“Sentía vértigo al ver bajo mis pies, y sin embargo en mí, como si tuviera leguas de altura, tanta cantidad de años (…) Como si los hombres se hallaran fijados como zancos vivientes que crecen sin cesar, a veces superando en altura a campanarios, lo que hacía que el andar se hiciera difícil y peligroso, por lo cual de repente, esos hombres acaban por desplomarse” (Marcel Proust Le temps retrouvé, Gallimard La Pléiade tomo IV p. 624.-625).
El concepto de tiempo se vincula a una modalidad de cambio (cifra del cambio “según lo anterior y lo posterior”, señala Aristóteles). Pero este cambio tiene dos flechas, y el tiempo designa tan solo una de ellas, la del cambio destructor, de tal manera que temporal no es el proceso por el cual la simiente se convierte en planta, sino el proceso por el cual la planta decae, literalmente degenera, se arruina. Para el primer proceso (generación) se necesita energía exterior, mientras que para el segundo (corrupción, des-composición)…la planta se basta sola.
Sabedores únicos entre los seres vivos de la implacable necesidad natural que supone la ruina de sus cuerpos (y con ellos de la palabra que en los cuerpos se sostiene), los humanos renuncian a escapar al tiempo, pero buscan esa provisional neutralización del mismo que constituye una gestión sabia del relevo de las generaciones; neutralización que pasa por suponer un lugar de intersección, de vida compartida, entre los que están, los que están creciendo y los que ya se van.
Para los que ya se van, ese espacio de intersección supone mantener vivo un rescoldo de los momentos afortunados en los que se sentían suspendidos a la comunidad y escoltados por ella. Momentos de intersubjetividad que constituyen la esencia de las pequeñas alegrías, pero asimismo la esencia de la fiesta, colectiva por definición. Fiesta, esa cosa rara, consistente en que lo dado y reconocible (la frase de una sencilla melodía) mute en lo irreductible, y el conjunto de los “yos” empíricos devenga coral, sin necesidad de soporte en acuerdos objetivos.
A esta intersección (rasgo en general de las comunidades agrarias y signo mayor de una civilización digna de tal nombre), a esta suerte de paréntesis en lo implacable del relevo generacional, hace contrapunto el trazado de barreras horizontales en la línea vertical del tiempo; barreras cuyo espesor se agranda con la elevación, siendo ya infranqueable la que separa a los situados a gran altura, abocados a relacionarse exclusivamente entre ellos, en esos aparcaderos eufemísticamente llamados residencias de tercera edad, o a buscar asténico sustituto en artefactos o en animales sobre los que se proyecta la respuesta a la propia interpelación que, en tiempos más afortunados, se recibía de los seres de palabra. Ya solo queda entonces la acentuación del vértigo:
Los zancos vivientes se elevan sin obstáculo, pese a que su depósito es un lugar de clausura. Clausura a cielo abierto, contrapunto de los perdidos “domoi”, donde el frío era vencido por la alianza del fuego y la palabra; lugar postrero de tránsito, donde las luces, más que iluminar el entorno de los confinados, sirven, como las señales en las casas de judíos acusados de la muerte negra, para acentuar la angustia terror en los que sienten la inminencia del traslado:
“Antes del cementerio la ciudad clausurada de los viejos mantenía sus lámparas permanentemente encendida en la bruma” (Marcel Proust, Idem, p.556).
