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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Suburbio para zancos vivientes

 

“Sentía vértigo al ver bajo mis pies, y sin embargo en mí, como si tuviera leguas de altura, tanta cantidad de años (…) Como si los hombres se hallaran fijados como zancos vivientes que crecen sin cesar, a veces superando en altura a campanarios, lo que hacía que el andar se hiciera difícil y peligroso, por lo cual de repente, esos hombres acaban por desplomarse” (Marcel Proust Le temps retrouvé,  Gallimard La Pléiade tomo IV p. 624.-625).

El concepto de tiempo se vincula a una modalidad de cambio (cifra del cambio “según lo anterior y lo posterior”, señala Aristóteles). Pero este cambio tiene dos flechas, y el tiempo designa tan solo una de ellas, la del cambio destructor, de tal manera que temporal no es el proceso por el cual la simiente se convierte en planta, sino el proceso por el cual la planta decae, literalmente degenera, se arruina. Para el primer proceso (generación) se necesita energía exterior, mientras que para el segundo (corrupción, des-composición)…la planta se basta sola.

Sabedores únicos entre los seres vivos de la implacable necesidad natural que supone la ruina de sus cuerpos (y con ellos de la palabra que en los cuerpos se sostiene), los humanos renuncian a escapar al tiempo, pero buscan esa provisional neutralización del mismo que constituye una gestión sabia del relevo de las generaciones; neutralización que pasa por suponer un lugar de intersección, de vida compartida, entre los que están, los que están creciendo y los que ya se van.

Para los que ya se van, ese espacio de intersección supone mantener vivo un rescoldo de los momentos afortunados en los que se sentían suspendidos a la comunidad y escoltados por ella. Momentos de intersubjetividad que constituyen la esencia de las pequeñas alegrías, pero asimismo la esencia de la fiesta, colectiva por definición. Fiesta, esa cosa rara, consistente en que lo dado y reconocible (la frase de una sencilla melodía) mute en lo irreductible, y el conjunto de los “yos” empíricos devenga coral, sin necesidad de soporte en acuerdos objetivos.

A esta intersección (rasgo en general  de las  comunidades agrarias y signo mayor de una civilización digna de tal nombre), a esta suerte de paréntesis en lo implacable del relevo generacional,  hace contrapunto el trazado de barreras horizontales en la línea vertical del tiempo; barreras  cuyo espesor se agranda con la elevación, siendo ya infranqueable la que separa a los situados a gran altura, abocados a relacionarse exclusivamente entre ellos, en esos aparcaderos eufemísticamente llamados residencias de tercera edad,  o a buscar asténico sustituto en artefactos  o en animales sobre los que se proyecta la respuesta a la propia interpelación que, en  tiempos más afortunados, se recibía de los seres de palabra. Ya solo queda entonces la acentuación del vértigo:

Los zancos vivientes se elevan sin obstáculo, pese a que su depósito es un lugar de clausura. Clausura a cielo abierto, contrapunto de los perdidos “domoi”, donde el frío era vencido por la alianza del fuego y la palabra; lugar postrero de tránsito, donde las luces, más que iluminar el entorno de los confinados, sirven, como las señales en las casas de judíos acusados de la muerte negra, para acentuar la angustia terror en los que sienten la inminencia del traslado:

“Antes del cementerio la ciudad clausurada de los viejos mantenía sus lámparas permanentemente encendida en la bruma” (Marcel Proust, Idem, p.556).

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29 de abril de 2025
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El ser moral

Oímos discursos como el de la evocada Rita Braidotti y a veces nos callarnos ante el temor de parecer desubicados, ajenos a un tiempo dónde lo usual es aceptar que somos una especie entre otras especies, cuya singularidad no es en absoluto jerárquicamente diferente respecto a la singularidad, por ejemplo, del simio bonobo respecto del simio chimpancé. Hay sin embargo momentos e imágenes que sirven de contrapunto, trayendo a la superficie el rasgo irreductible de nuestra condición; rasgo abismado de ordinario bajo un lenitivo de querellas falsas, causas tan salvadoras como artificiosas y apuestas esperanzadoras que no resisten el juicio.

La imagen de un ataúd ubicado sobre una mesa rodante rectangular dirigida desde sus extremos por dos hombres enlutados que, tras los últimos adioses de un ser próximo al finado, se dirigen a la sala de incineración, esta evidencia de que el ser de palabra está llamado a dejar de ser tal…  genera inevitablemente esa certeza de desarraigo evocado por Octavio Paz (“saberse desterrado en la tierra, siendo tierra”); certeza de la que de inmediato huimos, como huimos de los sueños. Cuando no hay tal huida, ante el abismal destino que le espera como ser de razón, el humano recupera su ansia originaria por conocer y admirar, a la vez que su plena condición de ser moral.

El ser moral no confunde la astenia del cuerpo y debilidad del espíritu que devasta un día u otro a los seres de palabra, con la situación de indigencia y abandono de los empujados a los arcenes por un orden social generador de un mal contingente y gratuito. Fraternizando de inmediato con los ya marcados por la devastación inevitable, se exaspera ante la imagen de las víctimas del mal gratuito, maldiciendo la matriz que lo genera.

Percibiendo que Eurípides y Shakespeare hurgan en esa marca exclusiva del animal humano que es “la imposibilidad de vincularse sin sufrir”, el ser moral no rebaja la tragedia a un sórdido “suceso”, no reduce Medea a un caso de madre desnaturalizada, ni Otelo a prototipo de patriarca maltratador.

El ser moral, defensor ante todo de los seres que (en el relevo de las generaciones) garantizan la persistencia del lenguaje, no entiende la idea de amar aquello que eventualmente le es perjudicial, aprecia las especies animales que son sus aliados y deplora el triunfo de las que le son perjudiciales, a la vez que, en su relación con los demás humanos, se felicita del traspiés del enemigo, viviendo como fiesta propia la fortuna del amigo.

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27 de marzo de 2025
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Cuando la academia sigue el aire de la época

Lo problemático de los textos de Rita Braidotti no es tanto que, desde una institución académica, en principio humanística, se defiendan posiciones tan extremadas respecto a nuestra especie, como el hecho de que en tales posicionamientos se recoge algo así como el aire de la época. Pues tal grado de repudio sólo se explica por un general descorazonamiento respecto a la capacidad intelectual en general y creativa en particular del ser humano. Descorazonamiento que esconde quizás una falta de entereza para enfrentarse a la verdad de lo que nuestra condición supone, simplemente la trágica condición de ser lenguaje inevitablemente sostenido por el cuerpo y, en consecuencia, inevitablemente, lenguaje debilitado por la quiebra de ese cuerpo. El humano cabal contempla la belleza y la inteligencia, y asume la constatación de que tales atributos superiores no son propios, o han dejado de serlo; asume el tiempo y eventualmente deplora lo trágico de su destino, pero en ningún caso lo ignora y menos intenta sustituirlo.

Es algo bien singular que tal sustitución sea tan fácil. Concretamente que la certeza trágica de la propia dignidad sea reemplazada por la mera representación de formar parte del bien. Un bien que se extendería a todo en el universo salvo precisamente a la especie humana. Somos una especie animal que se complace en la idea de ser la causa del mal de las demás especies y se exige protegerlas de sí misma. Prueba paradójica de nuestra singularidad y al tiempo profundo misterio: ¿cómo es posible que tal inversión de jerarquía produzca consuelo?

La exigencia de garantizar el bienestar humano se dobla de un imperativo una exigencia de bienestar animal. Muy razonable en principio si no fuera que la segunda se revela más imperativa que la primera.  No se toleran infracciones a la normativa que prohíbe la presencia callejera de animales sin custodia, pero se mira hacia otro lado ante imágenes que muestran el no cumplimiento del precepto constitucional que garantiza para todo ciudadano cuando mínimo un lugar dónde resguardarse.

Esta simple constatación muestra cierto grado de fariseísmo en el discurso tan reiterado según el cual una cosa no quita la otra, que el cuidado de la animalidad por parte del hombre ha de llevarse a la par que el cuidado de la propia especie. Y hay un segundo aspecto que concierne exclusivamente al bienestar animal:

Como tantos etólogos se han cansado de repetir, mantener a un animal en un angosto espacio urbano no es signo de empatía con la naturaleza del animal (la cual pasa por mantenerlo en un ámbito dónde pueda desplegar sus potencialidades), sino más bien instrumentalización del animal para suplir la ausencia (quizás por razones de abandono social) de vínculos de palabra que son la matriz de toda relación humana.

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3 de marzo de 2025

'Lo posthumano' de Rita Braidotti, Gedissa, 2015

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Un caso de explícito repudio teorético del humanismo

La distanciación en nuestro tiempo del ideario humanista se manifiesta en la vida cotidiana y en determinadas actitudes jaleadas por publicidad, y hasta por leyes ad hoc. Sin duda la persona que comparte con su caniche un helado con ademanes análogos a los que adoptaría si los compartiera con su hijo o nieto, no recurre a sutilezas teoréticas para justificar lo que (¡en otros tiempos!) podría parecer un comportamiento singular. Y lo mismo cabe decir de la persona que, a la hora en que antes compartía tertulia con amigos en un bar, se centra en comunicarse con el chat de moda, entendiendo que este no le proporciona menor sentimiento de comunidad que sus congéneres.

Sin embargo, en alguna ocasión y desde la autoridad que supone el haber tenido en su día una posición académica de cierta relevancia, el código de valores implícito se hace explícito, la nueva ética deviene teorética.  Tal es el caso del libro sobre el post-humanismo de la pensadora italiana Rita Braidotti, publicado en inglés y en su día traducido con prontitud al español (Rita Braidotti, The posthuman, Polity Press, Cambridge 2013. Traducción española, Lo posthumano, Gedissa, 2015).

La autora reivindica el papel de la ciencia y la tecnología en la forja del post-humanismo, proponiendo una suerte de fusión entre el hombre y las máquinas. Y en el sentido de esas personas evocadas hace unas líneas que prefieren la conversación con el chat a la tertulia humana, llega escribir: “¡las máquinas están vivas, mientras que las personas están inertes!”. Ello explica que afirme sin tapujos: “El anti-humanismo es parte de mi genealogía intelectual y personal”.  Lo curioso es que, cuando escribía estas líneas, la autora era directora del “Centro para las humanidades” de la universidad de Utrech.

Sin duda, el fariseísmo es casi un universal antropológico, es decir, algo atribuible a todos los seres humanos sea cual sea su lengua y cultura: nadie quiere sentirse situado en el mal lado, Rita Braidotti tampoco. Si prefiere las máquinas a los humanos es entre otras razones porque la autora ve en estos últimos la matriz de todo lo deplorable del mundo (¡no se fija en que también es matriz de la Teoría de la Relatividad   de la Recherche   proustiana o la ciudad de Venecia!), De tal manera que al final la causa tecnológica es presentada como la aliada clave de la causa ecológica. Liberados del influjo humano, inteligencia algorítmica y naturaleza se hermanarán en una suerte de nueva zoe, que, trascendiendo la mera vida (bios), se confundiría con el bien.

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6 de febrero de 2025
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Actividades sorprendentes que no exigen analogía con el proceder humano

 

Ante algunas conclusiones relativas a las capacidades de ciertas entidades no humanas, resulta metodológicamente sano recordar la exigencia de economía asociada a Occam: cosas que pueden explicarse con hipótesis relativamente menos complejas, no han de explicarse de manera sobreabundante, atribuyendo a animales o a maquinas facultades como la conciencia de sí o la capacidad lingüística.

Que se den en animales comportamientos fenomenológicamente coincidentes con los que en ocasiones pone de manifiesto el ser humano, no implica que se haya actuado como lo haría con vistas al mismo objetivo el ser humano. Que en entidades artificiales se den tipos de cómputo que el ser humano sólo alcanza tras un arduo aprendizaje, no implica que tales entidades hayan aprendido a la manera del ser humano. Y, en suma, que haya comportamiento, modos de acción y resultados de todo ello que objetivamente (es decir desde el punto de vista de la descripción y previsión) no parezcan discernibles de lo que un ser humano efectúa, no implica que estén operando facultades análogas a las que operan en el ser humano.

Muchas cosas de elevada complejidad pueden alcanzarse sin que en el proceso que conduce a las mismas intervenga literalmente idea alguna, es decir, intervenga ese polo del signo lingüístico que es el significado, en ausencia del cual no cabe siquiera hablar de significación. Hay razones para conjeturar que basta para ello un código de señales sintácticamente rico. Y por supuesto hay jerarquía entre esos códigos, algunos de los cuales han llenado de estupor a los estudiosos de los mismos: aquel que se da entre las abejas (ejemplo de siempre), o el que permite a Alpha Go vencer al campeón del mundo en un encuentro deportivo, por avanzar dos ejemplos.

Toda la complejidad que quepa poner de relieve en uno y otro caso, no tiene porqué ser equiparada con la del ser que sopesa la complejidad, y no sólo por una cuestión formal, sino por el hecho de que este ser que sopesa lo hace desde el espacio de los conceptos y categorías que subyacen tras todo acto lingüístico y tras la manera en que los hombres perciben el mundo. Lo hace, en suma, desde el platónico campo eidético, y no hay hasta ahora muestra clara de que el campo eidético esté presente en el actuar de otros seres, naturales o artificiales.

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27 de enero de 2025
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Homo loquens: narra, computa e importa

El algoritmo, se dice, hace poemas. ¿Cómo los hace? Una persona especializada en la disciplina declaraba en un periódico barcelonés " hace sonetos...aunque todavía no tiene la inteligencia poética". Obviamente, esto solo casa si el concepto de poema es equívoco, hasta el punto de recubrir otra cosa que lo que hace un poeta. Dudas pues sobre lo que denominamos poesía. Pues bien, señalaré un criterio que, de satisfacerse, llevaría a apostar que efectivamente se trata de un poema en el sentido cabal: surge y se despliega allí una metáfora hasta entonces jamás aparecida en lengua alguna.

Hay ejemplos múltiples de tan singulares metáforas, las cuales son quizás utilizadas por los algoritmos, con su prodigiosa capacidad de archivo y combinatoria, para crear " poemas" sin poseer “inteligencia poética”.

Constatado este proceder, cabe entonces que una inteligencia natural imite los métodos de la inteligencia artificial para forjar (en apenas unos minutos) un pequeño "poema".

“Y cuando el tiempo devoró el invierno/ En su isla de silencio, /Ante la piedra/El murciélago pudo ver/ La muerte ajena”.

Nada realmente nuevo en esta construcción, de hecho, utilización oportunista   de un pequeño espectro del trabajo de dos creadores. No está excluido que dé el pego…no desde luego a quien lo forjó, sabedor de que se limitó a realizar una más o menos afortunada combinatoria.

El ser inteligente humano sabe perfectamente si está siendo ocasión de que las palabras se recreen o si está meramente instrumentalizando tal emergencia, es decir, manipulando el fruto del trabajo ajeno.

Sin embargo, quizás incluso la percepción de tal diferencia falta al algoritmo.  Quizás para él la diferencia entre emergencia y combinatoria no se da, al igual que no se dan otras diferencias importantísimas cuando se trata del humano, tal por ejemplo el hecho objetivo del aprendizaje de la matemática, por un lado, y la connotación psicológica que en tal aprendizaje acompaña al humano, por otro lado. Me detengo en este asunto.

Confrontado a la tarea de aprender a programar en informática, el humano tiene como disciplina preliminar o propedéutica el aprendizaje de la matemática, concretamente el de las técnicas que un algoritmo  despliega en una tarea específica.

Considérese el caso de la clasificación del conjunto de dígitos manuscritos. Ante un conjunto formado por millones de 9, 5, 3, etcétera, eventualmente muy deformados, ciertos algoritmos llegan a clasificar con una acuidad que deja estupefacto. Y para efectuar tal tarea utilizan técnicas matemáticas que van del algebra lineal a la teoría de probabilidades, pasando por el cálculo infinitesimal.

El estudiante de informática es de entrada iniciado en tales disciplinas y, superará con mayor o menor dificultad esta etapa preparatoria en función de su formación anterior, de su capacidad para la simbolización y obviamente de su interés digamos emocional tanto en relación a la matemática como al objetivo final de aprender a programar.

Dado que la buena relación con la simbolización matemática es uno de los retos complejos que acompaña a todo ser humano, y que muchas veces (en razón entre otras de la mala educación) la matemática literalmente asusta, el esfuerzo será intenso y habrá momentos de descorazonamiento. Supongamos, sin embargo, que esta etapa se ha superado. Pasamos entonces al trabajo de programación, Descargamos los programas oportunos, vemos que el algoritmo está digamos familiarizado con todo aquello que nosotros hemos aprendido. Una aplicación lineal le permite sopesar inputs y adicionarlos; a continuación, somete el resultado a una función no ya lineal que lo convierte en probabilidad de que se trate de un dígito u otro. Si el resultado es catastrófico (por ejemplo, salió probabilidad muy grande para un cero cuando se trata de un seis en el que el trazo a la izquierda se quedó muy corto), entonces la matemática sigue ayudando. El algoritmo aplica un método procedente del cálculo infinitesimal que permite reducir el error de manera sistemática hasta que este se aproxima a cero…etcétera.

Las técnicas matemáticas son aplicadas a diferentes problemas, desde el sencillo en apariencia (pues solo juegan dos valores) de prever la probabilidad de cara o cruz, en función del sesgo de la moneda (eventualmente sesgo nulo) hasta la clasificación de individuos como pertenecientes a una u otra especie, o la previsión de las probabilidades de que llueva, dados ciertos datos empíricos (la presencia de nubes, por ejemplo).

Este hecho permite decir que al igual que le ocurre a la inteligencia humana, también para el algoritmo la matemática es una disciplina por sí misma que no ha de ser confundida con la pluralidad de disciplinas a las que puede ser aplicada. El algoritmo ha de ser de entrada un matemático, y ya se verá hasta qué punto es eficiente en otras disciplinas. Pues bien, una pregunta (para la que no tengo respuesta clara, aunque sí tenga mi sesgo al respecto):

¿Aprendió el algoritmo las teorías matemáticas de las que se sirve con alguna dificultad, eventualmente algún olvido y consiguiente necesidad de repaso? En suma, ¿hay esfuerzo de simbolización en el algoritmo? ¿O más bien cabe pensar que su progreso en el aprendizaje de las técnicas se efectúa de manera puramente maquinal, sin asomo de variable psicológica que anima en la tarea o eventualmente la dificulta? Sólo en la primera hipótesis la inteligencia algorítmica tendría algún tipo de analogía con la profunda pero frágil inteligencia del ser que ciertamente computa, pero narra (eventualmente con metáforas nunca antes surgidas) y desde luego importa; profunda y amenazada inteligencia del ser que cuenta.

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10 de enero de 2025
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Diferencia material: el verbo en sus dos polos

 

“E hizo Dios (kai epoiesen ho Theos) el hombre (ton anthropon). E imagen de  Dios ( kai eikona Theou) lo hizo (epoiesen auton), varón y fémina (arsen kai thelu) los hizo (epoiesen autous)”. Génesis 1. 27.

Evoco este pasaje fundamental de nuestra cultura, apuntando como se verá a una controversia que juega un papel importante en la escena política actual.

Empecemos por el texto. No cabe racionalmente discutir sobre si el verbo se hizo carne, pero siendo, como es, indiscutible que nosotros representamos una singular vida de la cual emerge el verbo, cabe perfectamente preguntarse cómo tal cosa ocurrió. Cabe preguntarse por la razón de que en el registro genético se operara esa revolución por la cual a los instintos que reflejan simplemente la tendencia de la vida a perseverar, se sumó el denominado por Pinker "instinto de lenguaje", tendencia no tanto a conservar la vida, como a conservar una vida impregnada por las palabras. Y he tenido múltiples ocasiones de señalar en este foro el carácter subversivo de este nuevo instinto, que se refleja en el hecho de que puede llegar a no ser compatible con los instintos directamente vitales, tal como sucede cuando, bajo amenaza de tortura o muerte, un ser humano no traiciona convicciones forjadas en la complicidad de una palabra compartida.

Apostar por una legitimación genética de la hipótesis según la cual el hombre, y sólo el hombre, posee un dispositivo que lo hace vehículo del lenguaje, equivale a apostar por el peso de las palabras, sin por ello hipotecarlas buscando su matriz en un ser trascendente. Apuesta de la cual es indicio la disposición de espíritu de narradores y poetas en el acto creativo.  Nuestra condición de seres de palabra posibilita que, con plena lucidez, podamos sentir que nos motivan objetivos no subordinados al mero persistir; sentir que la finitud inherente a los entes naturales, y por consiguiente también a los seres vivos, siendo lo inevitable, no es sin embargo lo único que cuenta.

Y vuelvo al texto del Génesis que ponía en exergo a fin de puntualizar algo que tantas veces ha sido olvidado o relegado, a saber, la intrínseca polaridad que supone el hecho de que el lenguaje haya surgido desde la animalidad, o en la metáfora bíblica que la palabra se haya encarnado. En el origen contenido único de Dios, el Verbo decide tener contrapunto de sí mismo en la naturaleza y en la vida. Y a fin de reconocerse en esta alteridad, proyecta su propia imagen en los dos polos del hombre, haciendo que varón y fémina sean asimismo Verbo (“varón y fémina -arsen kai thelu- los hizo”) Y ya que tantas veces la interpretación de la Biblia recurrió al aristotelismo de forma abusiva, me permitiré respecto a este texto evocar una distinción fundamental establecida por el Estagirita.

La diferencia específica en el seno del género de los animales permite diferenciar a un ser humano de un chimpancé. Pero ¿qué es lo que permite diferenciar a Sócrates de Calias, es decir, a un individuo de otro individuo, en el seno de la especie humana? Obviamente esta diferencia no es específica, no es una diferencia formal y en consecuencia no es cabalmente inteligible, puesto que la intelección es para Aristóteles precisamente la especificación. Mas entonces, ¿por qué no confundimos a Sócrates con   Calias? Pues por la percepción de una diferencia material (por oposición a formal), la cual está sometida a arbitraria variación.

Nótese que esta concepción de la diferencia entre individuos no está muy alejada de lo que se podría sostener desde la genética actual. Hay partes del ADN que no codifican proteínas y que tienen la característica de la iteración. Sean dos Individuos I1 e I2.  Un importante rasgo diferencial entre ellos es que, si comparamos las secuencias repetitivas que se dan en uno y otro, encontramos puntos de coincidencia, pero en ningún caso encontramos identidad. La inmensa variabilidad en el seno de este ADN repetitivo sería una de las causas de que un individuo sea diferenciable de cualquier otro por una suerte de marca digital genética. Estas secuencias repetitivas no parece que reporten para el individuo ventaja alguna desde el punto de vista de la selección. Su única utilidad aparente (como la diferencia material aristotélica) es la de ofrecer un criterio para aproximarse a la captación de ese límite del conocimiento que constituye para Aristóteles el individuo. Pues bien:

La diferencia material aristotélica concierne principalmente a la distinción entre individuos, pero no exclusivamente. Así cuando no confundimos al ser humano Marco Antonio con el ser humano Cleopatra, en razón de que el primero es varón y la segunda fémina, estamos asimismo estableciendo una diferencia puramente material. Ahora bien, la diferencia eidética, la diferencia formal o específica, es la que para el Estagirita tiene no sólo importancia epistemológica sino dignidad ontológica.  En consecuencia, en el seno general de la animalidad la diferencia entre macho y hembra sería poco relevante, pues lo que cuenta es la cualidad que especifica, que hace una especie frente a otras especies. La cosa es sin duda problemática tratándose de la animalidad en general, donde las variables esenciales son de orden biológico, pero tratándose de la especie humana lo secundario de la polaridad se incrementa por el hecho de que, en este caso, macho y hembra no son polos de una especie entre otras, sino polos de la única especie en la que se da esa emergencia que supuso el Verbo.

Si en lugar de las palabras que cierran el anterior párrafo, decimos “la única especie en la que proyectó el Verbo” se evidencia que el relato bíblico es simplemente una portentosa metáfora de la excepcionalidad de nuestra condición.  Y un apunte al que aludía al principio: la concepción de la diferencia varón -fémina como meramente material quita peso a la actual disputa entre los que defienden una concepción de la feminidad en la que cuenta mucho la disparidad genética y los que la relativizan.

Y un segundo apunte relativo a la traducción misma del texto bíblico.  El término sustantivo  hombre designa en nuestra lengua  a la vez al ser humano (como homo  en latín) y al varón (como vir en latín), siendo el contexto el que muestra el sentido en cada caso.  Tal sustantivo posee en nuestra lengua sinónimos, pero obviamente los sinónimos no son siempre absolutos, ni siempre intercambiables. En ciertos casos hombre puede ser susttuido por personaser, o cualquiera de los  términos sinónimos que ofrece la RAE. Pero en otros casos tal sustitución simplemente distorsiona la idea que se trata de expresar. Si en razón del carácter no inclusivo de la segunda designación se renunciara al uso de “hombre” para designar la humanidad, estaríamos simplemente debilitando el universo potencial de la significación.

 

 

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19 de diciembre de 2024
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“Querellas que lo destruyan”

 

Retomo una metáfora aquí ya empleada: intentar superar situaciones que son expresión de un estado de cosas y una relación de fuerzas, sin atacarse a estas últimas, es como intentar mover o destruir la superficie de la mesa sin el esfuerzo necesario para desplazar la mesa (ejemplo superar aquella parte de la degradación del entorno natural debida a la actividad humana, sin focalizar las fuerzas en los poderes del mundo que constituyen la matriz de tal actividad) Y como este proyecto es vano, como la superficie sólo se desplaza- o destruye- con la mesa misma, el mantenerlo como ideario equivale a nulidad de actuación más o menos amenizada con burbujas.

Cuando cada pueblo del mundo puede sentir que “a desollarte vivo vienen lobos y águilas”, depredadores que proclaman ya sin ambages su intención, desde Colombia hasta Francia o España, la energía de los propios amenazados es canalizada hacia ficticios enemigos (cazadores rurales que viven de esta práctica- no ociosos deportistas urbanos- espectadores de ciertos festejos populares, o simplemente consumidores que no se hallan en condiciones sociales de asumir normativas estrictas en materia de bienestar animal, erigida casi en equivalente del entero ecologismo), lo cual permite difuminar la impotencia ante quien representa el verdadero problema.

Surge inevitablemente la idea de que se trata de una suerte de renuncia encubierta, expresión de un nihilismo respecto a las potencialidades del ser humano. Renuncia a actitudes de las que la memoria popular da testimonio: memoria de resistencia por fidelidad a imperativos éticos mas también memoria de lucidez ante el fracaso, y de apuesta porque este fuera pasajero, al menos en lo social (pues en lo individual la dignidad pasa sólo por la asunción de la tragedia, el desgarro que supone la polaridad entre biología y lenguaje). Memoria, en suma, de momentos de lucha animada por la idea de una emancipación efectiva de la especie humana, combate al cual se opone el empantanamiento en falsas querellas. De nuevo el texto de “Timón de Atenas” de Shakespeare por Marx evocado.

“...Dios visible. Que sueldas juntas las cosas de la Naturaleza absolutamente contrarias y las obligas a que se abracen; tú, que sabes hablar todas las lenguas. Para todos los designios. ¡Oh tú, piedra de toque de los corazones, piensa que el hombre, tu esclavo, se rebela y por la virtud que en ti reside, haz que surjan en su seno querellas que lo destruyan, a fin de que las bestias puedan tener el imperio del mundo!”.

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25 de noviembre de 2024
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“…Siendo tierra”

El humano es un animal que llega a cuestionar la polaridad biológica que ha permitido el relevo de las generaciones. La simple constatación de este hecho es una muestra inequívoca de la singularidad de ese raro animal que los humanos constituimos, “animal enfermo, (das kranke Ter)” al decir de Nietzsche, pero en todo caso animal que, por su condición de ser de lenguaje, no es reductible al determinismo meramente natural. Sin embargo, irreductibilidad no quiere decir ausencia de peso.

Pues el hombre se haya “desterrado en la tierra” (en las palabras de Octavio Paz, aquí ya citadas) precisamente “siendo tierra”, es decir hallándose inextricablemente anclado en el universo descrito por la biología y aún por la zoología. Esta polaridad es incluso la esencia de lo trágico de la condición humana. El animal humano no se explica en términos estrictamente biológicos  y ni siquiera se haya exhaustivamente subordinado a las leyes de la física (pues las ideas que pueblan su pensamiento y marcan su actitud ante el mundo tienen aun teniendo soporte en el cerebro, no son en sí mismas cosas físicas, pues carecen de cantidad de movimiento) y en consecuencia su sexualidad es irreductible a cualquier tipo de polaridad meramente biológica, pero ello no significa que este aspecto no sea una variable de peso, variable ciertamente contra la cual en ocasiones su dignidad se alza.

Por ello, separada de la reflexión científico-filosófica y erigida a priori en postulado, la idea de la identidad de género como mero constructo social,   puede llegar a constituir una denegación de la dimensión natural y erigirse en construcción meramente ideológica, en el sentido peyorativo que, en los textos de Marx, se otorga en ocasiones al término “ideología”.

Lo más curioso es que, a veces, esta abstracción de lo biológico en el caso de la distinción sexual de los humanos es generalmente algo en lo que incurren ciertos defensores. a ultranza de la homologación de la especie humana con otras especies animales.  Por un lado, se cita a Simone de Beauvoir y se rechaza la idea reaccionaria de la mujer como garantía del ciclo de las generaciones, pero  a la vez  se hace abstracción de que esa singularidad de la mujer entre los animales hembra se debe a su condición lingüística y se  considera que la capacidad de sufrir de un ser meramente dotado de facultades sensoriales es equivalente a la capacidad de sufrir del ser al que el lenguaje hace consciente, por ejemplo, de la significación simbólica de la tortura.

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7 de noviembre de 2024
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Mirada furtiva

La ruptura del vínculo generacional ha desviado a muchas personas de edad más o menos avanzada de la relación con hijos o nietos, de tal manera que un can es para ellas la única y efectiva compañía, tanto en sus domicilios como en sus cotidianos paseos. Pero desde luego esta imagen (a veces tierna, casi siempre punzante, y en todo caso sintomática de uno de los mayores casos de segregación que generan nuestras sociedades) nada tiene que ver con la de la pareja que pavonea a la vez su juventud y su sentimiento de "buen balance", acompañada de dos mascotas recién adornadas por el peluquero.

En ocasiones el contraste roza la impudicia. En los momentos álgidos de la pandemia, el diario La Vanguardia publicaba la imagen de una larga fila de personas recurriendo a los servicios de un comedor social, a cuyo lado una joven de saludable aspecto y ademán distendido paseaba sus dos caniches.

Pero quisiera poner de relieve los recovecos y ambigüedades de la persona protagonista de una tercera imagen. Primeras horas de un domingo barcelonés. Una muchacha provista de una especie de guante de plástico destinado a recoger los excrementos de su perro, mira furtivamente con la esperanza de que la ausencia de testigos le permita sustraerse a este deber. Desde luego, muestra de incivismo, pues si ha escogido la opción de convertir a un perro en mascota, entonces ha de asumir las incomodidades que ello comporta.  Pero quizás hay algo más.

Como ocurre con tantos comportamientos interiorizados y que uno cree brotar de su interior, la decisión de adoptar un can quizás no fue en su caso fruto de una elección, sino de una obediencia: obediencia a algo que homologa en el entorno social de los barrios de muchas ciudades europeas,   pero que choca con un saber inherente a la naturaleza humana, saber  que, en un nivel más o menos repudiado, no puede dejar de operar y que debilita el sentido de compromiso ciudadano en relación a la responsabilidad que  ha asumido al adoptar un perro.

Pues esa muchacha sabe en su fuero interno que el otorgar a un animal el sitio que debería estar reservado a un ser humano, otorgar a un caniche los cuidados y las caricias que deberían ser privilegio de un bebé, es un acto no solo contrario a la naturaleza propia del ser humano (esencialmente marcada por los símbolos), sino también contraria a la naturaleza del propio can, convertido en fetiche de una especie ajena, y conducido a adoptar comportamientos de esta especie “protectora”, que sustituyen a los determinados por su propia naturaleza.

Hay directa proporción entre la proyección sobre animales del instinto de especie y el desconocimiento de la naturaleza de esas especies sobre las que se efectúa la transposición. Entre otras razones, porque aquellos animales con los que se convive en las ciudades han alcanzado a ser una caricatura de los comportamientos humanos.

En cualquier caso, mientras la denuncia de los abusos de los gestores del orden económico y social imperante sea compatible con la presencia en nuestras ciudades de imágenes como alguna de las evocadas (una moza paseando en plena pandemia sus dos canes junto a la cola de seres humanos ante un comedor social; una muchacha pizpireta acunando un perro a modo de un bebé, a escasa distancia de un ser humano literalmente tirado y abandonado en la calle por la sociedad…), mientras no se proclame lo insoportable de las mismas… la reivindicación de la salud del planeta será simplemente un parapeto ideológico.

Puede que objetivamente no haya nada que hacer para poner fin a esta vergüenza, pero lo insufrible es que no parezca una vergüenza mayor, que se repita una y otra vez que un deber no excluye el otro y que de momento vamos garantizando el deber con los animales y difiriendo sine die el deber con los humanos.

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24 de octubre de 2024
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El Boomeran(g)
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