El color negro es, desde antiguo, lo manchado, lo maligno (Diógenes Laercio, explicando el pitagorismo, dice que el negro en su sistema es el mal), lo detestable, lo lúgubre: Dión Casio cuenta en Historia romana la fiesta negra de Domiciano, quien ennegreció todos los objetos y paredes de una habitación de su palacio, así como el atuendo de los servidores: sus invitados al llegar pensaron que iban a ser ajusticiados. Lo blanco es lo “sin mácula” o mancha: ya se lo dice Yahvé a Jacob: “recorreré hoy toda tu grey, apartando de ella todo animal salpicado y manchado y todo animal negro entre los corderos” (Génesis, 30, 32). Sin embargo, precisamente por oculto y lateral, lo negro es temido por poderoso, al ignorar cómo defenderse de un ataque de la oscuridad. El trono de Zeus era negro, según la mitología griega. De aquí que cualquier cosmogonía de los hombres negros parta, necesariamente, de su terribilidad. No nos referirnos con “hombres negros” a una raza, ni tampoco a los seres imaginarios que Jung considera en Recuerdos, sueños, pensamientos origen de traumas mentales, sino de una especie casi desconocida. Su acta de nacimiento puede ser tan antigua como la existencia del hombre, y coincide con la de sus ancestros, los hombres invisibles. Veamos las relaciones entre unos y otros.
Los relatos antiguos detallan cómo son las sombras las que bajan al Hades (véase el hilarante diálogo entre Heracles y Diógenes reproducido por Luciano de Samosata), mitad negror, mitad entes no visibles. El padre Feijoo, en su Teatro crítico universal, se refiere a “los batuecos”, seres que existen a la vez que nosotros, que están por todos lados, viven en nuestras calles, pero son invisibles y tienen mundos paralelos, aunque a veces se cruzan con éste. Italo Calvino, seguramente sin conocer al polígrafo español, ya advertía en Las ciudades invisibles que “a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí”. Yáhiz, en La cuadratura del círculo, cita de pasada seres que habitan invisibles entre las muchedumbres y con su fuerza sostienen el mundo: ¿antecedentes de Los invisibles de José María Merino, de Los otros de Javier García Sánchez? Edgar Allan Poe, gracias a su hiperestesia, pudo distinguir uno de estos seres y seguirle durante horas por las calles de una ciudad en decadencia: de su persecución nos quedan la inquietud y ese relato fantástico, El hombre de la multitud. Un curioso personaje, Jacques Bergier, habla de los hombres negros en Los libros condenados, catalogándolos como una secta francmasónica y luddita que tiene por objeto que los seres humanos no aprendamos demasiado rápido: a su discutible juicio, pululan desde los tiempos de Egipto, robaron el libro de Toth, y están detrás de una de las destrucciones parciales de la Biblioteca de Alejandría. En realidad, el negro apela más bien a la sabiduría: “Él, hijo de estudiosos, hombres de negro, curvados: generaciones de fatigados eruditos” (Russell Hoban, El león de Boaz-Jachin y Jachin-Boaz, 1973). Si se lee El justo medio de la ciencia, Algacel retrata en sus páginas dos ángeles negros que recién muerto un hombre le levantan de la tumba para interrogarle. Esenin, en el poema El hombre negro, describe la visita de uno de ellos; Johann Peter Hebel, en El amigo de la casa, describe el momento en que otro se aparece, y Leopoldo María Panero en Narciso en el acorde último de las flautas (1979), escribe: “porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando, / que espera también esta mañana, esta tarde como siempre / festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos / algún día por fin su cumpleaños”. Sombras oscuras, mitad hombres, mitad fantasmas, recorren el territorio mítico de Pedro Páramo, y chocan contra la Piedra Negra de Auden. En su penumbra pueden ser reconocidos Joseph de Maistre, el Hombre solo de Mingote, Giordano Bruno, el José María Izquierdo retratado por Cernuda en Ocnos, la armonía negra que caracteriza según Antonio Colinas a Mahler. Caminan en las fantasmagóricas escenografías del Criticón de Gracián y de los Sueños de Quevedo. Podrían ser los sombríos ángeles de El cielo sobre Berlín, del cineasta Wim Wenders, los redactores del Necronomicón de Lovecraft, el oscuro coro de Dark City, de Alex Proyas.
De los retratos que Marcel Schwob nos brinda en Vidas imaginarias, no es el menos conseguido aquel en que el narrador francés nos detalla la maligna existencia de Cyril Tourneur, poeta nacido de un dios y una prostituta una noche de peste londinense. Ateo, asesino de reyes primero y de dioses después, así era descrito Tourneur por sus contemporáneos: “Lo representan vestido con una larga túnica negra (...) Recorría las calles de noche de peste y de tormenta”. Decidido a fundar una nueva saga de dioses, posee a su propia hija sobre la cobertera de un osario. Su muerte no puede ser más significativa: “La población de Londres se había retirado a las barcas amarradas en medio del Támesis. Un meteoro espantoso evolucionó bajo la luna. Era un globo de fuego blanco, animado por una siniestra rotación. Se dirigió hacia la casa de Cyril Tourneur, que pareció pintado de reflejos metálicos. El hombre vestido de negro y coronado de oro esperaba en su trono la venida del meteoro”. El cometa, para qué concretar más, llegó, como en la Melancholia de Lars von Trier. La descripción de Schwob podría coincidir, punto por punto, con la del Maldoror de los Cantos de Lautréamont. Igual de salvaje y cruel, igual de desdeñoso con el creador, también va sembrando el terror y la indignación vestido con una reconocible capa negra.
Los hombres negros están también en la Historia de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas: “parece ser que fue en el infinito laberinto de la ciudad de Praga donde los inquilinos negros, también llamados odradeks, comenzaron a dejarse ver. A consecuencia de su tensa convivencia con la figura del doble, cada shandy hospedaba en su interior a uno de esos inquilinos negros que, en muchos casos, habían sido hasta entonces discretos acompañantes de los portátiles, pero que en Praga comenzaron a volverse exigentes y adoptaron variadas formas, alguna de ellas humana”. A continuación, durante dos capítulos, habla de la relación de algunos de los miembros de la conjura shandy con ellos: Juan Gris, Canell, Crowley, tensión que está en el génesis de la Antología negra de Blaise Cendrars, sobre la cual Vila-Matas demuestra que su negritud no se refiriere a su supuesto trasunto africano sino, muy diferentemente, a su relación con los hombres negros.
Por tanto, no es difícil apreciar que aquéllos hombres invisibles se hacen visibles en ocasiones, y surgen entonces los hombres negros. Bajo el auspicio de Anubis, el dios de tez morena, invariablemente son o toman forma de escritores, como en el caso de Tourneur, de Kafka, de Leopardi. De Quincey habla del Intérprete de lo Oscuro en sus visiones opiáceas. Meyrink, según Vila-Matas, sufre el síndrome de tener uno de esos hombres negros en su interior; Bergier mantiene que Meyrink hizo una novela sobre John Dee, el hombre que a través de un espejo negro se comunicaba con extraterrestres, inventor que fue del idioma enoquiano, y que fue perseguido hasta el final de sus días por los hombres en cuestión; el mismo Meyrink tiene mucho que ver en la difusión de la leyenda de El Golem, quizá el más famoso de los hombres negros, y todo encaja de un modo brutal, aterrador; sobre todo me preocupo por esta ropa negra que vengo vistiendo, por alguna extraña y oscura razón, desde los dieciocho años.
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