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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Ciego y temible

Llamada aquí, con mal gusto, ‘Mal genio', la película biográfica de Michel Hazanavicius lleva por título original ‘Le Redoutable', preferiblemente con mayúscula, al referirse a un famoso submarino nuclear botado en 1967 y a un cineasta arisco a quien le sedujo tanto la frase final de un artículo de Le Monde sobre la botadura, "Y así sigue la vida a bordo de ‘Le Redoutable", que la decía como ‘leit motif' en las ocasiones más dispares, según contó Anne Wiazemsky en ‘Une année studieuse' (‘Un año ajetreado' en la traducción de Javier Albiñana, Anagrama, 2013). La antigua actriz descubierta por Bresson y compañera y esposa de Jean-Luc Godard, convertida en su madurez en novelista prolífica hasta su reciente fallecimiento, escribió una secuela no traducida en España, ‘Un an après', y sobre ambos libros rememorativos de aquella relación artística y amorosa ha compuesto su guión Hazanavicius en un film anecdótico que, si se ama el cine y se venera como es debido a Godard (al menos el del periodo 1959-1966) puede a la vez irritar y disfrutarse.

     ‘Le Redoutable' suena godardiana desde el principio, alcanzando resonancia, más que los homenajes formales y los guiños ñoños de Hazanavicius, el habla y el lenguaje del cuerpo de Louis Garrel, en un ejercicio de mímesis tan elaborado, y ajeno a la parodia, naturalmente, que consigue crear la ilusión escénica de que la voz del autor de ‘A bout de souffle', con su suave frenillo y su francés sin acento de ningún lugar, hubiera sido grabada y ahora revivida en laboratorio. La voz la conocemos por sus numerosas intervenciones de comentador, no sólo en el monumental ensayo-collage ‘Histoire(s) du cinéma', y algunos ancianos de la tribu le vimos andar hace cincuenta años por pasillos de Cannes y de Venecia, en una quebrada locomoción y con un rostro marcado por las gafas de montura grande y la alopecia, que parecía estar allí desde la adolescencia y, al progresar, sin llegar a la calvicie total, ha hecho que Godard parezca un ser inmutable, del mismo modo que su cine de entonces, cuando menos seis películas, mantiene la lozanía de un estilo refundador, después algo trillado por él mismo y en el que el improperio se hizo slogan, la deslumbrante sorpresa, redundancia, la apropiación del discurso ajeno un disco rayado.

        Hazanavicius es poco imaginativo. El chiste de las gafas eternamente rotas, basado en hechos reales, queda anulado por la reiteración, y el director de ‘The Artist', una película que tenía su gracia, aquí la malgasta, demostrando que imitar a Godard  -si no se tiene el talento de, por ejemplo, Wong Kar Wai o Tarantino- es una empresa suicida. El relato se divide en capítulos, los personajes le hablan a la cámara, y hay voces en off, carteles, insertos en blanco y negro, y una escena cuya imagen se desdobla entre el positivo y el negativo; lo que en Godard era invento, aquí es amaneramiento. Y el espíritu de comedia con que intenta aliviar al distraído espectador de hoy de las tiradas teóricas del maestro de la Nouvelle Vague no cuaja: las cenas de la pareja con sus amigos y la rueda de prensa en Avignon resultan banales, y el episodio del festival de Cannes en mayo del 68, suspendido por la acción reivindicativa y anti-gaullista de, entre otros, Truffaut y Godard, está mal contado y se resuelve en una larga secuencia, el regreso en coche desde la Costa Azul a París, que diluye burdamente la figura del periodista y director Michel Cournot al insistir de manera fatigosa en lo que le interesa a Hazanavicius: subrayar el esquematismo simplista del Godard prochino.

     Ese es, sin embargo, un tema capital a la hora de plantearse el calibre estético del gran artista que ha sido Godard en la segunda mitad del siglo XX. Nunca hubo en la vanguardia un cineasta de más talento ni mayor osadía que él. Pero sus dotes de hacedor de imágenes, de regenerador del lenguaje heredado (y tan bien estudiado por el excelente crítico que fue), le mortificaban, coincidiendo la angustia de ese derroche con la radicalización maoísta. ‘Le Redoutable' se hace eco de algo que Rilke, mejor que nadie en la historia del arte, supo representar: el rechazo de lo que el poeta llamaba "obra de los ojos" (en su caso la riqueza metafórica de sus dos primeros títulos ‘El libro de las imágenes', 1906, y ‘Nuevos poemas', 1907), en favor de un nuevo sistema expresivo que diese primacía a la "obra del corazón", volviéndose ciego a las impresiones sensoriales recibidas, "como si se tuviese en lo sucesivo que captar el mundo a través de otro sentido diferente", según le escribe a Benvenuta en enero de 1914. Godard también cerró los ojos a la voluptuosa manera de contar, al romanticismo impetuoso de sus heroínas y a la condenación enfermiza de sus antihéroes, apartando su mirada de narrador prodigioso en aras de un alma del hacer enfrentada al cuerpo del filmar, entreverado todo ello con la desconfianza en el relato, en tanto que vehículo de una ideología contentadora, y la entrega al arte penitencial del ‘engagement'.

      Pese a sus carencias, la película de Hazanavicius saca a relucir ese sacrificio a la militancia que cambió el curso de la filmografía de Godard. Y lo hace en la escena más lograda, en tono y situación, de ‘Le Redoutable', la de la manifestación de mayo del 68 por los bulevares parisinos, en la que Anne y Jean-Luc caminan juntos, amartelados, felices, exaltado él por la inminente insurrección popular que atisba. El cineasta es reconocido, desdeñado a gritos por alguno y abordado por otros con entusiasmo; está reciente el estreno de sus tres films prochinos ‘La Chinoise', Week-end' y ‘Le Gai Savoir', anteriores a la etapa colectivista del grupo Dziga Vertov. Un trío de amigos comandado por una joven con aire de estudiante se le acerca, declarándole su admiración pero también la nostalgia del cine suyo que prefieren, el de los primeros años. Godard les acoge afablemente, afirmando el deber, imperativo en él, de liberar a los demás y ser apóstol de una nueva verdad fílmica. Y sin perder la sonrisa, le dice la chica entonces, antes de alejarse entre la multitud: "Vuelva a hacer películas que interesen a la gente, y deje usted de interesarse por la gente". 

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22 de noviembre de 2017
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Viajeros comprimidos

Este libro de Martín Casariego podría ser de Borges, entre otras razones por lo comprimido de sus semblanzas. ‘Con las suelas al viento' (La línea del horizonte ediciones, 2017), que lleva un subtítulo también tangencialmente borgiano, ‘Viajeros, eruditos y aventureros', se compone de cincuenta textos breves que, como explica el autor en su introducción, fueron publicándose mensualmente entre 2004 y 2007 en la revista de una compañía aérea española; el título evoca al "hombre de las suelas de viento", que es como Verlaine se refirió a Rimbaud, su joven y borrascoso amante antes de dejarle para hacerse viajero y traficante, pero no erudito.

 

    El libro de Casariego es una delicia, como toda caja de sorpresas literarias, en este caso desconocidas en gran número al menos para mí, que soy adicto al género de la literatura de viajes. El segundo perfil ya nos atrapa por su rareza: Egeria, una española, galaico-leonesa, del siglo IV, que no solo viajó por Oriente y los Santos Lugares sino que escribió su ‘Pereginación o Itinerario', así lo llamó ella. Ávida de descubrimientos y escéptica, además de pionera, Egeria cuenta que un guía la llevó a un lugar donde, aseguraba el hombre, aún permanecía transformada en sal la curiosa mujer de Lot, y esto es lo que dice nuestra compatriota: "cuando inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos". Es enigmático el capítulo sobre uno de los fundadores de la orden franciscana, famoso por la cepa que llevó de regalo a un emperador mongol y al cabo de los siglos dio su nombre, Fra Giovanni, a un vino espumoso italiano. Y muy divertidas las peripecias del infatigable Ibn Battuta de Tánger, "viajero del Islam" no siempre piadoso; el autor madrileño saca de la extraordinaria memoria biográfica de Battuta un episodio en las Maldivas, renombradas por el gran "vigor sexual" de sus habitantes, atribuido a su dieta de miel, pescado y leche de coco, que el tangerino debió comer sin parar, pues durante su estancia en las islas tuvo seis esposas "a las que satisfacía por turno".

    Algo muy llamativo en ‘Con las suelas al viento' es la relativa abundancia de mujeres viajeras, a veces solitarias, en tiempos en que hacerlo era arriesgado hasta para los varones más hirsutos. Casariego traza impresiones muy vivas de siete de ellas, entre las que destaca la de Lady Mary Montagu, que a mitad del siglo XVIII se escapó de su autoritario padre, el duque de Kingston, y casó con un diplomático británico largo tiempo establecido como embajador en el imperio otomano. Ese país sedujo a Lady Mary, quien, en los descansos de su notable labor filantrópica combatiendo la viruela, visitó todo lo visitable y algo más, dejando testimonio en unas cartas que son obra maestra del género (el epistolar y el de costumbres), y de la que hay edición reciente, ‘Cartas desde Estambul', en el mismo sello La línea del horizonte.   

    No sabemos si Casariego ha estado en los lugares, a veces muy remotos, que figuran en sus páginas, o pertenece a otra noble tradición literaria, la del viajero en casa. El novelista que es acierta, en cualquier caso, a plasmar y sintetizar, por ejemplo la vida del geógrafo victoriano John Speke, controvertido descubridor de las fuentes del Nilo a quien otro descollante viajero recogido en el libro, Sir Richard Burton, negó y desafió, llevándole a la muerte en circunstancias de rivalidad y terror que tienen el aroma de las ficciones borgianas.

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14 de noviembre de 2017
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El pulpo en el garaje

El horror comparece a diario en la vida real, y cuando no hay naufragio, bomba suicida ni tornado, los noticieros destacan morbosamente la desaparición de un industrial o la reyerta en una verbena, sin explotar lo bastante el filón de la política, en que abundan las criaturas de frankenstein del populismo, el vampirismo de las voluntades, los borregos vestidos de licántropos. Quizá por esa razón se ha hecho consuetudinario que el cine, que lleva cien años largos desarrollando popularmente las raíces del género, desde la monstruosa a la hemorrágica, ahora lo aborde solapadamente, en tanto que efluvio del aire de los tiempos: se ven cada vez más películas que no se presentan sujetas al canon terrorífico y luego lo introducen, como de contrabando, en el discurso social o sexual. Así sucede en dos recientes obras fallidas, ‘Abracadabra' de Pablo Berger y ‘El amante doble' de François Ozon, aunque siendo sus autores consumados artistas al espectador le cuesta un poco darse cuenta del estraperlo de géneros que ambos llevan a cabo. Pero acaban dejando la sensación, al menos en mí, de que el esperpento social de la primera y la psicosis monozigótica de la segunda habrían dado más juego emocional y un superior dividendo artístico eludiendo el chafarrinón de las posesiones infernales que Berger se saca de la manga o los desangelados brotes sádico-ultraterrenos de Ozon.

      En ese sentido, tiene más consistencia y menos pretensión ‘Verónica', la nueva película de Paco Plaza, co-autor de dos de los títulos de la saga ‘[REC]' y autor total del mejor de los cuatro, ‘Génesis', que hace en este caso una fusión entre el cine de barrio (modalidad Ken Loach) y el demonismo ocultista. Aunque soy consciente de la militancia de Plaza en el campo de la fantasía, el realista que llevo dentro me hizo suspirar en muchos momentos por un desarrollo más amplio, y casi unívoco, de la parte ‘clara' de ‘Verónica': la crónica social de los primeros años 90 en Vallecas, que adquiere en esta dislocada historia sobre el poder y el peligro de la ‘ouija' una densidad y una veracidad que ya querrían para sí los seguidores españoles de Loach. Cuenta además el director con un gran reparto: la bella naturalidad de la debutante Sandra Escacena, y el lujo de unas secundarias de primera fila, Ana Torrent, Sonia Almarcha, Maru Valdivielso; reconozco que Leticia Dólera está tan bien caracterizada en su cameo que no me enteré de que era ella hasta leer el reparto final. He de confesar también que no creo en el más allá, ninguno, lo que me impide disfrutar con conocimiento de causa de las levitaciones y estremecimientos que el cineasta valenciano rueda con tanta chispa.

     La fusión de Plaza no aspira a lo experimental, al contrario que la de Amat Escalante en ‘La región salvaje', cuya protagonista por cierto se llama, casualidad de las casualidades, Verónica. El mexicano nacido en Barcelona y crecido en Guanajuato (aquí hablamos en enero del 2014 de su anterior y extraordinaria ‘Heli') tiene ya, con cuatro largometrajes en su haber, una de las personalidades más descollantes del cine actual, volcada en el tratamiento de una violencia reacia a las explicaciones, reflejada a menudo con extrema crudeza pero sin espectáculo. La historia de ‘La región salvaje' trascurre, como en otras ocasiones anteriores de su filmografía, en Guanajuato, hermosa ciudad en sí misma proclive a lo mórbido, lo macabro y lo subterráneo, y según lo ha contado el propio Escalante, las primeras versiones del guión co-escrito con Gibrán Portela carecían del "elemento fantástico". Insatisfecho y paralizado, el director optó por rehacer el libreto introduciendo a un extraterrestre en la trama naturalista, con dudas al principio sobre la conveniencia de que la criatura apareciese o no físicamente. Su confesada admiración por Cronenberg y Dario Argento, por la película ‘Robocop', las fotografías sado-masoquistas del japonés Nobuyoshi Araki, el cine de visiones exacerbadas de Andrzej Zulawski, le llevó a incluirlo, y los peligros de hacer caer en el ridículo una película que elude absolutamente la formalidad, el sonido y la imaginería terrorífica, Amat Escalante los conjura formidablemente, articulando con asombrosa coherencia una parábola sobre el deseo, sus límites, sus goces, sus condenas, su capacidad de obsesionarnos y hacernos sufrir.

    El extraterrestre aparece lateralmente en la primera secuencia de ‘La región salvaje' agitando un tentáculo aún por definir, y acaba siendo, como todos los monstruitos creados con efectos especiales, viscoso y repelente, aunque se trate de un generoso dispensador de favores. Es un tropo de irresistible encanto que el sujeto viviente que más placer da y más éxito tiene con mujeres y hombres sea un compuesto gigante de insecto y molusco octópodo acogido en una cabaña de ecologistas trasnochados, donde opera sus artes de seducción en una especie de galpón o garaje. Los protectores y en cierto modo empresarios le consideran "la parte primitiva" de los animales que por el campo pastan, y hay una escena estupenda de un tropel de cérvidos y otros mamíferos follando a mansalva en una hondonada, como representantes de un instinto selvático incontaminado por la culpa o la convención social. La película no tiene la implacable sanguinolencia de ‘Heli' ni la brutalidad serena, en alguna secuencia placentera, de su segundo largometraje ‘Los bastardos' (no conozco el primero, ‘Sangre'), pero el deslizamiento sutil, incomprensible a veces, entre lo animal y lo humano, entre el dolor y el deleite, se apodera también del espectador de esta película tan turbadora como inolvidable. 

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8 de noviembre de 2017
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El teatro: recreación  y  recuerdo

      Mi entrada en el bachillerato tuvo aparato teatral, no en sí misma, dentro de un colegio de los hermanos Maristas donde yo era un alumno del montón, sino por el regalo que mis padres me hicieron para celebrarla. Un regalo antiguo, de primeros de siglo, aunque a mí me llegó bastante más tarde, exactamente en el año 1956. Entonces, y por algún tiempo después, se vendía en las mejores tiendas del ramo, del ramo de los libros, a la sazón floreciente, un artilugio de extraordinaria belleza y confección catalana, ‘El Teatro de los Niños', que su autor y editor presentaba así: "Juguete educativo que ofrece un doble interés, pictórico y literario; ejercita, instruye y deleita".

    Ese autor, con su nombre algo críptico, y casi gótico, C. B. Nualart, fue el gran amenizador de mi adolescencia, el causante no ya de que aquel niño poco dado al fútbol entretuviera deleitosamente las tardes de los jueves haciendo teatro, sino también el de la apertura a un mundo de ficción que los especimenes de dicho invento escénico representaban de forma colorida y espectacular. Considerado hoy objeto de culto, y aun de museo, el Teatro de los Niños de C. B. Nualart escondía dos intrigas más: la elección de las obras y la plasmación de sus decorados, y  -esto lo averigüé veinticinco años después de haber recibido el regalo-  el nombre completo del responsable, Carlos Barral Nualart, impresor, cartelista, diseñador, escritor ocasional y alma principal de Industrias Gráficas Seix y Barral Hnos. S. A., que publicaba El Teatro de los Niños, así como padre (fallecido prematuramente en agosto de 1936) de nuestro más contemporáneo Carlos Barral (Carlos Barral Agesta), el poeta y gran editor barcelonés.

    No voy a seguir contando mi vida como empresario amateur y ejecutante de esas representaciones privadas (algunas sin embargo cobradas, barato, a mis amiguitos del colegio) de, entre otras, ‘Sancho Panza gobernador', ‘Caperucita Azul‘ (¿fue esta alguna vez, en la preguerra, Caperucita Roja?), Lohengrin, el caballero del cisne', ‘Por el amor de sus vasallos', ‘El mercader de Venecia', y mis favoritas del repertorio, ‘¡Viajeros al tren!', con su arranque en el andén de una estación, ferrocarril incluido, y ‘El pirata arrepentido o la doncella generosa', sugestiva, además de su título bifurcado, por la trama corsaria y los decorados inolvidables de su primer acto, situado en el puente de mando de un bien armado galeón

    Aquel gran teatrito del mundo con escenografías modernistas y aun románticas de tupidos bosques, palacios neoclásicos, interiores manchegos, salones Art Déco, venecias lacustres, y, en la comedia dramática en dos actos ‘Los lobos del mar', "la cubierta de un acorazado, con las grandes torres de artillería gruesa y en el fondo el horizonte del mar", despertaba sin duda, como era la intención de Barral Nualart, el apetito pictórico de los niños, aunque también su afán literario, ya que, por abreviado y endulzado que estuviera, el texto era parte esencial. Conservo como tesoros doce obras del Teatro de los Niños, algo más de la mitad de las que estaban entonces en distribución, con la correspondiente embocadura magnífica, su telón de sube y baja, sus forillos y sus personajes recortables, alguno mutilado de un brazo o una pierna por la herida del tiempo pasado entre cajas y mudanzas. Pero conservo asimismo los doce libretos que fueron la primera obra literaria leída por mí, y probablemente por todos los adolescentes que dispusieran de aquel juego, tan figurativo y tan trepidante o más que el de los soldaditos de plomo favorecidos por una edad anterior a la de los muñecos plastificados y digitalizados. Se trataba de obras que, cuando condensaban figuras tan potentes en su comicidad, su halo heroico y su crueldad como Sancho Panza en su ínsula (sin Don Quijote), Lohengrin o el judío Silok (sic), acomodaban las tramas, los conflictos y la palabra a la capacidad y el entendimiento juvenil, sin que por ello el didáctico Barral Nualart dejara de incluir en sus folletos indicaciones de colocación y reparto de los niños, recordándoles con pundonor y sin aparente ironía que "Es conveniente ensayar el conjunto antes de una representación definitiva".

            

    Alguna reciente polémica ha enfrentado en nuestro país a dos facciones que, teniendo ambas su parte de razón, parecieron esgrimirla en una contienda a mi modo de ver exagerada y, en el bando más numeroso, desvirtuada por sus bromas pesadas. Resulta evidente que el teatro de texto, o la escritura teatral, tiene una trayectoria de siglos que, al igual que la de la poesía, ninguna transubstanciación ha hecho desaparecer. Igualmente, decir teatro de texto no es redundante ni cosa de Perogrullo, pues han existido desde Grecia y en todos los continentes actuaciones dramáticas en las que el rito podía sobre el recitado, siendo en ese sentido, no se olvide, una de las más frecuentadas y duraderas la misa cristiana, mantenida sin interrupción en cartel más siglos y en muchos más escenarios que ‘La ratonera' y ‘La cantante calva' juntas. Hablamos naturalmente, y ahora con mayor respeto a la creencia religiosa, de representaciones en las que el oficiante repite cada domingo o cada día de culto un prontuario de invariantes prefijados: el guión sagrado, el ‘legerdemain' con el pan y el vino, las salidas y entradas por los laterales, la postración de hinojos y otros movimientos corporales sobre el escenario que es el altar, por no hablar del ropaje teatral de vivos colores y tiras bordadas, la lengua arcana (cuando se hacía así, antes del doblaje impuesto por el Vaticano) y la tropa infantil de utileros y mano de obra del sacerdote. En tal sentido, los sacrificios dionisiacos y la propia misa cristiana serían precedentes y tal vez inspiradores de un teatro de imagen y ‘performance' en el que la palabra es subsidiaria o periférica, una mera ordenación de consignas que el acto mismo -orgiástico o redentor-  sustenta.

     Según analizó el jesuita Jungmann en su extraordinaria obra ‘El sacrificio de la Misa', las misas (y otras celebraciones de la liturgia católica tradicional) son rememoraciones solemnes de algo sabido y creído de antemano, no muy distinto de lo que supone para el espectador actual medianamente instruido ir al teatro a ser, más que sorprendido o informado, recordado de la venganza punitiva de Electra o la inevitable muerte expiatoria del rey Lear y sus hijas. El padre Jungmann dedicó las mil páginas de su libro a resaltar con gran agudeza y base teórica las vicisitudes ilusionistas del rito, a partir de esta premisa: "La misa es una función religiosa en la que se reúne la Iglesia para llevar a cabo el acto primario y principal de su misión, una función religiosa consagrada al Señor y consistente en una acción de gracias, una oblación; más aún, en un sacrificio ofrecido a Dios que atrae bendiciones sobre aquellos que para este fin se han congregado". (J.A. Jungmann, S.I. ‘El sacrificio de la misa. Tratado histórico-litúrgico'. B.A.C, Madrid, 1963, página 208).

    Resulta fácil entender el argumento -no necesariamente surgido de una lectura del hoy tal vez poco atendido Jungmann- que inspira a muchos ‘teatristas', directores, actores, escenógrafos y dramaturgos, en la acepción más estrictamente germánica de este último término. Para ellos y los que están de su parte, el teatro no debería quedar reducido a la adoración perpetua de un número amplio de textos sagrados que comprende desde los trágicos grecolatinos hasta, pongamos ahí el límite provisional, los grandes nombres del siglo XX, Pirandello, Ibsen, Chéjov, Strindberg, García Lorca, Arthur Miller, Genet; y mucho menos en un tiempo como el presente, en que el librepensamiento laico se enfrenta a la obediencia dogmática de las religiones de libro. Representar a esos profetas de la palabra dramática con la fidelidad y la totalidad verbal de otras épocas y otros públicos sería, para los que opinan así, como limitarse al cumplimiento de una costumbre cultural; un acto de fe más que un deber de creación.

   Siguiendo ese argumento, sin duda sugestivo, se podría llegar a la equiparación del hecho teatral con las misas, las corales protestantes o las cinco oraciones diarias prescritas por el Islam, que no son, ni pretenden ser, intervenciones activas de una creencia sino recordatorios pasivos, rutinarios, por muy interiorizados que estén en el espíritu del feligrés. Esa formalidad la entendemos bien los que tenemos origen o educación cristiana si recordamos que, tras la institución de la eucaristía, Cristo deja un mensaje: "Haced esto en recuerdo mío". Un mandamiento divino para que todo lo que viniera después de la creación original fuese representado sin merma del original ni desvío herético.

    Hay naturalmente una vía intermedia entre la mímesis puesta al día de un texto clásico y el simple cóctel de alguno de sus elementos (fragmentos de la letra, el argumento, un leve perfume) que da por resultado una obra nueva "inspirada en" o "hecha a partir de" Molière o Marlowe. Prefiero hablar poco de ello, siendo yo en este terreno, además de traductor lo más fiel posible de Shakespeare, Bernard Shaw, Tennessee Williams, Rattigan o Albee, autor de dos relecturas libres en clave dramática de ‘Electra' y ‘Medea'; por fortuna, puedo acogerme, con desparpajo o egoísmo, a la legislación anterior en ese campo, que incluye no adaptaciones o traducciones libres sino recreaciones de los trágicos griegos debidas a escritores de la talla de Lope de Vega, Racine, Marguerite Yourcenar, O´Neill o Virgilio Piñera, que han de ser entendidas, leídas o vistas como obras propias de sus autores y no de Esquilo, Eurípides o Séneca.

    Más que ‘versión' o mero precipitado, el teatro de imagen, tal y como lo han practicado con genio Gordon Craig, Meyerhold, o más próximos a nosotros, Bob Wilson y Lepage, es una alternativa legítima y enriquecedora, que llena de signos una espacio vacío que en otras circunstancias se llena de palabras. Y Wilson, con más fortuna a mi juicio que Castellucci, también juega al prestidigitador: fundir la palabra y la ausencia de palabra. Entre nosotros, directores de escena como Albertí, Rigola, Carme Portaceli y, muy recientemente, la más joven Carlota Ferrer (en su montaje de ‘Blackbird' de David Harrower), utilizan la música, en discordancia, para reforzar la línea de una acción sincopada.

   Ahora bien, hay un lamento (yo lo dejo escapar alguna noche al salir de un teatro) que no es por la libertad de recortar, repartir papeles sin atender al color o al sexo de los intérpretes, situar en el día de hoy o en el futuro lo que acaecía en la corte de Castilla o en la antigua Corinto, cuanto por el adelgazamiento del material que se ofrece, su conversión en un condensado que en la novela o la poesía no sería aceptable por los lectores. Una especie de desesperada búsqueda del público entendido como nuevo sujeto de una modernidad ‘líquida' que no aguanta el sólido metal de las palabras, lo que lleva a veces a un imperio de la facilidad, y a no pocos teatristas españoles a afirmar que el espectador de hoy, acostumbrado a las series, a ver interruptamente y malentender las ficciones en un móvil o en el saloncito de su chalet en la sierra, es incapaz de estarse quieto tres horas de espectáculo teatral, aunque éste sea fulgurante.

    Y un tic muy extendido que personalmente aborrezco, siendo yo, creo, nada sospechoso de menosprecio de la imagen filmada. Me refiero a la circunstancia de que cada vez es más raro el montaje, teatral y operístico, que no esté ayudado de proyecciones, como si la palabra y la voz humana, sin el soporte de la ‘moving picture', tardara más en llegar o no llegara nunca al entendimiento de una cultura crecida en el cine. La mía lo fue, y yo no sería quien soy, como escritor, como lector, como espectador, sin la pedagogía del séptimo arte. Lo que llamaré la "moda del vídeo teatral" desautoriza, entre otros, a Shakespeare y Valle-Inclán. El primero, además de gran constructor dramático fue ese artífice genial de imágenes escritas que se permite reconstruir líricamente en el diálogo entre Próspero y su hija Miranda el trepidante naufragio, una escena de pura acción, con que arranca ‘La tempestad', luciendo también su maestría en el no mostrar y el referir en un ‘fuera de campo' puramente verbal, por ejemplo célebre en la descripción que hace Gremio de cómo Petruccio doma en la boda a la fierecilla Katherine. El segundo haciendo de sus acotaciones un correlato narrativo o poético de la acción escénica, que lo ideal sería incorporar como monólogo exterior a la acción dialogada. Nunca a la pantalla de plasma que hoy nos persigue como un lugar común del teatro.

     Pero no es España el único sitio en el que estos afeites y facilidades se imponen cada día que pasa más que el anterior. Acaba de llegar a mis manos la nueva edición en papel de The New Oxford Shakespeare, un volumen de 3.382 páginas al cuidado, entre otros especialistas, de Gary Taylor, responsable en 1988 de una edición completa que revolucionó los estudios shakesperianos. No se trata aquí, como es lógico, de juzgar los criterios filológicos de este audaz y a veces convincente ‘scholar'. Lo malo está en el modo de presentar y tratar de acercarnos al Bardo, en una exhibición de condescendencia cobarde que sonroja. Abandonando la práctica de prologar cada obra con una introducción, el libro cuenta con dos prólogos firmados por Taylor y su coeditora Terri Bourus en los que se dirimen, más que los específicos del dramaturgo y sus textos, cuestiones como "¿Por qué leer a hombres blancos muertos?", y "¿Por qué leer obras de teatro si puedo ver películas?". En el espíritu del aparato que acompaña a las 44 obras que la nueva edición reconoce como de Shakespeare flota la sospecha de la divulgación más gruesa, del afán de atraer y a la vez humillar al estudiante joven, pues, en vez de "monólogos críticos" los autores prefieren "un bricolage: una colección creativamente organizada de citas representativas", presentando un menú corto y estrecho de platos variados, con el deseo de que el lector pueda "pensar que esto es Shakespeare en tapas" ("You may think of this as tapas Shakespeare", escriben, sic, con todo el morro). Un teatro, pues, como bar de aperitivos y espirituosos de baja graduación.

    A su modo entre erudito y chamarilero, esta operación favorece otra creencia del pasado que pensábamos desterrada: el buen teatro literario se lee, y al teatro en general se va a ver cosas y personas en movimiento. Goldoni, Valle-Inclán, Pinter o Bernhard, lo ofrecen todo junto por el mismo precio.

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16 de octubre de 2017
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La cortina roja

    Soy, me temo, el único español que no ve series, y uno de los pocos escritores que jamás se ha mostrado boquiabierto ante ellas. Lo digo sin soberbia, más bien con pena, pues estoy convencido de que los elogios que reciben muchas, americanas, británicas, españolas, incluso alguna italiana, están justificados, y yo me las estoy perdiendo. Hasta hoy.

     Mis razones para negarme no eran culturales sino económicas; sé que abonarse a las series a través de los canales telefónicos que todos usamos es barato, más que ir a las salas oscuras y pagar las entradas. En mi caso se trataba de una economía del tiempo: yo soy del cine ("¡respetadme!", como decía Rafael Alberti en tesitura semejante), de los que van al cine, un promedio de cuatro veces por semana, que redondeo con visitas frecuentes a la Filmoteca Española, además de estar una o dos noches semanales entregado al redescubrimiento o hallazgo de verdaderas joyas, curiosidades o bodrios ilustres, todos de producción española, que ofrece de lunes a viernes la 2 de TVE en su ‘Historia de nuestro cine', un programa del que me he hecho adicto.

      A lo que iba. Esas devociones prioritarias, y el hecho de que leo por placer o deber una media de tres horas diarias y voy siempre que puedo al teatro, impiden el cultivo de las series, a riesgo de no dejar ningún tiempo para mi vida privada, las ocho horas de sueño que necesito y -si se dieran- las aventuras galantes. Así que ahora estoy en pleno proceso de recomposición del horario.

      Recuerdo bien el seguimiento religioso de las dos primeras temporadas de ‘Twin Peaks', allá por el final de la década de los Ochenta, reunidos en mi casa Javier Marías, otro enganchado a ella, y un par de amigos más para ver la dosis semanal en el televisor; las andanzas del agente Cooper y los misterios de Laura Palmer nos deslumbraban, glosándolas nosotros y discutiéndolas, al igual que cientos de miles de espectadores del mundo entero, como si fueran el texto sagrado de una nueva creencia en la ficción. Así que, aprovechando la relación contractual con la compañía telefónica que me surte de líneas y de adsl, he ampliado el contrato y he accedido en cuanto se pudo al prodigio de la tercera temporada, toda ella dirigida por su artífice David Lynch.

     Es imposible reproducir por escrito el atractivo de algunos (no todos) de estos dieciocho capítulos. Tan imposible como explicar la hipnosis. Ya es sabido que las legendarias temporadas primeras tenían poca lógica y mucho intríngulis generalmente insoluble. En el nuevo ‘Twin Peaks' de 2017, la locura metódica, los sueños, la sorpresa, el capricho genial, se amontonan sin orden, y a veces sin concierto, pero nunca la imagen y el relato han tenido más poder de seducción, más humor maligno, más densidad plástica, mayor invención fabuladora.

     Las dieciocho horas que suman el conjunto de la tercera temporada, dominada por el motivo del cortinaje rojo que se ondula -como sedosa cabellera de una Medusa hechizante- sobre un suelo de rombos en zigzag, dando paso a las escenas más fulgurantes, es mucho más que narración fílmica: el trabajo de Lynch engloba los avances escénicos de un Bob Wilson o un Lépage, evoca a Magritte y a los surrealistas figurativos, supera con creces las formas del vídeo arte de un Bill Viola, y más que una serie televisiva es una instalación perdurable de arte moderno, un compendio de lo mejor que la vanguardia irracionalista ha creado en los cien últimos años, fusionado con el ‘slapstick' burlesco del cine mudo y la sanguinolencia siniestra del ‘gore' y la ciencia-ficción apocalíptica. Es decir: un gran teatro del mundo real que vivimos también imaginariamente.

 

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6 de octubre de 2017
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Textos  sagrados

Naturalmente el cinematógrafo, como las demás artes, vuelve con frecuencia a sus primeros padres, releyendo, acoplando, malentendiendo adrede o desplegando los textos patrísticos que lo fundaron, así como los precedentes dramáticos y narrativos que el propio séptimo arte, por vía teatral, plástica y novelística, heredó de la antigüedad. No hablaremos aquí, dándola por sabida en la enseñanza media de la cinefilia, de la cantidad de edipos y medeas, helenas y ulises, de orestiadas de ciencia-ficción y apostolados del Apocalipsis post-nuclear, de cristos en la cruz y otros dioses que no dieron su vida para redimirnos. ‘El seductor', título español engañoso de ‘The Beguiled' (1971), fue a mi juicio una de las grandes películas del Hollywood de los años 70; la respuesta ‘mainstream' al cine de la conciencia amorosa atribulada que en aquel tiempo hacían gente como Bergman o Antonioni, dada por Don Siegel, antes solo un artesano de formidable instinto, al encontrarse con un impresionante reparto, un rico contexto (la encarnizada guerra civil americana, y dentro de ella la mordiente lucha de sexos) y un guión ambicioso a partir de una novela de Thomas Cullinam que desconozco, aunque conozco casi de memoria, como todo el mundo, la obra que le inspiró, ‘La casa de Bernarda Alba'. 

Ahora bien, aunque las peripecias del film son idénticas en muchos detalles (hasta en el número de las mujeres enclaustradas por Lorca en su drama), el novelista y sus confesadamente fieles adaptadores a la pantalla, John B. Sherry y Grimes Grice, tuvieron el talento de alterar la acción imaginada por el poeta granadino, metiendo en la mansión porticada donde trascurre la historia a su Pepe el Romano, es decir, al cabo del ejército de la Unión John McBurney; Siegel les sigue al pie de la letra. El joven deseado de la pieza teatral rondaba altivamente a caballo, sin voz ni rostro, las calles del pueblo andaluz, deteniéndose ante la reja de las doncellas más díscolas; en ‘El seductor' está malherido, quemado, barbado, hasta que las manos femeninas deseosas le sanan, le afeitan los pelos que le afean y admiran descaradamente su compostura física cuando puede dejar la cama de convaleciente y empieza a embaucarlas a todas, incluso a Amy, la niña que le salvó la vida. El soldado no deja indiferente a ninguna de las nueve habitantes del internado femenino, pero concede sus favores a las tres que pueden sacarle de su doble encierro; la fogosa alumna Carol, una Adela igual de decidida a perder placenteramente su virginidad, la modosa maestra Edwina, que sería la Angustias lorquiana, y esa tortuosa versión puritana de la Bernarda que es la madura y concupiscente propietaria del internado, Miss Martha.
 
Siegel, apoyado por Clint Eastwood, cómplice suyo en otras películas y productor de ésta, creaba desde el arranque en el bosque, con el beso que el cabo yanki ensangrentado le da en la boca a la niña, y poco después con la explícita metáfora de los huevos que las gallinas, alcanzadas por la virilidad del soldado, vuelven a poner en la granja, un complejo universo de deseo femenino, soterrado o no, incestuoso y lésbico en el personaje  de Miss Martha; algo que rara vez el cine americano industrial se permitía entonces. Hay que señalar, con todo, que Siegel, maestro en la plasmación de ámbitos sensuales, narrador vigoroso y punzante, magnífico director de actrices (Eastwood hace lo que puede en el registro introspectivo, que no es el suyo), sucumbe a la pretensión del ‘cinéma d´auteur' al modo europeo (centro-europeo, diría yo), manchando a veces la tersura galvanizante de su historia con unos torpes subrayados monologales y oníricos.  
 
 ‘La seducción' (2017) traduce mejor el original (‘to beguile' es engatusar, y el inglés deja, claro está, sin género definido el participio), pero se trata, por lo demás, de un trabajo anodino, pesante, amanerado, adjetivos que me cuesta atribuir a una cineasta que admiro enormemente, no sólo por la obra plena de originalidad y arrojo que fue ‘María Antonieta'. Sofia Coppola sabe muy bien que la sexualidad explícita y aun ‘desviada' ya no es tabú, y ella, valiente incluso en sus yerros, se propone reducir no sólo el número de mujeres, que pasa de nueve a siete, sino la temperatura tórrida que reina en el casón, así como la truculencia de los tres climax de agresión encadenados en el final. El recato erótico no aporta nada, y es devastadora la pérdida de la tensión racial al suprimir el personaje de la criada negra Hallie (que en la magnífica interpretación de Mae Mercer era uno de los puntos fuertes del film de Siegel). Según ese mismo rigorismo, Coppola limpia de sangre la amputación vengativa, aunque hay que reconocerle que la prefigura de manera sutil cuando vemos al convaleciente cabo (un insípido Colin Farrell) cortar un tronco con el mismo serrucho que le cortará a él el hueso. Y también contagia su austeridad a sus actrices, lo que en el caso de Nicole Kidman y Kirsten Dunst significa quedar anuladas, incluso sin compararlas, como yo hago, con las extraordinarias Geraldine Page y Elizabeth Hartman de Siegel.
 
 Y de su pregonada visión feminista, nada de nada. El film de Siegel era más radical en ese sentido, pareciendo a veces la Miss Martha de Page una personificación encubierta de Valerie Solanas, la exacerbada fundadora en los años 70 de SCUM, aquella violenta Sociedad para Castrar a los Hombres cuyos efectos sintió el pobre Andy Warhol. 
 
El fracaso rotundo duele más por tratarse de una historia, tomada por Sofia Coppola de los maestros antiguos, que le cuadra bien a su mundo personal volcado en los desajustes. Desajustadas hasta la muerte eran ‘Las vírgenes suicidas', pocas veces el cine ha dado imágenes más elocuentes de lo que es ser extraño a una lengua, a un paisaje, a una cultura y a unos modos de vida, como lo hace ‘Lost in Translation', y nunca el presunto biopic de un personaje insubstancial como María Antonieta ha propiciado un estudio tan profundo de la condición ‘pop'. En ‘La seducción' los hiatos, las intrusiones, la descompensación de los caracteres ni se ven, en el excesivo tenebrismo de la imagen, ni se sienten. Así que el evangelio según Don Siegel seguirá siendo la biblia del clasicismo erótico de Hollywood, y a Sofia deseamos reencontrarla, con o sin previa fuente sagrada, en la alta inspiración de que es tan capaz.
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26 de septiembre de 2017
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Fanfarria  y  contrapunto

En ‘Las películas de mi vida', Bertrand Tavernier reserva un apartado central, para mi gusto el más bello, a celebrar juzgando, como es su norma en este elocuente catálogo comentado, las músicas del cine francés y las figuras de ciertos compositores; para él son, ante todo, Joseph Kosma, Georges Delerue, Antoine Duhamel, algunos de los músicos ‘serios' que trabajaron para el cine, como Honegger y Auric, y, en particular, Maurice Jaubert, un temperamento raro y malogrado (murió combatiendo en la Segunda Guerra Mundial a los cuarenta  años) cuyo rescate, en una subsección a él dedicada, se agradece especialmente. Sabiendo lo obstinado que es Tavernier, en lo bueno y en lo malo, no han de sorprender sus silencios; la omisión, por ejemplo, del incomparable Michel Legrand.

Las músicas de cine son el cajón de sastre de muchas tropelías, de muchos lagrimeos incontenibles y de algunas piezas melódicas que recordamos mejor, pasados los años, que las historias a las que servían de acompañamiento. El filósofo Adorno, en un curioso ensayo co-escrito con Hanns Eisler, se mostró receloso de ese apartado de la música aplicada a las pantallas, que según él está concebida para fomentar la desatención del sujeto receptor, el espectador. Y aunque su análisis se ciñe demasiado al patrón clasicista hollywoodiense, Adorno lleva razón: una gran mayoría de las partituras cinematográficas son intervencionistas en el peor sentido del término, destinadas a servir de distracción o llenado de un vacío semántico, a salvar, casi siempre de modo imposible, lo que ha nacido muerto en el diálogo o la filmación, actuando las notas musicales como la fanfarria que anuncia a las almas sencillas del público lo que deben sentir.
 
Desde que Adorno escribió ese texto, el concepto de banda sonora ha evolucionado mucho, más fuera que dentro de nuestro país; el cine español sigue siendo, con notables excepciones (‘La novia' de Paula Ortiz es una de ellas), gregario y poco aventurado. En ese sentido fue ejemplar el empeño, con resultados lógicamente desiguales, del productor Elías Querejeta, que, dentro de su política de "equipos de autor", encomendó durante muchos años los trabajos sonoros a Luis de Pablo, responsable, entre otros grandes logros, de las canciones infantiles dislocadas de ‘El espíritu de la colmena' o de los melismas del Misterio de Elche con los que arranca ‘Peppermint Frappé'. También es muy significativo que Almodóvar, tan ecléctico y pop en sus gustos, haya recurrido -sin desdeñarlos del todo- a la columna dorsal sonora, de corte dramático, que el estupendo Alberto Iglesias le confiere a sus últimos títulos.
 
Fuera del campo de los musicales a la antigua usanza, un género que venero, o de los films enteramente cantados (de Demy a Chazelle), confieso que mi preferencia es silenciosa. El teatro, otro medio representativo, y hablo claro del gran teatro de prosa y de verso, no necesitaba de las ilustraciones líricas, ahora frecuentes, en otro de los rasgos de influjo fílmico que sufre no siempre para bien el noble arte de Talía. Igual el cine, que nació mudo, por imperativos técnicos, y cuando habló distinguió elegantemente entre lo dicho y lo cantado. Una buena partitura, como la de Mica Levi para ‘Jackie' de Pablo Larraín, es un añadido inteligente, audaz en conceptos y en resonancia, pero qué maravilla es sentarse en la butaca de un cine y darse cuenta, al cabo de una hora y media, de que sólo el viento y la lluvia, los pasos en la noche de la ciudad o la voz de los intérpretes nos han dado compañía. Es uno de los factores que hay que añadir al haber de los cineastas Dogma, su rechazo a la música externa, inducida y no nacida de una fuente concreta de la acción plasmada. No todas las películas de Lars Von Trier me gustan, pero me gusta de ellas el palo seco de las imágenes dialogadas.
 
Así como grandes músicos contemporáneos, concertistas y operistas, han escrito para el cine (la lista es más extensa y prestigiosa de lo que se piensa), hay otra categoría de refinamiento a la inversa que ha dado resultados extraordinarios. Me refiero a la elección de músicas clásicas pre-existentes en películas a veces completamente desligadas por estilo y temporalidad de aquellos originales. Recuerdo cuando el ‘Adagio' de Albinoni, aún no degradado por el abuso, marcaba poderosamente las atmósferas sombrías de ‘El proceso' (1962) de Orson Welles; después vendría en el propio Welles su Satie (otro abusado) de ‘Una historia inmortal' (1968). Pero no se olviden los ejemplos anteriores de un renovado uso de los clásicos: la Misa en Do Menor de Mozart en ‘Un condenado a muerte se ha escapado' (1956), o, del mismo Bresson, las entradas majestuosas del ‘Magnificat' de Monteverdi en ‘Mouchette' (1967). Como en tantas otras cuestiones para-cinematográficas, Pasolini es un referente; ya en su debut de ‘Accattone' (1961) introdujo varios fragmentos de J.S. Bach, pero marcó sobre todo nuestra escucha creativa del cine combinando la sacralidad vocal de Bach con la ‘Missa Luba' congoleña y los espirituales afroamericanos que tan neto perfil de elevación profana dan a ‘El evangelio según Mateo' (1964). Ninguno de estos ejemplos citados aspira a prevenir o remachar; si cabe, a abrir en paralelo a los fotogramas un canal de sonido no necesariamente concordante.
 
Hay un apéndice cruel a esta historia. Un sacrificio voluntario, o un veredicto público descompensado, inapelable, al cultivar el artista un registro más popular o más audible que otros suyos. Walton, Shostakovich, Bernstein, Kurt Weill, Luis de Pablo, Prokofiev. El cine les agradecerá siempre su contribución, y ellos, contentos o recompensados, no se desviaron un ápice de su destacada trayectoria personal en la ópera, la sinfonía o la orquesta. No se puede decir lo mismo de otros músicos de talento como Korngold o Morricone, Nicola Piovani, Ryuichi Sakamoto, Badalamenti. Y tampoco del mayor compositor de bandas sonoras del siglo XX, Bernard Herrmann. ¿Quién recuerda la cantata ‘Moby Dick' o su extensa adaptación operística de ‘Cumbres borrascosas', grabadas ambas en Unicorn bajo la batuta del propio maestro neoyorkino? No es mala música, aunque algo prolija la ópera, y a veces ambas, la grabada en laboratorio y la ejecutada en sala de conciertos, comparten un mismo espíritu, el peculiar romanticismo herrmanniano, lúgubre y rico en cromatismos. Pero esas piezas, y otras suites orquestales en las que puso empeño, nunca se tocan, mientras que nadie olvida lo que compuso en ‘Vértigo' y en ‘Psicosis', en ‘Fahrenheit 451' y en ‘Marnie la ladrona', en su iniciación con ‘Ciudadano Kane' y en su despedida con ‘Taxi Driver'. El contrapunto del genio.
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19 de septiembre de 2017
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Progres polacos

Pobres polacos los ‘progres' de ahora, sometidos a un gobierno ultra-reaccionario y ‘nacional-katólico', que trata de cercenar las libertades de un país cuyo arte fue, en muchos momentos del siglo XX, un paradigma de modernidad y arrojo, sin perder el aura espiritualista que impregna a menudo su cultura. Cuando sigue en cartel la película final del gran cineasta Andrzej Wajda, aquí llamada ‘Los últimos años del artista: Afterimage', el Museo Nacional Reina Sofía ha abierto (hasta finales de septiembre) una magnífica exposición conjunta de dos figuras centrales de la vanguardia centroeuropea, Katarzyna Kobro y Wladyslaw Strzeminski, siendo este el artista independiente y rebelde cuyos últimos años de lucha frente al dogmatismo estalinista recoge precisamente el film de Wajda.

 

Ya hace año y medio que el Reina Sofía nos descubrió a Andrzej Wróblewski, otro pintor polaco contemporáneo de los citados y autor de una vigorosa obra figurativa infiltrada de alusiones políticas. La centralidad de la figura de Wajda quedaba demostrada por el hecho de que también en esa inolvidable exposición (albergada en el Palacio de Velázquez del Retiro), figuraba el director de cine, que fue gran amigo de Wróblewski, inspirador a su vez de muchos motivos formales presentes en ‘Todo está en venta', otra de las películas más destacadas del cineasta. El desconocimiento previo de estos nombres en España (país que sin embargo dio a conocer pronto la obra literaria de genios como Schulz, Witkiewicz o el gran Gombrovich, y acogió con entusiasmo los montajes teatrales de Grotowski y Kantor), está siendo paliado, y en ese sentido es muy recomendable leer ‘Paralelismos vanguardistas hispano-polacos', el largo texto de Juan Manuel Bonet en el precioso catálogo de Kobro y Strzeminski  editado por el museo madrileño.

 
En ‘Los últimos días del artista: Afterimage', Wajda, después de un arranque deslumbrante en una pradera llena de aprendices por la que se desliza como un obús explosivo pero benigno el maestro Strzeminski, le muestra a este envuelto literalmente en su estudio por una gigantesca efigie de Stalin que los esbirros del nuevo gobierno comunista polaco despliegan en el edificio donde trabaja el pintor. Es muy elocuente ver la contraposición de esas dos esferas plásticas: el rimbombante mamotreto de lona que rinde culto a la personalidad del dictador soviético, y la pureza de formas del arte que hace Strzeminski y enseña en sus clases a los alumnos fervorosos que le siguen, pronto hostigados y perseguidos por la policía política como lo fue el pintor hasta su cruel y temprana muerte. En las salas del Reina Sofía el mundo presentado parece un sueño de libre creación no manchado por la pesadilla sectaria. El pintor y su esposa Katarzyna, extraordinaria escultora, se habían formado en Rusia, durante los primeros años de la Revolución, al lado de grandes maestros como Tatlin, El Lissitzky o Malevich; cuando en la propia Unión Soviética ese arte constructivista y no-objetivo se hizo sospechoso, la pareja polaca volvió a su país, donde, separados matrimonialmente, proseguirían una labor que acabó en el silencio y la temprana muerte. La utopía de las formas puras, elegantes sin frivolidad ni capricho, alcanza su altura más emocionante en la reconstrucción íntegra en Madrid de la ‘Sala Neoplástica' que ambos, antes de separarse, lograron reunir y exponer en un museo de Lodz, con obras propias y de artistas como Arp, Mondrian, Léger o Hélion. Ese museo, el Sztuki, mostrado, en una vibrante escena del film de Wajda, a los escolares de la segunda posguerra mundial mientras la hija de los dos artistas llora humillada, evoca las tensiones entre libertad y dogma que hoy vuelven a darse en Polonia.

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11 de septiembre de 2017
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Tras el desfile

 

   Acabadas las celebraciones del Orgullo Gay mundial, vueltos los celebrantes a sus casas, convertidas las cincuenta y dos vistosas carrozas del desfile no en calabazas sino en autobuses urbanoscorrientes, ha quedado en el mundo libre (llamémosle así para entendernos) una sensación de triunfo, y en Madrid unas huellas que podremos seguir todo el verano. La fulgurante conquista de los derechos humanos homosexuales también dejacomo es natural, más allá de los matrimonios, las adopciones, la legalización económica y la felicidad que genera, una estela artística cada día más visible y fecunda, especialmente en aquellas artes que en siglos anteriores la disimulaban y tapaban, es el caso de la pintura, o simplemente no existían, como el cine y la fotografía.

  En el Prado, en un homenaje que tiene algo de guiño, el visitante puede reconstruir, con una guía impresa en un desplegable gratuito, unos "escenarios para la diferencia" marcados dentro de la colección permanente del museo. El recorrido laberíntico por las salas de sus dos plantas da sorpresas: ‘El Cid', un león en primer plano pintado por la proto-lesbiana Rosa Bonheur (que el museo no había nunca colgado desde que un donante lo regaló a fines del XIX), y la inquietante estampa de ‘El Maricón de la Tía Gila' dibujada por Goya en su llamado Album C.

  Más entidad tiene la amplia exposición abierta hasta octubre en CentroCentro, el complejo cultural que comparte espacio en Cibeles con el ayuntamiento, titulada ‘Nuestro deseo es una revolución', aunque su subtítulo, ‘Imágenes de la diversidad sexual en el Estado español 1977-2017' suene algo burocrático. Se trata de una interesante panorámica de la plástica, la fotografía y el cine de connotaciones o militancia LGTBI, en la que destaca el rescate de Gregorio Prieto, una figura de la Generación del 27 insuficientemente conocida y aquí representada a través de sus fotos auto-ficcionalesde los años 20 y ‘Luna de miel en Taormina' (1932),un magnífico lienzo ‘epéntico' (palabra de uso interno entre sus amigos homosexuales que García Lorca inventó y usaban, entre otros, Aleixandre, Cernuda, Blanco Amor y el propio Prieto). También hay estupendos trabajos de Juan Hidalgo, deCarmela García, el gabinete privado de dibujos de ‘osos' rampantes de Pérez Villalta, el recuerdo de Pepe Espalíu y sus elocuentes acciones artísticas a partir del SIDA, y ‘Manuel' (1983), una pieza magistral de Rodrigo, tan magnífico escultor como dibujante. 

  La parte cinematográfica incluye a Almodóvar, Iván Zulueta, Jacinto Esteva y figuras más transversales, algunas muy menores; es incomprensible que los comisarios no hayan mencionado la obra de Adolfo Arrieta, que sigue filmando, e ignoren por completo a dos figuras desaparecidas pero seminales del cine de vanguardia gay, Antonio Maenza como precedente, ya que murió, después de años de inactividad, en 1979, y Celestino Coronado. La muestra de CentroCentro se debate así entre dos extremos que a menudo chocan: el activismo y el arte. Todos los artistas que hemos aquí citado, y otros como Genet, Greta Garbo o Marlene Dietrich, a quienes se rinde tributo, fueron agitadores, transgresores de límites y a la vez creadores en su diferencia. En ‘Nuestro deseo es una revolución', la exaltación de la militancia, tan necesaria, desemboca a veces en la fiesta de la insignificancia.

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31 de julio de 2017
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Los dos Dumonts

Dentro de su riqueza, el cine francés actual cuenta con el lujo de tener dos directores del mismo nombre. Primero surgió Bruno Dumont el oscuro, el elíptico, que trabajaba ya entonces, sin embargo, con materiales de clara raíz demótica: la provincia, el campesinado, la voracidad de los apetitos. En su segundo largometraje, ‘L´Humanité' (1999), que le puso en el mapa del prestigio tras obtener dos premios en Cannes, el deseo se manifiesta con algo de dolencia y bastante urgencia, coincidiendo más de una vez la una con la otra: el protagonista Pharaon, superintendente de la policía en un medio rural, se  apiada tanto de los detenidos que les besa, queriendo trasmitir no deseo sino conmiseración. Y la vecina de Pharaon, Domino, copula de forma mecánica con su frenético novio Joseph, en un sacrificio que parece dispuesta a realizar con los hombres necesitados de su entorno. Todo ello en el contexto de  violencia brusca que caracteriza el cine de Dumont. En otro de sus grandes títulos, ‘Flandres', quizá el más famoso al haber ganado el Gran Premio del Jurado en Cannes 2007, hay una joven del pueblo que elige a los hombres sin recato, como al azar, y cuando todos los de su edad son movilizados para combatir en una guerra abstracta, de paisaje africano y escenas de batalla cruentas, los añora y enferma, de un mal venéreo o una pérdida de la razón. La exacerbada carnalidad de sus películas se ensarta en la locura, de un modo singular en la que para mí es hasta hoy su obra maestra, ‘Camille Claudel 1915' (2014), con una Juliette Binoche en estado de gracia demente interpretando a la escultora dañada por su obsesión con Rodin, que la amó y se aprovechó de ella, rodeada la actriz en la filmación de pacientes reales de los manicomios, que Dumont, con autorización médica, incorporó a su reparto de alienadas.

     ‘La alta sociedad' (‘Ma Loute', que es el raro nombre del protagonista barquero), nos confirma, tras su anterior ‘El pequeño Quinquin' (‘P´tit Quinquin', estrenada en cines en formato reducido de la mini serie del mismo nombre, muy popular en Francia), la personalidad del segundo Dumont, el chocarrero, el caricaturista de trazo grueso, que hace de sus actores monigotes de comic  insuflados por la bufonería del vodevil picante. Hay que señalar como rasgo distintivo que las dos almas dumontianas se funden en el intenso color local de su región de nacimiento, el Nord-Pas-de-Calais, una especie de territorio claustral, nada mítico, en el que trascurren sus peripecias, las verosímiles y las que brotan del puro disparate. Ahora bien, Dumont siempre es, más allá de su paisanaje, gran artista, con un don plástico a veces estilizado y otras seco, tajante, y un uso muy elocuente del cinemascope, que utiliza como un vasto lienzo que se va llenando de pequeños cuadros, o como página en blanco por la que irrumpen, sin prelación narrativa ni lógica plástica, las acciones, los rostros, las figuras.

       Es curiosa la afinidad de Dumont a la policía, prominente también en las tramas de la citada serie televisiva y muy protagonista en el film coral y desmadrado que es ‘La alta sociedad'. Situada la acción en una zona costera atlántica, pocos años antes de la Gran Guerra, el inspector Machin, hombretón hinchado que al andar hace ruidos de goma, llega a ese escenario con su escuchimizado ayudante Malfoy para investigar unas misteriosas desapariciones ocurridas en torno al estuario de un río donde los burgueses se hacen transportar de una a otra orilla por los lugareñoss, ocupados en la pesca, el cultivo de ostras y algún otro hábito alimenticio que mejor es no contar. La mansión más grandiosa de la zona, de estilo neo-egipcio, y la familia más poderosa, los Van Pethegem, tienen perfiles oníricos deformados por lo histriónico, vena en la que destacan los mayores del clan, Juliette Binoche, Fabrice Luchini y Valeria Bruni Tedeschi, tres grandes comediantes a los que Dumont encomienda la sobreactuación, a veces casi insoportablemente gamberra, de la historia.

    Frente a esa familia refinada de los Van Pethegem, cuyo miembro más oblicuo es la joven que oscila entre lo masculino y lo femenino, están los Bruforts, ásperos y desaliñados pero igual de feroces que los aristócratas. La primera mitad del relato, con la presentación de una galería de personajes a cual más manierista, es la mejor, como si, una vez que hubiera cumplido con el deber de su ‘dramatis personae', la comicidad se le fuera de las manos, queriendo Dumont demostrarnos su ligereza aerostática y burlesca, con guiños a los hermanos Lumière, al mundo astral de Méliès, a las payasadas sublimes de Chaplin y el mejor slapstick americano. Una fábrica del artista grotesco en la que el cineasta quizá afila sus armas más punzantes antes de volver, quién sabe, en su nueva película sobre Juana de Arco recién estrenada en Francia, al espíritu grave y concienzudo.

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18 de julio de 2017
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El Boomeran(g)
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