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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Fingida alarma… ¡verdadero odio!

Doquiera que estamos lloramos por España(El morisco exiliado Ricote a Sancho Panza).

Si usted pasea por la villa cordobesa de La Carlota, verá un monumento que reza lo siguiente: “en conmemoración del nuevo centenario del fuero de las nuevas poblaciones” Recordemos de qué fuero se trata y a qué nuevas poblaciones se hace referencia.

En el siglo XVIII, bajo el reinado de Carlos III se creó una quinta provincia andaluza, que se unía a las ya entonces reconocidas Córdoba, Jaén, Sevilla y Granada.  La gestión de estos territorios fue encargada al ilustrado Pablo de Olavide (que hoy da nombre a una universidad pública sevillana), cuya primera tarea fue la de crear pueblos en el trayecto de Madrid a Andalucía que aligeraran el carácter silvestre de ciertas zonas, entonces refugio de bandoleros. La idea central era fomentar en esos pueblos una agricultura avanzada. Pero para que haya agricultura se necesitan agricultores. Olavide estimaba que la organización tradicional de las poblaciones campesinas en España acumulaba aspectos que constituían un lastre. Por ello pensó en que los habitantes de las nuevas aldeas y feligresías fueran procedentes de otros lugares. Bajo la mediación de un aventurero bávaro, 6000 colonos sobre todo alemanes, flamencos y suizos, pero también algún francés, fueron reclutados. No todo fue ideal en esta aventura. Hubo inviernos durísimos que ponían en entredicho la idea de ir a trabajar a un país de clima meridional, hubo abusos de todo tipo y se pusieron dificultades a aquellos que querían regresar a sus países de origen. En suma, como en toda aventura humana fuera de los territorios de origen… Pero en La Carlota y otras poblaciones aún hay muchos apellidos extranjeros y se preservan costumbres que denotan el origen de sus habitantes. Tras este preliminar me acerco a la actualidad.

 “No se pisotea a un hombre ya caído (On ne piétine pas un homme à terre)”, es una expresión francesa, para señalar lo indecente de quien abusa o hace mofa de alguien en situación de indefensión. El precepto no es siempre seguido.  Por el contrario, abundan los casos de complacencia en aterrar al ya aterrado, tanto a nivel individual como político, en la entera geografía y, desde luego, entre nosotros. Sitúo los hechos en el contexto informativo.

22 de agosto de 2025.  Uno de los momentos álgidos del enquistado conflicto  de Gaza. El gobierno israelí anuncia la ocupación militar de la capital del enclave y da como única opción a la población trasladarse al sur, zona fronteriza con un Egipto que ha mostrado nula voluntad de acoger en su territorio a esos potenciales desplazados. La organización de las naciones Unidas hace las tan usuales como inútiles llamadas a evitar la previsible hecatombe. Los supervivientes se hallan abocados, sea a un exilio más o menos clandestino, sea a vagar como sombras en el territorio de la franja, emulando a los millones de colombianos (es sólo un ejemplo de los muchos en el mundo) que hace ya decenios fueron víctimas de una feroz rapiña que les arrebató sus tierras, y hoy siguen condenados a errar por el país, extraviados entre recuerdos presentes y entorno social ausente.

Pues bien, en un diario español de línea editorial conservadora (variable que en este caso poco importa), un articulista lanza una propuesta, obviamente con clara conciencia de su inviabilidad, reflejada en el título, “Utopía palestino-española”. En síntesis:  España se acerca a los 50 millones de habitantes, irregularmente distribuidos entre zonas de intensa concentración de población y enormes zonas semivacías, lo que se llama España despoblada. Acoger en nuestro país a esa población asediada y repudiada, con reglas estrictas para garantizar la adecuación (como se hizo, en el siglo XVIII con colonos del norte de Europa) no sólo garantizaría la repoblación y futura prosperidad de zonas hoy privadas de elemental atención, sino que también lavaría parcialmente la afrenta histórica que significó la expulsión de los moriscos. Hasta aquí los argumentos del articulista. Como indicaba, a ojos del mismo, la propuesta es, dadas las circunstancias, inviable, pero sin por ello dejar de ser racional. Pues bien:

No sé si el autor del escrito esperaba lo intenso de las reacciones. Decenas de mensajes, algunos sarcásticos, otros avanzando alguna argumentación, pero (me excuso si se me ha escapado alguna excepción) con un denominador común: alarma y temor falsos (conscientemente falsos, pues nadie de verdad consideró la posibilidad de que gobierno alguno llegue a implementar la propuesta), pero ¡odio verdadero! A veces odio a todas luces consciente, otras veces envuelto en alguna consideración que intenta tamizarlo a ojos mismos del que lo experimenta. El autor es descalificado por su prosa, su “cinismo” incluso su “mala leche”, pero sobre todo en razón de la (¡dada por supuesta!) indigencia moral de la población que propone integrar en nuestro país.

Desde felicitarse en razón de que “hace 800 años les dimos con la puerta en las narices”, hasta considerar que la expulsión de los moriscos “no fue pecado, sino profilaxis”, las expresiones que rezuman inquina proliferan en casi todas las reacciones. Temo que hace 80 años, para quienes las pronuncian, “profilaxis” había sido también la expulsión de los españoles judíos. De hecho, en esos años de tiniebla nacional-católica, los judíos tenían prioridad a la hora de ser sujetos de anatema ideológico, generador de fobia “in absentia”, pues casi nadie en España tenía sentimiento de convivir o haber convivido con un judío.

Una persona con la que hablaba de este asunto me indicaba que las respuestas a los artículos son a menudo generadas masivamente por algún grupo interesado; no hay que imaginar tras cada uno de esos mensajes a una persona concreta. Mas en tal caso, sorprende que los lectores de un comentarista habitual del periódico no reaccionen protestando por el aluvión de insultos que su escrito genera.

En todo caso, la impresión es la de que, por conservador que se muestre en su línea editorial un medio, los lectores u oyentes del mismo exigen una suplementaria vuelta de tuerca. De tal manera que el periódico se puede ver en la disyuntiva de mantener el tono (¡todo lo conservador que sea!) o hacerse eco de las pulsiones de ceguera y odio de parte de su audiencia; hay que dar salida a una suerte de barbarie ciudadana de la que ha habido otras manifestaciones recientemente, así las sarcásticas consideraciones respecto a la tentativa de suicidio de un político cuya mala suerte quiso que emergiera un oscuro episodio de cuarenta años atrás, relativo a su formación académica (“suicidio tan fake como el propio curriculum”, llegó a salivar un rencoroso anónimo). Verdaderamente… ¿ “On ne piétine pas un homme à terre!”?

 En cualquier caso, ya que he evocado a los moriscos, es oportuno citar más ampliamente la dolida queja de Ricote, que ha retornado a su pueblo disfrazado entre peregrinos:

Se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño, y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones.

-Bien sabes. ¡Oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando de Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación terror y espanto en todos nosotros(…) ordené, pues, a mi parecer  como prudente, (…) de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo y ir a buscar dónde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás salieron, porque bien vi y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran solo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes (…) Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España”.

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2 de septiembre de 2025
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Qué mueve al filósofo

 

Mueve al filósofo el deseo de retornar a la frontera en la que, por arrancar a hablar, se separó de su mera animalidad, convirtiéndose en animal de razón. Y ello no para regresar a la etapa previa, para recuperar su animalidad plena, sino para venir a ser espejo en el que tal frontera se reconoce, y contemplar el desarraigo intrínseco respecto a la condición natural que la misma supone. Y aquí un segundo propósito.

Asumiendo que la razón y el lenguaje son el marco al que se adapta todo lo que acontece para el hombre y todo proyecto que este emprende, mueve al filósofo la exigencia de apurar la potencia de esas facultades, aspirando a alcanzar un extremo que es simétrico del origen en la animalidad.  Aspiración paradigmáticamente representada por el proyecto platónico de explorar el campo de las ideas hasta descubrir la fuente de ese poder que les hace filtrar tanto nuestra percepción del entorno natural, como el lazo con los otros seres de razón y hasta ese origen del sentimiento de subjetividad que es el “diálogo consigo mismo”.  Encontrar, por ejemplo, la razón de que las ideas matemáticas ordenen la música y posibiliten la construcción de pirámides.  Esta segunda aspiración encierra quizás la misma dificultad que el proyecto de alcanzar el horizonte. Y ello en razón de que, como indica el texto de Octavio Paz, somos tierra, y la tierra (platónica “cárcel del alma”) se resiste a aquello que la empapa y permite reconocerla como tierra, de tal manera que “el verbo se despeña” y, en consecuencia, no ignorando ser tierra, el ser hablante se sabe “desterrado en la tierra”.

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15 de agosto de 2025
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Destierro y filosofía

Las admirables líneas de Octavio Paz, citadas aquí de nuevo en una columna reciente centrada en el tema de la impotencia humana ante la naturaleza, hacen un guiño a la filosofía y aún al arranque de la misma en la controversia presocrática sobre la precariedad del hombre en la guerra abisal entre los elementos: “no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.  Pues bien:

La filosofía es también el trasfondo de la presente reflexión sobre el estado de nuestra sociedad. En múltiples foros he tenido ocasión de señalar que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad humana, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.

Pero, sin ser un rasgo presente en toda sociedad humana, la filosofía es una consecuencia de algo que sí lo es. Pues no hay lugar en el cual los hombres no se asombren ante ciertos fenómenos astronómicos, ante la emergencia de un nuevo ser vivo, ante el hecho de que, a diferencia de un niño que no habla, pero llega a hacerlo, cachorros domésticos como la cría del perro, estando también desde el nacimiento rodeados de seres que hablan, nunca llegan a hacerlo ellos mismos. En fin, no hay sociedad en que el hombre, constatando la finitud de sus congéneres y sabiendo la certeza de la propia, no se sienta “desterrado en la tierra” y no se interrogue por la causa de tal injusticia.

La filosofía es hija de esta disposición interrogante del espíritu humano, pero añade algo a la misma. “Los hombres empezaron a filosofar movidos por el estupor”, dice Aristóteles”, señalando de paso las etapas de tal estupor, en primer lugar, los fenómenos del entorno natural. Es difícil sintetizar el cambio en la disposición ante los fenómenos que lleva a la filosofía, pero si tuviera que avanzar unas líneas diría:

 La filosofía es consecuencia de que tal entorno natural es visto como regido por esa intrínseca necesidad a la que hacen referencia los versos de Lucrecio; la naturaleza no es un marco teatral en el que los hombres, y sobre todo los dioses, puedan intervenir cambiando la urdimbre y la trama.

Hija de inquietudes inherentes a todo espíritu humano, a todo ser para el que la tierra es exilio, la filosofía tiene, como decía, lugar de nacimiento en la Jonia de los pensadores presocráticos. Pero, desde este origen, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad.

De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, hoy, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos gracias a una tenacidad literalmente heroica. En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.

En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y, desde luego, las llamadas ciencias sociales. Pero, en todos los casos, la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. La filosofía (por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos) refleja un hastío de la existencia pasivamente aceptada, una nostalgia por reencontrarse en los límites de lo incondicionado.

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25 de julio de 2025
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Alejados de la naturaleza… aspiramos a abrazarla

Es esta una de las contradicciones en las que se refleja el esencial desarraigo de nuestra época. Aspiramos a fundirnos con el entorno natural, pero estamos quizás más lejos que nunca del mismo. Punzante nostalgia de aquello mismo de lo que la marcha de nuestras culturas nos aleja.

Esas personas que pasean en cochecito a un cachorro de perro, comparten sus momentos de ocio con el mismo como si fuera un niño, lo acogen en sus brazos e incluso lo mecen como lo harían con su bebé, literalmente están negando la realidad natural, y en la medida en que subjetivamente han divinizado la naturaleza, aunque lo ignoren, están de alguna manera negando sus leyes. Y la naturaleza no dejará de reivindicarse utilizando esos mismos representantes de otras especies que al ser confundidos con la propia progenitura son negados en su naturaleza específica. Pues en caso de hambruna, los cachorros no dudarán en alejarse de esos falsos progenitores, ya impotentes a ampararlos, e incluso, como el ejemplo del oso muestra, se rebelarán contra los mismos devorándolos.

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4 de julio de 2025
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Retorno en la furca misma (a vueltas con la “venganza” de la naturaleza)

Vuelvo a la idea, común a Lucrecio y tantos otros, de que la naturaleza está regida por una implacable necesidad, que ni dioses ni hombres son susceptibles de perturbar en lo profundo. Esta convicción no significa considerar que la naturaleza se cierre totalmente al ser humano. Irreductible a toda voluntad de transformarla, la naturaleza es sin embargo permeable a la voluntad de conocerla. Siendo imposible violentarla, sí es posible desvelarla. Tal desvelamiento es lo que los pensadores griegos designaron como teoría o contemplación de la naturaleza, es decir la física, búsqueda de los constituyentes de la necesidad que están más allá de lo que se muestra, hipótesis de que en lo profundo legisla el aire, o el fuego, o quizás meramente átomos rodeados de vacío e incluso (hipótesis hiperbólica) realidades aritméticas o geométricas).

Y desvelar la naturaleza es lo contrario de intentar transformarla en su esencia, ya se trate de la interna relación de fuerzas en la naturaleza inerte o de la naturaleza específica de los seres vivos. A diferencia de lo que creía Aristóteles, las especies ciertamente no son eternas. Al igual que los individuos (aunque en una escala diferente) también las especies se hallan afectadas por el tiempo. Mas por muy provisional que sea su estabilidad, hablar de especie es referirse a un conjunto de rasgos invariantes que determinan un comportamiento y con los cuales es peligroso jugar. El individuo de una especie dada es heredero de unos rasgos potenciales que tienden a actualizarse, y es desde luego contra natura el pretender que se actualicen los rasgos que corresponden a otra especie, cosa a la que implícitamente parece aspirarse cuando, por ejemplo, se trata a un can  como a un niño, esperando que llegue a asumir el comportamiento de este último.

Entre los casos singulares de relación entre humanos y animales que a intervalos saltan a los medios de comunicación hubo hace un tiempo el de un ciudadano ruso que decidió criar un cachorro de oso como si se tratara de su propio hijo, acostumbrándole entre otras cosas a la alimentación propia de los humanos. Al parecer la cosa funcionó hasta que a los cuatro años el oso se negó a seguir la acostumbrada pauta de alimentación, prefiriendo…comerse a su padre adoptivo.  Este caso es buena muestra de lo inútil que es intentar hacer abstracción de que la división específica es la expresión misma de la realidad natural y en consecuencia negar la irreductibilidad de las especies es negar lo que la naturaleza misma ha marcado. Esa naturaleza que, al decir de lo atribuido a Horacio “por mucho que se la expulse con una horquilla siempre retorna”.

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17 de junio de 2025
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La impotencia del hombre ante la naturaleza

 “​Libre al momento es la naturaleza, / ​​de soberbios señores despojada;/ ​ ​ella misma por sí rige su imperio, ​ ​/sin dar parte a los dioses.” (Lucrecio De rerum naturae, II, 1510-1515.).

En este fragmento célebre, Lucrecio nos pone en guardia contra una pretensión que ha atravesado lo siglos pero que en nuestro tiempo alcanza particular acuidad. Si la naturaleza no da parte a los dioses, menos aún rendirá cuenta ante los hombres. Se infiere de ello que ese rasgo de la singularidad humana que es la técnica, sólo puede explotar las potencialidades que la naturaleza misma ofrece, y así de alguna manera seguir sus directrices, siendo vana la idea de modificar el trasfondo mismo de la necesidad.

Y sin embargo está muy generalizada en nuestras sociedades la idea de que el comportamiento humano no sólo pone en peligro los equilibrios necesarios a nuestra persistencia y al entorno que la posibilita, sino que de alguna manera afectaría a la naturaleza misma.  Para bien o para mal (y la idea general es que más bien para mal), la técnica humana sería susceptible de afectar a la naturaleza digamos en sus entrañas.

Esta polaridad está incluso presente a la hora de elucidar sobre catástrofes, otro tiempo consideradas meramente naturales, pero hoy en parte atribuibles a la presencia humana. Al respecto, una vez más fragmentos de un texto aquí varias veces evocado:

“¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable! / Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: “Todo está bien”/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas »

Este lamento de Voltaire tras el terremoto de Lisboa es una queja contra el optimismo ontológico que caracteriza a la filosofía de Leibniz: un dios computador había conseguido crear un mundo que respondía a la máxima optimización el mejor de los posibles (“todo está bien, decís, y todo es necesario”).  Pero sobre todo es una queja contra la propia necesidad que, para Voltaire, no podía tener otra forma que la propia naturaleza, ciega ante las expectativas de los humanos, víctimas intrínsecas de la misma. No es seguro que tal sea hoy la queja que se eleva ante el tremendo seísmo de Birmania. Consignas como “Salvar el planeta”, son expresivas de esta nueva percepción del lazo entre la naturaleza y la técnica. Parece recaer sobre la humanidad una sombra de responsabilidad; víctima de sí misma, la humanidad constituiría además una amenaza para la naturaleza como tal. Todo esto constituye una suerte de fundamental error ontológico. El hombre no puede ser responsable de lo que le ocurre a la naturaleza en sí, simplemente por impotencia ante la misma, aunque ciertamente sí puede y debe aspirar a explotar las posibilidades que la naturaleza le ofrece no ya para vivir sino (y sobre todo) para “bien vivir”. Bien vivir provisional y permanentemente amenazado. Pues lo implacable de la necesidad natural acaba retornando, de manera inmediata por la inherencia de esa modalidad de cambio corruptor que es el tiempo en el seno mismo de la naturaleza humana. Una vez más cito las admirables líneas de Octavio Paz:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/ Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

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2 de junio de 2025
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Margaritas sin Fausto

 

Fausto, el héroe de Goethe no se conformó con la sabia humanización del tiempo (evocada en la columna anterior) consistente en hacer posible la existencia de espacios de intersección que permiten prolongar los vínculos de palabra entre las generaciones, y se propuso simplemente vencer al tiempo, modificando en la propia persona el sentido de su flecha. Sabida es la consecuencia de tal desafío: Fausto queda excluido de la relación cabal con los otros humanos (la cual pasa por compartir el sentimiento coral de finitud) arrastrando en su destino a Margarita.

En la transcripción operística realizada por Gounod, Margarita, burlada, maldecida y sin fuerzas para asumir una nueva y terrible vuelta de tuerca en su calvario, mece en sus brazos el cadáver de su hijo, engendrado por Fausto, esperando en su desvarío que el cuerpecito responda a su canción con balbuceos o entreabriendo sus ojitos. Imagen punzante de imposible respuesta a un gesto humano, imagen que se reitera hoy en nuestras ciudades, cuando una mujer saca de su cochecito un caniche adornado y, tomándolo en sus brazos, lo balancea con la delicadeza y la ternura que, a todas luces, ni el destino, ni sus congéneres humanos, le han brindado a ella.

Margaritas sin Fausto que pueblan calles y terrazas sin alma de urbes europeas, las cuales, sin embargo, son mirífico faro para millones de desheredados provenientes de todos los puntos de la tierra, cuyo destino (de acceder a ellas y lograr afianzarse) será quizás ocuparse del can envejecido y a la par empujar la silla de la Margarita que perdura acompañada por un ser meramente vivo pero excluida de todo lazo mediado por la palabra.

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12 de mayo de 2025
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Suburbio para zancos vivientes

 

“Sentía vértigo al ver bajo mis pies, y sin embargo en mí, como si tuviera leguas de altura, tanta cantidad de años (…) Como si los hombres se hallaran fijados como zancos vivientes que crecen sin cesar, a veces superando en altura a campanarios, lo que hacía que el andar se hiciera difícil y peligroso, por lo cual de repente, esos hombres acaban por desplomarse” (Marcel Proust Le temps retrouvé,  Gallimard La Pléiade tomo IV p. 624.-625).

El concepto de tiempo se vincula a una modalidad de cambio (cifra del cambio “según lo anterior y lo posterior”, señala Aristóteles). Pero este cambio tiene dos flechas, y el tiempo designa tan solo una de ellas, la del cambio destructor, de tal manera que temporal no es el proceso por el cual la simiente se convierte en planta, sino el proceso por el cual la planta decae, literalmente degenera, se arruina. Para el primer proceso (generación) se necesita energía exterior, mientras que para el segundo (corrupción, des-composición)…la planta se basta sola.

Sabedores únicos entre los seres vivos de la implacable necesidad natural que supone la ruina de sus cuerpos (y con ellos de la palabra que en los cuerpos se sostiene), los humanos renuncian a escapar al tiempo, pero buscan esa provisional neutralización del mismo que constituye una gestión sabia del relevo de las generaciones; neutralización que pasa por suponer un lugar de intersección, de vida compartida, entre los que están, los que están creciendo y los que ya se van.

Para los que ya se van, ese espacio de intersección supone mantener vivo un rescoldo de los momentos afortunados en los que se sentían suspendidos a la comunidad y escoltados por ella. Momentos de intersubjetividad que constituyen la esencia de las pequeñas alegrías, pero asimismo la esencia de la fiesta, colectiva por definición. Fiesta, esa cosa rara, consistente en que lo dado y reconocible (la frase de una sencilla melodía) mute en lo irreductible, y el conjunto de los “yos” empíricos devenga coral, sin necesidad de soporte en acuerdos objetivos.

A esta intersección (rasgo en general  de las  comunidades agrarias y signo mayor de una civilización digna de tal nombre), a esta suerte de paréntesis en lo implacable del relevo generacional,  hace contrapunto el trazado de barreras horizontales en la línea vertical del tiempo; barreras  cuyo espesor se agranda con la elevación, siendo ya infranqueable la que separa a los situados a gran altura, abocados a relacionarse exclusivamente entre ellos, en esos aparcaderos eufemísticamente llamados residencias de tercera edad,  o a buscar asténico sustituto en artefactos  o en animales sobre los que se proyecta la respuesta a la propia interpelación que, en  tiempos más afortunados, se recibía de los seres de palabra. Ya solo queda entonces la acentuación del vértigo:

Los zancos vivientes se elevan sin obstáculo, pese a que su depósito es un lugar de clausura. Clausura a cielo abierto, contrapunto de los perdidos “domoi”, donde el frío era vencido por la alianza del fuego y la palabra; lugar postrero de tránsito, donde las luces, más que iluminar el entorno de los confinados, sirven, como las señales en las casas de judíos acusados de la muerte negra, para acentuar la angustia terror en los que sienten la inminencia del traslado:

“Antes del cementerio la ciudad clausurada de los viejos mantenía sus lámparas permanentemente encendida en la bruma” (Marcel Proust, Idem, p.556).

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29 de abril de 2025
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El ser moral

Oímos discursos como el de la evocada Rita Braidotti y a veces nos callarnos ante el temor de parecer desubicados, ajenos a un tiempo dónde lo usual es aceptar que somos una especie entre otras especies, cuya singularidad no es en absoluto jerárquicamente diferente respecto a la singularidad, por ejemplo, del simio bonobo respecto del simio chimpancé. Hay sin embargo momentos e imágenes que sirven de contrapunto, trayendo a la superficie el rasgo irreductible de nuestra condición; rasgo abismado de ordinario bajo un lenitivo de querellas falsas, causas tan salvadoras como artificiosas y apuestas esperanzadoras que no resisten el juicio.

La imagen de un ataúd ubicado sobre una mesa rodante rectangular dirigida desde sus extremos por dos hombres enlutados que, tras los últimos adioses de un ser próximo al finado, se dirigen a la sala de incineración, esta evidencia de que el ser de palabra está llamado a dejar de ser tal…  genera inevitablemente esa certeza de desarraigo evocado por Octavio Paz (“saberse desterrado en la tierra, siendo tierra”); certeza de la que de inmediato huimos, como huimos de los sueños. Cuando no hay tal huida, ante el abismal destino que le espera como ser de razón, el humano recupera su ansia originaria por conocer y admirar, a la vez que su plena condición de ser moral.

El ser moral no confunde la astenia del cuerpo y debilidad del espíritu que devasta un día u otro a los seres de palabra, con la situación de indigencia y abandono de los empujados a los arcenes por un orden social generador de un mal contingente y gratuito. Fraternizando de inmediato con los ya marcados por la devastación inevitable, se exaspera ante la imagen de las víctimas del mal gratuito, maldiciendo la matriz que lo genera.

Percibiendo que Eurípides y Shakespeare hurgan en esa marca exclusiva del animal humano que es “la imposibilidad de vincularse sin sufrir”, el ser moral no rebaja la tragedia a un sórdido “suceso”, no reduce Medea a un caso de madre desnaturalizada, ni Otelo a prototipo de patriarca maltratador.

El ser moral, defensor ante todo de los seres que (en el relevo de las generaciones) garantizan la persistencia del lenguaje, no entiende la idea de amar aquello que eventualmente le es perjudicial, aprecia las especies animales que son sus aliados y deplora el triunfo de las que le son perjudiciales, a la vez que, en su relación con los demás humanos, se felicita del traspiés del enemigo, viviendo como fiesta propia la fortuna del amigo.

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27 de marzo de 2025
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Cuando la academia sigue el aire de la época

Lo problemático de los textos de Rita Braidotti no es tanto que, desde una institución académica, en principio humanística, se defiendan posiciones tan extremadas respecto a nuestra especie, como el hecho de que en tales posicionamientos se recoge algo así como el aire de la época. Pues tal grado de repudio sólo se explica por un general descorazonamiento respecto a la capacidad intelectual en general y creativa en particular del ser humano. Descorazonamiento que esconde quizás una falta de entereza para enfrentarse a la verdad de lo que nuestra condición supone, simplemente la trágica condición de ser lenguaje inevitablemente sostenido por el cuerpo y, en consecuencia, inevitablemente, lenguaje debilitado por la quiebra de ese cuerpo. El humano cabal contempla la belleza y la inteligencia, y asume la constatación de que tales atributos superiores no son propios, o han dejado de serlo; asume el tiempo y eventualmente deplora lo trágico de su destino, pero en ningún caso lo ignora y menos intenta sustituirlo.

Es algo bien singular que tal sustitución sea tan fácil. Concretamente que la certeza trágica de la propia dignidad sea reemplazada por la mera representación de formar parte del bien. Un bien que se extendería a todo en el universo salvo precisamente a la especie humana. Somos una especie animal que se complace en la idea de ser la causa del mal de las demás especies y se exige protegerlas de sí misma. Prueba paradójica de nuestra singularidad y al tiempo profundo misterio: ¿cómo es posible que tal inversión de jerarquía produzca consuelo?

La exigencia de garantizar el bienestar humano se dobla de un imperativo una exigencia de bienestar animal. Muy razonable en principio si no fuera que la segunda se revela más imperativa que la primera.  No se toleran infracciones a la normativa que prohíbe la presencia callejera de animales sin custodia, pero se mira hacia otro lado ante imágenes que muestran el no cumplimiento del precepto constitucional que garantiza para todo ciudadano cuando mínimo un lugar dónde resguardarse.

Esta simple constatación muestra cierto grado de fariseísmo en el discurso tan reiterado según el cual una cosa no quita la otra, que el cuidado de la animalidad por parte del hombre ha de llevarse a la par que el cuidado de la propia especie. Y hay un segundo aspecto que concierne exclusivamente al bienestar animal:

Como tantos etólogos se han cansado de repetir, mantener a un animal en un angosto espacio urbano no es signo de empatía con la naturaleza del animal (la cual pasa por mantenerlo en un ámbito dónde pueda desplegar sus potencialidades), sino más bien instrumentalización del animal para suplir la ausencia (quizás por razones de abandono social) de vínculos de palabra que son la matriz de toda relación humana.

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3 de marzo de 2025
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