustín hablaba con toda seriedad y que su enfado era real. Obviamente alguien tan razonable no podía estar negando la universalidad del segundo principio de la termodinámica y sugiriendo que el cuerpo de Ferrán escapaba al mismo. ¿Qué quería decir pues? La clave parecía hallarse en esa referencia al nacimiento. Los hombres nacemos como mínimo dos veces, al venir físicamente al mundo, pero también al contemplar el mundo a través del prisma de las palabras, lo cual constituye el nacimiento propiamente humano. Pero digo "al menos dos veces" porque el segundo nacimiento suele tener una  connotación complementaria que constituye casi un tercer nacimiento: el sentimiento de individualidad, es decir el sentimiento de que el lenguaje que filtra la percepción del entorno poblándolo de cosas que representan especies, el lenguaje por el que hay ante nosotros caballos, vasos, espinos y cerezos, el lenguaje que se sirve de la vida humana para iluminar el mundo... es cosa de uno, es propiedad de esa vida, o mejor dicho propiedad de ese cuerpo en el que, como todo otro animal el humano se hace animal concreto y presente.
Se procede con ello a una inversión de jerarquía de enormes consecuencias psicológicas. Pues una cosa es sentirse empapado por el lenguaje y otra cosa sentirse poseedor del mismo, una cosa es dar vida a las palabras y otra tener en las palabras armas para la vida. Si lo primero conduce al relato o al conocimiento, en lo segundo está quizás la clave de la formación del yo. Yo tanto menos transitivo, es decir tanto más temeroso, posesivo, amante de sí y tiránico cuanto más acusada es esa inversión de papeles.
Se comprende así que el morir de un ser humano no constituya un acontecimiento unívoco: morir trágico del que siente que la vida ya no sirve de soporte al espíritu, morir de aquello que hace a la humanidad, por un lado; morir sin grandeza, de aquel para quien sólo la vida cuenta, de aquel para quien la palabra nunca fue más que un expediente para asegurar la subsistencia y el dominio.
Y ese sentimiento de lo que significa la muerte, como rasgo clave del sentimiento de individualidad, viene reforzado por un segundo aspecto que es el nombre propio. Nombre propio a su vez vinculado al nacimiento oficial, cuya importancia Agustín García negaba en el caso de Ferrán, Lobo Serra en la inscripción llamada civil de su Gerona literalmente natal, apellidos que algunos ni siquiera conocían entre los componentes del heterogéneo grupo que se dejaba aburrir, en los cafés parisinos en las postrimerías del franquismo, cuando una mano que cabe llamar ingenua proponía una página de los presocráticos abierta al azar, para que Agustín inmediatamente la cantara en griego y después la vertiera al castellano o al francés, versión que, al ser recogida y glosada por uno u otro de los presentes, convertía por un instante a este en luminoso transmisor de la veracidad de los fragmentos transcritos, arrancándole en consecuencia a ese sentimiento de identidad individual que Agustín siempre veía como correlativo del sentimiento mismo de la muerte.
Solo el nombre propio, García Calvo en este caso, desde luego no ya mortal sino desde siempre muerto, neutralizaba a veces al lúcido Agustín García perseverante en su denuncia de las condiciones sociales en las que la vida de los seres de lenguaje se reduce a un sin vivir. Sin vivir de aquellos que meramente usan la palabra tras reducirla a la superficialidad de las reglas gramaticales; sin vivir de los que prostituyen las técnicas y el ansia de saber tras reducirlas a instrumentos de reconocimiento; sin vivir de los que, al erigirlo en excluyente patria, traicionan el lugar (siempre universal en su singularidad) en el que a través de la lengua materna vieron la vida bañada en palabra.
En tal sin vivir veía Agustín García la concreción de la muerte. Por eso, cuando el primero de noviembre la noticia de la muerte del gran filólogo y académico García Calvo me llegó en París, sentí que sería profundamente injusto vincularla a la ausencia de Agustín García, que en esta ciudad tanto amó y fue amado.
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7 de noviembre de 2012
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«Vencer la cobardía humana»

Hay en el texto de Breton que estoy glosando una expresión clave: refiriéndose a las condiciones de independencia del pensamiento, que permitirían la apertura al trabajo del espíritu, Breton habla de "vencer la cobardía humana". La cobardía y esa coartada fundamental que es la pereza. Aun en el caso de "cancelamiento de esa deuda aplastante" concretizada en el hecho de que "de una hora de trabajo el capital se atribuye la mitad...sin pago" , aun alcanzado un tipo de sociedad en el que el trabajo del espíritu no pudiera ya de ninguna manera ser considerado cosa de exquisitos... lo esencial estaría por resolver. La sociedad incentivaría la realización de las potencialidades del ser humano, en lugar de dificultar tal objetivo, pero sería necesario que en cada uno las exigencias del reconocimiento se subordinaran a las exigencias del pensar, y en términos del Discurso del Método cartesianos: sería necesario que el yo ególatra dejara paso al yo transitivo, ese yo que realmente se confunde con la genuina actividad del pensar.
Quizás una de las razones que contribuyen al fracaso sucesivo de las tentativas de emancipación de la humanidad sea un sentimiento inconsciente de que entonces ya no habría coartada. Breton, como Aristóteles, parece considerar que en ausencia de libertad la tarea del espíritu es simplemente imposible. Por eso sugiere que la lucha social constituye la tarea previa, incluso para el artista, o más bien: precisamente para el artista, para ser fiel a la exigencia del arte. Pero obviamente alcanzada la sociedad en la que la libertad concreta fuera un hecho, no habría ya excusas, ni coartadas. Pensar, es decir simbolizar o formalizar, sería entonces el imperativo. Pero pensar es durísimo, supone vencer constantemente la inercia y la costumbre, supone vencerse constantemente a sí mismo. Vencer el ego identificado tanto a la pereza como al miedo, aspecto este último por el que con toda justicia puede Breton referirse a la disposición subjetiva que pone trabas a la tarea del espíritu como cobardía.
Lo que tenían de admirable todos aquellos que, en las décadas que siguieron a la Revolución de Octubre, luchaban, al igual que Breton o Brecht, en el doble frente de la emancipación respecto al trabajo embrutecedor y de la causa general del espíritu (secuestrado en todas sus manifestaciones por la inercia de las convicciones adquiridas, inevitablemente convertidas en prejuicios de no ser puestas a prueba) era lo firme de su disposición, su elemental afirmación de la verdad vinculada a la singularidad humana, su anti-nihilismo.

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6 de noviembre de 2012
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Hambre y exigencia del espíritu

Amigos me hacen llegar un texto de la revista L' Esprit français fechado en agosto de 1930, en el que (respondiendo a una suerte de cuestionario) André Breton reflexiona sobre la relación entre la recuperación por el capitalismo del trabajo intelectual y la explotación por ese mismo capitalismo del trabajo del proletario. El asunto proporciona al poeta y ensayista la oportunidad de establecer una cuidadosa diferencia entre ambos tipos de producción: habría en el trabajo "manual" (las comillas se deben a que de hecho no hay quizás trabajo humano que no tenga su origen en las manos, las cuales -como señalaba Saramago- "piensan") un aspecto contingente, ya que cambia con las circunstancias históricas y sociales, mientras que el trabajo del artista o del filósofo respondería a una exigencia espiritual intrínseca, como expresión de ese "ardiente deseo de toda mente pensante", al que ya me referido aquí y que el físico Max Born situaba en la base de la condición humana. Breton llega a decir que este tipo de trabajo intelectual intenta colmar un apetito, una insatisfacción del espíritu... tan determinante como el hambre.
Es necesario precisar sin embargo que Breton enfatiza la necesidad de no confundir esta modalidad de exigencia espiritual con la que mueve a alcanzar honores, gloria, dinero, etcétera, la cual precisamente podría ser el enemigo mayor de la anterior. En relación al lazo entre esta segunda modalidad y la conciencia ególatra, he señalado muchas veces que en el momento en el que el escultor explora las vetas de un material, o el físico apunta a forjar una fórmula, hay mucho pensamiento y poca conciencia del propio yo, mientras que lo contrario ocurre en la apertura mundana de la exposición o la recepción del Nobel. Con la debida matización el argumento se aplica asimismo a la experiencia del fracaso social, pues en el momento fértil de ese trabajo del espíritu al que se refiere Breton, el fantasma del reconocimiento simplemente, o no se da, o está muy subordinado.
Un interesante aspecto de la reflexión de Breton es su insistencia en que el trabajo cabalmente artístico no puede realmente ser recuperado exhaustivamente por el sistema económico y ello por la razón siguiente (entre otras): "es imposible apreciar su valor según la medida común de la hora de trabajo. Si un poeta gasta un día para escribir un poema, y el zapatero el mismo tiempo para hacer un par de zapatos, no deja de ser cierto que dichos artículos no son intercambiables, y que, además, si el zapatero comienza de nuevo al día siguiente, no forzosamente el poeta será capaz de hacer lo mismo".
Breton habla de hambre de realización espiritual como Pinker habla de instinto para referirse al lenguaje. Ni una cosa ni la otra tienen sentido sin la asunción implícita de la tesis de la radical singularidad de la animalidad humana... Es muy sorprendente que en nuestros días haya que reivindicar una tesis que sería para Breton una perogrullada: el animal humano tiene exigencias que no son reductibles a las necesidades a las que responden todas las demás especies animales. ¿Qué ha pasado para que esto deje de estar claro? ¿Qué oscuros intereses se esconden tras la ideología negadora de esta verdad inmediata. Intereses desde luego exclusivamente humano, intereses vinculados a esa otra forma del espíritu a la que el luchador Breton se refería, el espíritu que tiene como máxima de acción la construcción de fortalezas que imaginariamente protegerían al yo de la finitud y de la muerte. Tras el deseo de confraternización con la animalidad abstracta se esconde quizás el repudio de la trágica y frágil animalidad que es la nuestra. Nietzsche tendría desde luego algo que decir.

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1 de noviembre de 2012
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¿En qué momento de la historia evolutiva arranca el hombre?

Nótese que la interrogación en la columna anterior planteada sobre el lazo entre el hombre y la técnica es extensible al vínculo entre el hombre y el lenguaje:
¿Llamamos hombre a lo que resulta de que un momento de discontinuidad en la historia evolutiva? ¿Diremos más bien que no hay tal discontinuidad y que el hombre no difiere significativamente de sus ancestros? La respuesta depende de si por ese animal lingüístico que es el hombre entendemos meramente una especie dotada de un sofisticado instrumento para intercambiar información, o más bien dotada de lo que designa el término griego lógos, desde luego irreductible a un mero sistema de emisión de señales.
Muchas de las querellas en torno a la cuestión de la singularidad humana en el seno de la animalidad resultan meramente de equívocos en este asunto. Ha de empezarse por aclarar si se acepta o no la irreductibilidad del lenguaje a un mero código, y en caso de respuesta positiva bastaría con afirmar que designamos por hombre el animal que en la historia evolutiva se despliega como resultado de la emergencia del lenguaje para que la sentencia "en el principio está el verbo" se convierta en algo más que una metáfora y, en consecuencia, la antropología se convierte en una disciplina que trasciende en sus objetivos la mera descripción de una especie natural.
El debate está abierto, y enfrentarse al mismo, con la ayuda de la genética, la paleontología, la semiótica y la lingüística es un reto al que el filósofo no puede en ningún caso sustraerse.

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30 de octubre de 2012
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El fuego y el ser del hombre

Ya he tenido aquí ocasión de comentar la tesis del paleontólogo Jordi Agustí según la cual la invención de la calefacción central supone un radical viraje en la historia humana: por primer vez el fuego no es el faro en torno al cual los humanos se reúnen y hablan de sus eternas cuitas, en ocasiones vinculadas a exigencias prácticas, pero en muchas otras trascendentes a las mismas. Cuando ese singular fenómeno que los homínidos encontraban accidentalmente en la sabana africana, es primero controlado y canalizado para ser finalmente voluntariamente producido, el fuego se ha convertido en objeto de una técnica. Este asunto es vinculable a una cuestión de calado:
¿Constituye la técnica algo que se añade meramente a una humanidad ya existente, o cabe más bien decir que la técnica es nota determinante sin la cual no cabe hablar de condición humana? La segunda hipótesis era la que sostenía Aristóteles, quien añadía como rasgo esencial complementario la capacidad de efectuar razonamientos, indisociable para el Estagirita de la facultad de lenguaje.
Obviamente, desde Aristóteles mucho ha llovido y concretamente hay la diferencia esencial de que la técnica no es eterna, sino un sofisticado fruto de la evolución, de tal manera que la afirmación aristotélica: "el hombre es un animal técnico " habría de ser matizada en el sentido de decir: "el hombre se configura-en un momento de la historia evolutiva- como animal técnico"
Pero ateniéndose a una perspectiva evolutiva las interrogaciones persisten en lo esencial: ¿Es el hombre una especie más determinada por la técnica , de tal manera que cabría referirse ella con independencia del mismo e incluso antes de su arición ? ¿Ha de afirmarse más bien que sólo por un uso equívoco del término se habla de técnica en especies previas y que en el sentido cabal de la palabra técnica, el vínculo con el entorno natural a través de la misma sólo es atribuible al hombre? La respuesta depende quizás de si por animal técnico entendemos lo designado por la palabra artesano, o también lo que designamos por la palabra artista, aspectos de hecho indisociables en la palabra griega technitès.

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25 de octubre de 2012
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Cuando la propia lengua empieza a repudiarse

En múltiples ocasiones me he referido aquí a la fuerza de esa expresión con la que el pensador americano Steven Pinker titula uno de sus libros: "Instinto de lenguaje".
Añadido a los instintos de conservación propiamente animales el instinto de lenguaje singulariza al animal humano (instinto que-asunto que tocaré otro día- no está claro que respondan a la polaridad individual- específico). Mas como ocurre con los demás instintos, también el instinto de lenguaje se debilita, sea por contingencias exteriores, sea por razones propias al juego de la vida. Y los primeros síntomas de tal debilidad consisten en la instrumentalización de la propia lengua, en la reducción de su uso a aquellas funciones en las que efectivamente es equivalente a un mero código para el intercambio de información.
¿Que puede hacer que se debilite el instinto de proteger la lengua, el instinto de proteger lo que es a la vez matriz y cobijo? Pues que en la complejidad de la comunidad humana, la dialéctica entre los hombres haga que primen otras variables. Así cuando las condiciones de la subsistencia están amenazadas la polaridad riqueza- pobreza (o sus análogos y derivados como el de sociedad fabril- sociedad agraria etc) pasa a primer plano. No hay entonces tiempo para prestar alguna atención a lo esencial y menos aun para focalizarse en ello. El auténtico dar la espalda al ser ( ese "olvido" al que se refiere Heidegger), de ser cierto que en la palabra está lo genuino del hombre.

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23 de octubre de 2012
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Especies y lenguas

De todo el hablar concreto era guardiana esa anciana a la que me refería en la anterior columna, depositaria única de la lengua vasca en un pueblo roncalés, porque de la misma manera que no hay animal sino especies animales (gato, perro, o chimpancé), el lenguaje humano sólo se da en una u otra lengua Por eso la desaparición de una lengua equivale a la desaparición de una especie, y con una diferencia fundamental: hay especies dañinas para el hombre y cuya desaparición supondría por consiguiente para este un bien, mientras que no hay lengua alguna en la que no se halle recogida y archivada toda la riqueza esencial de la condición humana. Siendo salva veritate intercambiables en lo esencial, no cabe que una lengua sea dañina para alguien, al menos que (potencialmente) ese alguien esté dispuesto a repudiar la lengua propia. Sólo quien está a puno de aceptar que su lengua se convierta en mero código, considerado eventualmente más sofisticado y eficaz que otros, puede llegar a despreciar (eventualmente odiar, si esta empieza a hacerle competencia ) la lengua del otro.

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18 de octubre de 2012
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Un solo hablante

Hace años, alguien me habló de una anciana que al parecer era la última persona que, en un pueblo del navarro Valle del Roncal, conocía el Vascuence, lengua que había recibido en herencia, en la que verbalizaba sus emociones íntimas y en la que forjaría posiblemente su último pensamiento.
Pensé en la singular responsabilidad que recaía sobre esta persona. Siendo ella la única depositaria, la persistencia de su lengua era absolutamente indisociable de la suya propia. Su desaparición física supondría también la desaparición de aquella forma en la que para ella se encarnaba ese lenguaje por cuya herencia venimos a ser cabalmente humanos.
En relación a la lengua que había mamado, esta anciana se hallaba en idéntica situación a la de ese Crusoe del que en estas páginas he venido ocupándome. Toda la humanidad proyectada en uno de sus representantes...todo el hablar concreto recogido y frágilmente conservado en la contingencia de un solo ser.

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16 de octubre de 2012
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