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Escrito por

Vicente Luis Mora

Vicente Luis Mora (Córdoba, España, 1970), es Doctor en Literatura Española Contemporánea y licenciado en Derecho. Ha trabajado como gestor cultural y profesor universitario. Estudioso de las relaciones entre literatura, imagen y tecnología, hasta el momento ha publicado la novela Alba Cromm (Seix Barral, 2010), el libro de relatos Subterráneos (DVD, 2006), y la novela en marcha Circular 07. Las afueras (Berenice, 2007). También ha publicado Quimera 322 (2010), inclasificable proyecto sobre la falsificación literaria desde la teoría y la práctica, a través de 22 seudónimos, que apareció como nº 322 de la revista Quimera. Como poeta, cuenta con los poemarios Texto refundido de la ley del sueño (Córdoba, 1999), Mester de cibervía (Pre-Textos, 2000), Nova (Pre-Textos, 2003), Autobiografía. Novela de terror (Universidad de Sevilla, 2003), Construcción (Pre-Textos, 2005) y Tiempo (Pre-Textos, 2009). Ha publicado los ensayos Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual (Bartleby, 2006), Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (Fundación José Manuel Lara, 2006); La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual (Berenice, 2007) y El lectoespectador. Deslizamientos entre narrativa e imagen (Seix Barral, 2012). La parte de narrativa de su tesis doctoral, galardonada con premio extraordinario de Doctorado, aparecerá próximamente en la Universidad de Valladolid en una versión breve y actualizada bajo el título de La literatura egódica. El sujeto narrativo a través del espejo.  Ejerce la crítica literaria y cultural en su blog Diario de Lecturas (I Premio Revista de Letras al Mejor Blog Nacional de Crítica Literaria), y en revistas como Ínsula, Quimera, Clarín o Mercurio. Ha recibido los premios Andalucía Joven de Narrativa, Arcipreste de Hita de Poesía, y el I Premio Málaga de Ensayo por su libro Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura (Páginas de Espuma, 2008).

Sus últimos libros son la novela Fred Cabeza de Vaca (Sexto Piso, 2017), el libro de poemas Serie (Pre-Textos, 2015), el ensayo La huida de la imaginación (Pre-Textos, 2019), la monografía El sujeto boscoso (Iberoamericana Vervuert, 2016), el libro de aforismos Nanomoralia (Isla de Siltolá, 2017), y la antología La cuarta persona del plural. Antología de poesía española contemporánea (Vaso Roto, 2016). También ha practicado el monólogo teatral, el hoax (Quimera 322, 2010), la literatura digital y hace crítica en su blog Diario de lecturas (http://vicenteluismora. blogspot.com).

Copyright de la foto: Racso Morejón

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89. Dotarse de lengua

Ante lo que Dante llamase la cortedad del decir, muchos autores sienten la necesidad de fabular nuevas lenguas para enriquecer su mundo o reflejarlo con más propiedad. Podemos recordar los ejercicios de lenguaje babélico de Eugenio Montejo en Los cuadernos de Blas Coll, el Finnegans Wake de Joyce, la neohabla de Orwell, el jabberwocky de Lewis Carroll, el gíglico del capítulo 68 de la Rayuela cortazariana (que recuerda la imaginería verbal de Oliverio Girondo), las jitantáforas de Alfonso Reyes, la jerga Nadsat de La naranja mecánica de Anthony Burgess, el neoidioma de algunos personajes del Esperanto de Fresán, el “enoquiano” de John Dee recordado por Borges, que sería el lenguaje de los ángeles, o el Zaum transracional de los poetas futuristas rusos. En 1929, Han Henny Jahnn describe en su novela Perrudja al personaje del mismo nombre, que "tiene que ‘decir lo indecible' y entona canciones en una lengua elemental inventada por él mismo" (Walter Muschg). Belén Gache recuerda los fragmentos de "lengua utópica" incluidos por Tomás Moro en su Utopía (1516), y la lengua ignota creada por Hildegarda de Bingen. Nabokov, en Fuego pálido, inventa el “zemblano”, idioma de la ficcional Zembla que parece una mezcla de alemán y sueco, y escribe algunos versos en él: “Ret woren ok spoz on natt ut vett / Eto est votchez ut mid ik dett”. Otros creadores fueron incluso más allá: la protagonista demente y cruel de Lilith (1964, Robert Rossen), protagonizada por Jean Seberg, habla un idioma propio que sólo entiende ella, y el escritor australiano Robert Dessaix también dice tener un idioma particular, llamado “K”, porque “deseaba palabras para describir la realidad. Así que me las inventé” (“The Lenguage of K”, Lingua Franca, 1998). Uno de mis creadores favoritos de lenguas, de quien hablé en Pasadizos, es Stillman, de La ciudad de cristal (1985) de Auster. Así justifica su objetivo: “Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. [...] Estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. [...]que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. [...] Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. […] —¿Y qué hace usted con esas cosas? —Les pongo nombre”. / Pero uno de los autores que llegó más lejos en estos propósitos fue Rusell Hoban, un gran escritor no tan conocido como debiese, a pesar de que Harold Bloom lo haya recomendado y de que el citado Burguess llegase a decir de Riddley Walker (1980): “esto es lo que la literatura debería ser”. Esta novela está redactada en un dialecto que, según el propio Hoban, “contiene restos de una cultura perdida y de su tecnología: las palabras son descompuestas en palabras más pequeñas, y esos nuevos usos conllevan nuevos significados”. Es el resultado de la degeneración de la lengua tras un armaggedon nuclear, en un ambiente primitivo y atávico que no resultará extraño a los lectores de Rafael Pinedo. Veamos un ejemplo, en la versión de Marisa Pascual y David Cruz: “lo traje hazia mi tenia la caveça casi arrancada. Savian aualanzado a por sus partes”. / Crear lenguas o romperlas (Beckett, Hoban, Roussel): el lugar donde novela y poesía comparten, por una vez, el mismo espacio.



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21 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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90. Aguas claras y refracción compleja


 

Álvaro García ha dedicado a la aparente tautología “río de agua” un libro (El río de agua, 2006) y algunos versos de Canción en blanco (2012), en los que levanta una forma de mirar personalísima, cuyos antecedentes semánticos apenas podrían encontrarse en los poemas en prosa de El río (1991), de Miguel Ángel Bernat (no apunto influencias, sino paralelismos). Siendo el agua (de río o del mar) uno de los temas más antiguos y tratados de la literatura, desde la Odisea a El contemplado de Pedro Salinas, desde las Coplas por la muerte de su padre de Manrique a Moby Dick, es muy difícil establecer a estas alturas una forma diferente de mirarla. El agua reunida nos alude, sacude el interior y suele mover a la reflexión del escritor, especialmente del poeta. Como expresaba Paul Valéry en Miradas a la mar, “cuando uno, la sal en los labios y oído regalado o castigado por el rumor o los fragores de las aguas, quiere responder a esa presencia todopoderosa, se encuentra pensamientos esbozados, jirones de poemas, fantasmas de acciones, esperanzas o amenazas; y una completa confusión de caprichos excitados e imágenes agitadas por esa grandeza que se ofrece (…), que llama por su superficie y aterra por sus profundidades, le invade”. / Sin embargo, García, conocedor de esa tradición (y habitante de una ciudad costera), entendió ajada esa forma de enfocar la mirada al agua, de puro cargada de resonancias, y se puso a buscar otro camino. Como para Antonio Machado, para García el agua tiene una honda significación simbólica, pero si para el sevillano las fuentes, las gotas, los ríos, etc., denotaban estrategias retóricas, los ríos “de agua” de García, sencillos y complejos al mismo tiempo, vienen a expresar justo lo contrario, el simbolismo de la falta de simbolismos, la desnudez retórica:  “No importa tanto aquí un significar, / las palabras anidan por su aroma. / Aroma de fijar la tinta oscura / cuyo misterio diga con claridad el mundo” (Canción en blanco). No se busca como estética una pureza juanramoniana, sino la naturalidad, la desnudez honda: la telúrica y solar desnudez de dos cuerpos que se aman en la cama de un hotel, mientras todo parece capitular fuera del espacio del deseo. / Las metáforas acuáticas sólo cobran simbolismo precisamente cuando tienen relación con el sexo: “con dedos de saliva me recorres / igual que las mareas trabajan una roca, / exhausta al fin en una espuma blanca (…) prueba el hilo de agua / que se adueña, un instante, de tu boca”. / La estética de García está lejos de esa línea clara que abunda en cierta poesía española, alineándose más bien con el Ortega y Gasset que reclamaba la claridad como cortesía del filósofo; es decir, aguas transparentes que procuren refracción profunda: “hay este estar, / esta atención al diluirse / del árbol en la lluvia y en la noche” (CB); “flotamos entre el agua, no en el tiempo, / y se refugia aquí la eternidad” (RA).



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15 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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91. Fragmenta

 

El surrealismo hubiera encontrado hoy un medio mucho más eficaz de escritura automática: dejar caer el teclado de un ordenador al suelo, o frotarlo contra todo tipo de superficies romas, agrietadas o desparejas. Abandonar el teclado frente a un bebé. Lanzarle pelotas de tenis. Arrastrarlo por un suelo lleno de gomas de borrar. Prestarlo a un gato. Dejarlo en la ventana para que lo pisen pájaros despistados. Colocarlo como diana en una escuela de tiro. Meterlo, como tercer cuerpo, en la cama donde hacemos el amor. / Es muy interesante el procedimiento con el que Manuel Rivas escribió, en su primer libro de cuentos, ¿Qué me quieres, amor? (1999), su relato “Dibujos animados”. Los nombres de los personajes son chocarreros y enfáticos: Fat Fatty, Mille Tausend, Green Grun, Danero Money etc.; nombre y apellido significan lo mismo en diversas lenguas. La historia es absolutamente increíble: la creadora de una serie de animación recibe la visita, en una noche tormentosa, de otro dibujante cuyo éxito va a dejarle sin trabajo. El competidor viene con intención de matarla, pero basta una frase de ella para tranquilizarlo. Hacen inmediatamente el amor, sin transición emocional. Ella después le prepara la cena, pero busca en la despensa cianuro para asesinarlo. La trama no puede ser más burda. Los personajes no pueden ser más estereotipados y simples. Sería difícil encontrar un lenguaje narrativo más llano, simple y directo. Todo es exagerado, infantil. Y sin embargo el cuento es literariamente exquisito. El motivo: el relato parece el resultado de que Manuel Rivas se formule la siguiente pregunta: ¿qué sucedería al escribir un cuento como un dibujo animado? Y este relato es la respuesta. Una aplicación puntual y no explicitada de los dibujos animados como género literario. / En 1925, cuando Virginia Woolf publica Miss Dalloway, para retratar a un personaje que está enloqueciendo bastaba escribir: “puede ser, pensó Septimus, contemplando Inglaterra desde la ventanilla del tren (…) puede ser que el mundo carezca de significado en sí mismo”. Eran otros tiempos. Pasados la II Guerra Mundial, el Holocausto, el horror nuclear y la actual falta de horizontes, para retratar a un loco basta lo contrario: sería suficiente presentar un personaje sin ninguna duda sobre el sentido de la existencia. / Sokal y Brincmont denostaron en sus Imposturas intelectuales a Lacan por hacer un uso impropio de la raíz cuadrada de -1. Para Musil, el -1 era un número intolerable, pues suponía reconocer que podía existir un significante sin significado, un puente sin pilares (Las tribulaciones del estudiante Törless, 1906). Para el Zamiatin de Nosotros (1920) es el símbolo de todo lo inverificable, esto es, la representación misma de la fantasía. En su angustioso mundo regido por las matemáticas, el protagonista, D-503, sufre pesadillas con -1, que acaba identificando con la libertad. Leí que ningún cuadrado de número real puede dar como resultado -1, salvo con números imaginarios. Algo me dice que esa operación imposible sustenta la auténtica creación. Quizá la poesía sea eso cuyo cuadrado es menos uno.

 



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8 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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92. La tacha se lee

 

Si usted cree que una obra tachada por completo no puede poseer ningún significado literario, no siga leyendo estas 500 palabras, destinadas precisamente a sostener lo contrario. / El poeta experimental Fernando Millán trabaja con técnicas de tachado desde 1965, aunque en 1980 decidió llevar la operación a la tachadura de un libro completo. La depresión en España, reeditada por Ediciones La Bahía, es la apropiación canceladora del tercer volumen de un texto médico homónimo publicado circa 1983. Como puede verse en la imagen inferior, casi todo el libro está tachado, salvo –significativamente– la palabra “Conclusiones” de la página 85, y algunas letras sueltas que los tachones dejan visibles. Es importante enfatizar que he contado hasta veinte tipos diferentes de tachado (alguno inquietante que convierte el castellano en una especie de escritura gótico-germana), de lo que se deduce que amén de propósitos lúdicos o críticos, que los hay, se ha llevado a cabo un severo análisis técnico. / La “lectura” del libro es angustiosa, no porque no leamos sino porque lo que leemos, precisamente, es el sacrificio del sentido. Comentando el poemario Alarma (1975), de José-Miguel Ullán, escribe Túa Blesa que “las marcas del tachón han terminado por ser trazos del texto que se hace público. Es, en fin, el tachón, junto a la escritura tachada, lo que se da a la lectura”. / Sin embargo, sabiendo que el libro médico elidido con tanto cuidado versa sobre la depresión, entendemos lo que dice Millán en el epílogo cuando explica que una de sus intenciones era “deprimir la depresión con una tachadura” (p. 128). La de(im)presión resultante es, en consecuencia, la negación de una negación. Es todo lo contrario al gesto destructivo, porque implica una especial energía, una creación intensa: “tachar es una acción sistemática, una labor, un trabajo” (Millán, p. 129). / El filósofo Rancière ha descrito un “teatro de la desfiguración para la pintura, donde las figuras son arrancadas del espacio de la representación y reconfiguradas en otro espacio distinto”. Y, en efecto, la figuración o representación contemporánea puede ser también una desfiguración, un grito contra la necesidad de expresar lo previsible, que se vuelve pre(in)visible. / Estoy recopilando otros muchos ejemplos de tachado significativo en este tablero de Pinterest, entre ellos la creciente tendencia de la “Blackout Poetry”, que consiste en escribir poesía a partir de la borradura controlada de periódicos. / Una de las formas discursivas de nuestro tiempo, en consecuencia, se levanta sobre la negación del discurso, mediante un tachado expresivo que podemos encontrar en obras de Pedro Maestre, Ramón Bilbao, Mark Danielewski, Jorge Carrión, María Monjas, Salvador Plascencia o Isaac Rosa (en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, 2007, la tacha es discursiva, no visual). / “Pienso”, escribe Túa Blesa en Lecturas de la ilegibilidad en el arte (Delirio, 2011), “que la ilegibilidad del arte y de la literatura, las prácticas logofágicas, son sólo una sinécdoque de la ilegibilidad general del arte, que dice cómo todo arte es logofágico, ilegible” (p. 64). Oh, sí.

 

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(Fotos, tomadas por VLM: arriba, del libro de Fernando Millán; abajo, imagen de Alarma, de José-Miguel Ullán).

 

Millan

Ullán



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1 de junio de 2013

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93. El tiempo roto y las novelas

  

En su Teoría de la novela escribió Lukács que sólo en la novela se separan vida y sentido, “y, por tanto, lo temporal y lo esencial; casi puede decirse: toda la acción interior de la novela no es nunca otra cosa que una lucha entablada con las fuerzas del tiempo”. Su idea de la novela como espacio y tiempo individuales se anudaba de inmediato (de forma anacrónica ya, según Fredric Jameson) por muchos comentaristas  a las ideas de Bergson, que anclaban en la idea de duración individual el andamiaje esencial de la novela moderna. Y quizá sea así en muchos casos todavía, aunque prefiero pensar que el tiempo en la novela más que bergsoniano pueda ser también bergmaniano. Podría aludir a lo épico menor (permítanme el intolerable resumen de Lukács) pero su temporalidad puede asimismo implicar a lo patético, entendido como el pathos del sujeto perdido que intenta hacerse con algún tipo de sentido; no con el sentido “faltante” del que hablaba Lukács, ese resto (cantable, diría Celan) que le completaría, sino con un mínimo de horizonte de significado que le permita encontrar su lugar en la vida. / Así funcionaban algunas novelas de Beckett, que además de contar con una temporalidad extraña, consecuencia de la forma de pensar de sus personajes, tenían un lenguaje distorsionado, que entre otras circunstancias tiene la cualidad de estar fuera del tiempo (y de ahí su vigencia permanente). / Para otros autores, el lenguaje sacudido de sus novelas no sería tanto la expresión de sus caracteres principales, sino la estructura, que es la voz de la novela como los diálogos son la voz de los personajes. Pienso en Faulkner, en Bellatin y en otros muchos escritores de novelas no lineales que nos han dejado la modernidad primero y la posmodernidad después. A esta línea (caracterizada por ser una línea quebrada, una no-línea) viene a sumarse Un amigo en la ciudad de Juan Aparicio Belmonte (Siruela, 2013), de brillante ejecución estructural, precisamente por la habilidad en el uso del tiempo narrativo. El modo quebrantado en que Andrés expone sus ideas y recuerdos habla mejor sobre su desajuste (mental y existencial) que sus enfermizos pensamientos. “Sabía que mi calendario había dejado de ser lineal, como si mi existencia comenzase a transitar por un videojuego estropeado en el que resultara imposible no hacer trampas, pasar de una pantalla a otra cubriendo las etapas convencionales. Como si mi vida se hubiera convertido en uno de esos sueños en los que el tiempo se muestra con su verdadera cara, en aluvión, todo a la vez (…) para encajar lo que, desde la pura linealidad, resulta incomprensible. (…) Saqué una novela de la estantería: página uno, página dos, página tres, una narración lineal, un orden falso, una mentira en que toda la humanidad creía” (p. 148). / La mente de Andrés es como una montaña rusa, en la que la estructura (Andrés) sufre por el rozamiento, pero el lector que se sube a ella se recrea inteligentemente durante unas horas.

 

 



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26 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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94. Escape

El tema lo plantea Miguel Ángel Hernández Navarro en Intento de escapada (Anagrama, 2013). Un artista llamado Jacobo Montes decide montar una pieza basada en el concepto de fuga, situando a un inmigrante en un espacio claustrofóbico. “Es una acción cargada, llena de potencia simbólica: la caja, el confinamiento, el agua, el mar, las cadenas, la opresión, el sufrimiento, el intento de escapada… no encuentro nada con más poesía y potencia simbólica” (p. 160). “No te imagines lo que podemos hacer por escapar del mundo” (p. 161). “La metáfora del escape sólo es efectiva si se produce un escape real” (p. 161). “Debemos tener claro que se puede escapar” (p. 162). Marcos, el protagonista, asiste complacido primero y asqueado después al onanista e interesado proceder del supuesto artista comprometido. No tardará en sentirse identificado con el deseo de fuga de Omar, el inmigrante que participa en la obra: “como si ese salir fuese en el fondo una escapada. Como si yo también quisiese salir de ahí dentro. Y pensé que quizá se trata de eso más que de otra cosa. No un intento de expulsar a Helena, sino un intento de expulsarme a mí mismo” (p. 164). / “El propio vacío psicológico es sólo el resultado de la falsa absorción social. El tedio del que los hombres huyen simplemente refleja ese proceso de fuga al que desde hace tiempo están sujetos. Sólo así se mantiene vivo, hinchándose cada vez más, el monstruoso aparato de la distracción sin que haya uno sólo que la encuentre” (T. W. Adorno, Minima moralia). / Por cuanto la novela de Hernández Navarro es un escape sobre un intento de escapada, podríamos considerarla una reflexión metafísica de segundo grado, realizada a través del arte (del arte conceptual y del literario). / El deseo de huida es constante asimismo en Amantes en el tiempo de la infamia (Siruela, 2013), de Diego Doncel, donde una bailarina y un científico alemán que desea dejar atrás el horror nazi, luchan por escapar de quienes les persiguen. No es casual lo que para ella representa su arte: “‘La danza’, había escrito, ‘es el arte de crear huidas, de crear puntos de fuga, de convertirse en otro ser’”. En otro plano, la novela de Doncel es un escape de fórmulas tradicionales de novela, demostrando que se puede contar una historia “de siempre” en un formato nuevo y diferente, hábilmente presentado bajo una apariencia clasicista. / En su fascinante Has de cambiar tu vida (Pre-Textos, 2012), el filósofo Peter Sloterdijk describe la “antropología de la obstinación”, por la cual un ser humano dañado “aparece como el animal que tiene que avanzar porque hay algo que se lo obstaculiza”. La huida como superación de obstáculos, la existencia como mensaje imperial kafkiano a entregar, inexcusablemente. Según Sloterdijk este humanismo fija el “discurso sobre el hombre que se asienta en el siglo XX”, y muy probablemente aún en el XXI. Continuar tu camino puede ser también escapar cuando uno, o varios, intentan que no lo consigas.



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14 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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96 y 95. Cosmogonía de los hombres negros.

El color negro es, desde antiguo, lo manchado, lo maligno (Diógenes Laercio, explicando el pitagorismo, dice que el negro en su sistema es el mal), lo detestable, lo lúgubre: Dión Casio cuenta en Historia romana la fiesta negra de Domiciano, quien ennegreció todos los objetos y paredes de una habitación de su palacio, así como el atuendo de los servidores: sus invitados al llegar pensaron que iban a ser ajusticiados. Lo blanco es lo “sin mácula” o mancha: ya se lo dice Yahvé a Jacob: “recorreré hoy toda tu grey, apartando de ella todo animal salpicado y manchado y todo animal negro entre los corderos” (Génesis, 30, 32). Sin embargo, precisamente por oculto y lateral, lo negro es temido por poderoso, al ignorar cómo defenderse de un ataque de la oscuridad. El trono de Zeus era negro, según la mitología griega. De aquí que cualquier cosmogonía de los hombres negros parta, necesariamente, de su terribilidad. No nos referirnos con “hombres negros” a una raza, ni tampoco a los seres imaginarios que Jung considera en Recuerdos, sueños, pensamientos origen de traumas mentales, sino de una especie casi desconocida. Su acta de nacimiento puede ser tan antigua como la existencia del hombre, y coincide con la de sus ancestros, los hombres invisibles. Veamos las relaciones entre unos y otros.

 

Los relatos antiguos detallan cómo son las sombras las que bajan al Hades (véase el hilarante diálogo entre Heracles y Diógenes reproducido por Luciano de Samosata), mitad negror, mitad entes no visibles. El padre Feijoo, en su Teatro crítico universal, se refiere a “los batuecos”, seres que existen a la vez que nosotros, que están por todos lados, viven en nuestras calles, pero son invisibles y tienen mundos paralelos, aunque a veces se cruzan con éste. Italo Calvino, seguramente sin conocer al polígrafo español, ya advertía en Las ciudades invisibles que “a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí”. Yáhiz, en La cuadratura del círculo, cita de pasada seres que habitan invisibles entre las muchedumbres y con su fuerza sostienen el mundo: ¿antecedentes de Los invisibles de José María Merino, de Los otros de Javier García Sánchez? Edgar Allan Poe, gracias a su hiperestesia, pudo distinguir uno de estos seres y seguirle durante horas por las calles de una ciudad en decadencia: de su persecución nos quedan la inquietud y ese relato fantástico, El hombre de la multitud. Un curioso personaje, Jacques Bergier, habla de los hombres negros en Los libros condenados, catalogándolos como una secta francmasónica y luddita que tiene por objeto que los seres humanos no aprendamos demasiado rápido: a su discutible juicio, pululan desde los tiempos de Egipto, robaron el libro de Toth, y están detrás de una de las destrucciones parciales de la Biblioteca de Alejandría. En realidad, el negro apela más bien a la sabiduría: “Él, hijo de estudiosos, hombres de negro, curvados: generaciones de fatigados eruditos” (Russell Hoban, El león de Boaz-Jachin y Jachin-Boaz, 1973). Si se lee El justo medio de la ciencia, Algacel retrata en sus páginas dos ángeles negros que recién muerto un hombre le levantan de la tumba para interrogarle. Esenin, en el poema El hombre negro, describe la visita de uno de ellos; Johann Peter Hebel, en El amigo de la casa, describe el momento en que otro se aparece, y Leopoldo María Panero en Narciso en el acorde último de las flautas (1979), escribe: “porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando, / que espera también esta mañana, esta tarde como siempre / festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos / algún día por fin su cumpleaños”. Sombras oscuras, mitad hombres, mitad fantasmas, recorren el territorio mítico de Pedro Páramo, y chocan contra la Piedra Negra de Auden. En su penumbra pueden ser reconocidos Joseph de Maistre, el Hombre solo de Mingote, Giordano Bruno, el José María Izquierdo retratado por Cernuda en Ocnos, la armonía negra que caracteriza según Antonio Colinas a Mahler. Caminan en las fantasmagóricas escenografías del Criticón de Gracián y de los Sueños de Quevedo. Podrían ser los sombríos ángeles de El cielo sobre Berlín, del cineasta Wim Wenders, los redactores del Necronomicón de Lovecraft, el oscuro coro de Dark City, de Alex Proyas.

 

De los retratos que Marcel Schwob nos brinda en Vidas imaginarias, no es el menos conseguido aquel en que el narrador francés nos detalla la maligna existencia de Cyril Tourneur, poeta nacido de un dios y una prostituta una noche de peste londinense. Ateo, asesino de reyes primero y de dioses después, así era descrito Tourneur por sus contemporáneos: “Lo representan vestido con una larga túnica negra (...) Recorría las calles de noche de peste y de tormenta”. Decidido a fundar una nueva saga de dioses, posee a su propia hija sobre la cobertera de un osario. Su muerte no puede ser más significativa: “La población de Londres se había retirado a las barcas amarradas en medio del Támesis. Un meteoro espantoso evolucionó bajo la luna. Era un globo de fuego blanco, animado por una siniestra rotación. Se dirigió hacia la casa de Cyril Tourneur, que pareció pintado de reflejos metálicos. El hombre vestido de negro y coronado de oro esperaba en su trono la venida del meteoro”. El cometa, para qué concretar más, llegó, como en la Melancholia de Lars von Trier. La descripción de Schwob podría coincidir, punto por punto, con la del Maldoror de los Cantos de Lautréamont. Igual de salvaje y cruel, igual de desdeñoso con el creador, también va sembrando el terror y la indignación vestido con una reconocible capa negra.

 

Los hombres negros están también en la Historia de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas: “parece ser que fue en el infinito laberinto de la ciudad de Praga donde los inquilinos negros, también llamados odradeks, comenzaron a dejarse ver. A consecuencia de su tensa convivencia con la figura del doble, cada shandy hospedaba en su interior a uno de esos inquilinos negros que, en muchos casos, habían sido hasta entonces discretos acompañantes de los portátiles, pero que en Praga comenzaron a volverse exigentes y adoptaron variadas formas, alguna de ellas humana”. A continuación, durante dos capítulos, habla de la relación de algunos de los miembros de la conjura shandy con ellos: Juan Gris, Canell, Crowley, tensión que está en el génesis de la Antología negra de Blaise Cendrars, sobre la cual Vila-Matas demuestra que su negritud no se refiriere a su supuesto trasunto africano sino, muy diferentemente, a su relación con los hombres negros.

 

Por tanto, no es difícil apreciar que aquéllos hombres invisibles se hacen visibles en ocasiones, y surgen entonces los hombres negros. Bajo el auspicio de Anubis, el dios de tez morena, invariablemente son o toman forma de escritores, como en el caso de Tourneur, de Kafka, de Leopardi. De Quincey habla del Intérprete de lo Oscuro en sus visiones opiáceas. Meyrink, según Vila-Matas, sufre el síndrome de tener uno de esos hombres negros en su interior; Bergier mantiene que Meyrink hizo una novela sobre John Dee, el hombre que a través de un espejo negro se comunicaba con extraterrestres, inventor que fue del idioma enoquiano, y que fue perseguido hasta el final de sus días por los hombres en cuestión; el mismo Meyrink tiene mucho que ver en la difusión de la leyenda de El Golem, quizá el más famoso de los hombres negros, y todo encaja de un modo brutal, aterrador; sobre todo me preocupo por esta ropa negra que vengo vistiendo, por alguna extraña y oscura razón, desde los dieciocho años.

 



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1 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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97. Complejidad, novela, supervivencia.

Suele decir Antonio Orejudo que la novela debería ser aquello que el cine no puede contar. Pienso mucho en esta frase. Y lo cierto es que he visto Tabú (2012) del portugués Miguel Gomes, y me pregunto qué novela podría competir con esta historia, qué libro podría rivalizar con sus recursos y su arrolladora potencia narrativa y estética para contar una trama que sucede en dos épocas distintas. Narrar a personajes inolvidables con profundidad metafísica, carga sociopolítica, estilo, etc., puede hacerse asimismo mediante una película y quizá mejor, pues tiene más recursos expresivos (imagen, música, palabra, gestualidad actoral, inflexiones de voz). Temo que sólo hay dos opciones hacederas para la novela: la de Orejudo, que vindica que ésta se centre en el virtuosismo verbal/formal, o la reinvención del genero, convirtiendo la novela en un campo estético de batalla (que es lo que he defendido), convirtiéndola en un lenguaje de lenguajes narrativos. Pero creo, sinceramente, que la tercera opción convencional de contar una especie de película describiéndola con palabras (que es lo que hacen muchas novelas actuales, sin altura formal, ni profundidad en temas, ni solidez en personajes) tiene cada vez menos sentido. Es decir: la novela no ha muerto, ni mucho menos, tiene ante sí dos opciones: ser complejamente estética o ser estéticamente compleja. Para todo lo demás, cámara digital y YouTube. Lo digo como lo siento. No se preocupen, no soy nadie. / Por eso me ha gustado Leonardo (Lengua de Trapo, 2013) de Guillermo Aguirre, porque no podría rodarse. De ninguna forma. Sería imposible llevar al cine el capcioso modo en que el protagonista se cuenta en primera persona, dejando caer lo peor de sí remisa y oblicuamente, con notable elegancia estilística, reflejando en la prosa la demora particular de su carácter. Su aspecto ridículo sería insostenible en una pantalla, donde deberían aparecer los rostros perplejos de los otros, que no aparecen en la novela, construida desde el solipsismo más absoluto. Un yo que no puede soportarse a sí mismo intenta inútilmente explicarse: este es el mayor mérito de Leonardo y lo que es delicioso de leer sería molesto o tedioso al ser mirado. Leonardo es el retrato perfecto del imaginario oscuro de este presente: es mezquino, egoísta, xenófobo, insoportable. Las dos sombrías frases de la novela de Javier Moreno 2020 (2013), “soy un tipo normal en los tiempos que corren. Quiero decir, un miserable”, parecen escritas pensando en el Leonardo de Aguirre. El autor continúa con las metáforas acuáticas que abundaban en Electrónica para Clara (2010), pero el estilo es mejor y la almendra narrativa ha ganado consistencia. / Pensemos en Pierre Michon, en ese estilo alambicado que bucea en la Historia para fraguar una prosa barroca e inimitable. Se me ocurren modelos cinematográficos para Michon, claro: Lew Majewski o Sokurov, pero son tipos de manierismo formal que pueden convivir, en tanto discurren paralelos. La cuestión es que el cine comercial comparte terreno con la novela convencional. El futuro de ésta, próximamente, en sus pantallas. De cine.



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25 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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98. Escritura y conocimiento

En la correspondencia de Flaubert, encuentro esta reflexión, profunda y exacta: “Para escribir habría que saber de todo (...) Los libros de los que han nacido literaturas enteras, como Homero o Rabelais, son enciclopedias de su tiempo. Esa buena gente lo sabía todo; nosotros no sabemos nada. En la poética de Ronsard hay un curioso precepto: recomienda a los poetas que se instruyan en las artes y oficios de herreros, orfebres, cerrajeros, etc., para  extraer metáforas”. Esta segunda parte, menos interesante, tiene el encanto de traernos al recuerdo la anécdota transcrita por Borges según la cual Colerigde habría asistido a clases de química (de Davy, según he sabido luego), para acrecentar su caudal metafórico. Desde otro punto de vista, también Cansinos Asséns en El divino fracaso y el poeta norteamericano Gary Snyder recomendaban (no sólo para encontrar imágenes, sino para aprender respeto al oficio) el trato con carpinteros. Sin embargo, es la primera parte de la carta la medular. Borges habló alguna vez de los problemas de documentación. ¿Acaso el escritor no debe ser documentación? Flaubert deja caer que si el escritor, sobre todo novelista, no empeña en sus novelas su conocimiento, no estruja su memoria, no consigue documentarse universalmente de modo que aparezcan en su obra no sólo la verdad del personaje y unos pensamientos adecuados a su época, sino también ésta por completo y su entorno vital, social, técnico y cultural, no conseguirá nunca de modo pleno la eficacia de los caracteres ni del argumento, al quedar éstos desarraigados de su contexto, sin perspectiva intrahistórica sobre su propio tiempo, que diría Unamuno. Tendríamos unos hechos pero no su explicación; tendríamos los fenómenos desconociendo la causa, que es su antecedente necesario y suficiente, como dejó explicado sabiamente John Stuart Mill. Las novelas se quedan batiendo en el aire, incompletas. Son dogmas de fe que hay que creer para seguir leyendo. Frente a este modelo tenemos el modelo de escritor cultivado, atesorador de conocimientos. Pensemos en Pierre Michon, Iris Murdoch, Vollmann, Borges, Pynchon o Juan Goytisolo, que aprehenden culturas enteras y otras lenguas para entenderlas. Martin Amis, en Visitando a Mrs. Nabokov, escribe sobre John Updike: “Su cerebro, horriblemente enciclopédico, es sorprendente: sabe (...), de música (...), de coches (...), de árboles (...) de informática (...) de pintura (...), de embarcaciones de recreo (...), de fotosíntesis (...) teología, física nuclear, linotipia, oro a futuros, aerodinámica, cocina, cosmogonía y no sé cuántas cosas más”. Nótese, por su importancia, la omisión: Amis ni siquiera cree necesario aludir a los conocimientos de Updike sobre literatura. El escritor actual debería ser una especie de Internet andante que resuma, para bien y para mal, con todas sus contradicciones, el espíritu de su tiempo, como lo fue el último Flaubert, que murió en el intento de realizar tal empeño –si bien negativa, irónicamente– en su Bouvard y Pécuchet. El escritor debe convertirse en una red inteligente de proceso de datos, que absorba su evolución y contenido, pero a la vez reflexione con profundidad sobre su significado.



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19 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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99. Edipo como primer psicópata de la Historia. Medusa.

(Pour Patricio Pron, mes régrets et meilleurs souhaits)

 

Edipo, el aciago rey de Tebas, ha sido visto como el prototipo de hombre que decide buscar sabiduría y anagnórisis (el reconocimiento o saber de sí) a cualquier precio. Edipo persigue la verdad aunque le lleve a un destino funesto, en un papel análogo al filósofo. Su tragedia, según Arturo Leyte, tiene como argumento principal “el descubrimiento de que el saber conduce inexorablemente al fracaso”. La filosofía tiene un papel claro en la obra, pues Edipo usa técnicas lógicas de Parménides en sus diálogos (Mario Mayén). La reciente y notable edición de La Oficina (2013) incluye la versión “moderna” de Hölderlin, la griega original y las traducciones al español de ambas, amén de la versión cinematográfica (infiel y por ello eficaz) de Pasolini. Fue viendo ésta cuando se me ocurrió otra versión del mito, que como explica Rodríguez Adrados en su monumental El río de la literatura (Ariel, 2013), puede verse como “novela policíaca”. Imagino que para un coloniense como Sófocles era complicado asumir el mal absoluto y prefería hacer al destino y los oráculos causantes de cinco muertes y un incesto. Si pensamos en Edipo como un psicópata que elimina a varias personas (Layo, su padre, entre ellas) porque en un cruce de caminos matan a su caballo, y que luego toma sin reparos a su propia madre, entendemos que la ficción trágica podría ser un método para explicar lo inexplicable, para situar comprensiblemente una aberración ante los ojos del espectador griego. Según los traductores, los días finales de Edipo, ciego y desterrado en Colono, son como la vida del condenado en el corredor de la muerte. Aunque Edipo Rey no utiliza la catarsis del modo habitual, este fin postergado de Sófocles tranquiliza, de algún modo, al espectador. // Prohaska, el protagonista de Medusa (2012), la última novela de Ricardo Menéndez Salmón, comparte varias cosas con Edipo. La primera es que también “creció (…) con el lastre mitológico del padre desconocido”; la segunda es que un hijo del terror, alguien superado por las brutales circunstancias de su entorno. La tercera es que puede ser, en cierta forma, un sociópata que asiste impasible a un genocidio registrándolo sin hacer nada para evitarlo. La cuarta es que ambos cambian su vida tras ver morir a sus esposas, y la quinta es que ambos se quejan de la crueldad de los dioses (las memorias de Prohaska se titulan Al dictado de un dios cruel). Sus actos son similares: Edipo recurre a todos los medios posibles para informarse de los hechos, sean testigos o adivinaciones (el oráculo pítico sería el Internet de la Grecia clásica, pues permite ver la verdad a distancia); Prohaska utiliza la fotografía, la pintura y el cine. Pero hay una diferencia esencial: si Edipo se saca los ojos tras la muerte de Yocasta, Prohaska es todo ojos, registra obsesivamente lo terrible que acontece, sin dejar rastro de sí. Ambos pueden ser, según los observemos, víctimas o verdugos. El talento de sus creadores reside en explicar esa ambigüedad sin resolverla.

 



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11 de abril de 2013
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El Boomeran(g)
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