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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Destierro y filosofía

Las admirables líneas de Octavio Paz, citadas aquí de nuevo en una columna reciente centrada en el tema de la impotencia humana ante la naturaleza, hacen un guiño a la filosofía y aún al arranque de la misma en la controversia presocrática sobre la precariedad del hombre en la guerra abisal entre los elementos: “no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.  Pues bien:

La filosofía es también el trasfondo de la presente reflexión sobre el estado de nuestra sociedad. En múltiples foros he tenido ocasión de señalar que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad humana, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.

Pero, sin ser un rasgo presente en toda sociedad humana, la filosofía es una consecuencia de algo que sí lo es. Pues no hay lugar en el cual los hombres no se asombren ante ciertos fenómenos astronómicos, ante la emergencia de un nuevo ser vivo, ante el hecho de que, a diferencia de un niño que no habla, pero llega a hacerlo, cachorros domésticos como la cría del perro, estando también desde el nacimiento rodeados de seres que hablan, nunca llegan a hacerlo ellos mismos. En fin, no hay sociedad en que el hombre, constatando la finitud de sus congéneres y sabiendo la certeza de la propia, no se sienta “desterrado en la tierra” y no se interrogue por la causa de tal injusticia.

La filosofía es hija de esta disposición interrogante del espíritu humano, pero añade algo a la misma. “Los hombres empezaron a filosofar movidos por el estupor”, dice Aristóteles”, señalando de paso las etapas de tal estupor, en primer lugar, los fenómenos del entorno natural. Es difícil sintetizar el cambio en la disposición ante los fenómenos que lleva a la filosofía, pero si tuviera que avanzar unas líneas diría:

 La filosofía es consecuencia de que tal entorno natural es visto como regido por esa intrínseca necesidad a la que hacen referencia los versos de Lucrecio; la naturaleza no es un marco teatral en el que los hombres, y sobre todo los dioses, puedan intervenir cambiando la urdimbre y la trama.

Hija de inquietudes inherentes a todo espíritu humano, a todo ser para el que la tierra es exilio, la filosofía tiene, como decía, lugar de nacimiento en la Jonia de los pensadores presocráticos. Pero, desde este origen, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad.

De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, hoy, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos gracias a una tenacidad literalmente heroica. En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.

En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y, desde luego, las llamadas ciencias sociales. Pero, en todos los casos, la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. La filosofía (por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos) refleja un hastío de la existencia pasivamente aceptada, una nostalgia por reencontrarse en los límites de lo incondicionado.

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25 de julio de 2025
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Alejados de la naturaleza… aspiramos a abrazarla

Es esta una de las contradicciones en las que se refleja el esencial desarraigo de nuestra época. Aspiramos a fundirnos con el entorno natural, pero estamos quizás más lejos que nunca del mismo. Punzante nostalgia de aquello mismo de lo que la marcha de nuestras culturas nos aleja.

Esas personas que pasean en cochecito a un cachorro de perro, comparten sus momentos de ocio con el mismo como si fuera un niño, lo acogen en sus brazos e incluso lo mecen como lo harían con su bebé, literalmente están negando la realidad natural, y en la medida en que subjetivamente han divinizado la naturaleza, aunque lo ignoren, están de alguna manera negando sus leyes. Y la naturaleza no dejará de reivindicarse utilizando esos mismos representantes de otras especies que al ser confundidos con la propia progenitura son negados en su naturaleza específica. Pues en caso de hambruna, los cachorros no dudarán en alejarse de esos falsos progenitores, ya impotentes a ampararlos, e incluso, como el ejemplo del oso muestra, se rebelarán contra los mismos devorándolos.

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4 de julio de 2025
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Retorno en la furca misma (a vueltas con la “venganza” de la naturaleza)

Vuelvo a la idea, común a Lucrecio y tantos otros, de que la naturaleza está regida por una implacable necesidad, que ni dioses ni hombres son susceptibles de perturbar en lo profundo. Esta convicción no significa considerar que la naturaleza se cierre totalmente al ser humano. Irreductible a toda voluntad de transformarla, la naturaleza es sin embargo permeable a la voluntad de conocerla. Siendo imposible violentarla, sí es posible desvelarla. Tal desvelamiento es lo que los pensadores griegos designaron como teoría o contemplación de la naturaleza, es decir la física, búsqueda de los constituyentes de la necesidad que están más allá de lo que se muestra, hipótesis de que en lo profundo legisla el aire, o el fuego, o quizás meramente átomos rodeados de vacío e incluso (hipótesis hiperbólica) realidades aritméticas o geométricas).

Y desvelar la naturaleza es lo contrario de intentar transformarla en su esencia, ya se trate de la interna relación de fuerzas en la naturaleza inerte o de la naturaleza específica de los seres vivos. A diferencia de lo que creía Aristóteles, las especies ciertamente no son eternas. Al igual que los individuos (aunque en una escala diferente) también las especies se hallan afectadas por el tiempo. Mas por muy provisional que sea su estabilidad, hablar de especie es referirse a un conjunto de rasgos invariantes que determinan un comportamiento y con los cuales es peligroso jugar. El individuo de una especie dada es heredero de unos rasgos potenciales que tienden a actualizarse, y es desde luego contra natura el pretender que se actualicen los rasgos que corresponden a otra especie, cosa a la que implícitamente parece aspirarse cuando, por ejemplo, se trata a un can  como a un niño, esperando que llegue a asumir el comportamiento de este último.

Entre los casos singulares de relación entre humanos y animales que a intervalos saltan a los medios de comunicación hubo hace un tiempo el de un ciudadano ruso que decidió criar un cachorro de oso como si se tratara de su propio hijo, acostumbrándole entre otras cosas a la alimentación propia de los humanos. Al parecer la cosa funcionó hasta que a los cuatro años el oso se negó a seguir la acostumbrada pauta de alimentación, prefiriendo…comerse a su padre adoptivo.  Este caso es buena muestra de lo inútil que es intentar hacer abstracción de que la división específica es la expresión misma de la realidad natural y en consecuencia negar la irreductibilidad de las especies es negar lo que la naturaleza misma ha marcado. Esa naturaleza que, al decir de lo atribuido a Horacio “por mucho que se la expulse con una horquilla siempre retorna”.

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17 de junio de 2025
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La impotencia del hombre ante la naturaleza

 “​Libre al momento es la naturaleza, / ​​de soberbios señores despojada;/ ​ ​ella misma por sí rige su imperio, ​ ​/sin dar parte a los dioses.” (Lucrecio De rerum naturae, II, 1510-1515.).

En este fragmento célebre, Lucrecio nos pone en guardia contra una pretensión que ha atravesado lo siglos pero que en nuestro tiempo alcanza particular acuidad. Si la naturaleza no da parte a los dioses, menos aún rendirá cuenta ante los hombres. Se infiere de ello que ese rasgo de la singularidad humana que es la técnica, sólo puede explotar las potencialidades que la naturaleza misma ofrece, y así de alguna manera seguir sus directrices, siendo vana la idea de modificar el trasfondo mismo de la necesidad.

Y sin embargo está muy generalizada en nuestras sociedades la idea de que el comportamiento humano no sólo pone en peligro los equilibrios necesarios a nuestra persistencia y al entorno que la posibilita, sino que de alguna manera afectaría a la naturaleza misma.  Para bien o para mal (y la idea general es que más bien para mal), la técnica humana sería susceptible de afectar a la naturaleza digamos en sus entrañas.

Esta polaridad está incluso presente a la hora de elucidar sobre catástrofes, otro tiempo consideradas meramente naturales, pero hoy en parte atribuibles a la presencia humana. Al respecto, una vez más fragmentos de un texto aquí varias veces evocado:

“¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable! / Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: “Todo está bien”/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas »

Este lamento de Voltaire tras el terremoto de Lisboa es una queja contra el optimismo ontológico que caracteriza a la filosofía de Leibniz: un dios computador había conseguido crear un mundo que respondía a la máxima optimización el mejor de los posibles (“todo está bien, decís, y todo es necesario”).  Pero sobre todo es una queja contra la propia necesidad que, para Voltaire, no podía tener otra forma que la propia naturaleza, ciega ante las expectativas de los humanos, víctimas intrínsecas de la misma. No es seguro que tal sea hoy la queja que se eleva ante el tremendo seísmo de Birmania. Consignas como “Salvar el planeta”, son expresivas de esta nueva percepción del lazo entre la naturaleza y la técnica. Parece recaer sobre la humanidad una sombra de responsabilidad; víctima de sí misma, la humanidad constituiría además una amenaza para la naturaleza como tal. Todo esto constituye una suerte de fundamental error ontológico. El hombre no puede ser responsable de lo que le ocurre a la naturaleza en sí, simplemente por impotencia ante la misma, aunque ciertamente sí puede y debe aspirar a explotar las posibilidades que la naturaleza le ofrece no ya para vivir sino (y sobre todo) para “bien vivir”. Bien vivir provisional y permanentemente amenazado. Pues lo implacable de la necesidad natural acaba retornando, de manera inmediata por la inherencia de esa modalidad de cambio corruptor que es el tiempo en el seno mismo de la naturaleza humana. Una vez más cito las admirables líneas de Octavio Paz:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/ Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

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2 de junio de 2025
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Margaritas sin Fausto

 

Fausto, el héroe de Goethe no se conformó con la sabia humanización del tiempo (evocada en la columna anterior) consistente en hacer posible la existencia de espacios de intersección que permiten prolongar los vínculos de palabra entre las generaciones, y se propuso simplemente vencer al tiempo, modificando en la propia persona el sentido de su flecha. Sabida es la consecuencia de tal desafío: Fausto queda excluido de la relación cabal con los otros humanos (la cual pasa por compartir el sentimiento coral de finitud) arrastrando en su destino a Margarita.

En la transcripción operística realizada por Gounod, Margarita, burlada, maldecida y sin fuerzas para asumir una nueva y terrible vuelta de tuerca en su calvario, mece en sus brazos el cadáver de su hijo, engendrado por Fausto, esperando en su desvarío que el cuerpecito responda a su canción con balbuceos o entreabriendo sus ojitos. Imagen punzante de imposible respuesta a un gesto humano, imagen que se reitera hoy en nuestras ciudades, cuando una mujer saca de su cochecito un caniche adornado y, tomándolo en sus brazos, lo balancea con la delicadeza y la ternura que, a todas luces, ni el destino, ni sus congéneres humanos, le han brindado a ella.

Margaritas sin Fausto que pueblan calles y terrazas sin alma de urbes europeas, las cuales, sin embargo, son mirífico faro para millones de desheredados provenientes de todos los puntos de la tierra, cuyo destino (de acceder a ellas y lograr afianzarse) será quizás ocuparse del can envejecido y a la par empujar la silla de la Margarita que perdura acompañada por un ser meramente vivo pero excluida de todo lazo mediado por la palabra.

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12 de mayo de 2025
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Suburbio para zancos vivientes

 

“Sentía vértigo al ver bajo mis pies, y sin embargo en mí, como si tuviera leguas de altura, tanta cantidad de años (…) Como si los hombres se hallaran fijados como zancos vivientes que crecen sin cesar, a veces superando en altura a campanarios, lo que hacía que el andar se hiciera difícil y peligroso, por lo cual de repente, esos hombres acaban por desplomarse” (Marcel Proust Le temps retrouvé,  Gallimard La Pléiade tomo IV p. 624.-625).

El concepto de tiempo se vincula a una modalidad de cambio (cifra del cambio “según lo anterior y lo posterior”, señala Aristóteles). Pero este cambio tiene dos flechas, y el tiempo designa tan solo una de ellas, la del cambio destructor, de tal manera que temporal no es el proceso por el cual la simiente se convierte en planta, sino el proceso por el cual la planta decae, literalmente degenera, se arruina. Para el primer proceso (generación) se necesita energía exterior, mientras que para el segundo (corrupción, des-composición)…la planta se basta sola.

Sabedores únicos entre los seres vivos de la implacable necesidad natural que supone la ruina de sus cuerpos (y con ellos de la palabra que en los cuerpos se sostiene), los humanos renuncian a escapar al tiempo, pero buscan esa provisional neutralización del mismo que constituye una gestión sabia del relevo de las generaciones; neutralización que pasa por suponer un lugar de intersección, de vida compartida, entre los que están, los que están creciendo y los que ya se van.

Para los que ya se van, ese espacio de intersección supone mantener vivo un rescoldo de los momentos afortunados en los que se sentían suspendidos a la comunidad y escoltados por ella. Momentos de intersubjetividad que constituyen la esencia de las pequeñas alegrías, pero asimismo la esencia de la fiesta, colectiva por definición. Fiesta, esa cosa rara, consistente en que lo dado y reconocible (la frase de una sencilla melodía) mute en lo irreductible, y el conjunto de los “yos” empíricos devenga coral, sin necesidad de soporte en acuerdos objetivos.

A esta intersección (rasgo en general  de las  comunidades agrarias y signo mayor de una civilización digna de tal nombre), a esta suerte de paréntesis en lo implacable del relevo generacional,  hace contrapunto el trazado de barreras horizontales en la línea vertical del tiempo; barreras  cuyo espesor se agranda con la elevación, siendo ya infranqueable la que separa a los situados a gran altura, abocados a relacionarse exclusivamente entre ellos, en esos aparcaderos eufemísticamente llamados residencias de tercera edad,  o a buscar asténico sustituto en artefactos  o en animales sobre los que se proyecta la respuesta a la propia interpelación que, en  tiempos más afortunados, se recibía de los seres de palabra. Ya solo queda entonces la acentuación del vértigo:

Los zancos vivientes se elevan sin obstáculo, pese a que su depósito es un lugar de clausura. Clausura a cielo abierto, contrapunto de los perdidos “domoi”, donde el frío era vencido por la alianza del fuego y la palabra; lugar postrero de tránsito, donde las luces, más que iluminar el entorno de los confinados, sirven, como las señales en las casas de judíos acusados de la muerte negra, para acentuar la angustia terror en los que sienten la inminencia del traslado:

“Antes del cementerio la ciudad clausurada de los viejos mantenía sus lámparas permanentemente encendida en la bruma” (Marcel Proust, Idem, p.556).

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29 de abril de 2025
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El ser moral

Oímos discursos como el de la evocada Rita Braidotti y a veces nos callarnos ante el temor de parecer desubicados, ajenos a un tiempo dónde lo usual es aceptar que somos una especie entre otras especies, cuya singularidad no es en absoluto jerárquicamente diferente respecto a la singularidad, por ejemplo, del simio bonobo respecto del simio chimpancé. Hay sin embargo momentos e imágenes que sirven de contrapunto, trayendo a la superficie el rasgo irreductible de nuestra condición; rasgo abismado de ordinario bajo un lenitivo de querellas falsas, causas tan salvadoras como artificiosas y apuestas esperanzadoras que no resisten el juicio.

La imagen de un ataúd ubicado sobre una mesa rodante rectangular dirigida desde sus extremos por dos hombres enlutados que, tras los últimos adioses de un ser próximo al finado, se dirigen a la sala de incineración, esta evidencia de que el ser de palabra está llamado a dejar de ser tal…  genera inevitablemente esa certeza de desarraigo evocado por Octavio Paz (“saberse desterrado en la tierra, siendo tierra”); certeza de la que de inmediato huimos, como huimos de los sueños. Cuando no hay tal huida, ante el abismal destino que le espera como ser de razón, el humano recupera su ansia originaria por conocer y admirar, a la vez que su plena condición de ser moral.

El ser moral no confunde la astenia del cuerpo y debilidad del espíritu que devasta un día u otro a los seres de palabra, con la situación de indigencia y abandono de los empujados a los arcenes por un orden social generador de un mal contingente y gratuito. Fraternizando de inmediato con los ya marcados por la devastación inevitable, se exaspera ante la imagen de las víctimas del mal gratuito, maldiciendo la matriz que lo genera.

Percibiendo que Eurípides y Shakespeare hurgan en esa marca exclusiva del animal humano que es “la imposibilidad de vincularse sin sufrir”, el ser moral no rebaja la tragedia a un sórdido “suceso”, no reduce Medea a un caso de madre desnaturalizada, ni Otelo a prototipo de patriarca maltratador.

El ser moral, defensor ante todo de los seres que (en el relevo de las generaciones) garantizan la persistencia del lenguaje, no entiende la idea de amar aquello que eventualmente le es perjudicial, aprecia las especies animales que son sus aliados y deplora el triunfo de las que le son perjudiciales, a la vez que, en su relación con los demás humanos, se felicita del traspiés del enemigo, viviendo como fiesta propia la fortuna del amigo.

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27 de marzo de 2025
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Cuando la academia sigue el aire de la época

Lo problemático de los textos de Rita Braidotti no es tanto que, desde una institución académica, en principio humanística, se defiendan posiciones tan extremadas respecto a nuestra especie, como el hecho de que en tales posicionamientos se recoge algo así como el aire de la época. Pues tal grado de repudio sólo se explica por un general descorazonamiento respecto a la capacidad intelectual en general y creativa en particular del ser humano. Descorazonamiento que esconde quizás una falta de entereza para enfrentarse a la verdad de lo que nuestra condición supone, simplemente la trágica condición de ser lenguaje inevitablemente sostenido por el cuerpo y, en consecuencia, inevitablemente, lenguaje debilitado por la quiebra de ese cuerpo. El humano cabal contempla la belleza y la inteligencia, y asume la constatación de que tales atributos superiores no son propios, o han dejado de serlo; asume el tiempo y eventualmente deplora lo trágico de su destino, pero en ningún caso lo ignora y menos intenta sustituirlo.

Es algo bien singular que tal sustitución sea tan fácil. Concretamente que la certeza trágica de la propia dignidad sea reemplazada por la mera representación de formar parte del bien. Un bien que se extendería a todo en el universo salvo precisamente a la especie humana. Somos una especie animal que se complace en la idea de ser la causa del mal de las demás especies y se exige protegerlas de sí misma. Prueba paradójica de nuestra singularidad y al tiempo profundo misterio: ¿cómo es posible que tal inversión de jerarquía produzca consuelo?

La exigencia de garantizar el bienestar humano se dobla de un imperativo una exigencia de bienestar animal. Muy razonable en principio si no fuera que la segunda se revela más imperativa que la primera.  No se toleran infracciones a la normativa que prohíbe la presencia callejera de animales sin custodia, pero se mira hacia otro lado ante imágenes que muestran el no cumplimiento del precepto constitucional que garantiza para todo ciudadano cuando mínimo un lugar dónde resguardarse.

Esta simple constatación muestra cierto grado de fariseísmo en el discurso tan reiterado según el cual una cosa no quita la otra, que el cuidado de la animalidad por parte del hombre ha de llevarse a la par que el cuidado de la propia especie. Y hay un segundo aspecto que concierne exclusivamente al bienestar animal:

Como tantos etólogos se han cansado de repetir, mantener a un animal en un angosto espacio urbano no es signo de empatía con la naturaleza del animal (la cual pasa por mantenerlo en un ámbito dónde pueda desplegar sus potencialidades), sino más bien instrumentalización del animal para suplir la ausencia (quizás por razones de abandono social) de vínculos de palabra que son la matriz de toda relación humana.

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3 de marzo de 2025

'Lo posthumano' de Rita Braidotti, Gedissa, 2015

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Un caso de explícito repudio teorético del humanismo

La distanciación en nuestro tiempo del ideario humanista se manifiesta en la vida cotidiana y en determinadas actitudes jaleadas por publicidad, y hasta por leyes ad hoc. Sin duda la persona que comparte con su caniche un helado con ademanes análogos a los que adoptaría si los compartiera con su hijo o nieto, no recurre a sutilezas teoréticas para justificar lo que (¡en otros tiempos!) podría parecer un comportamiento singular. Y lo mismo cabe decir de la persona que, a la hora en que antes compartía tertulia con amigos en un bar, se centra en comunicarse con el chat de moda, entendiendo que este no le proporciona menor sentimiento de comunidad que sus congéneres.

Sin embargo, en alguna ocasión y desde la autoridad que supone el haber tenido en su día una posición académica de cierta relevancia, el código de valores implícito se hace explícito, la nueva ética deviene teorética.  Tal es el caso del libro sobre el post-humanismo de la pensadora italiana Rita Braidotti, publicado en inglés y en su día traducido con prontitud al español (Rita Braidotti, The posthuman, Polity Press, Cambridge 2013. Traducción española, Lo posthumano, Gedissa, 2015).

La autora reivindica el papel de la ciencia y la tecnología en la forja del post-humanismo, proponiendo una suerte de fusión entre el hombre y las máquinas. Y en el sentido de esas personas evocadas hace unas líneas que prefieren la conversación con el chat a la tertulia humana, llega escribir: “¡las máquinas están vivas, mientras que las personas están inertes!”. Ello explica que afirme sin tapujos: “El anti-humanismo es parte de mi genealogía intelectual y personal”.  Lo curioso es que, cuando escribía estas líneas, la autora era directora del “Centro para las humanidades” de la universidad de Utrech.

Sin duda, el fariseísmo es casi un universal antropológico, es decir, algo atribuible a todos los seres humanos sea cual sea su lengua y cultura: nadie quiere sentirse situado en el mal lado, Rita Braidotti tampoco. Si prefiere las máquinas a los humanos es entre otras razones porque la autora ve en estos últimos la matriz de todo lo deplorable del mundo (¡no se fija en que también es matriz de la Teoría de la Relatividad   de la Recherche   proustiana o la ciudad de Venecia!), De tal manera que al final la causa tecnológica es presentada como la aliada clave de la causa ecológica. Liberados del influjo humano, inteligencia algorítmica y naturaleza se hermanarán en una suerte de nueva zoe, que, trascendiendo la mera vida (bios), se confundiría con el bien.

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6 de febrero de 2025
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Actividades sorprendentes que no exigen analogía con el proceder humano

 

Ante algunas conclusiones relativas a las capacidades de ciertas entidades no humanas, resulta metodológicamente sano recordar la exigencia de economía asociada a Occam: cosas que pueden explicarse con hipótesis relativamente menos complejas, no han de explicarse de manera sobreabundante, atribuyendo a animales o a maquinas facultades como la conciencia de sí o la capacidad lingüística.

Que se den en animales comportamientos fenomenológicamente coincidentes con los que en ocasiones pone de manifiesto el ser humano, no implica que se haya actuado como lo haría con vistas al mismo objetivo el ser humano. Que en entidades artificiales se den tipos de cómputo que el ser humano sólo alcanza tras un arduo aprendizaje, no implica que tales entidades hayan aprendido a la manera del ser humano. Y, en suma, que haya comportamiento, modos de acción y resultados de todo ello que objetivamente (es decir desde el punto de vista de la descripción y previsión) no parezcan discernibles de lo que un ser humano efectúa, no implica que estén operando facultades análogas a las que operan en el ser humano.

Muchas cosas de elevada complejidad pueden alcanzarse sin que en el proceso que conduce a las mismas intervenga literalmente idea alguna, es decir, intervenga ese polo del signo lingüístico que es el significado, en ausencia del cual no cabe siquiera hablar de significación. Hay razones para conjeturar que basta para ello un código de señales sintácticamente rico. Y por supuesto hay jerarquía entre esos códigos, algunos de los cuales han llenado de estupor a los estudiosos de los mismos: aquel que se da entre las abejas (ejemplo de siempre), o el que permite a Alpha Go vencer al campeón del mundo en un encuentro deportivo, por avanzar dos ejemplos.

Toda la complejidad que quepa poner de relieve en uno y otro caso, no tiene porqué ser equiparada con la del ser que sopesa la complejidad, y no sólo por una cuestión formal, sino por el hecho de que este ser que sopesa lo hace desde el espacio de los conceptos y categorías que subyacen tras todo acto lingüístico y tras la manera en que los hombres perciben el mundo. Lo hace, en suma, desde el platónico campo eidético, y no hay hasta ahora muestra clara de que el campo eidético esté presente en el actuar de otros seres, naturales o artificiales.

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27 de enero de 2025
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