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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Chalequerías

Aprovechando sus últimos días fui a las rebajas con la intención de comprarme un chaleco, prenda a la que me adherí hace décadas, cuando tenían presillas, ese mecanismo regulador que te daba esbeltez y, si ganabas peso, disimulaba el engorde. Pues bien, los chalecos de caballero ya no se venden; otra baja o avance del progreso. Volví frustrado a casa y lo estudié; la palabra, según el gran diccionario histórico Le Robert, procede del árabe magrebí galika, de donde pasó al castellano jileco, que en francés se hizo gilet, ya usado en el Renacimiento. Después recordé: en el siglo XIX el chaleco era la pieza intermedia del terno que llevaban banqueros y prohombres de la política, cuando en la Bolsa no había cotización femenina y las mujeres, incluso las de pro, carecían del derecho al voto. Pero el chaleco evolucionó. Damas muy selectas de la Belle Époque se lo ponían, hasta con corbata, en público. Algunas eran lesbianas, otras solo querían expropiar y desactivar la prenda más masculina de la historia del traje. Vino posteriormente su versión floreada; a los hippies de ambos sexos les gustaba por la laxitud de su corte y sus amplios bolsillos, ideales para transportar la hierba. Ahora hay una confusión de chalecos. Por la parte tradicional, los toreros lo siguen llevando bajo la chaquetilla de luces, y en el lado moderno de la vida, la pasarela, las modelos no necesitan apretarse nada para estar como sílfides.

En mi búsqueda fracasada de los remates a buen precio me ofrecieron el que sí se vende y a mí me sienta como un tiro, el de cazador, acolchado y con plumas dentro, muy llevado en los barrios burgueses de las capitales. Lo que impera, cada día más, es la apropiación del chaleco por el sector Servicios: las trabajadoras de la limpieza, los aparcacoches, el voluntariado de las ONG. Chalecos proletarios y humanitarios, feotes y chillones de color, que en los campos de Francia y en las carreteras de España se hacen protestatarios. Echaré de menos la filigrana de las presillas antiguas, pero me parece que el escuálido cuerpo social ya se harta de tanta estrechez. Hasta que reviente.

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2 de marzo de 2020
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Serenidad y alarde de la técnica

En una alocución de homenaje al músico decimonónico Conradin Kreutzer pronunciada en 1955, Heidegger se ocupaba una vez más de nuestra relación con la técnica. "Sería necio marchar ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a una constante mejora. Sin darnos cuenta, sin embargo, hemos quedado tan firmemente encadenados a los objetos técnicos que hemos venido a dar en su servidumbre [...] Mas al propio tiempo podemos dejarlos estar en sí mismos como algo que no nos atañe en lo más íntimo y propio. Podemos decir "sí" al ineludible empleo de los objetos técnicos, y podemos al mismo tiempo decirles "no", en cuanto les impidamos que nos acaparen de modo exclusivo y así tuerzan, confundan y por último devasten nuestra esencia." Y sigue Heidegger refiriéndose a la opción de que los "objetos técnicos" penetren en nuestro mundo diario y a la vez queden fuera "como cosas que no son nada en absoluto", para concluir así: "Quisiera denominar esta actitud de simultáneo "sí" y "no" referida al mundo técnico con una vieja palabra: la serenidad respecto de las cosas (Getassenheit zv den Dingen)".
 

La película de Sam Mendes 1917 llega precedida de una fanfarria tecnológica que el propio director ha explicado con orgullo de pionero, aunque, naturalmente, no es el primer largometraje de la historia que pretende haberse rodado en un solo plano-secuencia. La soga de Alfred Hitchcock ya exploraba esa modalidad en 1948, con trucos necesarios en el tiempo de los rollos de celuloide de limitada longitud pero favorecida su audacia por el hecho de que la acción de ese thriller transcurría en el interior de un apartamento neoyorkino; más pura de concepto y más virtuosa en lo coreográfico fue en el año 2002 la genial ocurrencia de Alexandr Sokurov en El arca rusa, con sus 2000 actores, sus tres orquestas y las 33 salas del Hermitage recorridas como en un soplo vertiginoso siguiendo al personaje histórico del Marqués de Custine, interpretado por un actor. La idea de Mendes, un director de gran talento pero no un auteur en el sentido cahierista de la palabra, es en principio buena en tanto que pretende que la continuidad sin cortes (falseada con habilidad en sus fundidos negros o sus polvaredas blancas) refleje la angustiosa carrera ininterrumpida de los dos cabos Schofield y Blake para que la carta del alto mando de la que son portadores llegue a tiempo de evitar una matanza de soldados británicos. Además de un minucioso diseño de filmación y muchas y largas sesiones de ensayo con los actores, Mendes se veía obligado (voluntariamente, claro) a mantener a raya al equipo técnico, fuera del campo del objetivo de su Alexa Mini LF diseñada ex profeso para rodar en un alcance de 360 grados.

La osadía de Mendes se olvida pronto, lo que es bueno para la película; lejos de estar atento por si caza una cesura involuntaria o una incongruencia dentro del encuadre, el espectador se acostumbra a verlo todo en la misma dimensión; de un primerísimo plano, la cámara, que a veces vuela gracias a las cabezas calientes (otro adelanto técnico de gran utilidad y mucho efecto), pasa a enfocar lo que está enfrente, o en otro lugar del campo de batalla o la trinchera, un espacio dramático preponderante en 1917, ya que aquella fue una guerra de bayonetas y trincheras; los travellings raudos de Senderos de gloria no es fácil que se vayan de la memoria de esa obra maestra de Kubrick. Ahora bien, ¿tiene mucho que ver el dispositivo inventado por Mendes con el contenido de su guion? La proeza técnica en este caso no da más densidad ni aporta significado; es decir, no supone, al contrario que la fotografía aérea -según la famosa categorización de Benjamin- una ganancia en los puntos de vista de la realidad observada hasta entonces por el ojo humano. Mendes habría hecho su relato igual de veloz e incitante montando planos cortos en lugar de dilatarlos, y la trama, más allá del suspense de saber el final y de un par de secuencias memorables (la trinchera-trampa que va explotando entre ratas, el aviador alemán y la agonía del cabo Blake) es previsible: los personajes apenas cobran peso, los diálogos resultan trillados, el mensaje solidario muy elemental, y el desenlace del encuentro entre el cabo Schofield y el hermano mayor de Blake tiene un punto de sensiblería.

Otros tecnicismos de signo opuesto, basados en la auto-limitación y la austeridad, son resaltados en una película norteamericana estrenada al mismo tiempo y coincidente con 1917 en ser de época (finales del siglo XIX) y tener dos personajes masculinos de protagonistas, aunque en El faro haya una sirena real u onírica y un monstruo cefalópodo de talante rijoso. Se trata de la segunda película de Robert Eggers, un cineasta que a juzgar por esta (no he visto su opera prima La bruja) es un artista de la orfebrería visual, un hombre muy leído (cita a Herman Melville por boca de sus actores, Willem Dafoe y Robert Pattinson, y los envuelve en ámbitos góticos y alegóricos) y un arcaizante que quiere retroceder con su técnica a épocas que no tenían avances técnicos. Así, el director usa el formato cuadrado 1.19:1 (no es el único que lo ha hecho últimamente) y fotografía en blanco y negro con la complicidad de su camarógrafo Jarin Blaschke, que echa mano de lentes antiguas y filtros que imitan la fotografía decimonónica, buscando "el mismo aspecto de un celuloide que no hemos visto en cien años". La película de Eggers consiste en una serie de tableaux vivants e imágenes pictorialistas, que en más de una ocasión producen el efecto de daguerrotipos en movimiento. ¿Al servicio de la serenidad con las cosas? No me lo parece. En el conglomerado de la modernidad cinematográfica hay muchos modos de rompimiento, fusión, invasión y exploración de nuevas narrativas, pero a título personal sostengo la opinión de que los revestimientos del aparataje son factores ajenos a la inspiración, que en todos los terrenos artísticos necesita, o así me lo parece, una serenidad reñida con el abracadabra que da la técnica, mera cuestión de formato que en nada acompaña al genio ni lo fomenta.

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24 de febrero de 2020
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La intimidad

Se me hizo raro que al acabar la visita a una amplia muestra de dos gigantes de la escultura sintiese el deseo de volver al comienzo a ver de nuevo una cartulina colgada en la pared de la primera sala. Las obras de Rodin y Giacometti son de un dramatismo a menudo hiriente (las del francés) o de una incertidumbre que se enfrenta al volumen y a la gravedad (las del suizo), y eso queda patente en la exposición madrileña de Mapfre. ¿Por qué tan llamativa la foto de la entrada? En esa imagen tomada en 1950, un conocido conjunto en bronce de Rodin, Los burgueses de Calais, se expone en un parque, y una figura humana está agazapada en el suelo de la peana alzando la cabeza: un Giacometti de 49 años con cara aún de niño y mirada traviesa. ¿Se burla de la grandilocuencia broncínea del maestro? ¿Se empequeñece él para resaltar el heroísmo del grupo? ¿O es un tributo, a su manera ingrávida, al inflamado romántico que estudió y copió desde joven?

La buenísima idea de las dos comisarias francesas de parear las obras de Rodin con las de Giacometti, tan distintas, saca a la luz una de las angustias más productivas de la historia de cualquier arte: la precedencia, el influjo, la añoranza, el estímulo que da la competencia y aun los celos. Lo insolente que fue Tiziano con el brillo propio de su aprendiz Tintoretto; Cervantes expulsado del teatro, creía él, por los triunfos de Lope de Vega; el espionaje mutuo de Picasso y Matisse visitándose en sus estudios para ver qué pintaba el otro. Esa admiración abrumada, esa rivalidad, ese afán de emular o de denigrar, es el germen de la creación desde la tragedia griega hasta el cine moderno. Así que la carita de pillo que Giacometti pone en la foto bien podría ser, más que reto o envidia, un modo de intimar con el genio. De congeniar.

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21 de febrero de 2020
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Anne y Kitty

Un artículo de Ian Buruma me llevó al Diario de Anne Frank, un libro célebre que nunca había leído y resulta no ser un diario. Esta obra maestra de la novela del siglo XX empieza con la declaración de una niña al cuaderno en el que anotará, durante poco más de dos años, sus bromas, su ansiedad, sus ensueños (no todos fallidos), su enamoramiento catastrófico de un chico tímido, refugiado judío como ella en una buhardilla de Amsterdam. Al cuaderno le da un nombre, Kitty, y más que depositaria, Kitty es la parte callada de una de las parejas imaginarias más felices de la narrativa del yo (hay una ejemplar edición en Debolsillo, puesta al día y muy bien traducida por Diego Puls).

Anne, como si quisiera endulzar su temido destino final, se afana a lo largo de 350 páginas en entretenernos, en guiñarnos el ojo, en revelar su corazón de un modo travieso que tiene tanto que ver con el genio como con la puerilidad, si es que no son la misma cosa, como sugirió Baudelaire al proclamar que el genio es la infancia recobrada a voluntad. Es un libro del Holocausto escrito por una juguetona de trece años que ya conoce el dolor y nos avisa de que la ficción y el humor proporcionan remedios. Comedia de enredos domésticos, prontuario de la conciencia del cuerpo adolescente, vaticinio del terror de los campos nazis, su Diario tiende a divagar, como la mejor literatura: la Oda a la estilográfica inserta en su entrada del 11 de noviembre de 1943 es memorable.

La niña Anne aspiraba a ser periodista y escritora. Tenía apenas 15 años cuando el 1 de agosto de 1944 su diario se cierra, y en fecha incierta, meses después, murió de tifus en cautividad. La salvación para la posteridad del "cuaderno Kitty" fue casi milagrosa. Pero los paliativos de la literatura no los pudo desarrollar para ella misma. A nosotros nos sirven de aliento.

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20 de febrero de 2020
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W. C.

Un incidente doméstico de Melania y Donald Trump me viene a la cabeza en estos días de aprietos del presidente que quizá no acaben en un apretón. Sucedió hace dos años cuando la pareja solicitó al museo Guggenheim de Nueva York el préstamo de un paisaje nevado de Van Gogh para decorar en sintonía la Casa Blanca. La conservadora-jefa Nancy Spector les hizo saber con seco humor que, indispuesto el vangogh, ofrecía en su lugar una pieza contemporánea, Amerika, del italiano Maurizio Cattelan, consistente en una primorosa taza de váter, con su mecanismo hidráulico y sus tuberías, todo ello confeccionado en oro de 18 kilates. Cien mil personas la frecuentaron, guardando la debida cola, cuando el Guggenheim la expuso en un retrete ad hoc, aunque no hay estadísticas del uso mingitorio, o mayor, de la obra, que funcionaba y tenía puerta.

Amerika fue robada el pasado agosto cuando se exponía, con la misma aglomeración de usuarios, en la manor house inglesa de Blenheim, y a día de hoy sigue sin aparecer, mientras se especula sobre su destino. ¿Fundida por desaprensivos para convertirla en lingotes de oro sin firma de autor? ¿Mandada robar, para su solaz, por algún jeque petrolífero de desmandado esfínter? Cattelan niega que su taza sea una metáfora anti-trump, y solo acepta la interpretación kafkiana del título, habiéndose inspirado, dice, en la novela Amerika del escritor checo. Yo también sostengo una hipótesis, aunque no dispongo de pruebas fecales. La letrina valorada en cinco millones de dólares, sustraída por complacientes esbirros rusos, según mi teoría la tiene en su poder Trump, aunque él mismo no tire de la cadena; sus senadores le limpiarán las vergüenzas en el excusado. Y mientras una facción de la primera potencia mundial adora a un ídolo chapado en oro, aquí seguimos metidos en el merdé diario del desdoro de la política. El nuestro, al contrario que Amerika, no es inodoro.

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3 de febrero de 2020
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Los años Sorogoyen

En la pasada década hay en el cine español un nombre clave que se dio a conocer en 2013 con un raro título, Stockholm; raro en tanto que la capital de Suecia no salía más que mencionada en el diálogo de una fiesta de jóvenes modernos y tampoco era una referencia argumental. En menos de diez años, Rodrigo Sorogoyen ha dirigido cuatro películas (desconozco una anterior a su década prodigiosa, Ocho citas, realizada a medias con Peris Romano en 2008) que han dado que hablar y acumularon premios, aunque la mejor de las cuatro para mi gusto, Madre, no aparezca extrañamente entre las nominadas a mejor película o mejor director en los Goya correspondientes al año 2019.

Sorogoyen, que no ha cumplido los cuarenta, procede del mundo de la televisión, donde fue guionista y director de series, pero no se le nota; su universo particular ni es historicista ni es costumbrista ni es fantástico, estando muy alejado así de los cánones de esos géneros tan televisivos. Sus guiones, escritos los cuatro en colaboración con Isabel Peña, son de una calidad infrecuente entre nosotros, y de un virtuosismo al dialogar que no da sensación de artificio: elaborados pero no laboriosos, como también saben serlo, por ejemplo, los de Tarantino. Junto a la escritura, el ojo al encuadrar y poner la cámara, la fulgurante cadencia del relato y un montaje que oscila entre el remanso y la catarata hacen de Sorogoyen, en mi opinión, el mejor narrador fílmico aparecido en España en lo que llevamos de siglo XXI. Su frecuente utilización del plano-secuencia, de la que volveremos a hablar, le confiere una personalidad formal en las antípodas de lo que esa misma querencia produce en las manos de Berlanga o Arturo Risptein, maestros del plano largo superpoblado; a Sorogoyen, por el contrario, le gusta alargar el tempo sin cortes pero con pocos personajes, como si estos fueran alfiles de un ajedrez que disponen de todo el tablero para moverse a su gusto.

En la citada Stockholm, dos personajes únicos (interpretados por Javier Pereira y Aura Garrido) se hacían un poco exasperantes en la peripatética primera parte del film, que parecía un cortometraje alargado, aunque los diálogos tuvieran gracia y la imagen fotográfica ya estuviese realzada por la iluminación de Alex de Pablo, otro colaborador infalible en las obras de Sorogoyen. Sucedáneo del espíritu gamberro de la Movida, o historieta de amor adolescente, la ópera prima en solitario del director daba un giro inesperado en su último tercio, dotando así a la historia de profundidad y misterio; un giro de horror macabro sin apenas sangre, desarrollado en una vivienda blanca e impoluta, antítesis de la densa noche madrileña de los dos paseantes. En el interior de ese piso (que se sabe por cotilleo cinematográfico que estaba en la céntrica calle Montera), la pareja protagonista no sólo se conoce sexualmente sino que se transforma, y esa metamorfosis es el tema de la película. ¿Se hace de repente un Madrid que podría ser de Fernando Colomo un Estocolmo, el espinoso Estocolmo de Ingmar Bergman? El bellísimo contrapunto se desliza hastaa la azotea del edificio, que vuelve a darnos un skyline madrileño y un desenlace de desesperación nórdica que más vale no contar.

Tres años después, Sorogoyen se pasa en Que Dios nos perdone al cine negro, con un ingrediente papal que sabe a poco y un subtexto religioso algo desdibujado. Inspirada en la mística del thriller hollywoodiense de los dos policías que trabajan juntos, el bueno y el malo (categorías que aquí se mezclan e interconectan durante la acción), la película explora también el territorio del psicópata asesino y anuncia en parte el tema central de su más reconocida y premiada (siete goyas en 2018) El reino, que para mí adolece del tratamiento periodístico de crónica política, aunque, como es marca de la casa sorogoyen, algunas secuencias y algunos personajes nos dejen con la boca abierta de admiración. Y así como la lectura "actual" de las tramas corruptas era, siendo cosa sabida, lo menos revelador de El reino, lo apasionante de Que Dios nos perdone, por encima de la figura tópica del criminal sado-edípico, resultaba ser la privacidad de los policías, con las memorables escenas del gazpacho, en las que Antonio de la Torre logra hacer olvidar el incómodo y pienso que innecesario tartamudeo impuesto a su personaje. Al igual que en Stockholm, Sorogoyen se afirmaba en esas dos siguientes películas suyas como poeta de la gran ciudad abigarrada y sombría, y también como artista de las malfunciones; sus protagonistas, hombres y mujeres que desempeñan roles de heroicidad y arrojo, de búsqueda y resistencia, son a la postre antiheroicos. Unos por accidente, otros por decisión propia, todos nos dan la imagen del desajuste y el desasosiego que impera en las películas del cineasta madrileño.

La urbe -pero no las sombras y su resquemor- desaparece de la reciente Madre, que es el cortometraje de igual nombre abiertamente continuado en un largometraje de más de dos horas. La osada idea de empezar un largo con un corto autónomo que sirve de prólogo al resto funciona de maravilla. El celebrado corto de 2017 es básicamente una llamada telefónica en un solo plano con dos actrices en tensión casi histérica y una voz infantil en off. En 2019, acabado dicho introito, la cámara de Sorogoyen se va al mar, sin perder la movilidad de esa formidable arma suya de expresión, el steadycam, que muchas veces sortea a trompicones los obstáculos surgidos en su camino y otras parece discurrir parsimoniosamente y con levedad.

Madre expanded, como podríamos llamarla, es la historia de una duda, también de una transformación, de una creencia espiritual no religiosa que confía en el reino del más allá o se lo imagina. Es decir, un precipitado de los motivos que interesan al tándem Peña/Sorogoyen. En esta ocasión, la continuidad de aquella llamada de Iván, el niño perdido del corto, se ramifica, sin perder su ambigüedad. Pasados diez años, según indica una cartela en el largo, la Madre, Elena, es camarera en un bar de la costa atlántica de Francia, vive con un novio español, y de aquel Iván, vivo o muerto, no sabemos nada. Lo que acabamos sabiendo es poco y también ambiguo, aunque suficiente, desde que aparece de improviso un personaje esencial de la historia en otro plano-secuencia de sutilísima configuración formal. El encuentro frente a frente en el restaurante ajardinado de la Madre (Marta Nieto) y el Padre (Raúl Prieto) adquiere una extraordinaria emotividad: la cámara avanza muy lentamente, como si la revelación que va a oírse exigiera el pudor de la morosidad. La reacción de Elena al oír la culpa del padre es salvaje y rápida, aunque tiene una (me pregunto si acertada) enmienda posterior.

Después de ese diálogo en parte aclaratorio sigue el misterio de este film tan rico en duplicidades del sentido. Sorogoyen, en unas notas de producción escritas por él, le traspasa al espectador el decidir si la película ocurre porque Jean (el adolescente francés de la playa) se parece a Iván, o porque Elena asume los costes sentimentales y el peligro de ese parecido improbable. Dicho de otro modo, sigue preguntándonos el director: "¿si Jean llega a aparecer dos años antes hubiera ocurrido lo mismo?" La pertinencia de las preguntas, y su osadía, refuerza el impacto de esta gran película. ¿Sería el beso de Elena y Jean en el coche de igual naturaleza? El deseo a un efebo de una bella mujer de media edad que sigue atrayendo a los hombres no es lo mismo que el ansia de besar a un niño que podría ser suyo. ¿Hay en el beso maternidad insatisfecha o atracción sexual? Quizá ambas a un tiempo, aunque es probable que ninguno de los dos sepa a quién besa.

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27 de enero de 2020
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La fiscal

Cuatro días después de la exhumación del Generalísimo presenté con Almudena Grandes, Luisgé Martín y la librera y editora Mili Hernández un concienzudo estudio sobre el Derecho Penal franquista en lo tocante a la represión de los "estados sexuales peligrosos", obra del catedrático Guillermo Portilla. En primera fila del público se sentaba Dolores Delgado, en funciones entonces de titular del Ministerio de Justicia, impulsor del libro. Acabado el acto, la ministra se acercó a saludar, y creo no haber sido el único que se moría de ganas de oírle el relato en vivo de su rol destacado en Cuelgamuros y en el helicóptero mudo. Delgado fue muy discreta, aunque sí se refirió a algo visto por quienes seguimos la transmisión en directo aquel 24 de octubre: sus esfuerzos, a mi modo de ver logrados, por mantener en la salida del monasterio un semblante serio pero no apenado, propio de quien, como tantos millones de españoles, veía cumplido el traslado de un usurpador desde un sitial de honra a un lugar de reposo.

Me faltan conocimientos para dudar de los jueces opuestos a su designación de Fiscal del Estado, pero recelo de los hirientes ataques de los políticos, antes incluso de que la señora Delgado haya tomado posesión; por sus decisiones habrá que juzgarla si incurre en dolo. De momento lo propio es confiar en un currículum que parece adecuado y en iniciativas como la del compendio del profesor Portilla, que escarba y saca a la luz, comparándolas históricamente con las del nazismo, las persecuciones y condenas brutales llevadas a cabo por algunos magistrados de la dictadura de Franco, narradas con una hábil mezcla de cuento de terror y esperpento grotesco. No vaya a resultar a la postre que lo que a Delgado no se le perdone sea, más que su cargo de fiscal, su papel de notaria de uno de los hechos más dignos y justos de la democracia española.

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24 de enero de 2020
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Ameztoy

No era un pintor olvidado pero sí amortiguado en el sentido más irrevocable, pues Vicente Ameztoy murió a los 55 años en 2001. En otoño su arte floreció de nuevo en el Círculo madrileño, donde puede verse hasta el 26 de enero, antes de que, muy ampliada, la exposición se instale en el Museo de Bellas Artes de Bilbao a partir del 12 de febrero. 
 
Integrante de un grupo de artistas vascos surgido en los 60, entre los que destacaban Marta Cárdenas, Andrés Nagel, Carlos Sanz o Mari Puri Herrero, la figuración de Ameztoy no se parece a ninguna, conteniendo ecos de tantas: pop art, surrealismo, post-prerrafaelismo místico-pagano, paisajismo alegórico. Tangencias. El donostiarra fue un creador demiurgo, y pocas trayectorias ofrecen un universo tan original como el suyo. Ameztoy fundó un paraíso tal vez perdido, lo diseñó en varias dimensiones, le dio colores que están entre los más vivos de la pintura contemporánea, y después, como un dios del pincel, lo pobló de habitantes para que su adán y eva primigenios no estuvieran solos en un jardín ameno tan inquietante. Una galería humana, o quizá sobrehumana, de la sensualidad, de la sacralidad laica, de lo siniestro, que brilla en piezas extraordinarias como la conversation piece vegetal procedente del Artium de Vitoria, el retablo de Remelluri o los retratos imaginarios de Virginia Montenegro y del pintor Goenaga: obras miniadas de un manierismo aumentado por la lente del ingenio irónico.
 

Muchos de sus dibujos y sus cuadros parecen fantasías realizadas al despertar. Y aunque Ameztoy no era hombre de programas, su arte coincide con lo que André Breton predicaba en el Primer Manifiesto: la búsqueda de lo maravilloso en la confluencia de las "ruinas románticas" y los "maniquís modernos". Ameztoy o el romanticismo de las marionetas que saben más soñar que razonar.

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17 de enero de 2020
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Mi lista de mejores películas del 2019

1. Parásitos. Bong Joon-ho. El teatro de la crueldad de la lucha de clases.
2. Érase una vez ...en Hollywood. Quentin Tarantino. Documental ficticio basado en (algunos) hechos reales.
3. Largo viaje hacia la noche. Bi Gan. Escritura automática de la más dislocada belleza (o "es locura, pero metódica", la frase de Polonio sobre el príncipe Hamlet).
4. Agnès por Varda. Los testamentos nunca traicionados de la mayor cineasta bipolar de la historia
5. Dolor y gloria. Pedro Almodóvar. Resonancias magnéticas de un cuerpo herido y memorioso.
6. La balada de Buster Scruggs. Hermanos Coen. Desigual película de episodios, con algunas de las más geniales bufonadas de estos dos comediantes del cine.
7. Un hombre fiel. Louis Garrel. Delicadísima miniatura de aparente "marivaudage". Y el mejor guión firmado en su larga carrera por Jean-Claude Carrière.
8. El peral salvaje. Nuri Bilge Ceylan. Densidad turca envuelta en una bruma poética de arrolladora personalidad.
9. Madre. Rodrigo Sorogoyen. Un cortometraje brillantísimo expandido en una ambigua y fascinante misa laica.
10. Si se me permite, le doy medio punto compartido a las dos mejores comedias románticas del año, Un día de lluvia en Nueva York de Woody Allen y Historia de un matrimonio de Noah Baumbach. Allen se fija aquí mucho en Donen, y Baumbach remeda con gran talento a Allen.
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14 de enero de 2020
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Plus ultra

Es una desgracia que el vocablo ultra haya caído tan bajo. En otros tiempos este prefijo era prometedor y daba gusto ponerlo delante de hermosas palabras como sonido, mar, tumba, sensible, violeta, rápido. Por no hablar de sus aplicaciones artísticas. La primera vanguardia del futurismo español fue el Ultraísmo, creado, de esto hace cien años, por Huidobro y Gerardo Diego, los hermanos Borges (Norah y Jorge Luis), Juan Larrea y Guillermo de Torre, en revistas preciosamente ilustradas y libros de versos que querían ir más allá. Las revistas duraron poco, pero sus artífices llegaron lejos.
 

Cuando surgió Vox me desconcerté. ¿Conocían estos políticos ultramontanos, de apellidos entre lo lapidario y lo edificatorio (sin licencia), la existencia de la banda inglesa Ultravox, célebre a mitad de los 70 y que yo seguí un poco en su fase glam rock liderada por John Foxx? Tenía que ser una coincidencia o un traspié musical, ya que algunas letras de Ultravox habrían despertado en el VoxUltra el odio o la censura.

Pero la palabra ultra es latina, y tiene historia: el escudo de España la lleva escrita en una de las dos columnas laterales. Usada como lema imperial, plus ultra abrió cauces y ensanchó el mundo, con sus luces y sombras. Ahora se dice mucho non plus ultra, una expresión, según el diccionario panhispánico de la RAE, inspirada por lo que Hércules dejó grabado en el estrecho de Gibraltar para indicar que allí acababa antiguamente el mundo conocido, sin existir por tanto un más allá. Lo hay.

En las sesiones de la investidura se oyeron agrios noes y anatemas; voces de pánico revestido de fanfarronada, voces a las que les conviene quedarse en la leyenda de Hércules y no explorar tierra ignota. Esa tierra tendrá seguramente zonas rocosas y alguna charca traidora, pero puede traer verdad y no mentira, diversidad y justicia. De ahí tanta iracundia en las Cortes hasta el final. No eran improperios de Semana Santa: eran ultrajes.

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10 de enero de 2020
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El Boomeran(g)
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