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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Postrimería

Al acabarse un ciclo temático que empecé en este blog hace un año con un primer artículo contando mi preparación de ‘El dios de madera', lo cierro aquí mismo, estrenada ya la película, y me despido hasta finales de agosto de mis lectores, que también necesitan un descanso. Y lo cierro  -después de haber dado cabida en este acogedor ‘boomeran(g)' al diario de rodaje del film y a diversas consideraciones sobre literatura y cine-  con el artículo publicado hace un mes, bajo el título ‘Antecrítica', en la revista Letras Libres, donde colaboro mensualmente desde octubre del 2006.

 

‘ANTECRÍTICA'

       Cuando yo era niño me aficioné a leer una página, siempre la misma página, del ABC, el diario nacional que llegaba a casa junto con otro publicado en Alicante, donde vivíamos. A los doce años, había descubierto que en la biblioteca de mi padre, de apariencia jurídica y contable, había un cuerpo entero, el de la izquierda, lleno de libros de teatro; tenían todos portadas vistosas, con dibujos de arlequines y damas dieciochescas y petimetres, estando otros ilustrados por los retratos muy coloreados, casi warholianos ‘avant la lettre', de los dramaturgos nórdicos y los sainetistas hispanos. Los fui leyendo uno a uno, captando más la gracia andaluza de los Hermanos Quintero que la ‘angst' de Ibsen, y un día decidí que yo sería, como mi abuelo (a quien se debían esos libros escénicos), hombre de teatro.

   Para completar las lecturas dramáticas con una ‘illusion comique' imposible de cultivar en Alicante, buscaba la página que, cada vez que se producía el estreno de una nueva obra de teatro en Madrid, el ABC le pedía a su autor. Se llamaba ‘antecrítica', y constituía un sub-género literario en sí, pues el comediógrafo (o dramaturgo), teniendo que ser amable al menos con sus colaboradores, no podía revelar demasiado de la trama ni -aunque en eso se daban excepciones- cubrirse a sí mismo de elogios.

   Escribo ahora por indicación de Letras Libres sobre mi película ‘El dios de madera', cuando va a estrenarse en España, y me gustaría tener la habilidad de aquellos escritores de otro tiempo. Uno de los invariantes del género era cantar las dotes de la primera actriz, con un latiguillo verbal que no se me ha borrado de la cabeza al cabo de tantos años: "Fulanita de Tal, en su esplendor como actriz y como mujer, interpreta...etc. etc." El tópico se podría aplicar sin mentir a Marisa Paredes, protagonista del film, pero no creo que a ella, pese a su humor, le gustase la parte rancia del lugar común. Tampoco extiendo los tópicos de rigor a los demás colaboradores, algo que, quizá en el cine más que en el teatro, corre además el riesgo de caer en la perogrullada: las películas se hacen en un alto nivel de co-autoría con los actores, el músico, el director de fotografía, los diseñadores de arte, por no citar al resto de los equipos fundamentales. A ellos, a su acierto o error, se debe la puesta en imágenes finales de algo que para el director-guionista (que es mi caso en las dos películas que he hecho) sólo es ante un conjunto de ideas en boceto. Ensalzarlos o condenarlos sería como hacerlo con uno mismo.

   ¿Y por qué se mete un escritor a hacer películas, con la independencia, la facilidad material y la comparativa falta de sufrimiento post-parto que la literatura tiene respecto al cine? Respondo por mí, aunque sospecho, por lo que he oído y leído a escritores-cineastas admirados (Paul Auster, Ray Loriga, Gonzalo Suárez, Peter Handke o, entre los muertos, Alain Robbe Grillet, Susan Sontag, Marguerite Duras), que tal vez sus respuestas irían en la misma dirección que la mía. El cine es el imperio del desorden controlado, un mecanismo muy complejo y articulado en su manufactura que, sin embargo, está en cada minuto de su realización sujeto al accidente. La lluvia, el huracán, el sol no requerido, las caídas, las gripes de un actor, las rivalidades del temperamento en el ‘set'. El fallo humano en un mecanismo de relojería como el del cine de autor europeo no admite (estamos hablando de costes) reparación, si no es inmediata. Las ‘averías' se pagan con la eliminación o el cambio drástico de la secuencia. Ese riesgo, ese caos que hay que dominar da a la filmación de una película una épica que, para el lírico narrativo que es el novelista, puede constituir un placer o al menos un reto incomparable.

   Y luego llega el montaje, palabra que prefiero a la que se usa en América, edición, que me recuerda demasiado a los libros. Montar es proporcionar sentido al mundo de frases sueltas que son los planos rodados, nunca pegados del todo uno detrás de otro en ninguna página o pantalla de ordenador. El dar por acabada una novela tiene en efecto una similar propuesta de significación del relato, pero sin la capacidad de taumaturgia, por no decir prestidigitación, que permite el cine. Los personajes de tu relato fílmico no han sido sólo figuras de tu imaginación, como los del libro, y ya eso es prodigioso: son creados en conversación viva con la mujer o el hombre que te interpretan. En el montaje caben los juegos de mano, las mezclas no previstas, la superposición de imágenes, el fundido, la ralentización apenas vista. Y algo más, para mí esencial. Acabado todo, llega un señor (en mi caso, las dos veces, un alicantino), y le pone música a tus previsiones, a tus combinaciones de imagen y palabra. La película ya tiene alma, y se escucha, con un sonido que las novelas, al menos la de papel, aún no han incorporado.

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30 de julio de 2010
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Crítica y venganza

Hace nueve años, un periodista que escribía unos comentarios bajo seudónimo en la revista Cinemanía dijo cosas probadamente falsas (además de despectivas) sobre una película llamada ‘Sagitario'. Al director de la película, que había sido hasta hacía poco colaborador regular de la revista, le pareció oportuno escribirle al director de la publicación protestando en términos vehementes por el tono infamante de esas palabras y por las falsedades insidiosas que envolvían un juicio disfrazado de gacetilla jocosa. El director de la revista, después de hablar con el firmante del suelto, le contestó al director de la película (quien conserva toda la documentación pertinente) con unas explicaciones de disculpa, que, aun siendo agradecidas por el vilipendiado, no podían paliar la naturaleza de aquel texto grosero y mendaz.

     Pasados los años, el periodista entonces bajo seudónimo escribe críticas de cine en el diario en el que, en su capacidad de escritor, colabora regularmente el director de ‘Sagitario' desde hace muchos años. Y lo que son las cosas, al citado crítico le tocó en suerte -o tal vez se ocupó él de que le tocara-  reseñar ‘El dios de madera', la segunda película de aquel debutante cineasta del año 2001. La reseña fue, el director no esperaba otra cosa, descalificadora y ‘perdonavidas', y tenía el involuntario chiste de tomarse en serio (y sonrojarse por ella, decía el crítico) una de las frases irónicas más evidentes y celebradas de la película.

    Para rizar el rizo de este apólogo, el director respondón del 2001 y del 2010 ha sido más de cuarenta años crítico de cine, y ha tenido y mantiene el máximo respeto y consideración hacia el ejercicio de criticar. Ahora bien, por ese mismo respeto y conocimiento interno de la crítica no olvida tres principios.

    El primero es el más obvio: las películas, como cualquier otro producto artístico, pueden salir bien o salir mal, y, por tanto gustar o no, rechazarse o defenderse; es sano que sobre ellas se diga lo que se opina en cualquier medio, incluyendo aquellos a los que el criticado se siente más ligado. ¿Pero es mucho pedir en estos tiempos apresurados y partisanos (por no decir sectarios) que la crítica, sobre todo la destructiva, se argumente y se substancie, y el crítico extreme la imparcialidad que está en la base de su noble oficio?

    El segundo principio recordado es que no existiendo aún -y cuánta falta nos hace- la figura del Defensor del Autor o Ombudsman de la Crítica que ponga un poco de orden y justicia en ese cometido, es insano que el crítico diga siempre la última palabra en un veredicto que muchas veces traiciona palmariamente el sumario de la obra juzgada. Como autor y como crítico en cantidades equiparables defiendo, y no soy el único, la legitimidad de aquella vía abierta por Eliot, la de criticar al crítico.

    El tercero más que un principio es una moraleja paradójica inspirada por una frase de Shakespeare en su famoso monólogo de Shylock en el acto III de ‘El mercader de Venecia': "Y si nos ofendéis, ¿no habremos de vengarnos?". Lo interesante de esta paradoja es que podría aplicarse a los dos sujetos de mi apólogo, el dos veces ofensor y el dos veces ofendido.

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22 de julio de 2010
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Risa estival

Quizá porque lo leí por primera vez en un mes de julio de mi juventud, asocio ‘Tres tristes tigres' con el verano y este verano de nuevo reaparece (que no resucita, pues nunca ha estado muerta) la novela de Cabrera Infante, gracias a la excelente edición crítica que han hecho los profesores y estudiosos de la literatura latinoamericana Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí, dentro de la colección Letras Hispánicas de Cátedra. El concepto de "edición crítica" puede arredrar a quien sólo busca en los libros la lectura y no la glosa de un texto. No hay que tener ese temor en esta ocasión. ‘Tres tristes tigres' sigue manteniendo en las casi 700 páginas de la nueva publicación su empuje cómico, su deslumbrante fusión del guiño a la alta cultura y el uso de las formas musicales y fílmicas más populares, sus personajes memorables y sus hallazgos verbales, algunos de los cuales se traducen en figuras como el bandido Bilis the Kid, el historiador Tito Lívido, el navegante Américo Prepucio, los filósofos Duns Escroto y Ortega und Gasset, la reina egipcia Nefritis o el potente conquistador Alejandro el Glande.

     Pasados cinco años del fallecimiento en Londres del gran autor cubano, han salido libros nuevos y póstumos de Cabrera Infante, y el Círculo de Lectores pronto empezará a editar la serie de volúmenes de sus Obras Completas, pero ‘Tres tristes tigres' revalida su vigencia como un clásico indiscutible de la literatura en lengua castellana. Apareció en 1967, el mismo año de ‘Cien años de soledad', y ambos libros, aun no teniendo nada en común sus autores, habrían de ser, junto con ‘La ciudad y los perros' de Vargas Llosa, los títulos esenciales en esa refundación de la novela contemporánea que se dio en llamar ‘boom'.

     Montenegro y Santí anotan y prologan el texto de Guillermo Cabrera sin exceso erudito, con iluminaciones muy de agradecer (sobre todo en lo que respecta a la riquísima jerga habanera), y añaden unos apéndices de gran utilidad, que incluyen la lista de los cortes de la censura franquista a la primera edición de Seix Barral y un conjunto de croquis de La Habana que servirán al lector  -incluso al que, como yo, sólo conozca la capital cubana a través de los libros- de mapa del tesoro lingüístico y sentimental que esconde ‘Tres tristes tigres'. También recomponen minuciosamente las fases de escritura, los tropiezos legales y la recepción que tuvo la novela desde su aparición, brindando además la traducción de un hasta ahora inédito en español ‘Epílogo para lectores latentes (o tardíos)' que el autor escribió para la traducción inglesa de ‘Tres tristes tigres'. En ese texto, Cabrera Infante se revela como un brillante adivino, ya que en 1972 anticipa que su ciudad, sus gentes y la lengua reflejada por el libro estaban condenadas "por la Revolución a desvanecerse en virtud de una inmediata catástrofe judicial. Un pueblo locuaz reducido al laconismo". Releída ahora, con todo, ‘Tres tristes tigres' es mucho más que esa "galería de voces" o "museo del habla cubana" de que habla Cabrera. Supone la fructífera permanencia de una forma de crear ficción inventiva, aguda y altamente divertida en la que ni el tiempo ni las dictaduras han hecho mella.

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16 de julio de 2010
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Que nadie responda en mi nombre al fascismo

Quería pedir a los lectores que con la mejor voluntad han respondido (como Francisco de Escaen) o pensaran en responder en este blog a la carta calumniadora de MGV del pasado día 3 que no deben perder su tiempo en esos menesteres. Tras las iniciales MGV se esconde la figura de un pésimo escritor en su día del Opus y hoy de nada, pues sólo escribe libelos infames a ciclostil que suele mandar o repartir a mano por las casas, y con cuyo nombre completo no quiero manchar ‘El boomeran'. Ataques de tan poco calado intelectual (basados siempre en mentiras, todas, como la de su carta del día 3, fácilmente comprobables en su falsedad) y dirigidos en su libelo contra los mejores nombres de la literatura española sólo merecen la respuesta del silencio. El individuo, sin embargo, es también un agresor faccioso, pues fue él quien me atacó físicamente en su día en el programa de televisión de Sánchez Dragó, siguiendo después con su matonismo del Antiguo Régimen una campaña de amenazas de muerte por las que le tuve que denunciar y llevar al juzgado. En el día de la vista, MGV, con la cobardía que le caracteriza, anduvo rogando miserablemente que retirara yo mi denuncia (que tenía una posible condena de cárcel), cosa que, por consejo de mi abogado, hice con condiciones ante el juez: la denuncia no está retirada sino suspendida, por lo que, al margen de pediros a quienes frecuentáis el blog que no le prestéis atención (que es lo que él desea), le advierto a él que puedo de nuevo llevarle a juicio por calumnias y amenazas.

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9 de julio de 2010
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Irving localiza en Madrid

Alguien pudo pensar que John Irving, a sus sesenta y tantos años, se había hecho gay. Hace pocas semanas, el escritor estadounidense andaba por Chueca mirando fijamente a los hombres, sentándose en las terrazas más concurridas de la plaza y entrando ciertas noches en los bares de ‘ambiente' de la calle Pelayo; algunos clientes le oyeron aplaudir estruendosamente, con sus recias manos de luchador, la interpretación mimada de una copla de Rocío Jurado en un local de ‘travestis' de Hortaleza. En su deambular por el corazón del barrio gay de Madrid, Irving iba a veces acompañado de otros dos hombres y de una mujer, pero también se le vio tomarse solo un vermú en el castizo bar de la esquina de Gravina y San Gregorio.

     Conocí a Irving un año impreciso del siglo pasado con motivo de la presentación en Madrid de su novela ‘El mundo según Garp'; yo no le había leído antes ni le conocía personalmente, pero sus editores españoles, por alguna razón misteriosa, pensaron en mí como presentador del libro, y a ellos les debo una velada muy grata y mi apego a su obra posterior. Ahora le he reencontrado en plena forma, aunque con dolor de muelas, en una visita que tuvo esa fase madrileña centrada en sus pesquisas por la ‘zona rosa' y una segunda en Barcelona para dar entrevistas y ruedas de prensa en torno a su nuevo título ‘La última noche en Twisted River' (Tusquets), que aún no he leído. Desde aquel primer encuentro inopinado a éste, Irving se ha casado de nuevo y ha sido padre de un chico -ya adolescente- con su segunda mujer Janet, una canadiense joven e inteligente que viajaba junto a él, acompañados casi siempre los dos en Madrid por el amigo común que nos ha vuelto a poner en contacto, Edmund White, otro excelente novelista norteamericano.

    Irving no ha cambiado su identidad sexual, pero comparte con una ingente cantidad de extranjeros -homosexuales y ‘heteros'- la fascinación por la vivacidad de la fauna y el paisaje gay que marcan esas pocas calles del centro de nuestra ciudad, ahora a punto de reventar de orgullo y falta de prejuicios. Me sorprendía lo mucho que al autor de ‘El Hotel New Hampshire' le gustaba todo lo que veía, como si los iconos, los atuendos y las maneras que tan parecidamente se dan en otras capitales europeas y americanas donde la homosexualidad se puede expresar libremente, en Madrid cobraran para él un novedoso relieve, una originalidad casi fundacional. Había una tarde en una terraza cerca de la calle Augusto Figueroa unas lesbianas del tipo chic, con aspecto de intelectuales centroeuropeas de los años 1920 (sólo les faltaba el monóculo), a las que Irving no quitó el ojo, aunque él lo que buscaba básicamente era un homosexual español de edad madura y largo pasado al que convertir en protagonista de su nueva novela aún en proceso de escritura. Es decir: estaba localizando exteriores y haciendo una especie de ojeo o ‘casting' puramente visual en Chueca.  

    Yo le recomendé que volviera durante la semana grande de las fiestas, y sobre todo para estar en Madrid el día de la gran cabalgata del pasado sábado. No podía él en esas fechas. A pesar de los cambios de sitio de las verbenas, el gentío fue tan grande como en años anteriores, y así pasó desapercibida para la mayoría la ausencia del camión engalanado que tenía intención de enviar (y pagar) el ayuntamiento de Tel Aviv; los organizadores del Madrid Orgullo tomaron la decisión política de eliminarlo, aunque en el desfile hubo homosexuales israelíes. Yo también opino que el actual gobierno integrista de Netanyhau, aunque elegido en su día democráticamente, es odioso, y criminal la incursión por mar y aire que acabó con nueve muertos entre los tripulantes de la flotilla; pero meter en el mismo saco militarista a todas las gentes de aquel país sería tan injusto como haber tildado en 1974 a todos los españoles de fascistas. Importantes intelectuales, periodistas y ciudadanos judíos escriben, se pronuncian y manifiestan contra sus dirigentes, mientras que -y esto conviene recordarlo estos días- en la tan heterogénea población hebrea que vive en Israel cada día tienen más voz las fuerzas retrógradas y fundamentalistas que, de poder, impedirían la marcha (y no me refiero a la nocturna de copas y bares) de los gays y lesbianas de Israel, en Israel, en Madrid y en cualquier lugar abierto del mundo.

    Ningún egipcio, ningún tunecino, ningún libio, iraní o nigeriano desfiló el 3 de julio por la Gran Vía representando a los gays de su país o ciudad. Los de Tel Aviv, por mucho que nos disguste Netanyahu, sí pueden hacerlo, y anteayer lo hicieron, aun sin carroza propia. Me parece a mí que el justamente celebrado e impresionante festejo reivindicativo del Orgullo Gay madrileño, este año centrado en la transexualidad, debería plantearse en los siguientes hacer ostensibles, preferiblemente con carruajes, a los hombres y mujeres homosexuales de tantísimos países musulmanes en los que se persigue, a veces hasta la muerte, no ya el ser visiblemente gay, sino el serlo.

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5 de julio de 2010
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Un más austero Auster

‘Two Lovers' confirma a James Gray, nacido en 1969 en Nueva York, como uno de los tres o cuatro cineastas norteamericanos de verdadera importancia surgidos en los años 1990, y para mi gusto, el más estimulante al lado de su gran amigo -y tan distinto formalmente a él-  Paul Thomas Anderson, director de ‘Magnolia' y ‘Pozos de ambición'. Autor de tres muy notables obras anteriores enmarcadas dentro del género negro, Gray afina y aclara su enfoque narrativo y el alcance de su mirada al encarar en esta nueva película algo que podría llamarse melodrama sin serlo estrictamente.

 

    ‘Two Lovers' empieza mal, con unas imágenes al ralenti, que es como empezar un poema con un ripio. Lo que viene después de ese efecto tan banal no es mejor, pues vemos que el personaje ralentizado, el joven Leonard (Joaquin Phoenix), se tira a la bahía desde un puente, sin decidir ni conseguir ahogarse; se han visto ya tantas historias de suicidas inciertos e incomprendidos. Todo empieza a ir bien cuando Leonard, empapado tras salir del agua y ser amonestado por los pasantes, entra en su casa, donde vive con sus padres judíos emigrantes, una callada aunque observadora Ruth (Isabella Rossellini), y Reuben (Moni Moshonov), un tintorero bonachón que adora los shows cómicos de Benny Hill. Pronto sabremos, en una explicación algo mecánica, que el chico es bipolar y está medicado, tal vez a raíz de haberle dejado una novia. La definitiva mejora de la película se plantea desde el momento en que aparecen Sandra y Michelle, las dos muy guapas, las dos vecinas (una más que otra) y muy opuestas entre sí. Sandra (magnífica Vinessa Shaw) tiene un físico inquietante, como de retrato expresionista alemán,  pero es simple y tradicional: su película favorita de la historia es ‘Sonrisas y lágrimas', ansía casarse, y le regala a Leonard unos guantes horrorosos, con pespuntes y un adorno colgante de metal brilloso. Michelle, una tópica rubia de calendario (el personaje está hecho a imagen y semejanza de la protagonista Gwyneth Paltrow), tiene, por el contrario, un pasado, un temperamento turbio, gustándole además la ópera y el peligro.

     Gray dice haberse inspirado en ‘Las noches blancas' de Dostoievski a la hora de escribir (con Richard Menello) el guión de ‘Two Lovers'. La verdad es que la conexión con el novelista de Moscú la veo muy tenue, y en quien he pensado a menudo viendo su cine es en Paul Auster. El ‘austerismo' de Gray también es engañoso, sin embargo. Los dos utilizan moldes y oscuridades del ‘thriller', los dos tienen una filiación artística europea, y ‘Two Lovers' se desarrolla en un Brooklyn de tenderos y casas de ladrillo visto que podría ser el escenario de la vida y la obra de el autor de ‘El libro de las ilusiones'. Ahí acaba toda la coincidencia. Gray no es abstracto ni metanarrativo, y cuando en su relato hay opacidad es para mitigar el relámpago emocional que va a venir a continuación. En un tiempo y un entorno crítico que trata de genios a Gus Van Sant o Michael Gondry (por no hablar de otros cineastas actuales representantes del más estreñido academicismo de lo moderno), ‘Two lovers' puede pasar por sentimental y convencional. Lo primero lo es, de un modo deliberado, intenso y austero, pero casi nunca incurre en la convención, salvados esos momentos iniciales que se han apuntado. Predominan la delicadeza del trazo, la justa medida del factor costumbrista (en las fiestas de familia y ceremonias judaicas), el buen uso dramático de algo tan trillado, tan chillón, como es el teléfono móvil y su parafernalia mensajera.

    La media hora final es extraordinariamente conmovedora. El tormento dostoyeskiano que aflora aquí y allá en la película parece dejar paso a un ‘happy end' impropio del alma rusa, y el espectador de corazón, para quien la felicidad de estos individuos tan atractivos y tan desdichados está merecida, se siente, por el lado racional, decepcionado, y, por el de la ingenua justicia poética que todos llevamos dentro, satisfecho. No cuento lo que pasa en esos treinta últimos minutos, tan sólo describo. Leonard tiene una escena de escalera con su madre en la que Isabella Rossellini demuestra que la densidad y el misterio que puso de relieve en ‘Terciopelo azul' no sólo se debían a la mirada de David Lynch. Luego, en la espera del patio de la vivienda, aparece la silueta de Michelle como la de una Némesis o ‘Matrix' trágica, contrastando, en los planos de cierre, con el universo de Sandra: su guante hortera mojado en la orilla, el reencuentro en la casa, la festividad, el abrazo del desenlace. Un abrazo que podría ser el apogeo de una concesión del director y de una traición a sí mismo del personaje de Leonard. En absoluto. Las buenas películas se ruedan con ideas, y la idea de Gray de que Leonard abrace a la chica de espaldas a la cámara, sin que le veamos el rostro, lo dice todo, con reveladora elocuencia, sobre la dimensión de su renuncia.   

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1 de julio de 2010
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Faltan palabras

Mientras José Saramago se moría yo le leía al otro lado del mar, un poco al norte de su isla de Lanzarote, en un lugar aislado de la costa marroquí donde las noticias llegan tarde; también yo llegaba tarde, con un año y medio de retraso desde su publicación, a ‘El viaje del elefante', el libro suyo que estaba leyendo. Pude reconstruir después, al conocer la muerte del escritor, qué era exactamente lo que yo leía de él mientras él se moría: la hermosa historia de la vaca que se pierde en los campos con su cría y se ve rodeada de lobos durante doce días y doce noches, obligada todo ese tiempo a defenderse y a defender al animalito que todavía no se puede valer, en una larga batalla, "la agonía de vivir en el límite de la muerte" (páginas 107-111 de la edición de Alfaguara).   

         Un día después de su fallecimiento en Lanzarote, y cuando ya el cuerpo de Saramago estaba en Lisboa, alguien me llamó por teléfono y me contó todo. La conversación, difícil por las interferencias de la línea en mi remoto rincón africano, fue corta, y al colgar el teléfono volví a la lectura de ‘El viaje del elefante', que había dejado abierto encima de un poyo de piedra. Abierto por la página 254, a punto ya de finalizar la novela, y en el pasaje en que el novelista introduce el motivo de la pobreza del vocabulario frente a la riqueza de la idea: "no es posible describir un paisaje con palabras. O mejor, posible sí que es, pero no merece la pena. Me pregunto si merece la pena escribir la palabra montaña cuando no sabemos qué nombre se da la montaña a sí misma".

         No es posible describir con palabras la pérdida, ni siquiera la de un escritor. Saramago, tan rico en ellas, lo afirma unas líneas antes del párrafo citado, en su "humilde reconocimiento de cuánta verdad hay en la conocida frase, Me faltan las palabras" (página 253). Nos faltan, efectivamente, las palabras. Y las personas. Todo nos falta cuando nos falta alguien.

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28 de junio de 2010
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Que no se calle nunca

Es un personaje milagroso: el hombre más urbano que conozco y el que menos pisa las calles de la ciudad donde vive, que ahora vuelve a ser Madrid. Una de sus razones para no caminar, ni siquiera de una esquina a otra de la zona centro, es su acendrada querencia al taxi, un gremio que le debería hacer un homenaje, pues, aparte de darles ganancias ininterrumpidamente en las últimas décadas y diferentes países, es un viajero animado y a veces muy parlanchín. Por encima del taxi, sin embargo, Javier Gurruchaga ama el tren.

      El tren figura en su vida desde la cuna, algo que sólo los íntimos sabían y ahora él divulga, en el libreto de su nuevo disco, haciendo unos homenajes a su padre, Vicente Gurruchaga, trabajador de los ferrocarriles del Urola que, a la hermosa edad de 95 años, "subió a su último tren" mientras el cantante ultimaba y grababa estas composiciones. El disco, que fue hace unos días presentado en el Museo del Ferrocarril, lleva por título ‘El maquinista de la General', y, más que un guiño a Buster Keaton en una de sus más geniales películas, yo diría que se trata de una auto-referencia. Los fecundos trayectos de Gurruchaga, entre el cine y la música, del teatro a la televisión, entre libros y obras pictóricas, han tenido siempre un marco ferroviario, y tal vez su apogeo lo constituyó el programa para la 1 de TVE que el artista donostiarra hizo triunfalmente en 1988, con el nombre de ‘Viaje con nosotros' y los sugestivos decorados de vagones y estaciones de tren que le diseñaba Gerardo Vera.

    He seguido a Javier Gurruchaga desde hace más de veinticinco años, si bien mi mejor ‘trip' con él tuvo lugar no en un taxi ni en un expreso sino en calesa, un carricoche histórico tirado por un caballo en el que nos paseamos por las calles de Guadalajara, México, él vestido a la federica, con casaca, medias altas y sombrero de tres picos, y yo sólo de mí mismo, mientras conversábamos de literatura y nos grababa un equipo del Canal 22 de la televisión mexicana. La capacidad de transmutación histriónica y su saber circular entre lo cómico y lo serio con asombrosa facilidad son las dotes del gran showman que es.

     Gurruchaga ha vivido los últimos años en la capital de México, primero en el Hotel Catedral, junto al Zócalo, que sólo abandonaba para tomar los taxis de aquella capital, tan famosos por su peligro, conjurado por Javier gracias a una pequeña flotilla de confianza reservada para sus desplazamientos, la mayoría a las librerías de segunda mano y a la Cineteca Mexicana, donde se ha hecho un experto en el cine inagotable de aquel país; únicamente mi amiga Miriam Gómez sabe más que él de la edad dorada de los estudios de Churubusco. El Hotel Catedral tenía las mejores vistas sobre el bellísimo Centro Histórico del D.F., y estaba un poco dilapidado, como muchos de los mejores hoteles literarios del mundo. Después dejó el hotel, tomó un apartamento en la plaza de Santa Domingo, al lado del grandioso caserón donde se albergó tras la conquista nuestra Santa Inquisición, y, aparte de trabajar en el cine de allá y dar conciertos, preparó y grabó con mimo ‘El maquinista de la general', un Gurruchaga ‘vintage' muy bien editado por el sello El Cuarto Hombre.

   Lo mexicano le ha sentado maravillosamente a nuestro vasco. En la presentación madrileña del Museo del Ferrocarril, la Orquesta Mondragón iba vestida de ‘mariachi', adquiriendo esa tarde su colaborador perpetuo Popotxo Ayestarán un aura de divinidad azteca. Juan Cruz, que introdujo el pequeño concierto con unas palabras muy elocuentes, no llevaba visibles signo ‘mexicas'. Entre las diecisiete canciones del disco destacan especialmente para mi gusto ‘Metro Balderas' (un clásico del rock muy célebre en toda la América Latina), ‘¿Quién parará esta locura?' (peculiar canción de protesta ‘altermundialista' interpretada al alimón con la gran actriz y cabaretera Tiaré Scanda), ‘Pasó cerca la bala', con su impresionante solo de trompeta, y la versión personalísima y estupendamente cantada del clásico de Lennon&Mac Cartney ‘I´m so tired'. El disco se cierra con un homenaje al tabaco, vía Sara Montiel, que cobra su sentido de tolerancia al estar hecho por un no-fumador de toda la vida como Gurruchaga.

    Me quiero detener para acabar en ‘¿Por qué no te callas'?', que no es política ni está cantada a dúo con Hugo Chávez. Se trata de un divertido mambo-rock con algún aire ranchero, en el que el cantante, que también es autor de la música, utiliza en el estribillo el famoso exabrupto del rey Juan Carlos llevándolo al terreno de la intimidad amorosa. Javier Gurruchaga es locuaz, ocurrente y a veces extravagante, pero todo un demócrata, un hombre comprometido cívicamente, como ha demostrado más de una vez ante las circunstancias de nuestro país. Su voz no debería nunca dejar de oírse.

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25 de junio de 2010
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Benet y la comedia

Juan Benet tuvo en vida fama de hombre agrio y escritor infranqueable. A veces era muy impertinente, y al escribir moroso, con la delectación en la frase que nadie se atreve a criticar en Proust o en Musil o en Faulkner. Tuve la suerte de conocerle y tratarle de cerca más de veinticinco años, y a su lado, pero también leyéndole, no paré de reír.

   Ahora sale en un hermoso volumen ilustrado de 432 páginas su ‘Teatro completo', que es mucho más extenso de lo que lo fue una primera edición en 1973 publicada bajo el mismo sello, Siglo XXI. Yo mismo he contribuido con un prólogo al libro, en el que me detengo con detalle en los trece títulos dramáticos del conjunto, pero aquí sólo quiero hablar del humor ‘benetiano'. El hecho de que el ingeniero de Caminos y novelista madrileño muerto en 1993 planeara sus grandes novelas con la misma complejidad estructural y detalle en la construcción verbal que ponía en sus presas y conductos hidráulicos puede despistar al lector medio, como durante tantos años despistó a una buena parte de la crítica. Benet era sublime en la escritura, cultivador de un "gran estilo" repleto de meandros y alusiones eruditas, pero en ninguna página de ninguna de sus obras faltaba el brillo de la comicidad y del esperpento, de los retruécanos y las situaciones disparatadas. Como sucede con otro gran escritor del siglo XX, Samuel Beckett, el arbolado trágico y nihilista de su obra (también compuesta, como la de Benet, de novelas y piezas escénicas) puede ocultar el fondo de su personalidad literaria, que es esencialmente cómica.

    Benet no tuvo suerte en las tablas. Como cuenta con detalle el compilador del volumen, Miguel Carrera, los directores y programadores españoles de su tiempo nunca se acercaron a los tres títulos mayores de su producción escénica, ‘Anastas o el origen de la constitución', ‘Agonía confutans' y ‘Un caso de conciencia', escritas entre 1958 y 1967. ‘Anastas', una farsa política de elocuente causticidad (y yo diría que lacerante actualidad), tuvo alguna representación no profesional, que, pese a su modestia, ilusionó a su autor, el cual, por desgracia, no vivió lo bastante para ver el estreno en París de su ‘Agonia confutans', traducida al francés y puesta en escena en uno de los grandes teatros parisinos, MC 93 Bobigny. Aquel montaje de Daniel Zerki, interpretado por dos grandes actores de la Comédie Française daba razón además al latente espíritu de comediante que en su vida y en sus escritos siempre tuvo el autor de ‘Volverás a Región'.

   En el ‘Teatro completo' están los textos largos, alguna pieza anterior y, como novedad absoluta, entremeses ocasionales que muestran una variedad de registros a la vez que ciertas prefiguraciones del mundo ficticio de Región creado por el novelista. Destaca para mí en esa parte totalmente inédita su micro-relato escénico ‘Apocación', la incompleta ‘El caballero de Franconia' y el extraordinario disparate cómico-taurino ‘El último homenaje', escrito en colaboración con Pepín Bello, amigo mayor y compañero (al lado otras veces de Rafael Sánchez Ferlosio, Javier Pradera o Carmen Martín Gaite, por ejemplo) de las representaciones a puerta cerrada a las que se tuvo que limitar el teatro breve de Benet.

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21 de junio de 2010
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Si yo fuera fumador

No he fumado ni un solo cigarrillo en mi vida, una vida pasada desde la infancia entre fumadores, algunos de ellos orgullosos de serlo, es decir, no pertenecientes a ese grupo mayoritario de quienes, al ofrecerte uno y rechazarlo tú diciendo que no fumas, te dicen en serio, con una leve sonrisa de añoranza: "Pues no sabes la suerte que tienes, chico". Como soy de naturaleza hedonista, para bien y para mal, siempre he pensado que el pobre soy yo por privarme, pues no me cabe duda de que el tabaquismo es el ‘ismo' más contundente, más comprensible y más democrático de la historia de las vanguardias del placer.

       Como al que más, me molesta tener que tragarme a la fuerza el humo de los desconocidos en los lugares públicos, sobre todo si me lo echan en la cara, pero contemplo estupefacto los torpes preparativos de una nueva ley antitabaco que el gobierno de Zapatero, con su conocida política general de declaraciones vibrantes y rectificaciones vergonzantes, vuelve a anunciar. Al igual que en otros asuntos donde confluyen la salud pública y el derecho privado, me parece indignante que al fumador, hoy por hoy todavía un sujeto que vive en la legalidad, se le degrade socialmente, se le aísle y se le confine, mientras se le intimida con cajetillas truculentas que recuerdan las estampitas de Pedro Botero rodeado de niños disolutos quemándose en el infierno con las que los curas y monjas querían infundirnos la aversión al pecado. Ya se saben los resultados de aquellas campañas de profilaxis moral: los pecados de la carne están que arden, cada día más, y la tendencia progresista universal es que cualquier acto placentero que se practique sin coacción ni abuso es aceptable -por atípico o extremo que resulte-, quedando la consideración de su posible daño individual al criterio de cada persona.

     Ahora bien, creo que el fumador español ha caído en un vicio peor que el de encender compulsivamente sus cigarrillos y aspirar su humo. No ha entendido lo fácil que sería un pacto social entre él, directamente, y el no-fumador, que hiciera innecesario, e incluso ridículo, el arbitrismo avasallador de la nueva ley preparada por la ministra Jiménez. Ese pacto tan sólo tendría que tomar en cuenta que una tendencia salutífera mundial  -con la que se puede o no estar de acuerdo-  ha puesto de relieve en los últimos años la evidente injusticia histórica de que el fumador, ‘antes', pudiera fumar en todas partes a su antojo sin reparar en los que no lo hacían. El asumido respeto de unas mínimas normas de educación cortés, de atención al otro, de auto-control cívico, debería facultar a los fumadores a exigir una similar tolerancia con ellos.

    Así que si yo fuera fumador, me levantaría en armas dialécticas contra una ley desproporcionada que pretende no la regulación de una molestia sino la eliminación de un hábito, convirtiendo al que lo ha adquirido libremente en un paria de la sociedad. Pero también, si yo fuera fumador, huiría como de la peste del romanticismo literario del hecho de fumar, que me parece superfluo y puede llegar a cursi. Igual de cursi que el de esos activistas de la igualdad sexual que para dorar la píldora de algo tan natural como la homosexualidad se sienten obligados a citar a las grandes ‘autoridades' que lo fueron: Sócrates, Safo, Miguel Ángel, Tchaikovski, Virginia Woolf. El sistema de prelaciones ha de ser irrelevante a la hora de exigir que a todo ser humano no forzado se le deje hacer aquello que desea: acostarse con la gente de su mismo sexo, beber hasta no decir basta (otro campo donde los aficionados a las listas de ilustres predecesores tienen el cielo abierto), practicar los juegos de azar y, por supuesto, fumar.

     Si yo fuera fumador y viajero habría luchado (¿es hoy ya demasiado tarde, dada la inercia de los códigos de "buenas prácticas"?) por el mantenimiento en los medios de transporte que permiten una separación efectiva de espacios donde fumar. El tren. Es típico del bondadoso maximalismo de los dirigentes, no sólo españoles, haber pasado radicalmente de un tiempo en que se fumaba en todas partes a no dejar que el viajero que ha comprado su billete al mismo precio no pueda echar ni un pitillo en ningún lugar de un largo convoy ferroviario que a veces hace trayectos largos. Si yo fuera fumador, me rebelaría y trataría de boicotear los hoteles que prohíben ya prácticamente del todo fumar en cualquier habitación, por cara que ésta sea. Me impresionó la anécdota, sucedida hace poco, de la visita de un reputado escritor español a París, donde su editorial francesa le hospedaba en un hotel de cinco estrellas al que acudió a verle una amiga común. Al preguntar ella por el huésped, el recepcionista, con un mohín desdeñoso, le indicó un número de habitación del último piso, para el que había que tomar un ascensor pequeño y de poca luz situado en un recodo del hall. Al llegar a lo alto, una especie de ‘gallinero' sin el alfombrado por el que es famoso el hotel, la amiga comprobó que el escritor ocupaba un habitáculo más bien lóbrego en el que la recibió, eso sí, cigarrillo en mano.

    Si yo fuera, finalmente, fumador madrileño, habría sido más cuco, no dejándome engatusar por la demagogia barata de Esperanza Aguirre, que burló la anterior ley Salgado, dejando fumar de manera indiscriminada en la inmensa mayoría de los sitios de ocio de la comunidad que preside, sin que los fumadores, al menos los de izquierda, objetaran.

     No está aún probado que el tabaco sea una religión, en cuyo caso sería la creencia más extendida del mundo. Escribo esto desde mi condición de ateo de todos los credos y de todas las nicotinas, incluso la más baja. No me mueve a escribir la caridad, sino la razón. Libertad de ritos. De eso se habla ahora, también desde una conciencia avanzada, y es una libertad a considerar, por mucho que implique a menudo el convertirnos a los laicos en ‘víctimas pasivas' de sus emanaciones dogmáticas. A los practicantes sobrenaturales se les  permite, incluso en un estado no-confesional, echar campanas al vuelo, llamar chillonamente a la oración, hacer procesiones o rogativas al santo (puro humo para quienes no creemos en milagros), mientras que todos los días, cuando bajo a comprar la prensa, veo junto al portal a un puñado de oficinistas de mi edificio practicando vergonzantemente, en mangas de camisa incluso si hace frío, el rito infame del cigarrillo de media mañana, que sabe a gloria, según parece. No puedo impedir que me venga entonces a la cabeza la imagen de los primeros cristianos apiñados para rezar en las catacumbas. El daño del tabaco. Eso sí está probado, y ningún fumador lo ignora. Dejémosle su libre albedrío, su derecho humano al placer peligroso, sólo atentos a que su ‘ismo', su religión o su vicio no perjudiquen la salud terrenal de los que están a su alrededor, frase que veo impresa en la cajetilla de un amigo que acaba de encender su Fortuna en mi salón.

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17 de junio de 2010
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El Boomeran(g)
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