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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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El compositor que ahuyenta a su público

El Liceu estrena hoy Quartett, ópera basada en Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos (1782) y en la obra de teatro homónima de Heiner Muller (1981), con música y libreto del compositor italiano Luca Francesconi. Viene con la impactante puesta en escena de Joan Ollé (La Fura dels Baus) hecha para su estreno mundial en La Scala de Milán. Este es mi ensayo sobre lo que nos propone esta ópera contemporánea. Fue publicado la semana pasada en Cultura/s de La Vanguardia.

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“No se atrevan a venir su no pueden aceptar que deben analizar lo que hacen y quiénes son. Esta pieza es violenta, sexual, blasfema, desprovista de misericordia. Los únicos dos personajes son la definición del cinismo: hicieron un pacto para no amar nunca más. El amor y el sentimiento están prohibidos y lo único que queda e importa es un juego de ajedrez con las almas y los cuerpos”.

Así contestaba hace tres años el compositor italiano Luca Francesconi a la pregunta de Tom Service, del diario The Guardian, sobre cuál es el público que tiene en mente para su ópera Quartett.  En 2014 Quartett estaba a punto de convertirse en una de las pocas óperas contemporáneas que poco después de su estreno mundial, tenía una nueva puesta en escena muy distinta de la del teatro que la encargó.

En la respuesta desafiante del compositor, que aparentemente busca ahuyentar al público poco afecto a las obras contemporáneas, se encuentra la clave del éxito de Francesoni. Es una mezcla perfecta de autenticidad artística y marketing. Esa descripción de su obra como no apta para corazones débiles o espíritus tradicionalistas es en el fondo un llamado, un reto.

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Quartett es una recreación de otra recreación, y se desarrolla al mismo tiempo en la época anterior a la Revolución Francesa y la posterior a la Tercera Guerra Mundial. Los personajes principales son los de Las amistades peligrosas, una novela epistolar de Pierre Choderlos de Laclos, el vizconde Valmont y la marquesa de Mertouil (representados soberbiamente en la película de Stephen Frears con la que la mayoría del público identifica la historia por John Malkovich y Glenn Close).

Estos antiguos amantes ya perdieron toda señal de ternura o humanidad, si es que alguna vez la tuvieron, y se dedican a herirse, engañarse, jugar a la crueldad usando el lenguaje del amor y las pulsiones del sexo como armas de ataque y tortura. Es la decadencia de una aristocracia a punto de desintegrarse.

Con estos dos personajes, el dramaturgo alemán Heiner Müller, quien trata a los humanos como si fueran insectos a estudiar en un experimento, monta una obra de cámara, Quartett. El mundo del Antiguo Régimen que se termina a finales del siglo XVIII se mezcla con otro final, aún más apocalíptico: al final de la Tercera Guerra Mundial, estos dos gastados amantes que aman odiarse son los últimos humanos que quedan. No hay revuelta del tercer estado, no hay pueblo redentor ni el hombre nuevo de las revoluciones comunistas. Crueldad y destrucción mutua es lo que hay.

El vacío moral de la historia se profundiza con los saltos rítmicos, las lúgubres fanfarrias de los metales y las declamaciones vocales, secas como martillazos, de la partitura. La música, mayormente atonal, astringente, de una pulsión nerviosa y deliberadamente irritante, lleva a pensar más en la música del invernal Luigi Nono que en la de uno de los maestros de Francesconi, el solar Luciano Berio. De hecho, tanto Nono como Berio y el otro maestro del compositor, el alemán Karlheinz Stockhausen, fueron la punta de lanza del maridaje de música clásica contemporánea y electrónica: de eso hay abundante y muy creativo uso en esta ópera.

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¿Por qué se llama cuarteto si son dos? Porque en sus juegos, cada uno de los dos se disfraza de una conquista o víctima sexual del otro, y así aparecen los cuatro personajes centrales de la novela y de la película: la virginal Volanges (interpretada en la película por una jovencísima Uma Thurman) y la casada y pía madame Tourval (una perturbadora Michelle Pfeiffer). Las dos mujeres son presa de la pareja de libertinos cínicos, el trofeo de su juego perverso.

La versión que se presentó en un teatro pequeño londinense en 2014 fue obra del vanguardista director y coreógrafo John Fulljames, con un mínimo escenario en el centro y butacas a los costados. El público casi podía tocar a los dos cantantes. En cambio, en la versión que se verá en el Liceu, la que presentó Alex Ollé de La Fura dels Baus para La Scala de Milán en 2011, los dos intérpretes están enjaulados lejos de los espectadores, en una caja suspendida en medio del escenario.

En esta jaula móvil, el público del Liceu verá una performance que impactó a los críticos que vieron el estreno en Milán o su reposición en el Teatro Colón de Buenos Aires. El periodista musical del diario argentino La Nación, Jorge Aráoz Badí, calificó la puesta de Ollé como “magistral”.  Allí, como en La Scala y ahora en el Liceu, los intérpretes son Robin Adams y Alison Cook, a quienes los críticos de ambas orillas encontraron una pareja de ensueño (o de pesadilla, según se vea) para estos dificilísimos papeles que aúna gran dificultad vocal y un viaje tremendo al abismo de la inhumanidad en algo más de 100 minutos.

 “Así que no vengas si tienes problemas con tu pareja: ¡puedes descubrir algo que no querías ver!”, sigue diciendo Francesconi en aquella entrevista para The Guardian.

¿Quién se atreve?

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22 de febrero de 2017
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Los periodistas deben actuar ante los lobos autoritarios

El video es angustioso de ver. Marine Le Pen, la candidata del ultraderechista Frente Nacional de Francia, está hablando con periodistas cuando Paul Larrouturou, reportero del programa Quotidien de la cadena francesa TF1, le pregunta por las acusaciones de que su oficina usó fondos del Parlamento Europeo para pagar al personal de su partido. En ese momento, obedeciendo una orden invisible, dos enormes y macizos seguratas se llevan a Larrouturou a rastras hasta la puerta. Le Pen sigue contestando como si todo fuera normal. El periodista apela, cada vez más nervioso, a la libertad de prensa y a su derecho como reportero acreditado. Lo empujan. Sigue protestando. Lo cachetean. Le pegan. Solo otros dos periodistas reaccionan para defenderlo. Los demás toman los gritos del colega apaleado como una molesta interrupción.

El periodista radiofónico alemán Hans-Günter Kellner, expresidente de la Asociación de Corresponsales en España y formador de periodistas de América Latina en temas de memoria histórica, dice: “Si ya el mero hecho de que se emplea violencia física contra un periodista por el motivo que sea es grave, resulta incomprensible que los demás medios sigan con la cobertura como si no hubiera pasado nada, realizando preguntas a la candidata sin dar aparentemente importancia a que le ha pasado a su compañero. Esto recuerda a los peores momentos de Europa y especialmente de Alemania; los periodistas no pueden aceptarlo”. Detrás del ataque, la espantosa normalización.

La Europa de hoy está viendo crecer movimientos xenófobos violentos, poco amigos de la prensa independiente. En Grecia el partido filofascista Amanecer Dorado declaró la guerra a los reporteros de diarios de izquierda. En 2013, al salir de los juzgados en una de las causas en su contra por amenazas, su vocero Ilías Kassidiaris —quien luce una esvástica nazi tatuada en el brazo— escupió a los periodistas que querían entrevistarlo al grito de “¡Abrid paso, no grabéis o empezaré a romper cosas!”.

Esto no es nuevo. El trato hacia los reporteros preguntones es desde el comienzo de la prensa de masas uno de los signos para identificar a los candidatos y gobernantes autoritarios. El presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt, quien gobernó de 1901 a 1909, ya había acuñado un nombre para los periodistas que lo molestaban: muckrakers, paleadores de estiércol.

Pero el drama se está intensificando en ambas orillas del Atlántico a medida que surgen y llegan al poder líderes populistas que apelan a un lenguaje violento hacia los inmigrantes, los defensores de los derechos de las mujeres y otras formas de sexualidad, y todos los que osan criticar sus ideas o sus políticas o investigar sus manejos de dinero público, empezando por la prensa.

En Estados Unidos, el entonces candidato republicano Donald Trump ya había incursionado por este camino, aunque con menos violencia explícita. El 25 de agosto de 2015 el periodista mexicano-estadounidense Jorge Ramos fue sacado a empujones de una conferencia de prensa de Trump por hacerle una pregunta incómoda sobre el muro que este prometía construir. Y los demás periodistas también siguieron haciendo preguntas como si nada.

El peligro de no ver la amenaza que representan los líderes que atacan a los periodistas incómodos ya lo había visto en 1933 Noel Panter, del Daily Telegraph de Londres. Panter fue el primer corresponsal extranjero que tuvo el honor de ser expulsado de la Alemania de Hitler por escribir sobre lo que veía. Su delito: describir con precisión una marcha de 20.000 tropas de asalto en Múnich.

En su libro Reporteando en la Alemania de Hitler, Will Wainewright cuenta esta historia, y enfatiza que si no hubiera sido por la presión del gobierno y la opinión pública en Gran Bretaña, la suerte de Panter hubiera sido mucho peor. Panter “fue increíblemente valiente porque muchos corresponsales en Alemania obedecieron a los nazis: sabían que si decían algo que les disgustaba serían expulsados”, escribe Wainewright.

Y después nos preguntamos por qué el mundo tardó tanto en enterarse de qué pasaba dentro de las fronteras de Alemania.

Lo que ocurrió en la Alemania nazi resuena en lo que sucede hoy, tanto por la orientación política como por los métodos de los partidos de corte autoritario que surgen a la sombra de la crisis, la frustración y la ignorancia.

En América Latina también han arreciado en los últimos años los ataques de líderes contra los reporteros que les hacen preguntas incómodas. Desde caudillos de derecha como el colombiano Álvaro Uribe, quien sindicó peligrosamente a periodistas críticos como aliados de la guerrilla, hasta populistas de izquierda como el ecuatoriano Rafael Correa, quien se ha querellado contra medios opositores exigiendo sanciones draconianas, América Latina muestra que la estrategia de silenciar el mensaje atacando al mensajero no es solo de neonazis y nacionalistas europeos o de Donald Trump.

Estos ataques no son solo contra los periodistas. Son una amenaza contra todos los que no están dispuestos a obedecer sin chistar.

Este es el mundo que viene si no nos unimos y lo paramos. Vienen tiempos duros. Si los reporteros no son capaces de unirse para defender a un compañero de grandotes como los de Marine Le Pen, nos agarrarán de uno en uno. Los guapos del barrio se saldrán con la suya y podrán seguir mintiendo y exigiendo respeto y obediencia. Solo los podrá parar la unidad y la valentía colectiva, de los periodistas y de la población.

Los periodistas deberíamos prepararnos para estos ataques que, me temo, apenas comienzan. Si un político o funcionario se niega a contestar la pregunta de un colega o siquiera a escucharlo, hay que dejar de preguntar hasta que le haga caso. Si se expulsa a uno de los nuestros, exigir que vuelva o amenazar con salir en masa. Y si se le zarandea o pega, como pasó con Larrouturou, protegerlo y arroparlo y enfrentar juntos el mal.

Ojalá el gremio se ponga de acuerdo para defendernos y defender el derecho del público a saber la verdad. Pero me temo que hasta hoy muchos periodistas siguen sin entender la gravedad de lo que está pasando y actúan como corderos frente al lobo.

 

Este artículo se publicó en el New York Times en español el 9 de febrero de 2017

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17 de febrero de 2017
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¿Matarse trabajando o ver florecer los cerezos?

La noticia impacta: en Japón los trabajadores se están matando de tanto trabajar. Entre una estricta ética de dar hasta la última gota de sangre, la presión de los jefes y los pares y el vacío de la vida privada en las ciudades, los japoneses no se toman días libres, ni vacaciones, y acumulan horas extra hasta la extenuación. 

Ante esta situación y después de un sonado caso en que un joven de 24 años murió por exceso de trabajo, “el Gobierno nipón ha aconsejado a sus ciudadanos que dejen de trabajar de forma excesiva”, informa la agencia Reuters. Según el cable, una quinta parte de la población de Japón “está en riesgo de muerte por exceso de trabajo, ya que trabajan más de 80 horas extra cada mes”.

Matarse trabajando hasta tiene una palabra en japonés: “karoshi”.

Miren esta foto: una oficina fría, impersonal; camisas blancas bien planchadas; luz artificial pese a los enormes ventanales; gente junta pero terriblemente sola. La foto es un instante pero se adivina que la escena dura horas, días, décadas. Parece una jaula.

Charles Chaplin pintó el sistema de trabajo hasta la extenuación en “Tiempos modernos”. George Orwell describió el espíritu yermo del trabajador sin alma en “1984”. Hace poco, Haruki Murakami mostró al pasar el agotamiento de los oficinistas japoneses en los testimonios de las víctimas del atentado con gas sarín en el metro de Tokio, “Underground”. Antes de envenenarse con el gas de los fanáticos religiosos, estos viajeros de la madrugada ya estaban medio muertos en vida.

Y sin embargo, detrás, encima y debajo de este hay otro mundo, hay otro Japón.

Un precioso texto de la revista digital Gutemberg rescata diez palabras hermosas y poéticas de los nipones. Komorebi, por ejemplo, es la luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles.

Shinrin-yoku es interiorizarse en el bosque donde todo es silencioso y tranquilo.

Y Mono no aware es la capacidad de sentir cierta melancolía o tristeza ante lo efímero, ante la vida y el amor. Los de Gutemberg mencionan como ejemplo la pasión de los japoneses por el florecimiento de los cerezos.

¿Karoski o Mono no aware? Hoy quiero soñar un mundo con más contemplación de cerezos y menos matarse trabajando. Los japoneses, que nombraron y llevaron a las últimas consecuencias los dos mundos, tal vez nos puedan ayudar a florecer.  

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29 de enero de 2017
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Jane Goodall: Reflexiones de una activista eco-mística

En el principio fue el mono. O al menos esa era la teoría del legendario paleontólogo Louis Leakey.

Desde los años 30 a los 60, en el Africa oriental, Leakey desenterró y analizó esqueletos de hombres y homínidos, buscando siempre el origen, el eslabón perdido que contestara una de las grandes preguntas de la humanidad: ¿de dónde venimos?

Leakey pensaba que el homo sapiens y los grandes primates (como los gorilas, los orangutanes y los chimpancés) provenimos de un tronco común, y que los “monos” conservan rasgos y pautas de comportamiento capaces de echar luz sobre la mente, el cuerpo y la sociedad humanas.

Para probar sus teorías Leakey necesitaba investigadores atrevidos y afines que estudiaran la vida de estos mamíferos en libertad. A lo largo de su carrera tuvo una combinación de suerte e intuición que lo llevó a elegir a tres mujeres que desarrollarían, con tesón y valentía, los estudios que necesitaba en tres ambientes difíciles. Las malas lenguas académicas las bautizarían como “los ángeles de Leakey.”

Dian Fossey (la heroína de Gorilas en la niebla) se encargó de los gorilas de montaña en Ruanda, luchó hasta la temeridad contra los poderes políticos y económicos que estaban acabando con su especie, y murió asesinada en 1985. Birute Galdikas estudia, desde 1971 y con un perfil más bajo, los orangutanes de Indonesia. Y con los chimpancés se metió Jane Goodall, modosa chica inglesa que no contaba con ningún estudio científico cuando Leakey la eligió en 1957 para estudiar a los simios de la reserva de Gombe, en Tanzania.

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 “A Louis no le interesaban las credenciales académicas. De hecho, me dijo, prefería que la persona elegida se iniciara en el trabajo de campo con una mente no influida por ninguna teoría científica,” dice Goodall cándidamente en Gracias a la vida (espantosa traducción del título original, que es un mapa para entender el libro: Razones para la esperanza. Un viaje espiritual). Mondadori publicó el libro originalmente en 2003; después Debolsillo hizo numerosas reediciones.  

Con el tiempo, Jane Goodall se hizo experta en la conducta de los chimpancés en libertad, obtuvo un doctorado de Cambridge (como Leakey y Fossey), publicó un estudio fundamental, Los chimpancés de Gombe, fue portada de varios National Geographic, y abrió su propia fundación y su instituto (Fundación Jane Goodall e Instituto Jane Goodall) para fomentar la conservación y el desarrollo sostenible.

La última década la dedicó a viajar por el mundo, dar seminarios y conferencias, y promover con éxito la causa del conservacionismo. Hoy tiene 82 años y una misión a medio cumplir. Este libro, que escribió hace casi dos décadas, es parte de esa misión.

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Comencé hablando del contexto de sus investigaciones porque Goodall crea su propio mundo en este alegato en forma de autobiografía. En Gracias a la vida no aparecen ni Fossey, ni Galdikas, ni el hijo de Louis, Richard Leakey, el paleontólogo más célebre de su generación. No aparecen otros investigadores.

Sí aparece, casi en cada página, Dios.

Después de hablar de chimpancés en sus obras científicas, Goodall quiere aquí detenerse en la religión como fuente de fortaleza para superar momentos difíciles, método para acercarse a la naturaleza y código de conducta. Por eso eligió a (o fue elegida por) un teólogo, Phillip Berman, para darle forma a estas elucubraciones.

Los nombres de los capítulos (El paraíso perdido, Las raíces del mal, La compasión y el amor, La muerte, La evolución moral o El camino de Damasco) ya dan una idea del propósito del libro. Goodall y su co-autor usan la particular selección que hacen de la biografía de la investigadora para brindar enseñanzas morales, reconfortar a las almas perdidas y atraer a los jóvenes a la buena causa.

En este Gran Plan, los chimpancés son presentados como seres capaces de brindar al homo sapiens lecciones de “evolución moral.” Y lo que descubre en ellos ‘evoluciona’ asombrosamente junto con el desarrollo de la vida de la autora.

Los primeros diez años en Gombe, de felicidad con su madre, luego con su marido fotógrafo y el nacimiento de su hijo, los chimpancés son tiernos y solidarios. Cuando Jane se divorcia y comienzan sus problemas, descubre el “mal” en la comunidad que estudia. Algunos chimpancés (a los que ella puso nombres como ‘Pasión’ o ‘Satán’) atacan y matan a otros de su mismo grupo, bebés o ancianos indefensos. Largas páginas de Gracias a la vida son meditaciones sobre la raíz del mal, la violencia y la guerra entre los humanos.

Pero si bien pasa la mitad de su vida rodeada de sirvientes africanos, sólo descubre el sufrimiento de los negros cuando, en 1994,  muere un millón a machetazos en la vecina Ruanda.

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En la estructura tripartita del libro, la infancia y juventud de la autora son el prolegómeno que le da salud y fortaleza morales para las tareas que debe emprender. La segunda parte narra su estancia en un idílico Gombe, el estudio de los chimpancés y el descubrimiento de su vocación misionera. La tercera parte es su peregrinar por el mundo difundiendo la buena nueva.

El libro termina, coherentemente, con el listado de las direcciones y la página web del Instituto Jane Goodall. “Para más información sobre nuestros proyectos… póngase en contacto con la oficina del IJG más próxima,” reza el último párrafo.

 

Jane Goodall (y Phillip Berman): Gracias a la vida. Autobiografía. Mondadori, Barcelona, 2003

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16 de enero de 2017
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Patricia Almarcegui: La viajera de sí misma

Una de las mayores alegrías de dirigir una colección de libros de y sobre periodismo es descubrir autores fascinantes. Otra es que esos autores se conviertan en grandes amigos. Eso me sucedió el año pasado con Una viajera por Asia Central y con su autora, la aguerrida y exquisita Patricia Almarcegui.

Para iniciar con ilusión este 2017, les dejo mi prólogo de su relato magistral. Lo comienzo reflexionando sobre lo que significa y lo que vale para mí la crónica de viajes, y termino con el lugar que creo que tiene ahora esta aragonesa que se moja con las lluvias del camino y se seca en adustas bibliotecas. Agradezco de nuevo a Patricia, y como siempre a Meritxell, Alicia, Cruz y Jordi, mis compañeros de esa quijotada que es la Editorial de la Universidad de Barcelona.

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¿Para qué viajamos? Para encontrarnos, para saber quiénes somos fuera de nuestro contexto habitual. Muchos consideran que el romanticismo empezó cuando Johann Wolfgang von Goethe viajó a Italia para buscar en los paisajes, en las ruinas romanas, en la vida simple e intensa de sus vecinos del sur esa combinación de rescate de lo antiguo, pasión por descubrir y juventud como sinónimo de desgarro amoroso que desde entonces definió toda su época.

        Para Goethe, Italia era el romántico que llevaba dentro y que en la rígida Alemania permanecía agazapado en su pecho.

¿Para qué leemos relatos de viaje? Para identificarnos con el viajero que se busca, se encuentra y se transforma. Dice Ricardo Piglia que hay dos grandes tipos de relato: el viaje lleno de dificultades y la búsqueda de la verdad.

Los buenos relatos de viajeros son ambas cosas.

El viaje que define nuestra civilización es un regreso a casa que durante el trayecto se vuelve imposible. Cuando termina la guerra de Troya, Aquiles ya sabe perfectamente quién es, pero Ulises apenas se está empezando a descubrir. El que vuelve a Ítaca es otro. Nunca se vuelve.

Ya lo decían los versos tan repetidos de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot: «No dejaremos de explorar y el fin de nuestra exploración será encontrar el punto de partida y conocer el lugar por primera vez».

Todo cambia en el viaje: los lugares que el viajero pisa, y al pisarlos los transforma, aunque sea en mínima medida;, el viajero mismo, y el lugar de su partida. Cuando vuelve, todo es distinto, todo es nuevo.

El relato literario de un gran viaje no es una guía del lugar, para seguir los pasos del proto-turista: es una guía para la transformación. Por eso en el terreno del periodismo literario o narrativo las historias de viajeros son tan apreciadas.

Leer estos libros es un doble viaje. El viajero se juega la vida y se anima a dejarse transformar por nosotros, sus lectores. Leer un libro de este tipo es realizar un viaje vicario.

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En el corazón de la crónica inglesa está George Orwell, con sus viajes para sentir en carne propia la pobreza (El camino de Wigan Pier), la humillación (Sin blanca en París y Londres) y la lucha contra el fascismo y el estalinismo (Homenaje a Cataluña). Y también V. S. Naipaul, con sus recorridos alucinados por tierras musulmanas (Entre los creyentes), por las revoluciones de Latinoamérica (Guerrilleros) o por su propia isla de Trinidad (Un camino en el mundo). Y Bruce Chatwin con su muy personal inmersión en las vastas planicies y las remotas montañas del fin del mundo (En Patagonia) o en la invención de un mundo nuevo en Australia (The Songlines). Y tantos otros.

En España ha habido grandes viajeros. Mis preferidos, el catalán Josep Pla, quien se adentró en su territorio ampurdanés y en los confines de Europa con amor por el detalle revelador y una gracia inigualable en el manejo de la lengua, y Manu Leguineche (El viaje prodigioso, Yo pondré la guerra, La tierra de Oz), especializado en viajar a sitios donde habían ocurrido grandes proezas y cataclismos, donde habían actuado protagonistas célebres, para descubrir en el viaje las claves del pasado.

En Latinoamérica, la idea que se han formado de sí mismos los intelectuales se debe en gran parte a los viajes de soñadores positivistas como Domingo Faustino Sarmiento.

Entre los viajeros latinoamericanos actuales, el mexicano Juan Villoro logró transformar el viaje en una fiesta de la prosa (Palmeras de la brisa rápida, El miedo en el espejo), y el argentino Martín Caparrós ha creado todo un género con sus viajes ensayísticos, irónicos, autorreferenciales, eruditos (Larga distancia, La guerra moderna, El interior, Una luna, El hambre).

Cada uno tiene su viajero favorito: el que realizó el viaje que hubiéramos querido hacer nosotros. Queremos viajar con sus ojos, meternos en los recovecos que ellos encontraron, hacer las preguntas que a ellos se les ocurrieron, sacar esas conclusiones luminosas y sorprendentes.

Los hombres que viajan así son admirables, pero lo son mucho más las mujeres que viajan solas. Las que derriban muros y derrotan prejuicios. Y en los últimos cien años, con la gran transformación de las relaciones de género en Occidente, las historias de viajeras se convirtieron en textos de combate.

Cristina Morató juntó en Viajeras intrépidas y aventureras las historias de unas cuantas (Mary Kingsley, Gertrude Bell, Anita Delgado, Amelia Earhart, Jane Goodall). Debían ser mucho más valientes, mucho más revolucionarias que los hombres. Debían abrir un mundo cerrado a sus hermanas.

Aún hoy, cuando dos chicas que viajan solas son atacadas y asesinadas, como sucedió este año con dos mochileras argentinas en Ecuador, el mundo machista, nuestro mundo, las condena a ellas por no quedarse en el sitio que la sociedad les tenía destinado.

Las mujeres viajeras no solo descubren el mundo: lo crean.

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En esta prodigiosa compañía de creadores y valientes, brilla y aporta su personalidad y su estilo Patricia Almarcegui.

 “Cae la tarde calurosísima. El patio del hotel guarda una tranquilidad y un recogimiento ajenos al centro de la capital. Un pájaro despistado canta para mí entre las plantas trepadoras. No es el paraíso, pero hay una intención de que se le parezca. Tomo mi última pivo a sorbos muy lentos y leo sin prestar demasiada atención Monsieur Ingres et son époque. Un libro tan descontextualizado del entorno y de la situación como mi alma, antes de volver a ya no sé qué país”.

Así termina el penúltimo capítulo de Una viajera por Asia Central. Así nos habla su autora, con la familiaridad de una amiga lúcida y honesta, recordando detalles y situaciones, apelando siempre a los sentidos, compartiendo sus encuentros y desencuentros, sus certezas y perplejidades, en el límite siempre entre el relato y el ensayo.

Almarcegui viaja por nosotros, como los grandes viajeros desde Goethe. Duda cuando un hombre le ofrece llevarla en coche, se asoma a las casas y trata de entender a los moradores y percibir su reacción con una mirada profunda y sutil, se extasía ante el paisaje silvestre.

En 2015, por recomendación entusiasta del gran escritor, viajero de las librerías, explorador de la literatura, las crónicas y las series de televisión Jorge Carrión, llegó esta joya a mis manos. Como director de esta colección Periodismo Activo, siempre estoy buscando y pidiendo manuscritos estimulantes, abrir y extender las ventanas de la literatura de los hechos, la realidad o como se llame. Comencé a leerlo, y su estilo y su mirada me cautivaron al minuto.

Experta en arte, literatura, orientalismo, viajera y estudiosa de la vida y obra de los viajeros (y sobre todo de las viajeras), profesora universitaria y curadora de colecciones, Almarcegui podría ser definida como una mujer del Renacimiento si la frase no estuviera ya demasiado trillada. Puedo decir, sí, que su obra contribuye a un nuevo renacimiento, tan necesario actualmente: el de las humanidades como un camino de descubrimiento.

Pero el libro que originalmente me envió Patricia era el doble de grande que este que tienen entre las manos: contenía también el fascinante relato de un viaje de descubrimiento al Irán de hace diez años, y del reencuentro con la gran cultura persa y la sorpresa por los cambios de hoy.

Desde el comienzo me parecieron dos libros distintos, y me alegro mucho de que haya conseguido publicarlos por separado. Hace unos meses salió a la luz Escuchar Irán, que se une en su bibliografía a los enjundiosos y elegantes ensayos El sentido del viaje (Premio de Ensayo Fray Luis de León) y Alí Bey y los viajeros europeos a Oriente y a su novela El pintor y la viajera, ya traducida al francés.

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Aquí comienza el relato del recorrido externo e interno de Almarcegui por la antigua Ruta de la Seda, un territorio bastante desconocido para los lectores europeos y latinoamericanos, y por las reflexiones de una viajera indómita que se pregunta constantemente por lo que hace, por qué y para qué, y se maravilla con los grandes y pequeños encuentros con montañas y lagos, yurtas ancestrales y rígidas ciudades soviéticas.

Y cada tanto, en apartes amistosos con el lector, compara lo que encuentra con otros viajes, otros viajeros, con los libros, las películas, la música, las fotos que siempre viajan con ella, como en una maleta de conocimientos y pensares, sin peso pero con espesor.

Y también viaja con la autora su pasado de bailarina: la forma de hacer preguntas y considerar su propio cuerpo y el de los otros, el movimiento como forma de comunicarse y entender el mundo. En Una viajera por Asia Central, las palabras danzan.

Esta es una invitación a compartir alforjas y sacudirse el polvo de los caminos con una exquisita y aguerrida viajera. Bienvenidas y bienvenidos a la fiesta de la lectura.

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5 de enero de 2017
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Bomarzo 2007 como juego de espejos: película, ópera, novela, historia

Bomarzo es un antiquísimo pueblo romano del Lazio. En el siglo XVI Pier Francesco Orsini, cuya familia fue dueña del lugar por generaciones, mandó construir allí un extrañísimo jardín de monstruos de piedra.

En 1962, el escritor argentino Manuel Mujica Láinez usó esta historia para escribir Bomarzo, su novela más ambiciosa. Cinco años más tarde, el gran músico Alberto Ginastera, con Mujica Láinez como libretista, compuso su ópera más famosa: Bomarzo. La ópera fue prohibida en Argentina durante la dictadura de Juan Carlos Onganía y tildada de escandalosa por su contenido de sexo, violencia y parodia de los ritos cristianos.  La ópera finalmente se estrenó en Washington, y dio lugar a un disco que circula entre los melómanos. En marzo de 2017 Bomarzo se estrenará en el Teatro Real de Madrid.

Pero la polémica siguió dando juego a la reflexión y la creación. En 2003, el sociólogo y musicólogo Esteban Buch publicó un libro erudito y hermoso, The Bomarzo Affair, que analiza el caso de censura en el contexto de la dictadura argentina, la lucha por la libertad artística y la represión de las costumbres.

Cuatro años más tarde, el director, actor y músico argentino Jerry Brignone elaboró una nueva y fascinante vuelta de tuerca sobre este asunto. Su película Bomarzo 2007 transforma la grabación en audio de la ópera en Washington banda sonora para un nuevo producto complejo y sorprendente.

A las puertas del 2017, a casi diez años de su creación, he vuelto a ver esta obra compleja e inclasificable, y sigo encontrándole nuevos significados.

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Sin ampulosidades ni pedantería, la película inicia así una serie de diálogos entre distintas artes que hacen más profunda y comprensible la ópera, pero que también van más allá de lo que Mujica Láinez y Ginastera quisieron decir, para darnos nuevos significados y hacernos pensar de nuevo en el mundo y en nuestra propia realidad.

Por eso, pienso que Bomarzo 2007 abre caminos y derriba fronteras entre las artes. No es la grabación de una ópera, es mucho más.

Recrea, por supuesto, la historia del duque de Bomarzo, en el renacimiento, la historia que cuenta el escritor argentino, pero la hace dialogar con el presente. No es, claro está la primera vez que se usa el medio cinematográfico para filmar óperas en sus escenarios originales. Lo hizo por ejemplo Gianfranco de Bosio en 1976 con Tosca en sus sitios romanos, o como intentó hacer infructuosamente Carlos Saura con Carmen en las calles de Sevilla.

Pero aquí los habitantes del pueblo que alberga el bosque de los monstruos no solo representan a los personajes de la ópera, sino que se representan a sí mismos en un doble juego de espejos. Son los habitantes de Bomarzo de hoy haciendo de los bomarzinos del Renacimiento. También la cámara viaja entre mundos: se centra en lo que queda del pasado, los vestigios arqueológicos de la época de la historia, pero también juega y hace jugar al espectador con la Bomarzo actual, en un rico trayecto intelectual entre la permanencia y el cambio.

La película también explota la ambigüedad sexual de la obra, al usar una actriz para representar al duque, un personaje maltrecho y débil que se rebela contra el papel masculino donde no encaja. En los numerosos interludios orquestales de la partitura, la humillación del adolescente ‘defectuoso’ se transforma en pesadilla, intensificada por el uso de la grabación nerviosa cámara en mano (como en el método Dogma 95 de Lars von Trier) y el vibrante  montaje.

Las imágenes crueles contribuyen a contar una versión de la historia de Bomarzo y también a contar otras historias que en la visión de Brignone, dialogan con ésta. Por ejemplo, en la película irrumpen fotos de personajes nefastos de las dictaduras argentinas de los sesenta y setenta.

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En sólo cuatro días de grabación, el director Jerry Brignone llevó a un mínimo equipo de actores, camarógrafos y asistentes, y los mezcló con los habitantes del pueblo de Bomarzo, a los que conocieron el primer día del rodaje. Pero sería injusto centrarse en el milagro de que un producto tan bien realizado, de tanto impacto y que abre tantos caminos a la reflexión se realizara en un tiempo tan corto.

Brignone, en cuya cabeza bullían estas ideas de unificar artes que ama y estudia desde hace años, guió a un equipo muy profesional para que entre todos descubrieran caminos y soluciones sorprendentes, tal vez mágicas, producto de la premura obligada.

Uno siente que es una película y a la vez un documental, porque todo está haciéndose en el momento, casi sin ensayos, y todo se va creando a la vista del público. No es una película basada en una novela o en una obra de teatro, porque la parte musical se respeta religiosamente. Es otra cosa.

Uno de los muchos elementos que me maravillan de Bomarzo 2007 es que se trata de un juego de relojería y al mismo tiempo de un ejercicio de libertad absoluta.

No sé si esta obra indefinible creará escuela. Lo que no me queda dudas es de que es una obra nueva, un nuevo tipo de obra. Y que la experiencia de verla deja con ideas sobre el cine y sobre la ópera, y sobre la tragedia de la vida.

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20 de diciembre de 2016
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El sueño de vivir en una novela de Eduardo Mendoza

¿La peor pesadilla? Vivir dentro de una novela de Franz Kafka. Cuando sus personajes despiertan de sueños inquietantes,  en realidad se están sumergiendo en mundos de terror. El despertar de la cucaracha de ‘La metamorfosis’ es casi tan horrendo que el del insecto aplastado por la burocracia en ‘El proceso’.

¿La segunda peor pesadilla? Soñar con encontrarse en medio de una batalla de Tolkien o de Borges. En las de ‘El señor de los anillos’, el terror es morir como un valiente y sentir que no valió la pena. En el de los cuentos borgeanos, darse cuenta en el último instante que el destino de uno es morir como un cobarde.

¿El sueño más aburrido? Verse encerrado en un cuento de Salinger, John Cheever o Alice Munro y entender que las mínimas incidencias domésticas serán la gran épica que nos espera, y que no hay despertar que nos salve del tedio trágico.

Pero si me preguntan a mí, existe un feliz sueño literario. Hay un mundo de novelas en el que me gustaría vivir y no despertar jamás. Son las obras felices del flamante y merecido Premio Cervantes Eduardo Mendoza.

En las novelas ‘serias’ de Mendoza, como la ambiciosa y brillante ‘La ciudad de los prodigios’, las peripecias no dejan de suceder con puntual sorpresa, y los personajes acarician e insultan con la precisión exacta de los cultos ingleses o catalanes. En la hilarante ‘Sin noticias de Gurb’, el lector se troncha de risa en el mismo segundo en que entiende que le acaban de contar una metáfora perfecta del poder y la corrupción de nuestra era. En la libérrima parábola bíblica ‘El asombroso viaje de Pomponio Flato’ los personajes del Nuevo Testamento se reinventan divertidos, con una aceptación de las otras formas de vivir del ‘otro’ que sigue siendo hoy un sueño de apertura y tolerancia. Incluso en su última novela, la imperfecta ‘El secreto de la modelo extraviada’, las ideas serias y las causas flamígeras de hoy se desarman desde la parodia y el humor.

“Mendoza me hace reír y me emociona y me hace pensar”, dice Javier Cercas. Juan Marsé rescata de su colega “la claridad, la vivacidad, el sentido común literario”. Jonathan Holland le encomia “la combinación de un tono jocoso y una seriedad total”. El juguetón Llàtzer Moix le agradece que transforme “el placer del narrador en una fiesta para el lector”. 

Vivir en una novela de Eduardo Mendoza es sentirse flotar en la levedad de lo profundo. ¿Qué más podemos soñar en estos tiempos de fanáticos, de solemnes, de pagados de sí mismos y de mentecatos? 

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6 de diciembre de 2016
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Las ocho claves de un video viral

¿Por qué no podemos dejar de mirar cómo explota la sandía apretada con gomitas? Hace un par de meses Héctor Pavón, editor de la revista cultural Ñ de Clarín me pidió que escribiera sobre la “viralidad” de ciertos videos en Internet a propósito del insólito éxito de esta aventura frutal. Me divirtió mucho buscar antecedentes y comparaciones en la historia de la literatura, el cine y hasta la ópera. Le dedico estas reflexiones sin pretensión alguna a mi gurú en cultura digital, series y posmodernidad, Jorge Carrión.

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Con el auge de Youtube y Buzzfeed, se van viendo con claridad cuáles son los videos breves que en muy poco tiempo la gente hace propios, cuelga en sus muros, comparte con amigos, aprueba y celebra. Tomemos el ejemplo de los dos empleados de Buzzfeed poniendo gomita tras gomita en la “cintura” de una sandía (http://www.techinsider.io/watermelon-rubberband-explosion-buzzfeed-video-2016-4).

Era un patio, estaba lleno de gente expectante, con cada gomita crecía la curiosidad por ver cuándo explotaría. Y en un determinado momento, saltan los pedazos rojos, carnosos de la fruta y los dos hombres vestidos de bata blanca hasta la cabeza, como científicos en un experimento de alto riesgo, salen corriendo. Total: 17 segundos.

Hay una variante, algo más larga, de National Geographic (http://natgeotv.com/ca/street-genius/videos/exploding-watermelon): el periodista Tim Shaw invita a un grupo de personas en un parque a calcular cuántas gomitas harían explotar una sandía, y luego a poner las gomitas alrededor de una. Este video, mucho más largo (tres minutos y medio, como una canción en la radio) incluye infografías que muestran lo que sucede con las fuerzas que presionan la sandía, y también más juego: el espectador se involucra tratando de adivinar cuál de los participantes acertó con el número de gomitas que serán necesarias.

En ambos casos hay una serie de elementos que los hacen altamente viralizables.

1.      Desafío

En el mundo de los videos de Internet, no hay tiempo para una saga como La Odisea o El Señor de los Anillos. Pero en toda historia debe haber una aventura, un camino que recorrer, un enigma que resolver. Estas píldoras de desafíos a cumplir se nutren de la sabiduría de décadas de publicidad en televisión: en pocos segundos, se plantea un problema y el espectador dedica el tiempo mínimo a ver cómo el esquemático héroe logra resolverlo. Si no hay tiempo, como en el video Buzzfeed, los que lo plantean son los mismos que lo resuelven. Si le podemos dar dos o tres minutos, el “líder” – el periodista en el caso de National Geograhpic - plantea una tarea al “pueblo”.  Deben adivinar con cuántas gomitas explotará la sandía. Una tarea digna de los héroes griegos.

2.      Arco narrativo

Aunque todo se resuelva en unos pocos segundos, no puede faltar el ensayo y error: los actores colocan gomita tras gomita. Cuando el que está mirando piensa: “de esta no pasa, seguro que ahora explota”… y no sucede nada  y hay que seguir, ese es el momento en que el video nos tiene atrapados. Somos parte del experimento. Apostamos, hemos invertido en lo que estamos viendo, deseamos que pase algo. Como la historia canónica de nuestra cultura, el Nuevo Testamento, cada paso, aunque dure dos o tres segundos, es una estación del Via Crucis: secretamente queremos y tememos el desenlace.  

3.      Resolución inmediata 

Llega el momento. Explota la sandía. Es lo que estábamos esperando. Y en ambos videos, mostrado al menos dos veces y en cámara lenta. El fútbol por televisión nos enseñó a que teníamos derecho a ver los goles varias veces, de varios ángulos, relamiéndonos por volver a disfrutar del momento en que la espera termina y explota el júbilo. Sabemos que seremos retribuidos con la fiesta de la explosión de la sandía, pero no sabemos con cuál de las gomitas vendrá… y por eso estos videos tienen la ventaja de aunar certeza y sorpresa.

4.      Juego y humor

Los videos virales ponen alegría, sonrisa, humor en un día gris, sin quitarnos más de unos segundos o a lo sumo unos pocos minutos de nuestras tareas. Suelen incluir, como en estos casos, a adultos haciendo de niños. Jugando. Es un experimento pero es un juego, y como el resultado es un enchastre, tiene también elementos de lo prohibido. No deberíamos jugar a hacer explotar cosas, y por eso al hacerlo estamos siendo moderadamente traviesos. La vestimenta de científicos de los dos juguetones, en uno de los casos, y el papel del periodista serio que pide la participación del público en el otro, y el hecho de que todos terminan saltando y riendo, enfatiza el elemento de tener permiso para estar haciendo algo habitualmente prohibido.

5.      Morbo

¿Sería lo mismo con un melón, con una papaya, con una fruta de otro color? Claro que no. Hace unos años el director de teatro vanguardista catalán Alex Rigola puso en escena Coriolano, la tragedia más sangrienta de Shakespeare. A lo largo de los cinco actos los reyes en pugna matan, decapitan, violan y torturan a miembros de familias rivales. En un momento de la representación, los verdugos se ceban con palos contra un grupo de sandías. Las destrozan, los pedazos rojos y brillantes vuelan por los aires. La violencia es explícita. En el caso de la explosión de la sandía estrujada lentamente hasta que no puede más y finalmente se derrama en pedazos rojos, hay un obvio juego implícito de referencias a la violencia, a la sangre y al sexo. No sabemos muy bien por qué no podemos dejar de verlo. Pero este tipo de seducción tiene siempre unos gramos de horror y de atracción por lo prohibido.

6.      Calidad

Decía Mozart en una carta a su padre, refiriéndose a una de sus óperas, que los que no saben de música van a disfrutar sin saber bien por qué, mientras que los conocedores apreciarán la sapiencia del compositor en contrapunto, armonía y juego rítmico. Es importante hacer notar que en la mayoría de los videos que vuelven virales la factura técnica es impecable. Los que no saben de manejo de luz, ángulos, pixeles, edición, ritmo, sienten que todo está como debería ser sin saber bien por qué. Los que saben de técnica notan la diferencia clara con los videos caseros.

7.      Participación, identificación

En la mayoría de estos videos muy exitosos hay un público participante, que representa a cada uno de los “viralizadores”. Entre los pioneros de estos videos muy repetidos están los flashmobs: grupos de instrumentistas y cantantes que se van instalando en pasillos y escaleras de centros comerciales muy concurridos y de pronto se ponen a tocar Beethoven y cantar Verdi. La misma música, incluso con mayor calidad de ejecución, pero en los teatros donde habitualmente se hace, no causaría ni de lejos el mismo efecto. El público, como saben bien los creadores de programas en vivo desde el nacimiento de la televisión, es vital para que del otro lado de la pantalla el espectador se sienta identificado. Aquí el público acepta el reto, participa, espera, se mueve inquieto y salta de susto y alegría cuando explota la sandía. Somos nosotros.

8.      Ciencia, aprendizaje

Había hacía años un programa muy desagradable pero imposible de dejar de ver en la televisión por cable: Mil maneras de morir. Combinaba escenas actuadas mal a propósito de hombres o mujeres que por lascivos, amarretes, descorteses o gritones terminan sufriendo muertes terribles. Mucha gente los veía por el morbo de ver hasta dónde podían llegar los guionistas y directores, por la burda moralina y el viejo placer culposo de ver a gente que nos cae mal recibiendo un castigo tremendo. Pero para aliviar nuestro placer culposo, un supuesto científico explicaba las causas de cada una de las muertes. Así funciona con la sandía que explota. Hay una pizca de ciencia, sentimos que no perdimos totalmente el tiempo, que estábamos aprendiendo algo. 

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29 de noviembre de 2016
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Medio siglo pensando el mundo con Vargas Llosa

El Mario Vargas Llosa periodista ha sido muchas veces desdeñado. Al contrario de Borges o García Márquez, no creo que las páginas de los periódicos sean otra cara de su genio, sino un borrador de lo que nos deslumbra en muchos de sus libros posteriores.

Sí: es repetitivo, autorreferencial, y suena cansino en su defensa de una versión del “liberalismo” que a muchos nos suena a derecha dura. Pero en el ejercicio que me planteó el suplemento Cultura/s de La Vanguardia hace cuatro años y que hoy me recuerda Facebook – leer casi de corrido muchas de las más de cuatro mil páginas de artículos, reseñas, recuerdos, diarios de viaje y ensayos periodísticos del gran novelista – encontré mucho de descubrimiento y de disfrute.

Que les toque también un poco, estimados lectores, de esta Piedra de toque.    

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Comienza el 15 de abril de 1962, siguiendo a un grupo de estudiantes peruanos que peregrinan a la tumba de César Vallejo en París y termina, 50 años y 4.319 páginas más tarde, en el despacho del presidente uruguayo José Mujica, el día en que redacta el proyecto de ley para despenalizar la tenencia y uso de marihuana. 

Los tres tomos de la obra periodística completa de Mario Vargas Llosa, cuya cuidada edición encargó Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores a Antoni Munné, repasan gran parte de los grandes acontecimientos históricos, los cambios sociales y las aventuras literarias e intelectuales que jalonan este medio siglo desde la perspectiva siempre reconocible del gran novelista.

En la introducción clara e instructiva, Vargas Llosa traza la línea infranqueable que divide su producción literaria de su ingente obra periodística. Así describe su prosa de articulista: “En estos textos hay un esfuerzo constante de racionalidad, de analizar asuntos concretos y opinar sobre ellos con argumentos accesibles a cualquier lector, y una utilización del lenguaje como algo funcional, que rehúye lo llamativo y trata que las palabras alcancen esa transparencia que las vuelve invisibles”.

Y así define su ‘yo’ novelista: “cuando escribo literatura, (…) las palabras no pueden ser jamás, como en el periodismo, solo un intermediario, sino también, al mismo tiempo, un fin en sí mismo, una manera de expresarse que determina la personalidad de una historia, ese sutil elemento que la libera de ser una mera representación objetiva de la vida y le imprime soberanía, una vida propia y distinta de la real”.

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A juzgar por esta impresionante colección de artículos, Vargas Llosa nunca dejó de verse con esa doble naturaleza. Como periodistas, es el tipo de intelectual público que trae a la mesa los temas, las historias y los autores que cree que deben debatirse, y conserva a lo largo de todos estos años la absoluta convicción de que su propia voz es importante y necesaria en esa conversación.

Desde esa convicción contó y opinó durante medio siglo sobre una asombrosa variedad de temas para diarios y revistas de Perú, de Francia, de España, y ahora para un público global que espera quincenalmente su Piedra de toque, nombre que adoptó su columna cuando empezó a publicar en El País.

Piedra de toque remite a una piedra mitológica que sirve para medir el valor de los metales. Tanto le gustó este nombre que lo aplica ahora a su obra periodística anterior, y creo que acierta: cada uno de sus textos es una búsqueda de medir el valor, el significado y la lección que nos da lo que cuenta.

Opinar es para Vargas Llosa juzgar, valorar, aprobar o rechazar. Al terminar cualquiera de sus textos, siempre sabemos si el libro, el artista, el político o la política de los que habla le parecen buenos o malos.

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La gran mayoría de sus columnas, de unas cuatro páginas, tienen la misma estructura, ya sea que comenten una función de ópera, su retorno a la ciudad donde pasó parte de su juventud, o la elección de Aznar como presidente del gobierno español: primero cuenta, resume, da sentido a los datos dispersos de las noticias, y luego valora y explica su valoración. En la mayoría de los casos, el relato muestra una inteligencia de primer orden, y la opinión es sincera, valiente y clara, más allá de que uno pueda o no estar de acuerdo.

El libro incluye también otros dos tipos de textos: por un lado, una serie de relatos de viaje que permiten ver mejor y desde adentro su obra novelística: cuenta las búsquedas por el Congo, por la Polinesia, por República Dominicana, por el altiplano boliviano y las selvas de Brasil de los que luego saldrán sus novelas. Y por otro, contiene, en su tercer tomo, dos obras periodísticas de más enjundia, que escapan al articulismo: sus viajes a Iraq en 2003 y a Israel y Palestina en 2005, disfrazado de insólito, perspicaz y valioso reportero de guerra.  

Después de la lectura exhaustiva de tantos artículos, no parece haber tema o hecho de importancia capital que se le haya escapado. Pero muchas veces parece como si su afán por separar la escritura periodística de la literaria le llevara a intentar evitar el fulgor verbal y a juzgarlo todo y a todos.

En la combinación de ambos afanes puede llegar a sonar repetitivo. A medida que pasan los años, su adscripción a lo que llama ‘liberalismo’, y que en España muchos identifican con derecha dura, hace que su lector, una vez comenzada la lectura, ya sepa cómo va a terminar: qué políticos o líderes le parecerán estupendos y cuales dignos de vituperio, y por qué.

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En una de las tantísimas columnas que comienzan como reseñas de libro para transformarse en valoración de un tema político o social, habla del relato que hace la crítica de arte francesa Catherine Millet de sus numerosísimos encuentros sexuales con conocidos y desconocidos, La vida sexual de Catherine M., publicado en 2001. Por la mitad comenta, aparentemente agradecido, que Millet “no exhibe su riquísima experiencia en materia sexual como una bandera reivindicatoria, o una acusación contra los prejuicios y discriminaciones que padecen las mujeres todavía en el ámbito sexual. Su testimonio está desprovisto de arengas y no aparece en él la menor pretensión de querer ilustrar, con lo que cuenta, alguna verdad general, ética, política o social”.      

Muchas veces, en la lectura de sus casi mil artículos, este reseñador sintió el deseo de que Vargas Llosa se aplicara a sí mismo el principio que encuentra elogiable en Millet. Pero no: de lo que sucede en Madrid, en Barcelona, en Bilbao, en París, en Lima, en Buenos Aires, en Nueva York o en Tokio, de lo que hacen grandes líderes mundiales, artistas innovadores o seres anónimos, siempre levanta el dedo índice en sus últimos párrafos para concluir adosándonos una verdad general, ética, política y social.

Los lectores de Mario Vargas Llosa, que son legión, por supuesto se lo perdonarán: la lectura siempre es gozosa e instructiva, siempre se agradece la erudición, la inteligencia, la sensibilidad y el estilo pulido del más grande escritor vivo en lengua castellana. En cada página de Piedra de toque se aprende algo, y en muchas nos obliga a repensar lo que creíamos saber.

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13 de noviembre de 2016
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En blanco y negro: el cine sueña su infancia

Si el cine fuera un anciano que sueña con las escenas que estremecieron su infancia, este libro sería ese sueño.

Guía para hablar de cine, de los críticos Ascanio Cavallo y Antonio Martínez, destaca 30 de las miles de películas que se firmaron desde el nacimiento del séptimo arte a fines del siglo XIX hasta 1959. Hacia el final, unas pocas fueron rodadas en “tecnicolor”, pero la gran mayoría de las elegidas son en glorioso, inquietante blanco y negro.

El recorrido comienza con los pioneros: los inventores del cine realista y documental, los hermanos Lumière, y el adelantado del cine fantástico, Georges Méliès. Curiosamente, este último no aparece representado con la famosa Viaje a la luna sino con la más audaz y menos conocida Viaje a través de lo imposible, y esa es la primera de muchas decisiones valientes y bien fundamentadas de los autores.

En cada uno de los breves ensayos (entre tres y cuatro páginas), Cavallo y Martínez van trazando el camino que los genios, los iluminados y los artesanos desarrollaron para dar carnet de arte a su disciplina.

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En la lista destacan, por supuesto, los productos de Hollywood. Algunas son obras de honestos artesanos, como la Casablanca de Michal Curtiz; otros son films industriales de hábiles productores, como Lo que el viento se llevó; y unas pocas son obras maestras de genios como Orson Welles. De hecho, Welles es el único que merece dos menciones en la treintena: su inicial y deslumbrante Ciudadano Kane (1940) y su otoñal y sabia Sombras del mal (1958).

Pero también hay joyas del neorrealismo italiano (Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini), el expresionismo alemán (El ángel azul, de Josef von Sternberg), la estremecedora melancolía del cine clásico japonés (Cuentos de la luna pálida de agosto, de Kenji Mizoguchi) y el inclasificable surrealismo sucio de Luis Buñuel (Nazarín).

Y si hay una filmografía que aparece de principio a fin junto con la estadounidense, es la francesa. Desde Cero en conducta de 1932, en la que el gran Jean Vigo se sumerge como nunca antes en la sensibilidad de los niños, hasta la última de la lista, Pickpocket de Robert Bresson, cuyo carterista sin alma bien podría ser el adulto en que se convirtió alguno de los niños humillados de Vigo. Una desolación sin grandilocuencia, tan propia de los franceses.

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Los textos son eruditos sin sonar pedantes, informativos sin aridez, poéticos sin caer en el sentimentalismo. Y como los que saben de estructura y arco dramático, Martínez y Cavallo terminan cada breve ensayo con lo mejor que tienen para decir. Un párrafo, una frase que queda resonando como la última nota de una gran sonata o como el último latigazo de un castigo inmerecido.

Por ejemplo, el final de capítulo dedicado al oscuro western Más corazón que odio: “John Ford, que ya hizo la gloria de los grandes hombres, vuelve ahora su mirada hacia ese vagabundo del western al que nadie quiere recordar. Ethan Edwards yerra sin hogar por entre las bases de una nación: los suyos son los huesos sin herencia de un hombre sin leyenda”.

O el final de Río Bravo: “Para el genio austero y transparente de (Howard) Hawks (…) el verdadero espacio moral no está condicionado por la amplitud del paisaje, sino por la presencia del peligro”.

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Casualmente – o no tan casualmente – Más corazón que odio y Río Bravo tienen el mismo actor protagonista: John Wayne. No se repiten ni Marlon Brando, ni Catherine Deneuve ni Katherine Hepburn. El único que aparece dos veces es Wayne. ¿Es mejor actor que los otros? Seguramente no, pero este libro no es un torneo de interpretaciones: es una guía de cine clásico, y John Wayne es el cine hecho figura, es la estampa del vaquero que se aleja en su caballo tal como lo vieron los genios que lo dirigieron.

¿Que faltan muchos? Por supuesto. A mí me falta mi favorita, la fábula moral El tercer hombre de Carol Reed. Pero un canon como este siempre tiene algo de personal, de subjetivo. Y que el lector quiera pelearse con los autores es muestra de lo mucho que le gustó compartir con ellos lo que aprendieron en tantas horas luminosas pasadas en las salas oscuras de nuestros sueños. 

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28 de octubre de 2016
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